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Ejemplo XIII No parece que la música se encuentre en una situación distinta, tal vez incluso la encarne con más fuerza todavía. Se dice sin embargo que el sonido no tiene marco. Pero no por ello los compuestos de sensaciones, los bloques sonoros, poseen menos lienzos de pared o formas enmarcantes que en cada caso deben juntarse para garantizar cierto cierre. Los casos más sencillos son el aire melódico, que es un estribillo monofónico; el motivo, que ya es polifónico, puesto que un elemento de una melodía interviene en el desarrollo de otra y hace contrapunto; el tema, como objeto de modificaciones armónicas mediante las líneas melódicas. Estas tres formas elementales construyen la casa sonora y su territorio. Corresponden a las tres modalidades de un ser de sensación, ya que el aire es una vibración, el motivo un abrazo, un acoplamiento, mientras que el tema no concluye sin aflojar, hendir y también abrir. En efecto, el fenómeno musical más importante que surge a medida que los compuestos de sensaciones sonoras se van volviendo más complejos, consiste en que su conclusión o cierre (por unión de sus marcos, de sus lienzos de pared) va acompañada de una posibilidad de apertura hacia un plano de composición que poco a poco se hace ilimitado. Los seres de música son como los vivos según Bergson, que compensan su clausura individuante mediante una apertura compuesta de modulación, repetición, transposición, yuxtaposición... Si se considera la sonata, hallamos en ella una forma enmarcadora particularmente rígida, basada en un bitematismo, y cuyo primer movimiento presenta los lienzos de pared siguientes: exposición del primer tema, transición, exposición del segundo tema, desarrollos sobre el primer o el segundo tema, coda, desarrollo del primer tema con modulación, etc. Se trata de toda una casa con sus habitaciones. Aunque de este modo el primer movimiento más bien forma una celda, y no es frecuente que un gran músico se atenga a la forma canónica; los demás movimientos pueden abrirse, en especial el segundo, por el tema y la variación, hasta que Liszt fije una fusión de los movimientos en el «poema sinfónico». La sonata se presenta entonces más bien como una forma-encrucijada, en la que, de la unión de los lienzos de pared musicales, de la conclusión de los compuestos sonoros, nace la apertura de un plano de composición.
Al respecto, el viejo procedimiento de tema y variación, que conserva el marco armónico del tema, deja paso a una especie de desmarcaje cuando el piano engendra los estudios de composición (Chopin, Schumann, Liszt): se trata de un nuevo momento esencial, porque la labor creadora ya no se ejerce sobre los compuestos sonoros, motivos y temas, aun a costa de extraer un plano de ellos, sino, por el contrario, directamente sobre el propio plano de composición, para hacer que surjan de él unos compuestos mucho más libres y desmarcados, casi unos agregados incompletos o sobrecargados, en desequilibrio permanente. Es el «coloro del sonido lo que cada vez cuenta más. Pasamos de la Casa al Cosmos (de acuerdo con la fórmula que retomará la obra de Stockhausen). La labor del plano de composición se desarrolla en dos direcciones que acarrearán una desagregación del marco tonal: los inmensos colores lisos de la variación continua que hacen que se abracen y se unan las fuerzas que se han vuelto sonoras, en Wagner, o bien los tonos rotos que separan y dispersan las fuerzas combinando sus pasajes reversibles, en Debussy. Universo-Wagner, universo-Debussy. Todos los aires, todos los estribillos, enmarcantes o enmarcados, infantiles, domésticos, profesionales, nacionales, territoriales, son arrastrados hasta el gran Estribillo, un poderoso canto de la tierra —la desterritorializada— que se eleva con Mahler, Berg o Bartók. Y sin duda, cada vez, el plano de composición engendra nuevos cercados, como en la serie. Pero, cada vez, el gesto del músico consiste en desmarcar, encontrar la apertura, retomar el plano de composición, de acuerdo con la fórmula que obsesiona a Boulez: trazar una transversal irreductible tanto a la vertical armónica como a la horizontal melódica que arrastre unos bloques sonoros a la individuación variable, pero también abrirlos o hendirlos en un espacio-tiempo que determine su densidad y su recorrido en el plano. El gran estribillo se eleva a medida que uno se aleja de la casa, aun cuando sea para volver, puesto que ya nadie nos reconocerá cuando volvamos.
Composición, composición, ésa es la única definición del arte. La composición es estética, y lo que no está compuesto no es una obra de arte. No hay que confundir sin embargo la composición técnica, el trabajo del material que implica a menudo una intervención de la ciencia (matemáticas, física, química, anatomía) con la composición estética, que es el trabajo de la sensación. Únicamente este último merece plenamente el nombre de composición, y una obra de arte jamás se hace mediante la técnica o para la técnica. Por supuesto, la técnica engloba muchas cosas que se individualizan según cada artista y cada obra: las palabras y la sintaxis en literatura; no sólo el lienzo en pintura, sino su preparación, los pigmentos, las mezclas, los métodos de perspectiva; o bien los doce sonidos de la música occidental, los instrumentos, las escalas, las alturas... Y la relación entre ambos planos, el plano de composición técnica y el plano de composición estética, no deja de variar históricamente. Supongamos dos estados oponibles en la pintura al óleo: en un primer caso, el lienzo se prepara mediante un fondo blanco con tiza, sobre el cual se dibuja y se lava el dibujo (esbozo), por último se pone el color, las sombras y las luces. En el otro caso, el fondo se va espesando cada vez más, opaco y absorbente, hasta el punto de que se colorea al lavarlo y que el trabajo se realiza bien empastado sobre una gama parda en la que los «arrepentimientos» sustituirán al esbozo: el pintor pintará sobre color, y después con color junto al color, volviéndose los colores paulatinamente acentos, y estando la arquitectura garantizada por «el contraste de los complementarios y la concordancia de los análogos» (Van Gogh); por y en el color se encontrará la arquitectura, aun cuando haya que renunciar a los acentos para reconstituir grandes unidades coloreantes. Bien es verdad que Xavier de Langlais ve en la totalidad de este segundo caso una dilatada decadencia que cae en lo efímero y no consigue restaurar una arquitectura: el cuadro se ensombrece, se deslustra o se cuartea rápidamente. Y sin duda este comentario plantea, por lo menos negativamente, la cuestión del progreso en el arte, puesto que Langlais considera que la decadencia se inicia ya después de Van Eyck (en cierta medida como para algunos la música se detiene con el canto gregoriano, o la filosofía con Santo Tomás). Pero se trata de un comentario técnico que concierne exclusivamente a los materiales: además de que la duración de los materiales es algo muy relativo, la sensación pertenece a otro orden, y posee una existencia en sí mientras los materiales duren. La relación de la sensación con los materiales debe por lo tanto evaluarse dentro de los límites de la duración de los materiales, fuere cual fuere. Si hay progresión en el arte, es porque el arte sólo puede vivir creando perceptos nuevos y afectos nuevos como otros tantos rodeos, regresos, líneas divisorias, cambios de niveles y de escalas... Desde esta perspectiva, la distinción de dos estados de la pintura al óleo adquiere un aspecto completamente distinto, que es estético y ya no técnico: esta distinción no se reduce evidentemente a «representativo o no», puesto que ningún arte, ninguna sensación han sido jamás representativos.
En el primer caso, la sensación se realiza en el material, y no existe al margen de esta realización. Diríase que la sensación (el compuesto de sensaciones) se proyecta sobre el plano de composición técnica bien preparado, de tal modo que el plano de composición estética acaba recubriéndolo. Es necesario por lo tanto que el propio material comprenda unos mecanismos de perspectiva gracias a los cuales la sensación proyectada no sólo se realiza cubriendo el cuadro, sino siguiendo una profundidad. El arte goza entonces de una apariencia de trascendencia, que se expresa no en una cosa que tiene que representar, sino en el carácter paradigmático de la proyección y en el carácter «simbólico» de la perspectiva. La Figura es como la fabulación según Bergson: tiene un origen religioso. Pero, cuando se vuelve estética, su trascendencia sensitiva entra en una oposición soterrada o abierta con la trascendencia supra-sensible de las religiones.
En el segundo caso, la sensación ya no se realiza en los materiales, más bien los materiales penetran en la sensación. Por supuesto, la sensación tampoco existe al margen de esta penetración, y el plano de composición técnica tampoco tiene más autonomía que en el primer caso: nunca vale para sí mismo. Pero diríase ahora que sube en el plano de composición estética, y le da un espesor propio, como dice Damisch, independiente de cualquier perspectiva y profundidad. En este momento las figuras del arte se liberan de una trascendencia aparente o de un modelo paradigmático, y confiesan su ateísmo inocente, su paganismo. Y sin duda entre estos dos casos, estos dos estados de la sensación, estos dos extremos de la técnica, las transiciones, las combinaciones y las coexistencias se van haciendo constantemente (por ejemplo el trabajo muy empastado de Tiziano o de Rubens): se trata más de polos abstractos que de movimientos realmente diferentes. Aun así, ja pintura moderna, incluso cuando se limita al óleo y al disolvente, se vuelve cada vez más hacia el segundo polo, y hace subir y penetrar los materiales «en el espesor» del plano de composición estética. Por este motivo resulta tan erróneo definir la sensación en la pintura moderna como asunción de una planeidad visual pura: el error procede tal vez de que el espesor no necesita ser fuerte o profundo. Se ha podido decir de Mondrian que era un pintor del espesor; y a Seurat, cuando define la pintura como «el arte de ahuecar una superficie», le basta con basarse en las rugosidades de la hoja de papel Cansón. Se trata de una pintura que ya no tiene fondo, porque «lo que hay debajo» emerge: la superficie es ahuecable o el plano de composición adquiere espesor en la medida en que los materiales suben, independientemente de una profundidad o perspectiva, independientemente de las sombras y hasta del orden cromático del color (el coloreador arbitrario). Ya no se recubre, se hace subir, acumular, apilar, atravesar, levantar, doblar. Es una promoción del suelo, y la escultura puede volverse plana, puesto que el plano se estratifica. Ya no se pinta «encima», sino «debajo». El arte informal, con Dubuffet, ha llevado muy lejos estas nuevas potencias de textura, esta elevación del suelo; y también el expresionismo abstracto, el arte minimalista, procediendo por empapamientos, fibras, hojaldres, o empleando tarlatana o tul, de tal modo que el pintor pueda pintar por detrás de su cuadro, en un estado de ceguera. Con Hantai, los plegados ocultan a la visión del pintor lo que muestran a los ojos del espectador una vez desplegados. De todos modos y en todos sus estados, la pintura es pensamiento: la visión es mediante el pensamiento, y el ojo piensa, más aún de lo que escucha.
Hubert Damisch ha convertido el espesor del plano en un verdadero concepto, mostrando que «el trenzado podría en efecto cumplir, para la pintura del futuro, un cometido análogo al que fue el de la perspectiva», lo cual no es propio de la pintura, puesto que Damisch establece de nuevo la misma distinción en el nivel del plano arquitectónico, cuando Scarpa por ejemplo rechaza el movimiento de la proyección y los mecanismos de perspectiva para inscribir los volúmenes en el espesor del propio plano. Y de la literatura a la música, se afirma un espesor que no se deja reducir a ninguna profundidad formal. Se trata de un rasgo característico de la literatura moderna, cuando las palabras y la sintaxis suben en el plano de composición, y lo ahuecan, en vez de llevar a cabo una puesta en perspectiva. Y la música cuando renuncia tanto a la proyección como a las perspectivas que imponen la altura, el temperamento y el cromatismo, para conferir al plano sonoro un espesor singular del que dan fe elementos muy diversos: la evolución de los estudios para piano, que dejan de ser únicamente técnicos para convertirse en «estudios de composición» (con la amplitud que les da Debussy); la importancia decisiva que adquiere la orquestación en Berlioz; la subida de los timbres en Stravinski y en Boulez; la proliferación de los afectos de percusión con los metales, las pieles y las maderas, y su aleación con los instrumentos de viento para constituir bloques inseparables del material (Várese); la redefinición del percepto en función del ruido, del sonido bruto y complejo (Cage); no sólo la ampliación del cromatismo a otros componentes aparte de la altura, sino la tendencia a una aparición no cromática del sonido en un continuo infinito (música electrónica o electroacústica).
No hay más que un plano, en el sentido de que el arte no comporta más plano que el de la composición estética: el plano técnico en efecto está necesariamente recubierto o absorbido por el plano de composición estética. Con esta condición la materia se hace expresiva: el compuesto de sensaciones se realiza en los materiales, o los materiales penetran en el compuesto, pero siempre de manera que se sitúan en un plano de composición propiamente estética. Hay muchos problemas técnicos en el arte, y la ciencia puede intervenir en su solución; pero sólo se plantean en función de los problemas de composición estética que conciernen a los compuestos de sensaciones y al plano al que se remiten necesariamente con sus materiales. Toda sensación es una pregunta, aun cuando sólo el silencio responda. El problema en el arte consiste siempre en encontrar qué monumento hay que erigir en un plano determinado, o qué plano hay que despejar por debajo de un monumento determinado, o ambas cosas a la vez: de este modo en Klee el «monumento en el límite del país fértil» y el «monumento en país fértil». ¿No hay acaso tantos planos diferentes como universos, como autores o hasta incluso como obras? De hecho, los universos, tanto de un arte a otro como en el mismo arte, pueden derivarse los unos de los otros, o bien entrar en relaciones de captura y formar constelaciones de universos, independientemente de toda derivación, pero también dispersarse en nebulosas o sistemas estelares diferentes, bajo unas distancias cualitativas que ya no son de espacio y tiempo. Sobre estas líneas de fuga los universos se concatenan o se separan, de tal modo que el plano puede ser único al mismo tiempo que los universos pueden ser múltiples irreductibles.
Todo sucede (la técnica incluida) entre los compuestos de sensaciones y el plano de composición estética. Pero éste no se sitúa antes, ya que no es deliberado o preconcebido, ni nada tiene que ver con un programa, pero tampoco se sitúa después, a pesar de que su toma de conciencia se efectúe progresivamente y surja a menudo a posteriori. La ciudad no se sitúa después que la casa, ni el cosmos después que el territorio. El universo no se sitúa después que la figura, y la figura es aptitud de universo. Hemos ido de la sensación compuesta al plano de composición, pero para reconocer su estricta coexistencia o su complementaridad, ya que una cosa no progresa más que a través de la otra. La sensación compuesta, que se compone de perceptos y de afectos, desterritorializa el sistema de la opinión que reunía las percepciones y las afecciones dominantes en un medio natural, histórico y social. Pero la sensación compuesta se reterritorializa en el plano de composición, porque erige en él sus casas, porque se presenta en él en marcos encajados o en lienzos de pared agrupados que circunscriben sus componentes, paisajes convertidos en meros perceptos, personajes convertidos en meros afectos. Y al mismo tiempo el plano de composición arrastra la sensación a una desterritorialización superior, haciéndola pasar por una especie de desmarcaje que la abre y la hiende en un cosmos infinito. Como en Pessoa, una sensación en un plano no ocupa un lugar sin extenderlo, distenderlo a la totalidad de la Tierra, y liberar todas las sensaciones que contiene: abrir o hendir, igualar lo infinito. Tal vez sea esto lo propio del arte, pasar por lo finito, para volver a encontrar, volver a dar lo infinito.
Lo que define el pensamiento, las tres grandes formas del pensamiento, el arte, la ciencia y la filosofía, es afrontar siempre el caos, establecer un plano, trazar un plano sobre el caos. Pero la filosofía pretende salvar lo infinito dándole consistencia: traza un plano de inmanencia, que lleva a lo infinito acontecimientos o conceptos consistentes, por efecto de la acción de personajes conceptuales. La ciencia, por el contrario, renuncia a lo infinito para conquistar la referencia: establece un plano de coordenadas únicamente indefinidas, que define cada vez unos estados de cosas, unas funciones o unas proposiciones referenciales, por efecto de la acción de unos observadores parciales. El arte se propone crear un finito que devuelva lo infinito: traza un plano de composición, que a su vez es portador de los monumentos o de las sensaciones compuestas, por efecto de unas figuras estéticas. Damisch analizó precisamente el cuadro de Klee, «Igual infinito». No se trata por supuesto de una alegoría, sino del ademán de pintar que se presenta como pintura. Nos parece que las manchas pardas que bailan en el borde y que atraviesan el lienzo son el paso infinito del caos; la disposición de la siembra de puntos sobre la tela, dividida por unos palitos, es la sensación compuesta finita, pero se abre sobre el plano de composición que nos restituye lo infinito, = oo. No hay que pensar sin embargo que el arte es como una síntesis de la ciencia y la filosofía, de la vía finita y la vía infinita. Las tres vías son específicas, tan directas unas como otras, y se diferencian por la naturaleza del plano y de lo que lo ocupa. Pensar es pensar mediante conceptos, o bien mediante funciones, o bien mediante sensaciones, y uno de estos pensamientos no es mejor que otro, o más plena, más completa, más sintéticamente «pensamiento». Los marcos del arte no son coordenadas científicas, como tampoco las sensaciones son conceptos o a la inversa. Los dos intentos recientes de acercar el arte a la filosofía son el arte abstracto y el arte conceptual; pero no sustituyen el concepto por la sensación, sino que crean sensaciones y no conceptos. El arte abstracto únicamente trata de afinar la sensación, de desmaterializarla, trazando un plano de composición arquitectónica en el que se volvería un mero ser espiritual, una materia resplandeciente pensante y pensada, y ya no una sensación de mar o de árbol, sino una sensación del concepto de mar o del concepto de árbol. El arte conceptual se propone una desmaterialización opuesta, por generalización, instaurando un plano de composición suficientemente neutralizado (el catálogo en el que figuran unas obras que no se han expuesto, el terreno cubierto por su propio mapa, los espacios abandonados sin arquitectura, el plano «flatbed») para que todo adquiera un valor de sensación reproducible al infinito: las cosas, las imágenes o los clichés, las proposiciones, una cosa, su fotografía a la misma escala y en el mismo lugar, su definición sacada del diccionario. No es nada seguro sin embargo, en este último caso, que se alcance así la sensación ni el concepto, porque el plano de composición propende a volverse «informativo», y porque la sensación depende de la mera «opinión» de un espectador al que pertenece la decisión eventual de «materializar» o no, es decir de decidir si aquello es o no es arte. Tanto esfuerzo para volver a encontrarse en el infinito con las percepciones y las afecciones comunes, y reducir el concepto a una doxa del cuerpo social o de la gran metrópoli americana.
Los tres pensamientos se cruzan, se entrelazan, pero sin síntesis ni identificación. La filosofía hace surgir acontecimientos con sus conceptos, el arte erige monumentos con sus sensaciones, la ciencia construye estados de cosas con sus funciones. Una tupida red de correspondencias puede establecerse entre los planos. Pero la red tiene sus puntos culminantes allí donde la propia sensación se vuelve sensación de concepto o de función, el concepto, concepto de función o de sensación, y la función, función de sensación o de concepto. Y uno de los elementos no surge sin que el otro pueda estar todavía por llegar, todavía indeterminado o desconocido. Cada elemento creado en un plano exige otros elementos heterogéneos, que todavía están por crear en los otros planos: el pensamiento como heterogénesis. Bien es verdad que estos puntos culminantes comportan dos peligros extremos: o bien retrotaernos a la opinión de la cual pretendíamos escapar, o bien precipitarnos en el caos que pretendíamos afrontar.
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