miércoles, 7 de julio de 2010

Los personajes conceptuales (2)

Existen rasgos dinámicos: si adelantar, trepar, bajar son dinamismos de personajes conceptuales, saltar como Kierkegaard, bailar como Nietzsche, bucear como Melville son otros, para atletas filosóficos irreductibles entre sí. Y si nuestros deportes actuales están en plena mutación, si las viejas actividades productoras de energía dejan paso a ejercicios que se insertan por el contrario en haces energéticos existentes, no se trata sólo de una mutación en el tipo, sino de otros rasgos dinámicos, una vez más, que se introducen en un pensamiento que «se desliza» con unas materias de ser nuevas, ola o nieve, y convierten al pensador en una especie de surfista en tanto que personaje conceptual; renunciamos entonces al valor energético del tipo deportivo, para extraer la diferencia dinámica pura que se expresa en un nuevo personaje conceptual.
Existen rasgos jurídicos, en la medida en que el pensamiento nunca cesa de reclamar lo que le corresponde por derecho, y de enfrentarse a la Justicia desde los presocráticos: pero ¿se trata del poder del Pretendiente, o incluso del Demandante, tal como la filosofía se lo arranca al tribunal trágico griego? ¿Y no le estará vedado por mucho tiempo al filósofo ser Juez, a lo sumo doctor al servicio de la justicia de Dios, mientras no sea él mismo acusado? ¿Se trata acaso de un personaje conceptual nuevo, cuando Leibniz convierte al filósofo en el Abogado de un dios amenazado por doquier? ¿Y los empiristas, con el extraño personaje que lanzan con el Investigador? Kant es por fin quien convierte al filósofo en juez, al mismo tiempo que la razón forma un tribunal, pero ¿se trata del poder legislativo de un juez que determina, o del poder judicial, o de la jurisprudencia de un juez que reflexiona? Dos personajes conceptuales harto diferentes. Salvo que el pensamiento lo trastoque todo, jueces, abogados, demandantes, acusadores y acusados, como Alicia en un plano de inmanencia en el que Justicia equivale a Inocencia, y en el que el Inocente se convierte en el personaje conceptual que ya no tiene por qué justificarse, una especie de niño juguetón contra el que ya nada se puede, un Spinoza que no ha dejado subsistir ni la más remota ilusión de trascendencia. Acaso no tienen que confundirse el juez y el inocente, es decir que los seres sean juzgados desde dentro: en absoluto en nombre de la Ley o de Valores, ni siquiera en virtud de su conciencia, sino por los criterios puramente inmanentes de su existencia («más allá del Bien y del Mal, por lo menos eso no quiere decir más allá de lo bueno y de lo malo...»).
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Existen en efecto rasgos existenciales: Nietzsche decía que la filosofía inventa modos de existencia o posibilidades de vida. Por este motivo basta con algunas anécdotas vitales para esbozar el retrato de una filosofía, como supo hacerlo Diógenes Laercio al escribir el libro de cabecera o la leyenda dorada de los filósofos. Empédocles y su volcán, Diógenes y su tonel. Cabría objetar la vida tan burguesa de la mayoría de los filósofos modernos; ¿pero no es acaso el sacamedias una anécdota vital adecuada para el sistema de la Razón? Y la afición de Spinoza por las peleas de arañas proviene de que éstas reproducen meramente unas relaciones de modos en el sistema de la Ética en tanto que etología superior. Y es que estas anécdotas no remiten simplemente a un tipo social o incluso psicológico de un filósofo (el príncipe Empédocles o el esclavo Diógenes), sino que más bien ponen de manifiesto a los personajes conceptuales que moran en ellas. Las posibilidades de vida o los modos de existencia sólo pueden inventarse sobre un plano de inmanencia que desarrolla la potencia de los personajes conceptuales. El rostro y el cuerpo de los filósofos albergan a esos personajes que les confieren a menudo un aspecto extraño, sobre todo en la mirada, como si otra persona viera a través de sus ojos. Las anécdotas vitales cuentan la relación de un personaje conceptual con los animales, las plantas o las piedras, relación según la cual el propio filósofo se convierte en algo inesperado, y adquiere una amplitud trágica y cómica que no tendría por sí solo. Nosotros los filósofos, gracias a nuestros personajes, nos convertimos siempre en otra cosa, y renacemos parque público o jardín zoológico. veces. Por una parte, se sumerge en el caos, del que extrae unas determinaciones de las que hará los rasgos diagramáticos de un plano de inmanencia: es como si se apoderara de un puñado de dados, en el azarcaos, para echarlos sobre una mesa. Por la otra, hace corresponder con cada dado que cae los rasgos intensivos de un concepto que viene a ocupar tal o cual región de la mesa, como si ésta se hendiese en función de las cifras. Con sus rasgos personalísticos, el personaje conceptual interviene pues entre el caos y los rasgos diagramáticos del plano de inmanencia, pero también entre el plano y los rasgos intensivos de los conceptos que vienen a poblarlo. Igitur. Los personajes conceptuales constituyen los puntos de vista según los cuales unos planos de inmanencia se distinguen o se parecen, pero también las condiciones bajo las cuales cada plano se encuentra llenado por conceptos de un mismo grupo. Todo pensamiento es un Fiat, echa los dados: constructivismo. Pero se trata de un juego muy complejo porque la acción de echar los dados se compone de movimientos infinitos reversibles y plegados unos dentro de otros, de tal modo que la caída de los dados sólo puede llevarse a cabo a una velocidad infinita creando las formas finitas que corresponden a las ordenadas intensivas de estos movimientos: todo concepto es una cifra que no preexistía. Los conceptos no se deducen del plano, hace falta el personaje conceptual para crearlos sobre el plano, como hace falta para trazar el propio plano, pero ambas operaciones no se confunden en el personaje que se presenta a sí mismo como un operador distinto.

Los planos son innumerables, cada uno con su curvatura variable, y se agrupan y se separan en función de los puntos de vista constituidos por los personajes. Cada personaje tiene varios rasgos, que pueden dar lugar a otros personajes, en el mismo plano o en otro: hay una proliferación de personajes conceptuales. Hay sobre un plano una infinidad de conceptos posibles: resuenan, se relacionan, con puentes móviles, pero resulta imposiible prever el aspecto que van tomando en función de las variaciones de curvatura. Se crean por ráfagas y se bifurcan sin cesar. El juego es tanto más complejo cuanto que unos moyi: mientes negativos infinitos están envueltos en los positivos sobre cada plano, expresando los riesgos y peligros a los que el pensamiento se enfrenta, las percepciones equivocadas y los malos sentimientos que le rodean; también hay personajes conceptuales antipáticos, estrechamente pegados a los simpáticos y que éstos no consiguen sacarse de encima (no sólo Zaratustra está obsesionado por «su» simio o su bufón, no sólo Dioniso no se separa de Cristo, sino que Sócrates no consigue distinguirse de «su» sofista, y el filósofo crítico no cesa de conjurar sus dobles malos); también hay, por último, conceptos repulsivos combinados con los atractivos, pero que dibujan sobre el plano regiones de intensidad baja o vacía, y que no paran de aislarse, de desafinarse, de romper las conexiones (¿acaso la propia trascendencia no tiene «sus» conceptos?). Pero, más que una distribución vectorial, los signos de planos, de personajes y de conceptos son ambiguos porque se pliegan unos dentro de otros, se enlazan o se asemejan. Por este motivo, la filosofía procede siempre por etapas.
La filosofía presenta tres elementos de los que cada cual responde a los otros dos, pero debe ser considerada por su cuenta: el plano prefilosófico que debe trazar (inmanencia), el o los personajes profilosóficos que debe inventar y hacer vivir (insistencia), los conceptos filosóficos que debe crear (consistencia). Trazar, inventar, crear constituyen la trinidad filosófica. Rasgos diagramaticos, personalísticos e intensivos. Hay grupos de conceptos, según resuenen o tiendan puentes móviles, que cubren un mismo plano de inmanencia que los conecta unos a otros. Hay familias de planos, según que los movimientos infinitos del pensamiento se plieguen unos dentro de otros y compongan variaciones de curvatura, o por el contrario seleccionen variedades que no se pueden componer. Hay tipos de personajes, según sus posibilidades de encuentro incluso hostil sobre un mismo plano o en un grupo. Pero suele resultar difícil determinar si es en el mismo grupo, en el mismo tipo, en la misma familia. Se requiere una buena dosis de «gusto».

Como ninguno es deducible de los otros dos, es necesaria una coadaptación de los tres. Se llama gusto a esta facultad filosófica de coadaptación, y que regula la creación de los conceptos. Si llamamos Razón al trazado del plano, Imaginación a la invención de los personajes y Entendimiento a la creación de conceptos, el gusto se presenta como la triple facultad del concepto todavía indeterminado, del personaje aún en el limbo, del plano todavía transparente. Por este motivo hay que crear, inventar, trazar, pero el gusto es como la regla de correspondencia de las tres instancias que difieren en su propia naturaleza. No se trata ciertamente de una facultad de medida. No se hallará ninguna medida en estos movimientos infinitos que componen el plano de inmanencia, en estas líneas aceleradas sin contorno, en estas pendientes y curvaturas, ni en estos personajes siempre excesivos, antipáticos a veces, o en estos conceptos de formas irregulares, de estridentes intensidades, de colores tan chillones y bárbaros que pueden inspirar una especie de «aversión» (particularmente en los conceptos repulsivos). No obstante, lo que aparece en todos los casos como gusto filosófico es el amor por el concepto bien hecho, llamando «bien hecho» no a una moderación del concepto, sino a una especie de relanzamiento, de modulación en la que la actividad conceptual carece de límites en sí misma, sino que sólo los tiene en las otras dos actividades sin límites. Si los conceptos preexistieran ya hechos y acabados, tendrían unos límites que habría que acatar; pero incluso el plano «pre-filosó-fico» sólo es designado con este nombre porque es trazado en tanto que presupuesto, y no porque existiera sin ser trazado. Las tres actividades son estrictamente simultáneas y las únicas relaciones que tienen son incomensurables. La creación de los conceptos no tiene más límite que el plano que van a poblar, pero el propio plano es ilimitado, y su trazado sólo concuerda con los conceptos que se van a crear, a los que tendrá que enlazar, o con los personajes que se van a inventar, a los que tendrá que sostener. Es como en la pintura: incluso para los monstruos y para los enanos hay un gusto según el cual tienen que estar bien hechos, lo que no significa que sean insulsos, sino que sus contornos irregulares estén relacionados con una textura de la piel o con un fondo de la Tierra en tanto que materia germinal de la que parecen depender. Existe un gusto de los colores que no proviene de moderar la creación de los colores en los grandes pintores, sino que por el contrario los impulsa hasta el punto en el que se topan con sus figuras hechas de contornos, y su plano hecho de colores lisos, de curvaturas, de arabescos. Van Gogh sólo impulsa el amarillo hasta lo ilimitado cuando inventa el hombre-girasol, y cuando traza el plano de las pequeñas comas infinitas. El gusto de los colores da prueba a la vez del respeto necesario para acercarse a ellos, de la larga espera por la que hay que pasar, pero también de la creación sin límites que los hace existir. Lo mismo sucede con el gusto de los conceptos: el filósofo sólo se acerca al concepto indeterminado con temor y respeto, vacila mucho antes de lanzarse, pero sólo puede determinar conceptos creando desmesuradamente, con el plano de inmanencia que traza como regla única, y con los extraños personajes que hace vivir como única brújula. El gusto filosófico no sustituye la creación ni la modera, es por el contrario la creación de conceptos la que recurre a un gusto que la modula. La creación libre de conceptos determinados necesita un gusto del concepto indeterminado. El gusto es esta potencia, este ser en potencia del concepto: no es ciertamente por razones «racionales o razonables» por lo que se crea tal concepto, porTo que se escogen tales componentes. Nietzsche presintió esta relación de la creación de los conceptos con un gusto propiamente filosófico, y si el filósofo es aquel que crea los conceptos es gracias a una facultad de gusto como un «sapere» instintivo casi animal: un Fiat o un Fatum que confiere a cada filósofo el derecho de acceder a determinados problemas como un marchamo marcado sobre su nombre, como una afinidad de la que resultarán sus obras.1 Un concepto carece de sentido mientras no se enlaza con otros conceptos, y no enlaza con un problema que resuelve o que contribuye a resolver. Pero es importante distinguir entre los problemas filosóficos y los problemas científicos. No ganaríamos gran cosa diciendo que la filosofía plantea «cuestiones», puesto que las cuestiones no son más que una palabra para designar unos problemas irreductibles a los de la ciencia. Como los conceptos no son preposicionales, no pueden remitir a unos problemas que concernerían a las condiciones en extensiones de proposiciones asimilables a las de la ciencia. Si a pesar de todo nos empeñamos en traducir el concepto filosófico en proposiciones, sólo podrá ser así bajo la forma de opiniones más o menos verosímiles, y carentes de valor científico. Pero nos topamos entonces con una dificultad con la que ya los griegos se enfrentaban. Incluso constituye el tercer carácter bajo el cual la filosofía es considerada como algo griego: la ciudad griega promociona al amigo o al rival como relación social, traza un plano de inmanencia, pero hace también reinar la libre opinión (doxa). La filosofía tiene entonces que extraer de las opiniones un «saber» que las transforme, y que tampoco se distingue de la ciencia. Así pues el problema filosófico consistiría en encontrar en cada caso la instancia capaz de medir un valor de verdad de las opiniones oponibles, o bien seleccionando unas en tanto que más sabias que otras, o bien determinando cuál es la parte que le corresponde a cada cual. Éste y no otro ha sido siempre el significado de lo que se llama dialéctica, y que reduce la filosofía a la discusión interminable.1 Lo vemos en Platón, donde unos universales de contemplación supuestamente han de medir el valor respectivo de las opiniones rivales para elevarlas al saber; bien es verdad que las contradicciones que subsisten en Platón, en los diálogos llamados aporéticos, obligan ya a Aristóteles a orientar la investigación dialéctica de los problemas hacia unos universales de comunicación (los tópicos). También en Kant, el problema consistirá en la selección o en el reparto de las opiniones opuestas, pero gracias a unos universales de reflexión, hasta que Hegel tenga la ocurrencia de utilizar la contradicción de las opiniones rivales para extraer de ellas proposiciones supracientíficas, capaces de moverse, de contemplarse, de reflejarse, de comunicarse en ellas mismas y en lo absoluto (proposición especulativa en la que las opiniones se convierten en los momentos del concepto). Pero, bajo las ambiciones más elevadas de la dialéctica, independientemente de la genialidad de los grandes dialécticos, volvemos a sumirnos en la condición más miserable, la que Nietzsche diagnosticaba como el arte de la plebe, o el mal gusto en filosofía: la reducción del concepto a proposiciones en tanto que meras opiniones; la absorción del plano de inmanencia en las percepciones erróneas y los malos sentimientos (ilusiones de la trascendencia o de los universales); el modelo de un saber que tan sólo constituye una opinión pretendidamente superior, Urdoxa; la sustitución de personajes conceptuales por profesores o directores de escuela. La dialéctica pretende encontrar una discursividad propiamente filosófica, pero tan sólo puede hacerlo concatenando las opiniones unas con otras. Por mucho que supere la opinión hacia el saber, la opinión aflora y continúa aflorando. ¡ Incluso con los recursos de una Urdoxa, la filosofía sigue siendo una doxografía. Surge siempre la misma melancolía de las Cuestiones disputadas y de los Quodlibets de la Edad Media, donde aprendemos lo que cada doctor ha pensado sin saber por qué lo ha pensado (el Acontecimiento), y nos topamos con muchas historias de la filosofía donde se pasa revista a las soluciones sin saber jamás cuál es el problema (la sustancia en Aristóteles, en Descartes, en Leibniz...), puesto que el problema tan sólo está calcado de las proposiciones que le sirven de respuesta.

Si la filosofía es paradójica por naturaleza, no es porque toma partido por las opiniones menos verosímiles ni porque sostiene las opiniones contradictorias, sino porque utiliza las frases de una lengua estándar para expresar algo que no pertenece al orden de la opinión, ni siquiera de la proposición. El concepto es efectivamente una solución, pero el problema al que responde reside en sus condiciones de consistencia intensional, y no, como en la ciencia, en las condiciones de referencia de las proposiciones extensionales. Si el concepto es una solución, las condiciones del problema filosófico están sobre el plano de inmanencia que el concepto supone (¿a qué movimiento infinito remite en la imagen del pensamiento?) y las incógnitas del problema están en los personajes conceptuales que moviliza (¿qué personaje precisamente?). Un concepto como el de conocimiento sólo tiene sentido en relación con una imagen del pensamiento a la que remite, y con un personaje conceptual que necesita; otra imagen, otro personaje reclaman otros conceptos (la creencia por ejemplo, y el Investigador). Una solución no tiene sentido al margen de un problema por determinar en sus condiciones y sus incógnitas, pero éstas tampoco tienen sentido independientemente de las soluciones determinables como conceptos. Las tres instancias están unas dentro de otras, pero no tienen la misma naturaleza, coexisten y subsisten sin desaparecer una dentro de otra. Bergson, que tanto contribuyó a la comprensión de lo que es un problema filosófico, decía que un problema bien planteado era un problema resuelto. Lo que no obstante no significa que un problema sea sólo la sombra o el epifenómeno de sus soluciones, ni que la solución sea sólo la redundancia o la consecuencia analítica del problema. Más bien resulta que las tres actividades que componen el construccionismo se relevan sin cesar, se solapan sin cesar, una precediendo a otra, ora a la inversa, una consistiendo en crear los conceptos como casos de solución, otra en trazar un plano y un movimiento sobre el plano como condiciones de un problema, y otra en inventar un personaje como incógnita del problema. El conjunto del problema (del que la propia solución también forma parte) consiste siempre en construir los otros dos cuando el tercero se está haciendo. Hemos visto cómo, de Platón a Kant, el pensamiento, lo «primero», el tiempo adquirían conceptos diferentes capaces de determinar soluciones, pero en función de presupuestos que determinaban problemas diferentes; pues los mismos términos pueden aparecer dos veces, e incluso tres, una vez en las soluciones como conceptos, otra en los problemas presupuestos, otra en un personaje como intermediario, intercesor, pero cada vez bajo una forma específica irreductible.
Ninguna regla y sobre todo ninguna discusión dirán de antemano si se trata del plano bueno, del personaje bueno, del concepto bueno, pues cada uno de ellos decide si los otros dos están logrados o no, pero cada uno de ellos tiene que ser construido por su cuenta, uno creado, otro inventado, otro trazado. Se construyen problemas y soluciones de los que se puede decir «Fallido... Logrado...», pero tan sólo a medida que se van construyendo y según sus coadaptaciones. El constructivismo descalifica cualquier discusión que retrase las construcciones necesarias, del mismo modo que denuncia todos los universales, la contemplación, la reflexión, la comunicación en tanto que fuentes de los así llamados «falsos problemas» que emanan de las ilusiones que rodean el plano. No se puede decir más de antemano. Puede suceder que creamos haber encontrado una solución, pero una curvatura nueva del plano que no habíamos visto primero vuelve a relanzar el conjunto y a plantear problemas nuevos, una nueva retahila de problemas, operando por impulsos sucesivos y solicitando conceptos futuros que habrá que crear (ni tan sólo sabemos si no se trata más bien de un plano nuevo que se separa del anterior). Inversamente, puede suceder que un concepto nuevo se hunda como una cuña entre dos conceptos que creíamos próximos, solicitando a su vez sobre la tabla de inmanencia la determinación de un problema que surge como una especie de añadido. La filosofía vive de este modo en una crisis permanente. El plano opera a sacudidas, y los conceptos proceden por ráfagas, y los personajes a tirones. Lo que resulta problemático por naturaleza es la relación de las tres instancias.
No se puede decir de antemano si un problema está bien planteado, si una solución es la que conviene, es la que viene al caso, si un personaje es viable. Y es que cada una de las actividades filosóficas sólo tiene criterio dentro de las otras dos, y es por este motivo por lo que la filosofía se desarrolla en la paradoja. La filosofía no consiste en saber, y no es la verdad lo que inspira la filosofía, sino que son categorías como las de Interesante, Notable o Importante lo que determina el éxito o el fracaso. Ahora bien, no se puede saber antes de haber construido. No se dirá de muchos libros de filosofía que son falsos, pues eso no es decir nada, sino que carecen de importancia o de interés, precisamente porque no crean concepto alguno, ni aportan una imagen del pensamiento ni engendran un personaje que valga la pena. Únicamente los profesores pueden escribir «falso» en el margen, y aún, pero los lectores tienen más bien dudas acerca de la importancia y del interés, es decir acerca de la novedad de lo que se les ofrece para su lectura. Son las categorías del Espíritu. Un gran personaje novelesco tiene que ser un Original, un Único, decía Melville; un personaje conceptual también. Incluso cuando es antipático, tiene que ser notable; aun cuando repulsivo, un concepto tiene que ser interesante. Cuando Nietzsche construía el concepto de «mala conciencia», podía ver en él lo más repulsivo del mundo, pero no por ello dejaba de exclamar: ¡aquí es donde el hombre empieza a hacerse interesante!, y opinaba en efecto que acababa de crear un concepto nuevo para el hombre, que convenía al hombre, en relación con un personaje conceptual nuevo (el sacerdote) y con una imagen nueva del pensamiento (la voluntad de poder aprehendida bajo el rasgo negativo del nihilismo)...1
La crítica implica conceptos nuevos (de lo que se critica) tanto como la creación más positiva. Los conceptos han de tener contornos irregulares conformados según su materia viva. ¿Qué es lo que no es interesante por naturaleza? ¿Los conceptos inconsistentes, lo que Nietzsche llamaba los «informes y fluidos garabatos de conceptos», o bien por el contrario los conceptos demasiado regulares, petrificados, reducidos a un esqueleto? Los conceptos más universales, los que se suele presentar como formas o valores eternos, son al respecto los más esqueléticos, los menos interesantes. No se hace nada positivo, pero nada tampoco en el terreno de la crítica ni de la historia, cuando nos limitamos a esgrimir viejos conceptos estereotipados como esqueletos destinados a coartar toda creación, sin ver que los viejos filósofos de quienes los hemos tomado prestados ya hacían lo que se trata de impedir que hagan los modernos: creaban sus conceptos, y no se contentaban con limpiar, roer huesos, como el crítico o el historiador de nuestra época. Hasta la historia de la filosofía carece del todo de interés si no se propone despertar un concepto adormecido, representarlo otra vez sobre un escenario nuevo, aun a costa de volverlo contra sí mismo.



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Libro: Gilles Deleuze - Felix Guattari 
(Qu'est-ce que la philosophie? - ¿Que es la filosofía?)
Ed: Anagrama

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