Seguir leyendo...En un texto violentamente poético, Lawrence describe lo que hace la poesía: los hombres incesantemente se fabrican un paraguas que les resguarda, en cuya parte inferior trazan un firmamento y escriben sus convenciones, sus opiniones; pero el poeta, el artista, practica un corte en el paraguas, rasga el propio firmamento, para dar entrada a un poco del caos libre y ventoso y para enmarcar en una luz repentina una visión que surge a través de la rasgadura, primavera de Wordsworth o manzana de Cézanne, silueta de Macbeth o de Acab. Entonces aparece la multitud de imitadores que restaura el paraguas con un paño que vagamente se parece a la visión, y la multitud de glosadores que remiendan la hendidura con opiniones: comunicación. Siempre harán falta otros artistas para hacer otras rasgaduras, llevar a cabo las destrucciones necesarias, quizá cada vez mayores, y volver a dar así a sus antecesores la incomunicable novedad que ya no se sabía ver. Lo que significa que el artista se pelea menos contra el caos (al que llama con todas sus fuerzas, en cierto modo) que contra los «tópicos» de la opinión. El pintor no pinta sobre una tela virgen, ni el escritor escribe en una página en blanco, sino que la página o la tela están ya tan cubiertas de tópicos preexistentes, preestablecidos, que hay primero que tachar, limpiar, laminar, incluso desmenuzar para hacer que pase una corriente de aire surgida del caos que nos aporte la visión. Cuando Fontana corta el lienzo coloreado de un navajazo, no es el color lo que hiende de este modo, al contrario, nos hace ver el color liso del color puro a través de la hendidura. El arte efectivamente lucha con el caos, pero para hacer que surja una visión que lo ilumine un instante, una Sensación. Hasta las casas...: las casas tambaleantes de Soutine salen del caos, tropezando a uno y otro lado, impidiéndose mutuamente que se desmoronen de nuevo; y la casa de Monet surge como una hendidura a través de la cual el caos se vuelve la visión de las rosas. Hasta el encarnado más delicado se abre en el caos, como la carne en el despellejado.2 Una obra de caos no es ciertamente mejor que una obra de opinión, el arte se compone tan poco de caos como de opinión; pero, si se pelea contra el caos, es para arrebatarle las armas que vuelve contra la opinión, para vencerla mejor con unas armas de eficacia comprobada. Incluso porque el cuadro está en primer lugar cubierto de tópicos, el pintor tiene que afrontar el caos y acelerar las destrucciones, para producir una sensación que desafíe cualquier opinión, cualquier tópico (¿durante cuánto tiempo?). El arte no es el caos, sino una composición del caos que da la visión o sensación, de tal modo que constituye un caosmos, como dice Joyce, un caos compuesto —y no previsto ni preconcebido—. El arte transforma la variabilidad caótica en variedad caoidea, por ejemplo el arrebol gris-negro y verde de El Greco; el arrebol dorado de Turner o el arrebol rojo de Staél. El arte lucha con el caos, pero para hacerlo sensible, incluso a través del personaje más encantador, el paisaje más encantado (Watteau).
Un movimiento similar, sinuoso, serpentino, anima tal vez la ciencia. Una lucha contra el caos parece pertenecerle esencialmente cuando hace pasar la variabilidad desacelerada bajo unas constantes o unos límites, cuando la relaciona de este modo con unos centros de equilibrio, cuando la somete a una selección que sólo conserva un número pequeño de variables independientes en unos ejes de coordenadas, cuando instaura entre estas variables unas relaciones cuyo estado futuro puede determinarse a partir del presente (cálculo determinista), o por el contrario cuando hace intervenir tantas variables a la vez que el estado de cosas es únicamente estadístico (cálculo de probabilidades). Se hablará en este sentido de una opinión propiamente científica conquistada sobre el caos como de una comunicación definida ora por unas informaciones iniciales, ora por unas informaciones a gran escala, y que va las más de las veces de lo elemental a lo compuesto, o bien del presente al futuro, o bien de lo molecular a lo molar. Pero, en este caso también, la ciencia no puede evitar experimentar una profunda atracción hacia el caos al que combate. Si la desaceleración es el fino ribete que nos separa del caos oceánico, la ciencia se aproxima todo lo que puede a las olas más cercanas, estableciendo unas relaciones que se conservan con la aparición y la desaparición de las variables (cálculo diferencial); la diferencia se va haciendo cada vez más pequeña entre el estado caótico en el que la aparición y la desaparición de una variabilidad se confunden, y el estado semicaótico que presenta una relación como el límite de las variables que aparecen o desaparecen. Como dice Michel Serres a propósito de Leibniz, «existirían dos infraconscientes: uno, el más profundo, estaría estructurado como un conjunto cualquiera, mera multiplicidad o posibilidad en general, mezcla aleatoria de signos; el otro, el menos profundo, estaría recubierto de esquemas combinatorios de esta multiplicidad...».' Cabría concebir una serie de coordenadas o de espacios de fases como una sucesión de tamices, de los que el anterior sería cada vez relativamente un estado caótico y el siguiente un estado caoideo, de tal modo que se pasaría por unos umbrales caóticos en vez de ir de lo elemental a lo compuesto. La opinión nos presenta una ciencia que anhelaría la unidad, la unificación de sus leyes, y que hoy en día seguiría aún buscando una comunidad de las cuatro fuerzas. Todavía es más obstinado, sin embargo, el anhelo de captar un pedazo de caos aun cuando las fuerzas más diversas se agiten en él. La ciencia daría toda la unidad racional a la que aspira a cambio de un trocito de caos que pudiera explorar.
El arte toma un trozo de caos en un marco, para formar un caos compuesto que se vuelve sensible, o del que extrae una sensación caoidea como variedad; pero la ciencia toma uno en un sistema de coordenadas y forma un caos referido que se vuelve Naturaleza, y del que extrae una función aleatoria y unas variables caoideas. De este modo uno de los aspectos más importantes de la física matemática moderna surge en unas transiciones hacia el caos bajo los efectos de los atractores «extraños» o caóticos: dos trayectorias contiguas en un sistema determinado de coordenadas no permanecen así, y divergen de forma exponencial antes de aproximarse mediante operaciones de estiramiento y de repliegue que se repiten, y que seccionan el caos.2 Si los atractores de equilibrio (puntos fijos, ciclos límites, toros) expresan en efecto la lucha de la ciencia con el caos, los atractores extraños desvelan su profunda atracción por el caos, así como la constitución de un caosmos interior a la ciencia moderna (cosas todas ellas que de un modo un otro se detectaban en los períodos anteriores, especialmente en la fascinación por las turbulencias). Nos encontramos pues ante una conclusión análoga a aquella a la que nos llevaba el arte: la lucha con el caos no es más que el instrumento de una lucha más profunda contra la opinión, pues de la opinión procede la desgracia de los hombres. La ciencia se vuelve contra la opinión que le confiere un sabor religioso de unidad o de unificación. Pero también se revuelve en sí misma contra la opinión propiamente científica en tanto que Urdoxa que consiste ora en la previsión determinista (el Dios de La-place), ora en la evaluación probabilitaria (el demonio de Maxwell): desvinculándose de las informaciones iniciales y de las informaciones a gran escala, la ciencia sustituye la comunicación por unas condiciones de creatividad definidas a través de los efectos singulares de las fluctuaciones mínimas. Lo que es creación son las variedades estéticas o las variables científicas que surgen en un plano capaz de seccionar la variabilidad caótica. En cuanto a las seudociencias que pretenden considerar los fenómenos de opinión, los cerebros artificiales que utilizan conservan como modelos unos procesos probabilitarios, unos atractores estables, toda una lógica de la recognición de las formas, pero tienen que alcanzar estados caoideos y atractores caóticos para comprender a la vez la lucha del pensamiento contra la opinión y la degeneración del pensamiento en la propia opinión (una de las vías de evolución de los ordenadores va en el sentido de asumir un sistema caótico o caotizante).
Esto lo confirma el tercer caso, ya no la variedad sensible ni la variable funcional, sino la variación conceptual tal y como se presenta en filosofía. La filosofía a su vez lucha con el caos como abismo indiferenciado u océano de la disimilitud. No hay que concluir por ello que la filosofía se alinea junto a la opinión, ni que ésta pueda sustituirla. Un concepto no es un conjunto de ideas asociadas como una opinión. Tampoco es un orden de razones, una serie de razones ordenadas que podrían, llegado el caso, constituir una especie de Urdoxa racionalizada. Para alcanzar el concepto, ni tan sólo basta con que los fenómenos se sometan a unos principios análogos a los que asocian las ideas, o las cosas, a los principios que ordenan las razones. Como dice Michaux, lo que es suficiente para las «ideas corrientes» no lo es para las «ideas vitales», las que hay que crear. Las ideas sólo son asociables como imágenes, y sólo son ordenables como abstracciones; para llegar al concepto, tenemos que superar ambas cosas, y que llegar lo más rápidamente posible a objetos mentales determinables como seres reales. Era ya lo que mostraban Spinoza o Fichte: tenemos que utilizar ficciones y abstracciones, pero sólo en cuanto sea necesario para acceder a un plano en el que iríamos de ser real en ser real y procederíamos mediante construcción de conceptos.' Hemos visto cómo podía alcanzarse este resultado en la medida en que unas variaciones se volvían inseparables siguiendo unas zonas de vecindad o de indiscernibilidad: dejan entonces de ser asociables según los caprichos de la imaginación, o discernibles y ordenables según las exigencias de la razón, para formar auténticos bloques conceptuales. Un concepto es un conjunto de variaciones inseparables que se produce o se construye en un plano de inmanencia en tanto que éste secciona la variabilidad caótica y le da consistencia (realidad). Por lo tanto un concepto es un estado caoideo por excelencia; remite a un caos que se ha vuelto consistente, que se ha vuelto Pensamiento, caosmos mental. ¿Y qué sería pensar si el pensamiento no se midiera incesantemente con el caos? La Razón sólo nos muestra su verdadero rostro cuando «truena dentro de su cráter». Hasta el cogito no es más que una opinión, una Urdoxa en el mejor de los casos, mientras no se extraigan de él las variaciones inseparables que lo convierten en un concepto, siempre y cuando se renuncie a buscar en él un paraguas o un refugio, se deje de suponer una inmanencia que se haría a sí mismo, para plantearlo él mismo por el contrario en un plano de inmanencia al que pertenece y que le devuelve al mar abierto. Resumiendo, el caos tiene tres hijas en función del plano que lo secciona: son las Caoideas, el arte, la ciencia y la filosofía, como formas del pensamiento o de la creación. Se llaman caoideas las realidades producidas en unos planos que seccionan el caos.
La junción (que no la unidad) de los tres planos es el cerebro. Por supuesto, cuando el cerebro es considerado como una función determinada se presenta a la vez como un conjunto complejo de conexiones horizontales y de integraciones verticales que reaccionan unas con otras, como ponen de manifiesto los «mapas» cerebrales. Entonces la pregunta es doble: ¿las conexiones están preestablecidas, como guiadas por rieles, o se hacen y de deshacen en campos de fuerzas? ¿Y los procesos de integración son centros jerárquicos localizados, o más bien formas (Gestalten) que alcanzan sus condiciones de estabilidad en un campo del que depende la posición del propio centro? La importancia de la teoría de la Gestalt al respecto incide tanto en la teoría del cerebro como en la concepción de la percepción, puesto que se opone directamente al estatuto del córtex tal como se presentaba desde el punto de vista de los reflejos condicionados. Pero, independientemente de las perspectivas consideradas, no resulta difícil mostrar que unos caminos, ya hechos o haciéndose, unos centros, mecánicos o dinámicos, se topan con dificultades del mismo tipo. Unos caminos ya hechos que se van siguiendo progresivamente implican un trazado previo, pero unos trayectos que se constituyen en un campo de fuerzas proceden mediante resoluciones de tensión que también actúan progresivamente (por ejemplo la tensión de aproximación entre la fovea y el punto luminoso proyectado sobre la retina, ya que ésta posee una estructura análoga a la de un área cortical): ambos esquemas suponen un «plan», que no un objetivo o un programa, sino un sobrevuelo de la totalidad del campo. Esto es lo que la teoría de la Gestalt no explica, como tampoco el mecanismo explica el premontaje.
No hay que sorprenderse de que el cerebro, tratado como objeto constituido de ciencia, sólo pueda ser un órgano de formación y de comunicación de la opinión: y es que las conexiones progresivas y las integraciones centradas siguen bajo el estrecho modelo de la recognición (gnosis y praxis, «es un cubo», «es un lápiz»...), y la biología del cerebro se alinea en este caso siguiendo los mismos postulados que la lógica más terca. Las opiniones son formas que se imponen, como las burbujas de jabón según la Gestalt, habida cuenta de unos medios, de unos intereses, de unas creencias y de unos obstáculos. Parece entonces difícil tratar la filosofía, el arte e incluso la ciencia como «objetos mentales», meros ensamblajes de neuronas en el cerebro objetivado, puesto que el modelo irrisorio de la recognición los acantona en la doxa. Si los objetos mentales de la filosofía, del arte y de la ciencia (es decir las ideas vitales) tuvieran un lugar, éste estaría en lo más profundo de las hendiduras sinápticas, en los hia tos, los intervalos y los entretiempos de un cerebro inobjetivable, allí donde penetrar para buscarlos sería crear. Sería un poco como en la regulación de una pantalla de televisión cuyas intensidades hicieran surgir lo que escapa al poder de definición objetivo. Es como decir que el pensamiento, hasta bajo la forma que toma activamente en la ciencia, no depende de un cerebro hecho de conexiones y de integraciones orgánicas: según la fenomenología, dependería de las relaciones del hombre con el mundo, con las que el cerebro concuerda necesariamente porque procede de ellas, como las excitaciones proceden del mundo y las reacciones del hombre, incluso en sus incertidumbres y sus flaquezas. «El hombre piensa y no el cerebro»; pero este movimiento ascendente de la fenomenología que supera el cerebro hacia un Ser en el mundo, bajo una crítica doble del mecanismo y el dinamismo, no nos saca de la esfera de las opiniones, sólo nos lleva a una Urdoxa planteada como opinión originaria o sentido de los sentidos.
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