martes, 26 de junio de 2012

Ensambe ordinature

Ursonate (Kurt Schwitters)


Ensemble Ordinature es una vocal, pero no necesariamente un canto, conjunto que se ha comprometido a realizar material y repertorio inusual. Su enfoque es obras vocales que no se caigan naturalmente en cualquier género común de música o interpretación vocal. Descubrieron todo sobre sí mismos y mutuamente en la primavera de 2004, en Vancouver, Canadá.
Su Director artístico, AndrŽ Cormier, les ayudó a enfocar sus habilidades y les ayudó a salir. Primer concierto del ensemble de experiencia juntos (una improvisación libre en "Hello world") la idea de grabar Ursonate fue un paso natural. Esta es la grabación de su debut.
Esta grabación explora la incesante y la naturaleza obsesiva de la Ursonate. Está inspirado en una copia que es ofrecida por Christopher Butterfield.
Ensemble Ordinature están trabajando en una grabación de seguimiento que implica algunas de sus propias percepciones del mundo, así como de otros compositores. Cuando el conjunto no está funcionando, son en reposo vocal absoluto.



Esta grabación explora la incesante y la naturaleza obsesiva de Ursonate. Está inspirado en una copia que es ofrecida por Christopher Butterfield.

Ensemble Ordinature están trabajando en una grabación de seguimiento que implica algunas de sus propias percepciones del mundo, así como de otros compositores. Cuando el conjunto no está funcionando, son en reposo vocal absoluto.

domingo, 24 de junio de 2012

V de Viaje

El Abecedario de Gilles Deleuze



..su tierra se convirtió en un desierto..


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Entrevista realizada por: Claire Parnet

* Publicaciones relacionadas:
- C de cultura
- I de idea
- L de literatura
- P de profesor
- S de estilo
- U de uno

jueves, 14 de junio de 2012

Henry Pether (Parte 2)

"Esteticismo"


Entiende el arte como una entidad autosuficiente para ocuparse sólo de la belleza, y no con cualquier finalidad moral o social.



Se trata de una reacción a la sensibilidad victoriana, y dominó el arte y la literatura entre 1868 y 1901.




Los artistas de este movimiento creen que el arte es para ser disfrutado, en lugar de tener que transmitir cualquier mensaje moral.


Destacaron el placer estético derivado de la experiencia inmediata como forma de arte, por encima de cualquier valor didáctico que se le pudiera atribuir.



Las obras de los esteticistas se caracteriza por la sensualidad y la profusa utilización de los símbolos y los efectos. El objetivo era hacer participar todos los sentidos, y mantener al espectador encantado. En general, se puede decir que representa el mismo estilo que el simbolismo en su decadencia en Francia, o el Decadentismo defendido en Italia, y se puede considerar como la rama británica del mismo movimiento. 


1- Henry Pether: Evening north wales.
de izquierda a derecha:
2- Henry Pether: Moonlight over the seine.
3- Henry Pether: Greenwich reach moonlight.
4- Henry PetherMoonlight in Venice.
5- Henry Pether: Morning with a view of kirkstall abbey.
6- Henry Pether: Westminister abbey (The Houses of Parliament with the Construction of Wesminister Bridge)
7- Henry Pether: The Thames at moonlight. (Twickenham)



Henry Pether: Parte1

Fuentes: Allpainting

domingo, 10 de junio de 2012

La tecnocracia o de los fuegos fatuos del occidentalismo

Capitulo II


1- La tiranía tecnocrática y el cambio invertido de la sociedad del bienestar.




- «Quienes se han hecho tiranos... han ganado crédito haciéndose partidarios de la libertad; pero, puesto que se han asegurado la potencia, han llegado a ser tiranos más graves que los que oprimieron». Desde hace tiempo, por un conjunto de condicionamientos externos bien maniobrados, fuerzas al menos potencialmente liberadoras, como la ciencia y la técnica, según se ha advertido, se han sustraído al servicio del hombre y han sido empleadas para nivelarlo y tirarlo fuera de sí mismo. De aquí la lucha en todas direcciones contra el principio de autoridad, a fin de que, hecho el «vacío», como ya he dicho, se instalase el autoritarismo tecnocrático, para el que sólo vale la «eficiencias productiva creciente». Lo escribe en buenas palabras uno de tantos estadounidenses propagandistas propagados, consejero de Kennedy: la tecnología es siempre buena; el incremento económico es siempre bueno; las grandes empresas tienen como norma interna un incremento indeterminado; el consumo de los bienes que producen constituye el óptimum de la felicidad: y nada debe interferir respecto a la tecnología y al incremento económico, y al aumento de los consumos acordados por nosotros. Justamente ha sido observado que «una sociedad así configurada no admite autonomías de superestructuras culturales, religiosas y políticas...»; es la sociedad del bienestar, tal y como se ha ido configurando, intrínsecamente totalitaria y «democrática» sólo en las formas, lujo que se puede permitir disponiendo de los instrumentos de control y de opresión. Las democracias no son infalibles y raramente democráticas en la sustancia; también los totalitarismos tienen el sufragio de la mayoría y se adornan con distintivos que no les pertenecen.

Espanta en aquel himno a la tecnología el fanatismo implícitamente destructivo de todo valor que a ella no se reduzca o que en cualquier modo pretenda «interferir», consecuencia del oscurecimiento de la inteligencia unido a una obtusidad cerrada y ensombrecida: por un lado, el creciente progreso tecnológico da la «sensación» de que el hombre se ha embarcado en una fascinante aventura mas allá de todo límite, de la misma medida del ser, como si se hubiera liberado de los grilletes; por otro, precisamente esta sensación revela a qué mezquindad lo ha reducido la estupidez reductiva de todo, hasta el punto de poder afirmar dogmáticamente, como palabra revelada de salvación, que el «óptimum de felicidad» consiste en el «consumo de los bienes» producidos e impuestos por las «grandes empresas», cuya norma es el ¡riñere mentó indeterminado». El ideal iluminístico-hegeliano-marxista de que el hombre puede realizar la «razón» en la historia —aunque la razón es entendida de diversos modos— desciende a un grado ulterior de decadencia o de corrupción, pierde el halo de la gran aventura, todo empuje moral e incluso social.

Pero hay más. El Occidentalismo, en la ausencia del pensamiento, «calcula» exclusivamente según la «lógica del poder»: imposición del poder neocapitallstico para el neocapitalismo, del poder burocrático del «aparato» para el comunismo ruso, del poder ideológico para el comunismo chino; las tres formas tienden a converger hacia una tecnocracia anónima a nivel mundial, ella misma máquina monstruosa perfectamente organizada, Jefe absoluto, y no ya un hombre o más hombres, de modo que se pierda también la memoria del líder o de quien tiene intrínseca autoridad y la pone al servicio de los otros, los ayuda con paciencia y dedicación para que cada uno se construya la propia vida personal según su inteligencia. Así, al empuje tecnológico, se van achatando las «puntas» del comunismo y las del neocapitalismo, maniobra de acercamiento de las posiciones para el apretón de manos entre la «izquierda» y la «derecha» por encima de la «cabeza» y sobre la base del común «pie» materialista: del encuentro de dos totalitarismos, desactivados el uno del fulminante de la «iniciativa privada» y el otro de la «dictadura del proletariado» y llamados a repartirse el poder, nace un nuevo feudalismo que hace posible el totalitarismo tecnocrático.

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Su grandeza es la opulencia, y los medios le sobran: nuevos medios de producción, su perfeccionamiento técnico ininterrumpido, medios para todo respecto a no acabar, ya que la «máquina» exige el «incremento indeterminado»; el hombre mismo es medio de esta máquina, medio de producción y medio de consumo, a ritmo cada vez más acelerado: fin de tantos instrumentos, el bienestar. No aquel que tiene como fin al hombre y el desarrollo de su humanitas, sino el bienestar que se tiene como fin a si mismo, es decir, el incremento elevado a fin supremo, donde el hombre ya sólo tiene un peso humano por un fenómeno de alucinación, por el sueño de la estupidez drogada por el «óptimum de la felicidad», que le hace ver como real lo que es fruto de su imaginación corrompida. Pero es ésta la condición, muertos de inanición el pensamiento y la libertad, a fin de que mande, sin sobresaltos o alzamientos de cabeza, el totalitarismo autoritario, el trust de «cerebros» privados de «mente». El método de la reducción y la egoidad por odio, separado el medio del fin —característica de las concepciones materialistas— y puesto el medio como fin —característica de las concepciones materialistas y también tecnológicas— ha corrompido el mismo concepto de bienestar; le ha hecho perder el significado social de su difusión para todos, fundado sobre el principio moral y religioso de la unidad del género humano. De tal modo, por esta satánica inversión, el fin de crear las condiciones para la abolición de la esclavitud, el único que justifica una sociedad del bienestar, se resuelve en el de hacer a todos los hombres esclavos del bienestar convertido fin de sí mismo, no puesto dialécticamente «en relación» a los otros valores, sino «sustitutivo»

tiránico de cualquier otro, y, por tanto, fuera de la alteridad por amor. Llegados a este punto, es violentamente suprimido el problema, aplastada la opción, de cómo reproponer los valores morales y en general culturales de la tradición occidental, y queda impuesto triunfalísticamente, a través de la burla y el vilipendio sistemático de éstos, según ordena la corrupción occidentalística, el bienestar de una categoría, de una sociedad, de una nación, del mundo: «nivel de vida», nada más. Y esto por si solo es nada (niente), ya que, repetimos, es nada «tener» sin «ser»: tiene quien es; quien no es, no tiene nada, aunque lo tenga todo. Fundamento del tener es el ser, que es también su medida, lo que signa su límite y lo hace significante, digno del hombre, el ser inteligente; pero la tecnocracia, como todas las tiranías, odia a la inteligencia: no puede imponerse, mientras no la oscurece. Por la lógica interna de sus presupuestos, el Occidentalismo ha alcanzado su éxito, que probablemente es aquel grado de corrupción que, consumido todo su pringue en el ritmo productivo y apagados los fuegos fatuos, permitirá al hombre tirarlo al osario.

2. El plan racional de la tecnología o la conjura contra la inteligencia.

El plan de la tecnología al mando de los tecnócratas, minuciosamente calculado y siempre verificado, racional o funcional hasta la pedantería, no permite interferencias, como tampoco disturbios del pensamiento, de la inteligencia, que, teniendo por medida el ser en su extensión infinita, es crítica y dialéctica por esencia; sólo autoriza aquellos disturbios que él mismo provoca para mejor consolidarse y proceder, tolera los reabsorbibles que ya ha tenido en cuenta como partida pasiva en el balance de previsión, acepta los inevitables como desequilibrios internos al sistema y sólo para rectificar. Mande el «vértice» o la «base» —de aquí la inutilidad, respecto a la reconquista de la inteligencia y de los valores, de la contestación «de izquierda» o «de derecha», carente también ella de pensamiento critico—, toda oposición al «universo tecnológico» es tronchada con la inflexibilidad que exigen los cálculos para el tranquilo funcionamiento de la máquina: no oposición, sino propaganda y publicidad organizadas; no pensamiento critico, sino «investigaciones en equipo», para que el engranaje sea perfeccionado en eficiencia, según manda el vértice burocrático y tecnocrático, esté en manos de la industria privada, del estado o del pueblo. «Diálogo» sí, pero en sentido único: para el oponente no hay puesto; y las formas de violencia se multiplican según los casos, siendo una de ellas el «terror» o la agresión propagandística para obligar a la rendición, y otra, cuando la primera no basta, el silencio. Es evidente que, cuando se asigna al «nuevo hombre» tecnológico y al progreso en este sentido la suprema misión de realizar el «óptimum de la felicidad» como solución del problema escatológico de la humanidad y de lo creado en cuanto tal, sólo se exigen consensos hasta cuando ríe el asno, último viviente que da señales de humorismo. No pueden permitirse dudas críticas, «ideas» que escapan a los cálculos y llevan muy lejos; se exige la reverencia supina, infantil, tanto más aquiescente cuanto más agudamente se cultiva el infantilismo, y tanto más entusiasta cuanto más se le hace pasar por la anhelada madurez, meta alcanzada o alcanzable por todos, con tal que «se conformen», se masifiquen. Se trata de «persuadir», con el palo y la zanahoria, con todos los medios de sutil corrupción y de embotamiento, a aquel «sentido común»
exaltado por los iluministas, hasta hacerlo automático, de modo que pierda el vicio de hacer preguntas no sugeridas o autorizadas, y se disponga a recibir respuestas. De aquí la intransigencia dogmática contra la verdad intelectiva, contra todo conocimiento que no tenga como origen la experiencia exterior y como resultado el cálculo basado en los datos.

No la búsqueda de la verdad para vencer la duda, sino la abolición de la aborrecida que divide, abre el diálogo en doble sentido y rompe el plan, y también de las dudas, que también hay que exorcizar, de modo que no caigan sobre la eficiencia del plan y sus resultados finales; además, ya se sabe, la duda hace infelices, y aquí se trata de realizar el «óptimum de felicidad». Por consiguiente, la «persuasión» no puede no ser «acrítica», adialéctica; no el «asentimiento» de la voluntad y de la razón, reducida a mera funcionalidad —racional-funcional o práctica, y por lo demás indiferente, de donde se sigue el declinar de la razón—, sino el «consenso» de todos, mantenidos incesantemente bajo la presión del homo caículans, de modo que corran de cosa en cosa tras la felicidad, en el tumulto del hacer para tener: nunca quietos, pero siempre opiados, ya que, si estuvieran en paz y despiertos, no podrían eludir su condición humana de seres inteligentes, volentes y racionales.

La nuestra es llamada también «civilización de la imagen», y no sólo por el desarrollo creciente de la fotografía, del cine y de la televisión, sino porque el dominio de la imagen entra en el plan de la sociedad de consumo: la imagen es inmediata, a diferencia de la lectura; una serie de imágenes pueden correr con movimiento acelerado, no asi las páginas de un libro que se quiere estudiar e invita a la reflexión; la imagen se puede regular en las manecillas del reloj, es decir, alinear en el regulador inflexible de la sociedad industrial, cuya esencia es el movimiento sin «paradas», pero no se alinea el pensamiento, que no respeta otro tiempo que el suyo, y sólo le apremia la cita consigo mismo para comunicar con la humanidad de todo tiempo. Pero, para quien corre, el tiempo jamás es suficiente —el hacer sin el ser es como perderse en lo que uno hace—; sólo se tiene el tiempo necesario para «mirar» sin saber «ver», que es precisamente lo que basta a la imagen que está allí inmediatamente, y se va. Así las relaciones entre los hombres, y del hombre con las cosas, son rápidas y al mismo tiempo obvias: la imagen de Pedro y de Juan, de éste y aquél; y Pedro y Juan quedan como un Pedro y un Juan, y las cosas, como cosas; «relaciones humanas», y no «encuentros» profundizados. Ünica comunicación, hacer directamente sensible lo que se quiere comunicar, la información relámpago; y ésta es la imagen, sustitutiva de la intuición intelectiva, que sondea a fondo, de la conceptualización, del razonamiento discursivo, de cualquier mediación intelectual. El lenguaje ideográfico dispensa de la palabra y del pensamiento; y, ya se sabe, la palabra es la vía del ser, lo perdido en la carrera por el puro hacer con el fin de tener. Naturalmente la «opinión» que nos formamos del otro es ofrecida por la imagen de lo que de él se ve inmediatamente, por su «estado social», por lo que «parece» y no por lo que «es»; y el aparecer basta para las relaciones sociales, donde cada uno exhibe la propia imagen y es su apariencia, una máscara. De aquí la carrera por el tener, por lo adquirido, por el consumo, a fin de que la imagen sea cada vez más opulenta; y así los «asociados», cada uno en exilio de sí mismo e ignoto para el otro, viven sin existir; pero no deben existir, sólo deben vivir para la imagen que ofrecen, «felices» de ofrecerla. Se aquí el martilleo de la imagen impuesto por el poder tecnocrático: entonces, rinde y no molesta, y refuerza el mecanismo. Y se repropone el «diálogo» en sentido único: cuanto más pierde el ser una sociedad, más margina, envilece y desconoce el valor, más corre al nihilismo y a la corrupción y es más «avanzada» y «progresiva», y tal «progreso» va a la par con el avance de la tecnología, aunque ciencia y técnica no tengan ninguna culpa de ello.

Llegados a este punto, ¿cómo no avergonzarse del pasado, de la tradición, del Occidente? Y el Occidentalismo se avergüenza de él, destruye lo posible, y se dispone a hacer olvidar el resto como el tiempo perdido del ser, de la inteligencia, del pensamiento, de las «cosas elevadas» —de la usurpación de élites aristocráticas— y en homenaje al tiempo recuperado del hacer, de la estupidez y de los «derechos» de las masas «democráticas», que nunca han sido tan esclavas como ahora; pero éste es el precio del plan «racional» de la tecnología. Y el plan es perfecto: no conozco aliados más formidables que la estupidez, marginada la inteligencia, del conocimiento reducido a las «impresiones sensibles» inmediatas para cálculos operativos de una razón sólo funcional, práctica en el sentido más despotenciado, dirigida por los instintos animales y humanos y por la malicia que, ininteligente, es sagaz, astuta, oportunista, prepotente y servil; todo ello alineado en la horizontal terrestre y de una terrestridad reducida al mecanismo producción-consumo, en la ausencia incluso de aquellos valores que el terrestrismo del Setecientos y del Ochocientos tenía la ilusión de preservar. Pero el plan no puede imponerse sin acabar con todas las fuerzas de «oposición», una a una, para después destruirlas conjuntamente en un ataque concéntrico.

De aquí: a) la ofensiva contra el principio de autoridad, tachado, como hemos dicho, de autoritarismo, a todos los niveles y en todos los sectores —desde la familia y la escuela a la magistratura, a la administración pública, a la Iglesia, etcétera—, con objeto de instaurar sobre aquel «vacío» el propio autoritarismo; así, corrompiéndose a si misma, la autoridad económica se hace autoritaria respecto a los otros valores que no ve y niega; b) ofensiva contra la naturaleza y el ambiente, con objeto de destruir su «fuerza», para debilitar las resistencias del hombre «radicados y con un habitat humano; c) ofensiva contra los sentimientos, de modo que la riqueza de esta zona humanísima que incluye entre otras cosas el amor y la fe religiosa, se haga estéril; d) ofensiva contra todo principio moral, contra la virtud, que son también fuerzas de resistencia incluso porque implican un concepto de libertad y de justicia, odiado por la sociedad del bienestar, y e) ofensiva contra las mismas ideologías políticas, cuya disolución abre la vía al poder industrial-sindical y lo hace simultáneamente poder ejecutivo, legislativo y judicial, absoluto3. Cada una de estas fuerzas implica el pensamiento —también la naturaleza, el sentimiento y la fantasía lo implican—, la «oposición» que hay que eliminar de raíz, la de la inteligencia del ser, el tremendo ojo que «ve» el plan tecnológico como es, y lo mide. De aquí la conjura contra la inteligencia.

3. La ofensiva contra la «Oposición» de la naturaleza y del ambiente.

La tecnocracia, entendida como reducción de todo otro valor a la técnica usada como instrumento de poder en toda dirección, es impía por esencia al par de cualquier otra forma de estupidez; como tal, no respeta nada, sólo se vea sí misma, niega que exista otra cosa y, si existe, tiende a someterla o a destruirla como fuerza que se le opone. Para realizar el plan, a fin de que pueda avanzar sin peligros, es necesaria la «programación raciónala; el elemento primero que hay que «integrar en ella» es el hombre, reducido a «unidad laboráis o productiva y a «unidad de consumo»; el otro es la máquina: el hombre es considerado como el que produce industrialmente y consume los productos que la industria saca de sus hornos. Pero el mecanismo no puede funcionar perfectamente si no se «persuade» por todos los medios al hombre de que su «óptimum de felicidad» consiste exclusivamente en emplear una parte de su vida en producir objetos industriales y la otra parte en consumirlos «agradablemente», con un margen para otros placeres o diversiones siempre a nivel industrial-consumístico, para alimentar también a la industria de estos productos, desde el sexo al libro, desde la excursión al cuadro. La persuasión no es fácil, aunque se dirige a un ser que, precisamente por inteligente, es estúpido, y el serlo puede ser muy cómodo y seductor; sin embargo, algunos elementos de la humanidad del hombre ofrecen tenaz resistencia, y la naturaleza humana no se puede destruir. No queda más que desviarla o desnaturalizarla, adormecerla o corromperla; el cometido de tal operación es confiado a la «programación», la cual se propone, siempre con métodos racionales o funcionales, destruir donde y cuando puede, desviar y corromper, escarnecer hasta gritar de vergüenza, todas las fuerzas de oposición o de resistencia.

Una de ellas es la naturaleza: el hombre es creado para vivir en ella, y de ella es como cuerpo una parte; se adhiere a ella substancialmente, si la siente correr en la sangre y la siente en todos sus sentidos y también en el alma, es su misma vida; la voz de lo creado lo llama, y la llamada es irresistible, lo sustrae al mecanismo de los dos vasos comumeantes producción-consumo, bien ensamblados a fin de que él salga de uno para entrar en el otro. De aquí el programa de extrañarlo de la «madre», quitarle el terreno bajo los pies, destruir de la naturaleza cuanto es posible, embrutecerla, presentarla como responsable de la miseria, de la infelicidad y de la esclavitud del hombre durante tantos milenios. Pero, finalmente, han llegado la técnica y la industria liberadoras. El asalto indiscriminado a la naturaleza forma parte del programa y se articula en un perfecto plan táctico y estratégico: de destrucción del paisaje, de modo que la belleza natural ya no sea un atractivo, y el «estar viéndolo», la contemplación, no entretenga en el sitio más de cuanto baste a una visita turística o a una excursión con tanta batahola; de desacralización o profanación, de modo que no despierte ningún sentimiento religioso; de propaganda de las «ventajas» de la vida en las ciudades, hasta despoblar el campo y dilatar con otros brazos la producción industrial, obligando a cuantos permanecen en él a industrializarlo, de modo que sirva a otra expansión y esté en dependencia de la industria, apéndice de ella y sólo para aquellos productos que ésta no puede manipular del todo. Así se obtiene, por un lado, la erradicación de la naturaleza, incluso para quien vive en el campo, con la pérdida de aquellos valores propios de la vida agreste, y, por otro, el control de la producción agrícola en función de la industrial, manteniendo bajo su renta y sobre todo eliminando el producto «genuino», que hace competencia al adulterado, el óptimo.

El buen resultado de esta operación es confiado también a una bien organizada exaltación de las «ventajas» que se sacan del cambio y a la sordina puesta a la enorme partida pasiva, reforzada por la sistemática deseducación con relación al respeto y a la escucha de la naturaleza, sordina que se quita lo suficiente para alguna alarma provocada a propósito por entrar en el juego. Pero la naturaleza ha de ser «cultivada»; no se daña impunemente por avidez: obrar sobre un punto sin conocer hasta el fondo cuáles son las consecuencias y si se alteran los equilibrios, no es ciencia; es confiarse al acaso, otra denuncia de la pérdida del límite. Ahora bien, el orden del universo es tan complejo y secreto que, por cuanto el hombre pueda observar, experimentar y calcular, lo que puede conocer es casi nada respecto a lo que ignora. De aquí la cautela de la verdadera ciencia cuando no es envilecida y arrollada por intereses extraños, cegada por la cupiditas de todo; la prudencia, que es conciencia moral o la capacidad de distinguir el bien del mal, con que toca un equilibrio sin alterarlo, consciente de que se puede romper algo y desencadenar una serie de desequilibrios que no se sabe dónde acabaran: sólo Dios, como dice Vico, conoce el universo, porque es su creador. Pero la verdadera ciencia es combatida hoy junto con la conciencia moral y el espíritu religioso, fuerzas reaccionarias que quieren perpetuar autoritarismo y privilegios, a favor de los «expertos» o «técnicos», inmunizados contra prejuicios estéticos, morales y religiosos, que todo lo ven limitándose a un puntito, y nada un milímetro más allá; se obra sobre este o aquel punto sin saber cuáles pueden ser las consecuencias; si se prevén, se callan, porque es bueno de momento disfrutar lo «encontrado». Las consecuencias se presentan puntualmente: dos lágrimas de cocodrilo, que, pagado el tributo, sigue siendo cocodrilo, encargando a otros «técnicos» reparadores de los estragos y a la vez manípulo de nuevos gastadores impíos.

Pero el ambiente del hombre es también la casa, su casa, en la otra más grande, que es la naturaleza; el «habitat humano» en el «habitat natural»: no es suficiente, para los fines de la operación contra las «oposiciones» al plan, desnaturalizar la naturaleza sin hacer «inhumana» la casa. Mas, para que los hombres, «persuadidos» respecto al disfrute de la ciudad, permanecieran en el «continuum de metal y cemento», era necesario, en un primer tiempo, dejar las casas de campo en el abandono, desvastar la armonía de la ciudad preindustrial, construir ese «geroglífico sociológico», como lo define Aldous Huxley, que es la mega-tecnópolis, sede de una humanidad radicalmente secularizada, inclinada, en la pérdida de todo otro valor, al puro buen éxito material; en un segundo tiempo, raer hasta el suelo cuanto sobrevivía de las casas de campo, aldeas o pueblos —otro negocio— para construir en ellos una dépendance de la ciudad que no despierte nostalgias. Convertido en soberano el espíritu «práctico», las ciudades debían ser construidas con el mismo cálculo cuantitativo, abstracto y anónimo que se aplica al estudio de los fenómenos naturales; por consiguiente, nada de habitat «reveladores» de lo humano, sino funcionales e impersonales «cajoncitos» superpuestos sin ninguna preocupación estética, ningún «inútil» ornamento, aunque sea de buen gusto, de modo que el funcionalismo esterilice la fantasía y haga morir de mortificación los sentimientos y los afectos. La casa como «máquina para habitar», desacralizada y desacralizante, donde las familias, casi imposibilitadas de construirse vínculos afectivos, se «agrupan» —periferias suburbanas o barrios residenciales— según el nivel económico, única cosa que las «pone juntas» y las hace odiarse unas a otras, y divide los miembros del mismo núcleo familiar: todos juntos y cada uno encerrado en su aislamiento, cada uno solamente «hombre técnico», estúpido frente a lo bello y a lo feo, frente al bien y el mal, frente a Dios y a Satanás, sin escolta de alma y, por tanto, incapaz de invenciones religiosas, morales, estéticas y humanas. Y los fuegos fatuos se intensifican a la señal de «la casa para todos».


viernes, 1 de junio de 2012

Territorios del Arte Contemporáneo # 28

Arte Abyecto y el Happening


..un recorrido sonoro a través de los Territorios del Arte Abyecto y el Happening. El Arte Abyecto abarca obras que usan fluidos corporales o aluden a ellos, como Merda d’ artista de Piero Manzini: una lata llena de excremento del autor. El Happening es una obra de arte que lleva consigo la participación de personas y objetos dentro de un marco o situación dada. Establecía una relación estrecha con el público, inmerso, generalmente, en los espectáculos, reclamando su participación.