`Claude Levi-Strauss´
Capitulo 1: "La partida"
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No confiere ningún galardón el que se necesiten tantos esfuerzos y vanos dispendios para alcanzar el objeto de nuestros estudios, sino que ello constituye, más bien, el aspecto negativo de nuestro oficio. Las verdades que tan lejos vamos a buscar sólo tienen valor cuando se las despoja de esta ganga. Ciertamente, se pueden consagrar seis meses de viaje, de privaciones y de insoportable hastío para recoger un mito inédito, una nueva regla de matrimonio, una lista completa de nombres ciánicos, tarea que insumirá solamente algunos días, y, a veces, algunas horas. Pero este desecho de la memoria: «A las 5 y 30 entramos en la rada de Recife mientras gritaban las gaviotas y una flotilla de vendedores de frutas exóticas se apretujaba contra el casco». Un recuerdo tan insignificante, ¿merece ser fijado en el papel?
Sin embargo, este tipo de relato encuentra una aceptación que para mí sigue siendo inexplicable. Amazonia, el Tibet y África invaden las librerías en la forma de relatos de viajes, informes de expediciones y álbumes de fotografías, donde la preocupación por el efecto domina demasiado, como para que el lector pueda apreciar el valor del testimonio que se da. Lejos de despertar su espíritu crítico, pide cada vez más de este pienso que engulle en cantidades prodigiosas. Hoy, ser explorador es un oficio; oficio que no sólo consiste, como podría creerse, en descubrir, al término de años de estudio, hechos que permanecían desconocidos, sino en recorrer un elevado número de kilómetros y acumular proyecciones, fijas o animadas, si es posible en colores, gracias a lo cual se colmará una sala durante varios días con una multitud de oyentes para quienes vulgaridades y trivialidades aparecerán milagrosamente trasmutadas en revelaciones, por la única razón de que, en vez de plagiarlas en su propio medio, el autor las santificó mediante un recorrido de 20000 kilómetros.
¿Qué oímos en esas conferencias y qué leemos en esos libros? La lista de las cajas que se llevaban, las fechorías del perrito de a bordo y, mezcladas con las anécdotas, migajas insípidas de información que deambulan por todos los manuales desde hace un siglo, y que una dosis de desvergüenza poco común —pero en justa relación con la ingenuidad e ignorancia de los consumidores— no titubea en presentar como un testimonio, ¡qué digo!, como un descubrimiento original. Sin duda, hay excepciones, y todas las épocas han conocido viajeros responsables. Entre los que hoy se disputan los favores del público citaría de buena gana uno o dos. Mi propósito no es denunciar mistificaciones ni otorgar diplomas, sino más bien comprender un fenómeno moral y social muy característico de Francia y de reciente aparición.
Hace unos veinte años casi no se viajaba; los narradores de aventuras no eran acogidos en las salas Pleyel colmadas cinco o seis veces, sino en un pequeño anfiteatro sombrío, glacial y destartalado, que ocupa un antiguo pabellón al fondo del Jardín Zoológico, único lugar en París para este género de manifestaciones. La Sociedad de Amigos del Museo organizaba allí todas las semanas —probablemente sigue haciéndolo todavía— conferencias sobre ciencias naturales. El proyector arrojaba en una pantalla demasiado grande, con lámparas demasiado débiles, sombras imprecisas cuyos contornos eran mal percibidos por el conferenciante, la nariz adherida a la pared, y que el público casi confundía con las manchas de humedad de los muros. Bastante después de la hora anunciada se preguntaban aún con angustia si habría público, aparte de los pocos aficionados habituales cuyas siluetas confusas se veían diseminadas por las gradas. Cuando ya todo parecía perdido, la sala se llenaba a medias con niños acompañados por madres o sirvientas, los unos ávidos de una variación gratuita, las otras, hastiadas del ruido y del polvo exterior. Frente a esta mezcla de fantasmas apelillados y de chiquillería impaciente —suprema recompensa para tantos esfuerzos, desvelos y trabajos— se ejercía el derecho de desembalar un tesoro de recuerdos congelados para siempre por semejante sesión; se los sentía desprender uno a uno mientras se hablaba en la penumbra; parecían caer como guijarros al fondo de un pozo.
Así era el regreso del explorador, apenas más siniestro que las solemnidades de la partida: banquete que ofrecía el Comité France-Amérique en un hotel de la avenida hoy llamada Franklin Roosevelt; morada deshabitada a donde, para esa ocasión, llegaba dos horas antes un fondista para instalar un equipo de calentadores y de vajilla, sin que una ventilación momentánea hubiera logrado despojar el ambiente de un cierto olor a desolación.
Poco habituados, tanto a la dignidad de semejante lugar como al polvoriento hastío que exhalaba, sentados alrededor de una mesa demasiado pequeña para tan vasto salón, del que sólo habían tenido tiempo de barrer exactamente la parte central que iba a ser ocupada, tomábamos contacto por primera vez unos con otros, jóvenes profesores que apenas acabábamos de entrenarnos en nuestros liceos de provincia, y que el capricho un poco perverso de Georges Dumas iba a hacer pasar bruscamente del húmedo invierno en los albergues de «subprefectura» —impregnados de un olor a grog, a sótano y a cenizas frías—, a los mares tropicales y a los barcos de lujo; experiencias todas destinadas, por lo demás, a ofrecer una lejana relación con la imagen inevitablemente falsa que, por la suerte propia de los viajes, ya nos estábamos formando.
Yo había sido alumno de Georges Dumas en la época del Tratado de psicología. Una vez por semana —ya no recuerdo si era el jueves o el domingo por la mañana— reunía a los estudiantes de filosofía en una sala de Sainte-Anne, en la cual el muro opuesto a las ventanas estaba enteramente cubierto por alegres pinturas de alienados. Allí uno ya se sentía expuesto a una particular especie de exotismo; sobre un estrado, Dumas instalaba su cuerpo robusto, un poco «hecho a golpes», coronado por una cabeza abollada, semejante a una gruesa raíz blanqueada y desollada por una estadía en el fondo del mar; pues su tono ceroso unificaba la cara y el cabello blanco —que llevaba cortado a cepillo y muy corto— y la perilla igualmente blanca, que crecía en todas direcciones. Este curioso despojo vegetal, erizado aún de raicillas, se volvía humano de pronto por una mirada oscura como el carbón que acentuaba más la blancura de la cabeza, oposición que continuaba en la camisa blanca y en el cuello almidonado y plegado, en contraste con el sombrero de alas anchas, la corbata anudada a lo artista y el traje, siempre negros.
Sus cursos no enseñaban gran cosa; jamás los preparaba, consciente como estaba del encanto físico que sobre su auditorio ejercían el juego expresivo de sus labios, deformados por un rictus móvil, y sobre todo su voz, ronca y melodiosa; verdadera voz de sirena cuyas extrañas inflexiones no sólo recordaban su Languedoc natal sino, más allá de cualquier particularidad regional, sonidos musicales
1. Se refiere a los hoteles en las poblaciones de segunda importancia de los departamentos franceses, cuyas condiciones de pobreza y de falta de higiene son bien conocidas por la población. (N. de la t.) muy arcaicos del francés oral; pero voz y rostro evocaban, en dos órdenes sensibles, un mismo estilo a la vez rústico e incisivo: el de los humanistas del siglo XVI, médicos y filósofos cuya raza parecía perpetuar en cuerpo y espíritu.
La segunda hora, y a veces la tercera, la dedicaba a la presentación de enfermos; asistíamos entonces a extraordinarias escenas entre el profesional ladino y sujetos acostumbrados, por años de internado, a todos los ejercicios de ese tipo; éstos sabían muy bien qué se esperaba de ellos: a una señal producían los trastornos, o resistían al domador justo lo suficiente como para proporcionarle la ocasión de exhibir un poco su virtuosismo. Sin ser ingenuo, el auditorio se dejaba fascinar de buena gana por esas demostraciones. Quien había merecido la atención del maestro era recompensado con la confianza que éste le manifestaba concediéndole una entrevista particular con un enfermo. Ningún primer contacto con indios salvajes me intimidó tanto como esa mañana que pasé junto a una viejecita envuelta en ropas de lana, que se comparaba a un arenque podrido dentro de un bloque de hielo: en apariencia intacta, pero con peligro de disgregarse apenas se fundiera la envoltura protectora.
Este sabio un poco mistificador, animador de obras de síntesis cuyas amplias miras permanecían al servicio de un positivismo crítico más que decepcionante, era un hombre de gran nobleza; esto me lo iba a demostrar más tarde, al día siguiente del armisticio y poco antes de su muerte, cuando, ya casi ciego y retirado a su aldea natal de Lédignan, se creyó en el deber de escribirme una carta atenta y discreta sin otro posible motivo que el de afirmar su solidaridad con las primeras víctimas de los acontecimientos.
Siempre lamenté no haberlo conocido en plena juventud, cuando, moreno y atezado como un conquistador y estremecido por las perspectivas científicas que abría la psicología del siglo xix, partió a la conquista espiritual del Nuevo Mundo. En esa especie de flechazo que iba a producirse entre él y la sociedad brasileña se manifestó, ciertamente, un fenómeno misterioso, cuando dos fragmentos de una Europa de 400 años de edad —algunos de cuyos elementos esenciales se habían conservado, por una parte en una familia protestante meridional, por otra, en una burguesía muy refinada y un poco decadente que vivía apoltronada bajo los trópicos— se encontraron, se reconocieron y casi volvieron a soldarse. El error de Georges Dumas consiste en no haber tomado nunca conciencia del carácter verdaderamente arqueológico de esta coyuntura. El único Brasil (que, además, tuvo la ilusión de ser el verdadero a causa de un breve ascenso al poder) a quien pudo seducir, fue el de esos propietarios de bienes raíces que desplazaban progresivamente sus capitales hacia inversiones industriales con participación extranjera y que buscaban protección ideológica en un parlamentarismo de buen tono; lo mismo que nuestros estudiantes provenientes de inmigrantes recientes o de hidalgos apegados a la tierra y arruinados por las fluctuaciones del comercio mundial llamaban con rencor, el gran fine, lo refinadísimo, es decir, la flor y nata. Cosa curiosa: la fundación de la Universidad de Sao Paulo, gran obra en la vida de Georges Dumas, debía permitir el comienzo de la ascensión de esas clases modestas mediante diplomas que les abrirían las posiciones administrativas, de manera que nuestra misión universitaria contribuyó a formar una nueva élite, la cual iba alejándose de nosotros en la medida en que Dumas y el Quai d'Orsay tras él se negaban a comprender que ella era nuestra creación más preciosa, aun cuando se adjudicara la tarea de desmontar un feudalismo que, si bien nos había introducido en el Brasil, fue para servirle en parte como fianza y en parte como pasatiempo.
Pero la noche de la comida France-Amérique mis colegas y yo —y nuestras esposas, que nos acompañaban—, no nos encontrábamos aún capacitados para apreciar el papel involuntario que íbamos a desempeñar en la evolución de la sociedad brasileña. Estábamos demasiado ocupados en observarnos mutuamente y en vigilar nuestros eventuales tropiezos, pues Georges Dumas acababa de advertirnos que debíamos estar preparados para llevar la vida de nuestros nuevos amos, es decir, frecuentar el Automóvil Club, los casinos y los hipódromos. Esto parecía extraordinario a jóvenes profesores que antes ganaban 26000 francos por año, y lo siguió siendo todavía después que —tan pocos eran los candidatos a la expatriación— triplicaron los sueldos.
«Sobre todo —había dicho Dumas— habrá que vestirse bien.» Preocupado por tranquilizarnos, agregaba, con una candidez bastante conmovedora, que ello podía hacerse muy económicamente no lejos de los mercados, en un establecimiento llamado A la Croix de Jeannette, que siempre le satisfizo plenamente cuando era un joven estudiante de medicina en París.
Sin embargo, este tipo de relato encuentra una aceptación que para mí sigue siendo inexplicable. Amazonia, el Tibet y África invaden las librerías en la forma de relatos de viajes, informes de expediciones y álbumes de fotografías, donde la preocupación por el efecto domina demasiado, como para que el lector pueda apreciar el valor del testimonio que se da. Lejos de despertar su espíritu crítico, pide cada vez más de este pienso que engulle en cantidades prodigiosas. Hoy, ser explorador es un oficio; oficio que no sólo consiste, como podría creerse, en descubrir, al término de años de estudio, hechos que permanecían desconocidos, sino en recorrer un elevado número de kilómetros y acumular proyecciones, fijas o animadas, si es posible en colores, gracias a lo cual se colmará una sala durante varios días con una multitud de oyentes para quienes vulgaridades y trivialidades aparecerán milagrosamente trasmutadas en revelaciones, por la única razón de que, en vez de plagiarlas en su propio medio, el autor las santificó mediante un recorrido de 20000 kilómetros.
¿Qué oímos en esas conferencias y qué leemos en esos libros? La lista de las cajas que se llevaban, las fechorías del perrito de a bordo y, mezcladas con las anécdotas, migajas insípidas de información que deambulan por todos los manuales desde hace un siglo, y que una dosis de desvergüenza poco común —pero en justa relación con la ingenuidad e ignorancia de los consumidores— no titubea en presentar como un testimonio, ¡qué digo!, como un descubrimiento original. Sin duda, hay excepciones, y todas las épocas han conocido viajeros responsables. Entre los que hoy se disputan los favores del público citaría de buena gana uno o dos. Mi propósito no es denunciar mistificaciones ni otorgar diplomas, sino más bien comprender un fenómeno moral y social muy característico de Francia y de reciente aparición.
Hace unos veinte años casi no se viajaba; los narradores de aventuras no eran acogidos en las salas Pleyel colmadas cinco o seis veces, sino en un pequeño anfiteatro sombrío, glacial y destartalado, que ocupa un antiguo pabellón al fondo del Jardín Zoológico, único lugar en París para este género de manifestaciones. La Sociedad de Amigos del Museo organizaba allí todas las semanas —probablemente sigue haciéndolo todavía— conferencias sobre ciencias naturales. El proyector arrojaba en una pantalla demasiado grande, con lámparas demasiado débiles, sombras imprecisas cuyos contornos eran mal percibidos por el conferenciante, la nariz adherida a la pared, y que el público casi confundía con las manchas de humedad de los muros. Bastante después de la hora anunciada se preguntaban aún con angustia si habría público, aparte de los pocos aficionados habituales cuyas siluetas confusas se veían diseminadas por las gradas. Cuando ya todo parecía perdido, la sala se llenaba a medias con niños acompañados por madres o sirvientas, los unos ávidos de una variación gratuita, las otras, hastiadas del ruido y del polvo exterior. Frente a esta mezcla de fantasmas apelillados y de chiquillería impaciente —suprema recompensa para tantos esfuerzos, desvelos y trabajos— se ejercía el derecho de desembalar un tesoro de recuerdos congelados para siempre por semejante sesión; se los sentía desprender uno a uno mientras se hablaba en la penumbra; parecían caer como guijarros al fondo de un pozo.
Así era el regreso del explorador, apenas más siniestro que las solemnidades de la partida: banquete que ofrecía el Comité France-Amérique en un hotel de la avenida hoy llamada Franklin Roosevelt; morada deshabitada a donde, para esa ocasión, llegaba dos horas antes un fondista para instalar un equipo de calentadores y de vajilla, sin que una ventilación momentánea hubiera logrado despojar el ambiente de un cierto olor a desolación.
Poco habituados, tanto a la dignidad de semejante lugar como al polvoriento hastío que exhalaba, sentados alrededor de una mesa demasiado pequeña para tan vasto salón, del que sólo habían tenido tiempo de barrer exactamente la parte central que iba a ser ocupada, tomábamos contacto por primera vez unos con otros, jóvenes profesores que apenas acabábamos de entrenarnos en nuestros liceos de provincia, y que el capricho un poco perverso de Georges Dumas iba a hacer pasar bruscamente del húmedo invierno en los albergues de «subprefectura» —impregnados de un olor a grog, a sótano y a cenizas frías—, a los mares tropicales y a los barcos de lujo; experiencias todas destinadas, por lo demás, a ofrecer una lejana relación con la imagen inevitablemente falsa que, por la suerte propia de los viajes, ya nos estábamos formando.
Yo había sido alumno de Georges Dumas en la época del Tratado de psicología. Una vez por semana —ya no recuerdo si era el jueves o el domingo por la mañana— reunía a los estudiantes de filosofía en una sala de Sainte-Anne, en la cual el muro opuesto a las ventanas estaba enteramente cubierto por alegres pinturas de alienados. Allí uno ya se sentía expuesto a una particular especie de exotismo; sobre un estrado, Dumas instalaba su cuerpo robusto, un poco «hecho a golpes», coronado por una cabeza abollada, semejante a una gruesa raíz blanqueada y desollada por una estadía en el fondo del mar; pues su tono ceroso unificaba la cara y el cabello blanco —que llevaba cortado a cepillo y muy corto— y la perilla igualmente blanca, que crecía en todas direcciones. Este curioso despojo vegetal, erizado aún de raicillas, se volvía humano de pronto por una mirada oscura como el carbón que acentuaba más la blancura de la cabeza, oposición que continuaba en la camisa blanca y en el cuello almidonado y plegado, en contraste con el sombrero de alas anchas, la corbata anudada a lo artista y el traje, siempre negros.
Sus cursos no enseñaban gran cosa; jamás los preparaba, consciente como estaba del encanto físico que sobre su auditorio ejercían el juego expresivo de sus labios, deformados por un rictus móvil, y sobre todo su voz, ronca y melodiosa; verdadera voz de sirena cuyas extrañas inflexiones no sólo recordaban su Languedoc natal sino, más allá de cualquier particularidad regional, sonidos musicales
1. Se refiere a los hoteles en las poblaciones de segunda importancia de los departamentos franceses, cuyas condiciones de pobreza y de falta de higiene son bien conocidas por la población. (N. de la t.) muy arcaicos del francés oral; pero voz y rostro evocaban, en dos órdenes sensibles, un mismo estilo a la vez rústico e incisivo: el de los humanistas del siglo XVI, médicos y filósofos cuya raza parecía perpetuar en cuerpo y espíritu.
La segunda hora, y a veces la tercera, la dedicaba a la presentación de enfermos; asistíamos entonces a extraordinarias escenas entre el profesional ladino y sujetos acostumbrados, por años de internado, a todos los ejercicios de ese tipo; éstos sabían muy bien qué se esperaba de ellos: a una señal producían los trastornos, o resistían al domador justo lo suficiente como para proporcionarle la ocasión de exhibir un poco su virtuosismo. Sin ser ingenuo, el auditorio se dejaba fascinar de buena gana por esas demostraciones. Quien había merecido la atención del maestro era recompensado con la confianza que éste le manifestaba concediéndole una entrevista particular con un enfermo. Ningún primer contacto con indios salvajes me intimidó tanto como esa mañana que pasé junto a una viejecita envuelta en ropas de lana, que se comparaba a un arenque podrido dentro de un bloque de hielo: en apariencia intacta, pero con peligro de disgregarse apenas se fundiera la envoltura protectora.
Este sabio un poco mistificador, animador de obras de síntesis cuyas amplias miras permanecían al servicio de un positivismo crítico más que decepcionante, era un hombre de gran nobleza; esto me lo iba a demostrar más tarde, al día siguiente del armisticio y poco antes de su muerte, cuando, ya casi ciego y retirado a su aldea natal de Lédignan, se creyó en el deber de escribirme una carta atenta y discreta sin otro posible motivo que el de afirmar su solidaridad con las primeras víctimas de los acontecimientos.
Siempre lamenté no haberlo conocido en plena juventud, cuando, moreno y atezado como un conquistador y estremecido por las perspectivas científicas que abría la psicología del siglo xix, partió a la conquista espiritual del Nuevo Mundo. En esa especie de flechazo que iba a producirse entre él y la sociedad brasileña se manifestó, ciertamente, un fenómeno misterioso, cuando dos fragmentos de una Europa de 400 años de edad —algunos de cuyos elementos esenciales se habían conservado, por una parte en una familia protestante meridional, por otra, en una burguesía muy refinada y un poco decadente que vivía apoltronada bajo los trópicos— se encontraron, se reconocieron y casi volvieron a soldarse. El error de Georges Dumas consiste en no haber tomado nunca conciencia del carácter verdaderamente arqueológico de esta coyuntura. El único Brasil (que, además, tuvo la ilusión de ser el verdadero a causa de un breve ascenso al poder) a quien pudo seducir, fue el de esos propietarios de bienes raíces que desplazaban progresivamente sus capitales hacia inversiones industriales con participación extranjera y que buscaban protección ideológica en un parlamentarismo de buen tono; lo mismo que nuestros estudiantes provenientes de inmigrantes recientes o de hidalgos apegados a la tierra y arruinados por las fluctuaciones del comercio mundial llamaban con rencor, el gran fine, lo refinadísimo, es decir, la flor y nata. Cosa curiosa: la fundación de la Universidad de Sao Paulo, gran obra en la vida de Georges Dumas, debía permitir el comienzo de la ascensión de esas clases modestas mediante diplomas que les abrirían las posiciones administrativas, de manera que nuestra misión universitaria contribuyó a formar una nueva élite, la cual iba alejándose de nosotros en la medida en que Dumas y el Quai d'Orsay tras él se negaban a comprender que ella era nuestra creación más preciosa, aun cuando se adjudicara la tarea de desmontar un feudalismo que, si bien nos había introducido en el Brasil, fue para servirle en parte como fianza y en parte como pasatiempo.
Pero la noche de la comida France-Amérique mis colegas y yo —y nuestras esposas, que nos acompañaban—, no nos encontrábamos aún capacitados para apreciar el papel involuntario que íbamos a desempeñar en la evolución de la sociedad brasileña. Estábamos demasiado ocupados en observarnos mutuamente y en vigilar nuestros eventuales tropiezos, pues Georges Dumas acababa de advertirnos que debíamos estar preparados para llevar la vida de nuestros nuevos amos, es decir, frecuentar el Automóvil Club, los casinos y los hipódromos. Esto parecía extraordinario a jóvenes profesores que antes ganaban 26000 francos por año, y lo siguió siendo todavía después que —tan pocos eran los candidatos a la expatriación— triplicaron los sueldos.
«Sobre todo —había dicho Dumas— habrá que vestirse bien.» Preocupado por tranquilizarnos, agregaba, con una candidez bastante conmovedora, que ello podía hacerse muy económicamente no lejos de los mercados, en un establecimiento llamado A la Croix de Jeannette, que siempre le satisfizo plenamente cuando era un joven estudiante de medicina en París.
Claude Levi-Strauss: Tristes trópicos
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