martes, 7 de septiembre de 2010

Percepto, afecto y concepto 2

De todo arte habría que decir: el artista es presentador de afectos, inventor de afectos, creador de afectos, en relación con los perceptos o las visiones que nos da. No sólo los crea en su obra, nos los da y nos hace devenir con ellos, nos toma en el compuesto. Los girasoles de Van Gogh son devenires, como los cardos de Durero o las mimosas de Bonnard. Redon tituló una litografía: «Tal vez hay una visión primera intentada en la flor». La flor ve. Puro y mero terror: «¿Ves ese girasol que mira hacia dentro por la ventana de la habitación? Se pasa el día mirando dentro de mi casa.» Una historia floral de la pintura es como la creación reiniciada y continuada sin cesar de los afectos y de los perceptos de las flores. El arte es el lenguaje de las sensaciones tanto cuando pasa por las palabras como cuando pasa por los colores, los sonidos o las piedras. El arte no tiene opinión. El arte desmonta la organización triple de las percepciones, afecciones y opiniones, y la sustituye por un monumento compuesto de perceptos, de afectos y de bloques de sensaciones que hacen las veces de lenguaje. El escritor emplea palabras, pero creando una sintaxis que las hace entrar en la sensación, o que hace tartamudear a la lengua corriente, o estremecerse, o gritar, o hasta cantar: es el estilo, el «tono», el lenguaje de las sensaciones, o la lengua extranjera en la lengua, la que reclama un pueblo futuro, oh, gentes del viejo Catawba, oh, gentes de Yoknapatawpha. El escritor retuerce el lenguaje, lo hace vibrar, lo abraza, lo hiende, para arrancar el percepto de las percepciones, el afecto de las afecciones, la sensación de la opinión, con vistas, eso esperamos, a ese pueblo que todavía falta. «Mi memoria no es de amor, sino de hostilidad, y se empeña no en reproducir sino en alejar el pasado... ¿Qué quería decir mi familia? No lo sé. Era tartamuda de nacimiento y sin embargo tenía algo que decir. Sobre mí mismo y sobre muchos de mis contemporáneos, pesa el tartamudeo del nacimiento. Hemos aprendido no a hablar sino a balbucear, y sólo prestando el oído al ruido creciente del siglo, y una vez blanqueados por la espuma de su cresta, hemos adquirido una lengua.» Precisamente, ésa es la tarea de todo arte, y la pintura, la música arrancan por igual de los colores y de los sonidos los acordes nuevos, los paisajes plásticos o melódicos, los personajes rítmicos que las elevan hasta el canto de la tierra y el grito de los hombres: lo que constituye el tono, la salud, el devenir, un bloque visual y sonoro. Un monumento no conmemora, no honra algo que ocurrió, sino que susurra al oído del porvenir las sensaciones persistentes que encarnan el acontecimiento: el sufrimiento eternamente renovado de los hombres, su protesta recreada, su lucha siempre retomada. ¿Resultaría acaso todo en vano porque el sufrimiento es eterno, y porque las revoluciones no sobreviven a su victoria? Pero el éxito de una revolución sólo reside en la revolución misma, precisamente en las vibraciones, los abrazos, las aperturas que dio a los hombres en el momento en que se llevó a cabo, y que componen en sí un monumento siempre en devenir, como esos túmulos a los que cada nuevo viajero añade una piedra. La victoria de una revolución es inmanente, y consiste en los nuevos lazos que instaura entre los hombres, aun cuando éstos no duren más que su materia en fusión y muy pronto den paso a la división, a la traición.


Las figuras estéticas (y el estilo que las crea) nada tienen que ver con la retórica. Son sensaciones: perceptos y afectos, paisajes y rostros, visiones y devenires. Pero ¿no definimos acaso el concepto filosófico a través del devenir, y casi con los mismos términos? Sin embargo las figuras estéticas no son idénticas, ados personajes conceptuales. Tal vez pasen unos dentro de los otros, en un sentido o en el otro, como Igitur o como Zaratustra, pero en la medida en la que hay sensaciones de conceptos y conceptos de sensaciones. No se trata del mismo devenir. El devenir sensible es el acto a través del cual algo o alguien incesantemente se vuelve otro (sin dejar de ser lo que es), girasol o Acab, mientras que el devenir conceptual es el acto a través del cual el propio acontecimiento común burla lo que es. Este es la heterogeneidad comprendida en una forma absoluta, aquél la alteridad introducida en una materia de expresión. El monumento no actualiza el acontecimiento virtual, sino que lo incorpora o lo encarna: le confiere un cuerpo, una vida, un universo. Así es como Proust definía el arte-monumento a través de esta vida superior a la «vivencia», de sus «diferencias cualitativas», de sus «universos» que construyen sus propios límites, sus alejamientos y sus acercamientos, sus constelaciones, los bloques de sensaciones que arrastran, universo-Rembrandt o universo-Debussy. Estos universos no son virtuales ni actuales, son posibles, lo posible como categoría estética («un poco de posible, si no me ahogo»), la existencia de lo posible, mientras que los acontecimientos son la realidad de lo virtual, formas de un pensamiento-Naturaleza que sobrevuelan todos los universos posibles, lo que no significa decir que el concepto antecede de derecho la sensación: incluso un concepto de sensación tiene que ser creado con sus propios medios, y una sensación existe en su universo posible sin que el concepto exista necesariamente en su forma absoluta.
¿Se puede asimilar la sensación a una opinión originaria, Urdoxa como fundación del mundo o base inmutable? La fenomenología busca la sensación en unos «a priori materiales», perceptivos y afectivos, que trascienden las percepciones y afecciones experimentadas: el amarillo de Van Gogh, o las sensaciones innatas de Cézanne. La fenomenología tiene que volverse fenomenología del arte, como hemos visto, porque la inmanencia de la vivencia a un sujeto trascendente necesita expresarse en unas funciones trascendentes que no sólo determinan la experiencia en general, sino que atraviesan aquí y ahora la vivencia misma, y se encarnan en ella constituyendo sensaciones vivas. El ser de la sensación, el bloque del percepto y el afecto, surgirá como la unidad o la reversibilidad del que siente y de lo sentido, su entrelazamiento íntimo, del mismo modo que dos manos que se juntan: la carne es lo que va a extraerse a la vez del cuerpo vivido, del mundo percibido, y de la intencionalidad de uno a otro demasiado vinculada todavía a la experiencia, mientras que la carne nos da el ser de la sensación, y es portadora de la opinión originaria diferenciada del juicio de experiencia. Carne del mundo y carne del cuerpo como correlatos que se intercambian, coincidencia óptima.' Un extraño Carnismo propicia esta última peripecia de la fenomenología y la sume en el misterio de la encarnación: es una noción pía y sensual a la vez, una mezcla de sensualidad y de religión, sin la que, tal vez, la carne no se sostendría por sí misma (iría bajando por los huesos, como en las figuras de Bacon). La pregunta de saber si la carne es adecuada para el arte puede formularse así: ¿es la carne capaz de llevar el percepto y el afecto, de constituir el ser de sensación, o bien por el contrario es ella la que ha de ser llevada, y pasar a otras fuerzas de vida?
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La carne no es la sensación, aunque participe en su revelación. Corrimos demasiado diciendo que la sensación encarna. La pintura hace la carne ora con el encarnado (superposiciones de rojo y de blanco), ora con tonos rotos (yuxtaposición de opuestos en proporciones desiguales). Pero lo que constituye la sensación es el devenir-animal, vegetal, etc., que asciende por debajo de las superficies de encarnado, en el desnudo más grácil, más delicado, como la presencia del animal despellejado, de una fruta mondada, Venus del espejo; o que surge en la fusión, la cocción, el flujo de tonos rotos, como la zona de indiscernibilidad entre la bestia y el hombre. Tal vez formaría una nebulosa o un caos, si no existiera un segundo elemento para hacer que la carne se sostenga. La carne no es más que el termómetro de un devenir. La carne es demasiado tierna. El segundo elemento es menos el hueso o la osamenta que la casa, la estructura. El cuerpo prospera en la casa (o un equivalente, un manantial, un bosquecillo). Ahora bien, lo que define la casa son sus «lienzos de pared», es decir los planos de orientaciones diversas que confieren a la carne su armazón: plano delantero y plano trasero, lienzos de pared horizontales, verticales, izquierdo, derecho, derechos o inclinados, rectilíneos o curvados... Estos lienzos son paredes, pero también son suelos, puertas, ventanas, puertas vidrieras, espejos, que dan precisamente a la sensación el poder de sostenerse por sí misma dentro de unos «marcos» autónomos. Son las facetas del bloque de sensación. Hay sin duda dos signos que ponen de manifiesto la genialidad de los grandes pintores, así como su humildad: el respeto, casi terrorífico, con que se acercan al color y penetran en él; el esmero con que llevan a cabo la unión entre los lienzos de pared o los planos, de la que depende el tipo de profundidad. Sin este respeto y este esmero, la pintura no vale nada, sin trabajo, sin pensamiento. Lo difícil no es unir las manos, sino los planos. Hacer que sobresalgan unos planos que se unen, o por el contrario hundirlos, cortarlos. Ambos problemas, la arquitectura de los planos y el régimen del color, suelen confundirse a menudo. La unión de los planos horizontales y verticales en Cézanne: «¡Los planos en el color, los planos! El sitio coloreado donde el alma de los planos se fusiona...» No hay dos grandes pintores, ni siquiera dos grandes obras, que operen del mismo modo. Existen no obstante tendencias en un pintor: en Giacometti, por ejemplo, los planos horizontales que huyen son distintos a derecha e izquierda, y parecen unirse en el objeto (la carne de la manzanita), pero como una pinza que la estirara hacia atrás y la hiciera desaparecer, si no hubiera un plano vertical del que sólo vemos el filo sin espesor que la fija, que la retiene en el último momento, que le da una existencia duradera, como un alfiler alargado que la atraviesa, y la volverá filiforme a su vez. La casa forma parte de todo un devenir. Es vida, «vida no orgánica de las cosas». Bajo todas las modalidades posibles, la unión de los planos con sus miles de orientaciones es lo que define la casa-sensación. La propia casa (o su equivalente) es la unión finita de los planos coloreados.

El tercer elemento es el universo, el cosmos. Y no sólo la casa abierta comunica con el paisaje, a través de una ventana o de un espejo, sino que la casa más cerrada también se abre sobre un universo. La casa de Monet está incesantemente en trance de ser engullida por las fuerzas vegetales de un jardín desenfrenado, cosmos de rosas. Un universo-cosmos no es carne. Tampoco son lienzos de pared, trozos de plano que se unen, planos orientados de forma diversa, a pesar de que el empalme de todos los planos en el infinito pueda llegar a constituirlo. Pero el universo se presenta en el límite como el color liso, el gran plano único, el vacío coloreado, el infinito monocromo. La puerta vidriera, como en Matisse, no se abre más que sobre un color liso negro. La carne, o mejor dicho la figura, ya no es el morador del lugar, de la casa, sino el morador de un universo que soporta la casa (devenir). Es como un paso de lo finito a lo infinito, pero también del territorio a la desterritorialización. Es en efecto el momento de lo infinito: de los infinitos infinitamente variados. En Van Gogh, en Gauguin, en el Bacon actual, se ve surgir la tensión inmediata de la carne y del color liso, de los flujos de tonos rotos y de la superficie infinita de un color puro y homogéneo, chillón y saturado («en vez de pintar la pared banal del mezquino apartamento, pinto el infinito, hago un simple fondo con el azul más vivo, más intenso...»). Bien es verdad que el color liso monocromo es algo distinto de un fondo. Y cuando la pintura quiere volver a empezar partiendo de cero, construyendo el percepto como un mínimo ante el vacío, o acercándolo al máximo al concepto, procede por monocromía liberada de cualquier casa o de cualquier carne. Particularmente el azul, que es lo que se encarga del infinito, y que hace del percepto una «sensibilidad cósmica», o lo más conceptual que hay en la naturaleza, o lo más «preposicional», el color cuando el hombre está ausente, el hombre convertido en color; pero si el azul (o el negro, o el blanco) es perfectamente idéntico en el cuadro, o de un cuadro a otro, es el pintor quien se vuelve azul -«Yves, el monocromo»— siguiendo un mero afecto que hace que el universo bascule en el vacío, y no deje al pintor por excelencia nada más por hacer.El vacío coloreado, o más bien coloreante, ya es fuerza. La mayoría de los grandes cuadros monocromos de la pintura moderna ya no necesitan recurrir a ramitos murales, sino que presentan variaciones sutiles e imperceptibles (sin embargo constitutivas de un percepto), ora porque están cortados o ribeteados por un lado por una banda, una cinta, un lienzo de pared de otro color o de otro tono, que cambian la intensidad del color liso por vecindad o alejamiento, ora porque presentan unas figuras lineales o circulares casi virtuales, entonadas, ora porque están agujereados o hendidos: se trata de problemas de unión, en este caso también, pero singularmente ampliados. Resumiendo, el color liso vibra, se estrecha o se hiende, porque es portador de fuerzas vislumbradas. Y eso es lo que hacía la pintura abstracta para empezar: convocar las fuerzas, llenar el color liso de las fuerzas que contiene, mostrar en sí mismas las fuerzas invisibles, erigir figuras de apariencia geométrica, pero que ya sólo serían fuerzas, fuerza de gravitación, de gravedad, de rotación, de torbellino, de explosión, de expansión, de germinación, fuerza del tiempo (como cabe decir de la música que hace que se oiga la fuerza sonora del tiempo, por ejemplo con Messiaen, o de la literatura, con Proust, que hace leer y concebir la fuerza ilegible del tiempo). ¿No es ésa acaso la definición del percepto personificado: volver sensibles las fuerzas insensibles que pueblan el mundo, y que nos afectan, que nos hacen devenir? Cosa que Mondrian consigue mediante diferencias simples entre los lados de un cuadrado, y Kandinsky mediante las «tensiones» lineales, y Kupka mediante los planos curvos alrededor de un punto. De los tiempos más remotos nos llega lo que Worringer llamaba la línea septentrional, abstracta e infinita, línea de universo que forma cintas y correas, ruedas y turbinas, toda una «geometría viva» «que eleva hasta la intuición las fuerzas mecánicas», que constituye una poderosa vida no orgánica. El objeto eterno de la pintura: pintar las fuerzas, como Tintoretto.
¿Acabaremos tal vez por volver a encontrar la casa y el cuerpo? Y es que el color liso infinito es a menudo aquello a lo que se abre la ventana o la puerta; o bien es la pared de la propia casa, o el suelo. Van Gogh y Gauguin salpican el color liso con ramitos de flores para convertirlo en el empapelado de la pared sobre el que destaca el rostro de tonos rotos. Y en efecto, la casa no nos protege de las fuerzas cósmicas, como mucho las filtra, las selecciona. Las convierte a veces en fuerzas bondadosas: la pintura nunca ha mostrado la fuerza de Arquímedes, la fuerza de empuje del agua sobre un cuerpo grácil que flota en la bañera de la casa, como lo consiguió Bonnard en el «Desnudo en el baño». Pero también las fuerzas más maléficas pueden entrar por la puerta, entornada o cerrada: las propias fuerzas cósmicas provocan las zonas de indiscernibilidad en los tonos rotos de un rostro, liso vibra, se estrecha o se hiende, porque es portador de fuerzas vislumbradas. Y eso es lo que hacía la pintura abstracta para empezar: convocar las fuerzas, llenar el color liso de las fuerzas que contiene, mostrar en sí mismas las fuerzas invisibles, erigir figuras de apariencia geométrica, pero que ya sólo serían fuerzas, fuerza de gravitación, de gravedad, de rotación, de torbellino, de explosión, de expansión, de germinación, fuerza del tiempo (como cabe decir de la música que hace que se oiga la fuerza sonora del tiempo, por ejemplo con Messiaen, o de la literatura, con Proust, que hace leer y concebir la fuerza ilegible del tiempo). ¿No es ésa acaso la definición del percepto personificado: volver sensibles las fuerzas insensibles que pueblan el mundo, y que nos afectan, que nos hacen devenir? Cosa que Mondrian consigue mediante diferencias simples entre los lados de un cuadrado, y Kandinsky mediante las «tensiones» lineales, y Kupka mediante los planos curvos alrededor de un punto. De los tiempos más remotos nos llega lo que Worringer llamaba la línea septentrional, abstracta e infinita, línea de universo que forma cintas y correas, ruedas y turbinas, toda una «geometría viva» «que eleva hasta la intuición las fuerzas mecánicas», que constituye una poderosa vida no orgánica. El objeto eterno de la pintura: pintar las fuerzas, como Tintoretto.
¿Acabaremos tal vez por volver a encontrar la casa y el cuerpo? Y es que el color liso infinito es a menudo aquello a lo que se abre la ventana o la puerta; o bien es la pared de la propia casa, o el suelo. Van Gogh y Gauguin salpican el color liso con ramitos de flores para convertirlo en el empapelado de la pared sobre el que destaca el rostro de tonos rotos. Y en efecto, la casa no nos protege de las fuerzas cósmicas, como mucho las filtra, las selecciona. Las convierte a veces en fuerzas bondadosas: la pintura nunca ha mostrado la fuerza de Arquímedes, la fuerza de empuje del agua sobre un cuerpo grácil que flota en la bañera de la casa, como lo consiguió Bonnard en el «Desnudo en el baño». Pero también las fuerzas más maléficas pueden entrar por la puerta, entornada o cerrada: las propias fuerzas cósmicas provocan las zonas de indiscernibilidad en los tonos rotos de un rostro, abofeteándolo, arañándolo, fundiéndolo en todos los sentidos, y estas zonas de indiscernibilidad desvelan las fuerzas ocultas en el color liso (Bacon). Se da una complementariedad plena, un abrazo de las fuerzas como perceptos y de los devenires como afectos. La línea de fuerza abstracta, según Worringer, abunda en motivos de animales. A las fuerzas cósmicas o cosmogenéticas corresponden unos devenires-animales, vegetales, moleculares: hasta que el cuerpo se desvanezca en el color liso o vuelva a fundirse en la pared, o, inversamente, que el color liso se tuerza y se revuelva en la zona de indiscernibilidad del cuerpo. Resumiendo, el ser de sensación no es la carne, sino el compuesto de fuerzas no humanas del cosmos, de los devenires no humanos del hombre, y de la casa ambigua que los intercambia y los ajusta, los hace girar como veletas. La carne es únicamente el revelador que desaparece en lo que revela: el compuesto de sensaciones. Como cualquier pintura, la pintura abstracta es sensación, y sólo sensación. En Mondrian, la habitación es lo que accede al ser de sensación dividiendo mediante lienzos de pared coloreados el plano vacío infinito que a cambio le devuelve un infinito de apertura. En Kandinsky, las casas constituyen una de las fuentes de la abstracción que consiste menos en figuras geométricas que en trayectos dinámicos y líneas de erráncia, «caminos que andan» por los alrededores. En Kupka, primero es en los cuerpos donde el pintor recorta unas cintas o unos lienzos de pared coloreados que abrirán al vacío los planos curvos que los pueblan volviéndose sensaciones cosmogenéticas. ¿Se trata de la sensación espiritual, o ya de un concepto vivo: la habitación, la casa, el universo? El arte abstracto y después el arte conceptual plantean directamente la cuestión que obsesiona a toda la pintura: su relación con el concepto, su relación con la función.
-El arte empieza tal vez con el animal, o por lo menos con el animal que delimita un territorio y hace una casa (ambos son correlativos o incluso se confunden a veces con lo que se llama un habitat). Con el sistema territorio-casa, muchas funciones orgánicas se transforman, sexualidad, procreación, agresividad, alimentación, pero no es esta transformación lo que explica la aparición del territorio y de la casa, sería más bien la inversa: el territorio implica la emergencia de cualidades sensibles puras, sensibilia que dejan de ser únicamente funcionales y se vuelven rasgos de expresión, haciendo posible una transformación de las funciones. Esta expresión sin duda está ya difusa en la vida, y se puede decir que la modesta azucena silvestre celebra la gloria de los cielos. Pero con el territorio y la casa es cuando se vuelve constructiva, y erige los monumentos rituales de una misa animal que celebra las cualidades antes de extraer de ellas causalidades y finalidades nuevas. Esta emergencia ya es arte, no sólo por el tratamiento de los materiales exteriores sino por las posturas y colores del cuerpo, por los cantos y los gritos que marcan el territorio. Es un chorro de rasgos, de colores y de sonidos, inseparables en tanto que se vuelven expresivos (concepto filosófico de territorio). El Scenopoietes dentirostris, pájaro de los bosques lluviosos de Australia, hace caer del árbol las hojas que corta cada mañana, las gira para que su cara interna más pálida contraste con la tierra, se construye de este modo un escenario como un «ready-made», y se pone a cantar justo encima, en una liana o una ramita, con un canto complejo compuesto de sus propias notas y de las de otros pájaros que imita en los intervalos, mientras saca la base amarilla de las plumas debajo del pico: es un artista completo.2 No son las sinestesias en plena carne, sino los bloques de sensaciones en el territorio, los colores, posturas y sonidos los que esbozan una obra de arte total. Estos bloques sonoros son estribillos; pero también hay estribillos posturales y de colores; y las posturas y los colores siempre se introducen en los estribillos. Reverencias y posturas erguidas, rondas, trazos de colores. Todo el estribillo en su conjunto es el ser de sensación. Los monumentos son estribillos. En este sentido, el arte nunca dejará de estar obsesionado por el animal. El arte de Kafka constituirá la meditación más profunda sobre el territorio y la casa, la madriguera, las posturas-retrato (la cabeza inclinada del habitante con la barbilla hundida en el pecho, o por el contrario «el gran vergonzoso» que agujerea el techo con su cráneo anguloso), los sonidos-música (los perros que son músicos por sus propias posturas, Josefina, la ratita cantante de la que jamás se sabrá si canta, Gregorio, que une su piar al violín de su hermana dentro de una relación compleja habitación-casa-territorio). No hace falta nada más para hacer arte: una casa, unas posturas, unos colores y unos cantos, a condición de que todo esto se abra y se yerga hacia un vector loco como el mango de una escoba de bruja, una línea de universo o de desterritorialización. «Perspectiva de una habitación con sus moradores» (Klee).

Cada territorio, cada habitat, une sus planos o sus lienzos de pared no sólo espacio-temporales, sino cualitativos: por ejemplo una postura y un canto, un canto y un color, unos perceptos y unos afectos. Y cada territorio engloba o secciona territorios de otras especies, o intercepta unos trayectos de animales sin territorio, formando uniones interespecíficas. En este sentido Uexkühl, bajo un primer aspecto, desarrolla una concepción de la Naturaleza melódica, polifónica, contrapuntística. No sólo el canto de un pájaro tiene sus relaciones de contrapunto, sino que puede encontrar otras con el canto de otras especies, y puede a su vez él mismo imitar estos otros cantos como si se tratara de ocupar el mayor número de frecuencias. La tela de araña contiene «un retrato muy sutil de la mosca» que le sirve de contrapunto. La concha como casa del molusco se vuelve, cuando éste ha muerto, el contrapunto del ermitaño que la convierte en su propio habitat, gracias a su cola que no es natatoria, sino prensil, y le permite capturar la concha vacía. La garrapata está orgánicamente construida de forma que encuentra su contrapunto en el mamífero indeterminado que pasa por debajo de su rama, como las hojas del roble están dispuestas como tejas para las gotas del agua de lluvia que gotean. No se trata de una concepción finalista sino melódica, en la que ya no se sabe lo que es arte o lo que es naturaleza («la técnica natural»): hay contrapunto cada vez que una melodía interviene como «motivo» en otra melodía, como en las bodas del moscardón y de la boca del lobo. Estas relaciones de contrapunto unen planos, forman compuestos de sensaciones, bloques, y determinan devenires. Pero no sólo estos compuestos melódicos determinados constituyen la naturaleza, ni siquiera generalizados; también es necesario, bajo otro aspecto, un plano de composición sinfónica infinito: de la Casa al universo. De la endo-sensación a la exo-sensación. Y es que el territorio no se limita a aislar y a juntar, se abre hacia unas fuerzas cósmicas que suben de dentro o que provienen de fuera, y vuelven sensibles su efecto sobre el morador. Un plano de composición del roble lleva o comporta la fuerza de desarrollo de la bellota y la fuerza de formación de las gotas, o de la garrapata, lleva la fuerza de la luz capaz de atraer al animal al extremo de una rama, a una altura suficiente, y la fuerza de la gravedad con la que se deja caer sobre el mamífero que pasa, y entre ambas nada, un vacío aterrador que puede durar años si el mamífero no pasa. Y ora las fuerzas se funden unas dentro de otras en sutiles transiciones, se descomponen apenas vislumbradas, ora alternan o se enfrentan. Ora se dejan seleccionar por el territorio, y las más bondadosas son las que entran en la casa. Ora lanzan una llamada misteriosa que arranca al morador del territorio, y lo precipita en un viaje irresistible, como los pinzones que se juntan de repente a millones o las langostas que emprenden caminando una peregrinación inmensa en el fondo del agua. Ora caen sobre el territorio y lo trastocan, maléficas, restaurando el caos del que apenas acababan de salir. Pero siempre, si la naturaleza es como el arte, es porque conjuga de todas las maneras estos dos elementos vivos: la Casa y el Universo, lo Heimlich y lo Unheimlich, el territorio y la desterritorialización, los compuestos melódicos finitos y el gran plano de composición infinito, el estribillo pequeño y el grande.

El arte no empieza con la carne, sino con la casa; por este motivo la arquitectura es la primera de las artes. Cuando Dubuffet trata de delimitar un estado determinado de arte bruto, se vuelve primero hacia la casa, y toda su obra se yergue entre la arquitectura, la escultura y la pintura. Y, ateniéndonos a la forma, la arquitectura más inteligente hace sin cesar planos, lienzos de pared, y los junta. Por este motivo cabe definirla por el «marco», un encaje de marcos con diversas orientaciones, que se impondrá a las demás artes, de la pintura al cine. Se ha presentado la prehistoria del cuadro como pasando por el fresco en el marco de la pared, por la vidriera en el marco de la ventana, por el mosaico en el marco del suelo: «El marco es el ombligo que relaciona el cuadro con el monumento del que es la reducción», como el marco gótico con sus columnitas, su ojiva y su aguja calada. Al hacer de la arquitectura el primer arte del marco, Bernard Cache puede enumerar cierto número de formas cuadrantes que no prejuzgan ningún contenido concreto ni función del edificio: la pared que aisla, la ventana que capta o selecciona (en contacto con el territorio), el suelo-piso que conjura o enrarece («enrarecer el relieve de la tierra para dejar campo libre a las trayectorias humanas»), el techo que envuelve la singularidad del lugar («el techo inclinado sitúa el edificio sobre una colina...»). Encajar estos marcos o unir todos estos planos, lienzo de pared, lienzo de ventana, lienzo de suelo, lienzo de pendiente, es un sistema compuesto, pletórico de puntos y de contrapuntos. Los marcos y sus uniones sostienen los compuestos de sensaciones, hacen que se sostengan las figuras, se confunden con su hacer-que-se-sostenga, su propia forma de sostenerse. Tenemos aquí las caras de un dado de sensación. Los marcos o los lienzos de pared no son coordenadas, pertenecen a los compuestos de sensaciones cuyas facetas, interfaces, constituyen. Pero, por muy extensible que sea el sistema, falta todavía un amplio plano de composición que opere una especie de desmarcaje de acuerdo con unas líneas de fuga que sólo pasan por el territorio para abrirlo hacia el universo, que va de la casa-territorio a la ciudad-cosmos, y que disuelve ahora la identidad del lugar en variación de la Tierra, ya que una ciudad tiene más unos vectores que plisan la línea abstracta del relieve que un lugar. En este plano de composición como «un espacio vectorial abstracto» se trazan unas figuras geométricas, cono, prisma, diedro, plano estricto, que ya no son más que fuerzas cósmicas capaces de fundirse, de transformarse, de enfrentarse, de alternar, mundo anterior al hombre, aun cuando esté producido por el hombre. Hay ahora que separar los planos, para relacionarlos más con sus intervalos que unos con otros y para crear afectos nuevos. Pero resulta, como hemos visto, que la pintura seguía el mismo movimiento. El marco o el borde del cuadro es en primer lugar el envoltorio exterior de una sucesión de marcos o de lienzos de pared que se juntan, operando contrapuntos de líneas y de colores, determinando compuestos de sensaciones. Pero el cuadro también se encuentra atravesado por una fuerza de desmarcaje que lo abre hacia un plano de composición o un campo de fuerzas infinito. Estos procedimientos pueden ser muy variados, incluso en el nivel del marco exterior: formas irregulares, lados que no se juntan, marcos pintados o punteados de Seurat, cuadrados sobre la punta de Mondrian, todo lo que confiere al cuadro el poder de salirse del lienzo. El gesto del pintor nunca permanece dentro del marco, se sale del marco y no se inicia con él.



Ver capitulos anteriores
- Functores y conceptos
- Prospectos y conceptos 1 - Prospectos y conceptos 2
- Precepto, afecto y concepto 1 


Libro: Gilles Deleuze - Felix Guattari 
(Qu'est-ce que la philosophie? - ¿Que es la filosofía?)
Ed: Anagrama

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