El joven sonreirá en el lienzo mientras éste dure. La sangre late debajo de la piel de este rostro de mujer, y el viento mueve una rama, un grupo de hombres se prepara para partir. En una novela o en una película, el joven dejará de sonreír, pero volverá a hacerlo siempre que nos traslademos a tal página o a tal momento. El arte conserva, y es lo único en el mundo que se conserva. Conserva y se conserva en sí (quid Iurisf), aunque de hecho no dure más que su soporte y sus materiales (quid facti), piedra, lienzo, color químico, etc. La joven conserva la pose que tenía hace cinco mil años, un ademán que ya no depende de lo que hizo. El aire conserva el movimiento, el soplo y la luz que tenía aquel día del año pasado, y ya no depende de quien lo inhalaba aquella mañana. El arte no conserva del mismo modo que la industria, que añade una sustancia para conseguir que la cosa dure. La cosa se ha vuelto desde el principio independiente de su «modelo», pero también lo es de los demás personajes eventuales, que son a su vez ellos mismos cosas-artistas, personajes de pintura que respiran esta atmósfera de pintura. Del mismo modo que también es independiente del espectador o del oyente actuales, que no hacen más que sentirla a posterioñ, si poseen la fuerza para ello. ¿Y el creador entonces? La cosa es independiente del creador, por la autoposición de lo creado que se conserva en sí. Lo que se conserva, la cosa o la obra de arte, es un bloque de sensaciones, es decir un compuesto de perceptos. y de afectos.
Los perceptos ya no son percepciones, son independientes de un estado de quienes los experimentan; los afectos ya no son sentimientos o afecciones, desbordan la fuerza de aquellos que pasan por ellos. Las sensaciones, perceptos y afectos son seres que valen por sí mismos y exceden cualquier vivencia. Están en la ausencia del hombre, cabe decir, porque el hombre, tal como ha sido cogido por la piedra, sobre el lienzo o a lo largo de palabras, es él mismo un compuesto de perceptos y de afectos. La obra de arte es un ser de sensación, y nada más: existe en sí.
Los acordes son afectos. Consonantes o disonantes, los acordes de tonos o de colores son los afectos de música o de pintura. Rameau destacaba la identidad del acorde y del afecto. El artista crea bloques de perceptos y de afectos, pero la única ley de la creación consiste en que el compuesto se sostenga por sí mismo. Que el artista consiga que se sostenga en pie por sí mismo es lo más difícil. Se requiere a veces una gran dosis de inverosimilitud geométrica, de imperfección física, de anomalía orgánica, desde la perspectiva de un modelo supuesto, desde la perspectiva de las percepciones y de las afecciones experimentadas, pero estos errores sublimes acceden a la necesidad del arte si son los medios internos de sostenerse en pie (o sentado, o tumbado). Hay una posibilidad pictórica que nada tiene que ver con la posibilidad física, y que confiere a las posturas más acrobáticas la fuerza de sostenerse en pie. Por el contrario, hay tantas obras que aspiran a ser arte que no se sostienen en pie ni un instante. Sostenerse en pie por sí mismo no es tener un arriba y un abajo, no es estar derecho (pues hasta las casas se tambalean y se inclinan), sino únicamente es el acto mediante el cual el compuesto de sensaciones creado se conserva en sí mismo. Un monumento, pero el monumento puede caber en unos pocos trazos o en cuatro líneas, como un poema de Emily Dickinson. Del esbozo de un viejo asno derrengado, «¡qué maravilla!, con dos trazos ya está hecho, pero asentados sobre bases inmutables», en los que la sensación refuerza más aún la evidencia de los muchos años de «trabajo persistente, tenaz y altanero». El modo menor en música constituye una prueba tanto más esencial cuanto que plantea al músico el desafío de arrancarlo de sus combinaciones efímeras para volverlo sólido y duradero, auto-conservante, incluso en posturas acrobáticas. El sonido ha de estar tan contenido en su extinción como en su producción y desarrollo. A través de su admiración por Pissarro, por Monet, lo que Cézanne reprochaba a los impresionistas era que la mezcla óptica de los colores no bastaba para hacer un compuesto suficientemente «sólido y duradero como el arte de los museos», como «la perpetuidad de la sangre» en Rubens. Es una manera de hablar, porque Cézanne no añade nada que pudiera conservar el impresionismo, busca otra solidez, otras bases y otros bloques.
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El problema de saber si las drogas ayudan al artista a crear estos seres de sensación, si forman parte de los medios interiores, si nos conducen realmente a las «puertas de la percepción», si nos entregan a los perceptos y los afectos, recibe una respuesta general en la medida en que los compuestos bajo efectos de las drogas resultan las más de las veces extraordinariamente frágiles y desmenuzables, incapaces de conservarse a sí mismos y se deshacen al mismo que tiempo que se hacen o se los contempla. También puede uno admirar los dibujos realizados por niños, o mejor dicho sentirse emocionado: pero muy pocas veces se sostienen, y sólo se asemejan a cuadros de Klee o de Miró cuando no se los contempla detenidamente. Las pinturas de dementes, por el contrario, suelen sostenerse, pero siempre y cuando estén atiborradas y no subsista ningún vacío en ellas. Sin embargo los bloques necesitan bolsas de aire y de vacío, pues hasta el vacío es sensación, cualquier sensación se compone con el vacío componiéndose consigo misma, todo se sostiene en la tierra y en el aire, y conserva el vacío, se conserva en el vacío conservándose a sí mismo. Un lienzo puede estar cubierto del todo, hasta tal punto que ni siquiera el aire pase ya, sólo será una obra de arte siempre y cuando conserve no obstante, como dice el pintor chino, suficientes vacíos para que puedan retozar en ellos unos caballos (aunque sólo fuera por la variedad de planos).
Se pinta, se esculpe, se compone, se escribe con sensaciones. Se pintan se esculpen, se componen, se escriben sensaciones. Las sensaciones como perceptos no son percepciones que remitirían a un objeto (referencia): si a algo se parecen, es por un parecido producido por sus propios medios, y la sonrisa en el lienzo está hecha únicamente con colores, trazos, sombra y luz, Pues si la similitud puede convertirse en una obsesión para la obra de arte, es porque la sensación sólo se refiere a su material: es el percepto o el afecto del propio material, la sonrisa de óleo, el ademán de terracota, el impulso de metal, lo achaparrado de la piedra románica y lo elevado de la piedra gótica. El material es tan diverso en cada caso (el soporte del lienzo, el agente del pincel o de la brocha, el color en el tubo) que resulta difícil decir dónde empieza y dónde acaba la sensación de hecho; la preparación del lienzo, la huella del pelo del pincel forman evidentemente parte de la sensación, y otras muchas cosas más acá. Cómo iba a poder conservarse la sensación sin un material capaz de durar, y, por muy corto que sea el tiempo, este tiempo es considerado como una duración; veremos cómo el plano del material sube irresistiblemente e invade el plano de composición de las propias sensaciones, hasta formar parte de él o ser indiscernible. Se dice en este sentido que el pintor es pintor, y sólo un pintor, «con el color aprehendido como tal como cuando se lo extrae del tubo, con la huella de todos y cada uno de los pelos del pincel», con ese azul que no es un azul de agua sino «un azul de pintura líquida». Y sin embargo la sensación no es lo mismo que el material, por lo menos por derecho. Lo que por derecho se conserva no es el material, que sólo constituye la condición de hecho, sino, mientras se cumpla esta condición (mientras el lienzo, el color o la piedra no se deshagan en polvo), lo que se conserva en sí es el percepto o el afecto. Aun cuando el material sólo durara unos segundos, daría a la sensación el poder de existir y de conservarse en sí en la eternidad que coexiste con esta breve duración. Mientras el material dure, la sensación goza de una eternidad durante esos mismos instantes. La sensación no se realiza en el material sin que el material se traslade por completo a la sensación, al percepto o al afecto. Toda la materia se vuelve expresiva. Es el afecto lo que es metálico, cristalino, pétreo, etc., y la sensación no está coloreada, es coloreante, como dice Cézanne. Por este motivo quien sólo es pintor también es algo más que pintor, porque «hace que surja ante nosotros, sobresaliendo del lienzo fijo», no la similitud, sino la sensación pura «de la flor torturada, del paisaje lacerado por el sable, arado y prensado», devolviendo «el agua de la pintura a la naturaleza». Sólo se cambia de un material a otro, como del violín al piano, del pincel a la brocha, del óleo al pastel en tanto en cuanto lo exija el compuesto de sensaciones. Y por muy grande que sea el interés del artista por la ciencia, jamás un compuesto de sensaciones se confundirá con las «mezclas» del material que la ciencia determina en los estados de cosas, como eminentemente pone de manifiesto la «mezcla óptica» de los impresionistas.
La finalidad del arte, con los medios del material, consiste en arrancar el percepto de las percepciones de objeto y de los estados de un sujeto percibiente, en arrancar el afecto de las afecciones como paso de un estado a otro. Extraer un bloque de sensaciones, un mero ser de sensación. Para ello hace falta un método, que varía con cada autor y que forma parte de la obra: basta con comparar a Proust y a Pessoa, en quien la búsqueda de la sensación como ser inventa procedimientos diferentes. Los escritores no se encuentran al respecto en una situación diferente de los pintores, de los músicos, de los arquitectos. El material particular de los escritores son las palabras, y la sintaxis, la sintaxis creada que sube irresistiblemente en su obra y pasa a la sensación. Para salir de las percepciones vividas no basta evidentemente con la memoria, que sólo invoca percepciones antiguas, ni con una memoria involuntaria que añade la reminiscencia como factor conservante del presente. La memoria interviene muy poco en el arte (incluso y sobre todo en Proust). Bien es verdad que toda obra de arte es un monumento, pero el monumento no es en este caso lo que conmemora un pasado, sino un bloque de sensaciones presentes que sólo a ellas mismas deben su propia conservación, y otorgan al acontecimiento el compuesto que lo conmemora. El acto del monumento no es la memoria, sino la fabulación. No se escribe con recuerdos de la infancia, sino por bloques de infancia que son devenires-niño del presente. La música está llena de ellos. No hace falta memoria, sino un material complejo que no se encuentra en la memoria, sino en las palabras, en los sonidos: «Memoria, te odio.» Sólo se alcanza el percepto o el afecto como seres autónomos y suficientes que ya nada deben a quienes los experimentan o los han experimentado: Combray tal como jamás fue vivido, como jamás es ni será, Combray como catedral o monumento.
Y aun cuando los métodos son muy diferentes, no sólo según las artes sino según cada autor, se puede no obstante caracterizar grandes tipos monumentales, o «variedades» de compuestos de sensación: la vibración que caracteriza la sensación simple (aunque ya es duradera o compuesta, porque sube o baja, implica una diferencia de nivel constitutiva, sigue una cuerda invisible más nerviosa que cerebral); el abrazo o el cuerpo a cuerpo (cuando dos sensaciones resuenan una dentro de la otra entrelazándose tan estrechamente en un cuerpo a cuerpo que tan sólo es ya de «energías»); el retraimiento, la división, la distensión (cuando por el contrario dos sensaciones se alejan, se aflojan, pero para estar tan sólo ya unidas por la luz, el aire o el vacío que penetran entre ellas o dentro de ellas como una cuña, a la vez tan densa y tan ligera que se va extendiendo en todos los sentidos a medida que la distancia crece, y forma un bloque que ya no necesita ningún sostén). Vibrar la sensación, acoplar la sensación, abrir o hendir, vaciar la sensación. La escultura presenta estos tipos casi en estado puro, con sus sensaciones de piedra, de mármol o de metal que vibran siguiendo el orden de los tiempos fuertes y de los tiempos débiles, de las protuberancias y de los huecos, sus poderosos cuerpo a cuerpo que los entrelazan, su disposición de los grandes vacíos de un grupo al otro y dentro de un mismo grupo en el que ya no se puede saber si es la luz, si es el aire lo que esculpe o lo que es esculpido.
La novela ha alcanzado a menudo el percepto: no la percepción de la landa, sino la landa como percepto en Hardy; los perceptos oceánicos de Melville; los perceptos urbanos o los del espejo en Virginia Woolf. El paisaje ve. En general, ¿qué gran escritor no ha sabido crear estos seres de sensación que conservan dentro de sí el momento de un día, el grado de calor de un momento (las colinas de Faulkner, la estepa de Tolstói o la de Chéjov)? El percepto es el paisaje de antes del hombre, en la ausencia del hombre. Pero, en todos estos casos, ¿por qué decirlo así, puesto que el paisaje no es independiente de las percepciones supuestas de los personajes, y, por mediación de ellos, de las percepciones y recuerdos del autor? ¿Y cómo podría existir la ciudad sin el hombre o antes de él, el espejo sin la anciana que se refleja en él aun cuando no se está mirando? Es el enigma (que se ha comentado a menudo) de Cézanne: «el hombre ausente, pero por completo en el paisaje». Los personajes sólo pueden existir, y el autor sólo los puede crear, porque no perciben sino que han entrado en el paisaje y forman ellos mismos parte del compuesto de sensaciones. Es Acab en efecto quien tiene las percepciones de la mar, pero sólo las tiene porque ha entrado en una relación con Moby Dick que le hace volverse ballena, y forma un compuesto de sensaciones que ya no tiene necesidad de nadie: Océano. Es Mrs. Dalloway quien percibe la ciudad, pero porque ha entrado en la ciudad, como «una hoja de cuchillo a través de todas las cosas» y se vuelve ella misma imperceptible. Los afectos son precisamente estos devenires no humanos del hombre como los perceptos (ciudad incluida) son los paisajes no humanos de la naturaleza. «Está pasando un minuto del mundo», no lo conservaremos sin «volvernos él mismo», dice Cézanne. No se está en el mundo, se deviene con el mundo, se deviene contemplándolo. Todo es visión, devenir. Se deviene universo. Devenires animal, vegetal, molecular, devenir cero. Kleist fue sin duda quien más escribió por afectos, empleándolos como piedras o armas, aprehendiéndolos en devenires de petrificación brusca o de aceleración infinita en el devenir-perra de Pentesilea y sus perceptos alucinados. Es cierto en todas las artes: ¿qué extraños devenires provoca la música a través de sus «paisajes melódicos» y sus «personajes rítmicos», como dice Messiaen, componiendo en un mismo ser de sensación lo molecular y lo cósmico, las estrellas, los átomos y los pájaros? ¿Qué terror obsesiona la mente de Van Gogh, prisionera de un devenir girasol? Cada vez hace falta el estilo -la sintaxis de un escritor, los modos y ritmos de un músico, los trazos y los colores de un pintor— para elevarse de las percepciones vividas al percepto, de las afecciones vividas al afecto.
Insistimos sobre el arte de la novela porque es fuente de un malentendido: mucha gente cree que se puede hacer una novela con las percepciones y afecciones propias, recuerdos o archivos, viajes y obsesiones, hijos y padres, personajes interesantes que ha podido conocer y sobre todo el personaje interesante que forzosamente ella misma es (¿quién no lo es?), y por último las opiniones propias para que todo fragüe. Se suele invocar, llegado el caso, a grandes autores que no habrían hecho más que contar sus vidas, Thomas Wolfe o Miller. Por lo general se obtienen obras compuestas de elementos diversos en las que los personajes se agitan mucho, pero a la búsqueda de un padre que tan sólo está dentro de uno mismo: la novela del periodista. Cuando una labor realmente artística brilla por su ausencia, no se nos suele ahorrar nada. No es necesario transformar mucho la crueldad de lo que se ha podido contemplar, ni el desespero por el que se ha pasado, para plasmar una vez más la opinión que generalmente se desprende acerca de las dificultades para comunicar. Rossellini vio en ello una razón para renunciar al arte: el arte se había dejado invadir en exceso por el infantilismo y la crueldad, ambas cosas a la vez, cruel y quejumbroso, lastimero y satisfecho, de tal modo que más valía renunciar. Lo más interesante es que Rossellini veía la misma invasión en la pintura. Pero en primer lugar la literatura es la que siempre ha mantenido este equívoco con la vivencia. Puede suceder incluso que se tenga un gran sentido de la observación y mucha imaginación: ¿es posible escribir con percepciones, afecciones y opiniones? Hasta en las novelas menos autobiográficas vemos cómo se enfrentan, se cruzan las opiniones de una multitud de personajes, siendo cada opinión función de las percepciones y afecciones de cada cual, de acuerdo con su posición social y sus aventuras individuales, tomando el conjunto dentro de una amplia corriente que sería la opinión del autor, pero dividiéndose ésta para rebotar sobre los personajes, y ocultándose para que el lector pueda formarse la suya propia: así incluso empieza la gran teoría de la novela de Bajtin (menos mal que no se queda en eso, que es lo que precisamente constituye la base «paródica» de la novela...).
La fabulación creadora nada tiene que ver con un recuerdo incluso amplificado, ni con una obsesión. De hecho, el artista, el novelista incluido, desborda los estados perceptivos y las fases afectivas de la vivencia. Es un vidente, alguien que deviene. ¿Cómo podría contar lo que le ha sucedido, o lo que imagina, puesto que es una sombra? Ha visto en la vida algo demasiado grande, demasiado intolerable también, y los estrechos abrazos de la vida con lo que la amenaza, de tal modo que el rincón de naturaleza que percibe, o los barrios de la ciudad, y sus personajes, acceden a una visión que compone a través de ellos los perceptos de esta vida, de este momento, haciendo estallar las percepciones vividas en una especie de cubismo, de simultaneísmo, de luz cruda o crepuscular, de púrpura o de azul, que no tienen ya más objeto y sujeto que ellos mismos. «Llamamos estilos», decía Giacometti, «a esas visiones detenidas en el tiempo y en el espacio.» De lo que siempre se trata es de liberar la vida allí donde está cautiva, o de intentarlo en un incierto combate. La muerte del puercoespín en Lawrence, la muerte del topo en Kafka, constituyen actos de novelista casi insoportables; y a veces requieren tumbarse por el suelo, como también lo hace el pintor para alcanzar el «motivo», es decir el percepto. Los perceptos pueden ser telescópicos o microscópicos, otorgan a los personajes y a los paisajes dimensiones de gigantes, como si estuvieran henchidos de una vida que ninguna percepción vivida puede alcanzar. Grandeza de Balzac. Poco importa que estos personajes sean mediocres o no: se tornan gigantes, como Bouvard y Pécuchet, Bloom y Molly, Mercier y Camier, sin dejar de ser lo que son. A fuerza de mediocridad, a fuerza incluso de estulticia o de infamia, pueden volverse no ya simples (nunca lo son) sino gigantescos. Incluso los enanos o los tullidos: toda fabulación es fabricación de gigantes. Mediocres o grandiosos, están demasiado vivos para ser vivibles o vividos. Thomas Wolfe extrae de su padre a un gigante, y Miller, de la ciudad, un planeta negro. Wolfe puede describir a los hombres del viejo Catawha a través de sus opiniones estúpidas y de su manía de discutir; lo que hace es erigir el monumento secreto de su soledad, de su desierto, de su tierra eterna y de sus vidas olvidadas, desapercibidas. Como Faulkner, que puede exclamar: ¡Oh, hombres de Yoknapatawpha...! Se dice que el novelista monumental «se inspira» a su vez de lo vivido, y es cierto; M. de Charlus se parece mucho a Montesquiou, pero entre Montesquiou y M. de Charlus, echadas las cuentas, existe más o menos la misma relación que entre el perro-animal que ladra y el Perro constelación celeste.
¿Cómo hacer para que un momento del mundo se vuelva duradero o que exista por sí mismo? Virginia Woolf da una respuesta que tanto vale para la pintura o la música como para la escritura: «Saturar cada átomo», «Eliminar todo lo que es" escoria, muerte y superfluidad», todo lo que se adhiere a nuestras percepciones corrientesjjñvidas, todo lo que constituye el alimento del novelista mediocre, no conservar más que la saturación que nos da un percepto, «Incluir en el momento el absurdo, los hechos, lo sórdido, pero tratados en transparencia», «Meterlo todo y no obstante saturar». Por haber alcanzado el percepto como «el manantial sagrado», por haber visto la Vida en lo vivo o lo Vivo en lo vivido, el novelista o el pintor regresan con los ojos enrojecidos y sin aliento. Son atletas: no unos atletas que hubieran moldeado sus cuerpos y cultivado la vivencia, aunque muchos escritores no hayan resistido la tentación de ver en los deportes un medio de incrementar el arte y la vida, sino más bien unos atletas insólitos del tipo «campeón de ayunos» o «gran Nadador» que no sabía nadar. Un Atletismo que no es orgánico o muscular, sino «un atletismo afectivo», que sería el doble inorgánico del otro, un atletismo del devenir que revela únicamente unas fuerzas que no son las suyas, «espectro plástico». Los artistas son como los filósofos en este aspecto. Tienen a menudo una salud precaria y demasiado frágil, pero no por culpa de sus enfermedades ni de sus neurosis, sino porque han visto en la vida algo demasiado grande para cualquiera, demasiado grande para ellos, y que los ha marcado discretamente con el sello de la muerte. Pero este algo también es la fuente o el soplo que los hace vivir a través de las enfermedades de la vivencia (lo que Nietzsche llama salud). «Algún día tal vez se sabrá que no había arte, sino sólo medicina...».
No supera menos el afecto las afecciones de lo que el percepto supera las percepciones. El afecto no es el paso de un estado vivido a otro, sino el devenir no humano del hombre. Acab no imita a Moby Dick, y Pentesilea no «hace» la perra: no es una imitación, una simpatía vivida ni tan sólo una identificación imaginaria. No es una similitud, aunque haya similitud. Pero precisamente no es más que una similitud plasmada. Es más bien una contigüidad extrema, en un abrazo de dos sensaciones sin similitud, o por el contrario en el alejamiento de una luz que las aprehende a las dos en un mismo reflejo. André Dhótel supo poner a sus personajes en extraños devenires-vegetales, devenir árbol o devenir áster: no es que, dice, uno se transforme en el otro, sino que algo pasa de uno a otro. Este algo sólo puede ser precisado como sensación. Es una zona de indeterminación, de indiscernibilidad, como si cosas, animales y personas (Acab y Moby Dick, Pentesilea y la perra) hubieran alcanzado en cada caso ese punto en el infinito que antecede inmediatamente a su diferenciación natural. Es lo que se llama un afecto. En Pierre ou les ambigüités, Pierre alcanza la zona en la que ya no se puede distinguir de su medio hermana Isabelle, y se vuelve mujer. Únicamente la vida crea zonas semejantes en las que se arremolinan los vivos, y únicamente el arte puede alcanzarlas y penetrar en ellas en su empresa de cocreación. Y es que resulta que el propio arte vive de estas zonas de indeterminación, en cuanto el material entra en la sensación, como en una escultura de Rodin. Son bloques. La pintura necesita algo más que la destreza del dibujante que marcaría la similitud de formas humana y animal, y nos haría asistir a su transformación: se requiere por el contrario la potencia de un fondo capaz de disolver las formas, y de imponer la existencia de una zona de estas características en la que ya no se sabe quién es animal y quién es humano, porque algo se yergue como el triunfo o el monumento de su indistinción; como en Goya, o incluso en Daumier, en Redon. Hace falta que el artista cree los procedimientos y los materiales sintácticos o plásticos necesarios para tamaña empresa, que recrea por doquier las marismas primitivas de la vida (la utilización del aguafuerte y del aguatinta en Goya). El afecto, por supuesto, no lleva a cabo un regreso a los orígenes como si volviéramos a encontrar, en términos de semejanza, la persistencia de un hombre bestial o primitivo por debajo del civilizado. En los ambientes templados de nuestra civilización es donde actualmente actúan y prosperan las zonas ecuatoriales o glaciares que escapan a la diferenciación de los géneros, de los sexos, de los órdenes y de los reinos. Sólo se trata de nosotros, aquí y ahora; pero lo que en nosotros es animal, vegetal, mineral o humano, ya no se distingue, aunque nosotros salgamos particularmente beneficiados en distinción. El máximo de determinación escapa como un rayo de este bloque de vecindad.
Precisamente porque las opiniones son funciones de la vivencia, pretenden tener un cierto conocimiento de las afecciones.
Las opiniones son óptimas para las pasiones del hombre y su eternidad. Pero, como subrayaba Bergson, tenemos la impresión de que la opinión desconoce los estados afectivos, y de que agrupa o separa los que no deberían agruparse o separarse. Ni siquiera basta, como hace el psicoanálisis, con dar objetos prohibidos a las afecciones inventariadas, ni con sustituir las zonas de indeterminación por meras ambivalencias. Un gran novelista es ante todo un artista que inventa afectos desconocidos o mal conocidos, y los saca a la luz como el devenir de sus personajes: los estados crepusculares de los caballeros en las novelas de Chrétien de Troyes (en relación con un concepto eventual de caballería), los estados de «reposo» casi catatónicos que se confunden con el deber según Madame de Lafayette (en relación con un concepto de quietismo)..., hasta los estados de Beckett, como afectos tanto más grandiosos cuanto que son pobres en afecciones. Cuando Zola sugiere a sus lectores: «Cuidado, lo que mis personajes experimentan no son remordimientos», no tenemos que ver en ello la expresión de una tesis fisiologista, sino la asignación de nuevos afectos que emergen con la creación de personajes en el naturalismo, el Mediocre, el Perverso, la Bestia (y lo que Zola llama instinto no se separa de un devenir-animal). Cuando Emily Bronté esboza el lazo que une a Heathcliff y a Catherine, inventa un afecto violento que sobre todo no debe ser confundido con el amor, como una fraternidad entre dos lobos. Cuando Proust parece describir con tanta minuciosidad los celos, inventa un afecto porque invierte sin cesar el orden que la opinión supone en las afecciones, según el cual los celos serían una consecuencia desdichada del amor: para él, por el contrario, son finalidad, destino, y, si hay que amar, es para poder estar celoso, siendo los celos el sentido de los signos, el afecto como semiología. Cuando Claude Simón describe el prodigioso amor pasivo de la mujer-tierra esculpe un afecto de arcilla, puede decir: «Es mi madre», y le creemos ya que lo dice, pero una madre a la que ha hecho pasar dentro de la sensación, y a la que erige un monumento tan original que ya no es con su hijo real con quien tiene una relación asignable, sino más lejos, con un personaje de creación, con el Eula de Faulkner. De este modo, de un escritor a otro, los grandes afectos creadores pueden concatenarse o derivar en compuestos de sensaciones que se transforman, vibran, se abrazan o se resquebrajan: son estos seres de sensación quienes ponen de manifiesto la relación del artista con un público, la relación de las obras de un mismo artista o incluso una eventual afinidad de artistas entre sí. El artista siempre añade variedades nuevas al mundo. Los seres de sensación son variedades, como los seres de concepto son variedades, v los seres de función, variables.
Ver capitulos anteriores:
- Functores y conceptos
- Prospectos y conceptos 1 - Prospectos y conceptos 2
Libro: Gilles Deleuze - Felix Guattari
(Qu'est-ce que la philosophie? - ¿Que es la filosofía?)
Ed: Anagrama
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