No hay concepto simple. Todo concepto tiene componentes, y se define por ellos. Tiene por lo tanto una cifra. Se trata de una multiplicidad, aunque no todas las multiplicidades sean conceptuales. No existen conceptos de un componente único: incluso el primer concepto, aquel con el que una filosofía «se inicia», tiene varios componentes, ya que no resulta evidente que la filosofía haya de tener un inicio, y que, en el caso de que lo determine, haya de añadirle un punto de vista o una razón. Descartes, Hegel y Feuerbach no sólo no empiezan por el mismo concepto, sino que ni tan sólo tienen el mismo concepto de inicio. Todo concepto es por lo menos doble, triple, etc. Tampoco existe concepto alguno que tenga todos los componentes, puesto que sería entonces pura y sencillamente un caos: hasta los pretendidos universales como conceptos últimos tienen que salir del caos circunscribiendo un universo que los explique (contemplación, reflexión, comunicación...). Todo concepto tiene un perímetro irregular, definido por la cifra de sus componentes. Por este motivo, desde Platón a Bergson, se repite la idea de que el concepto es una cuestión de articulación, de repartición, de intersección. Forma un todo, porque totaliza sus componentes, pero un todo fragmentario. Sólo cumpliendo esta condición puede salir del caos mental, que le acecha incesantemente, y se pega a él para reabsorberlo.
¿En qué condiciones un concepto es primero, no de modo absoluto sino con relación a otro? Por ejemplo, ¿es acaso Otro necesariamente segundo respecto a un yo? Si lo es, medida en que su concepto es el de otro —sujeto que se presenta como objeto— especial con relación al yo: éstos son sus dos componentes. Efectivamente, si lo identificamos con un objeto especial, el Otro ya no es más que el otro sujeto tal como se me presenta a mí; y si lo identificamos con otro sujeto, yo soy el Otro tal como me presento a él. Todo concepto remite a un problema, a unos problemas sin los cuales carecería de sentido, y que a su vez sólo, pueden ser despejados o comprendidos a medida que se vayan solucionando: nos encontramos aquí metidos en un problema que se refiere a la pluralidad de sujetos, a su relación, a su presentación recíproca. Pero todo cambia, evidentemente, cuando creemos descubrir otro problema: ¿en qué consiste la posición del Otro, que el otro sujeto sólo «ocupa» cuando se me presenta como objeto especial, y que ocupo yo a mi vez como objeto especial cuando me presento a él? En esta perspectiva, el Otro no es nadie, ni sujeto ni objeto. Hay varios sujetos porque existe el Otro, y no a la inversa. Por lo tanto el Otro reclama un concepto a priori del cual deben resultar el objeto especial, el otro sujeto y el yo, y no a la inversa. El orden ha cambiado, tanto como la naturaleza de los conceptos, tanto como los problemas a los que supuestamente tenían que dar respuesta. Dejamos a un lado la cuestión de saber qué diferencia hay entre un problema en ciencia y en filosofía. Pero incluso en filosofía sólo se crean conceptos en función de los problemas que se consideran mal vistos o mal planteados (pedagogía del concepto).
Procedamos sucintamente: consideremos un ámbito de experimentación tomado como mundo real ya no con respecto a un yo, sino a un sencillo «hay»... Hay, en un momento dado, un mundo tranquilo y sosegado. Aparece de repente un rostro asustado que contempla algo fuera del ámbito delimitado. El Otro no se presenta aquí como sujeto ni como objeto, sino, cosa sensiblemente distinta, como un mundcLposible, como la posibilidad de un mundo aterrador. Ese mundo posible no es real, o no lo es aún, pero no por ello deja de existir: es algo expresado que sólo existe en su expresión, el rostro o un equivalente del rostro. El Otro es para empezar esta existencia de un mundo posible. Y esté mundo posible también tiene una realidad propia en sí mismo, en tanto que posible: basta con que el que se expresa hable y diga «tengo miedo» para otorgar una realidad a lo posible como tal (aun cuando sus palabras fueran mentira). El «yo» como indicación lingüística no tiene otro sentido. Ni siquiera resulta imprescindible: China es un mundo posible, pero adquiere realidad a partir del momento en que se habla chino o que se habla de China en un campo de experiencia dado. Cosa muy diferente del caso en el que China se realiza convirtiéndose en propio campo de experiencia. Así pues, tenemos un concepto del Otro que tan sólo presupone como condición la determinación de unmundo sensible. El Otro surge bajo esta condición como la expresión de un posible. El Otro es un mundo posible, tal como existe en un rostro que lo expresa, y se efectúa en un lenguaje que le confiere una realidad. En este sentido, constituye un concepto de tres componentes inseparables: mundo posible, rostro existente, lenguaje real o palabra.
Evidentemente, todo concepto tiene su historia. Este concepto del Otro remite a Leibniz, a los mundos posibles de Leibniz y a la mónada como expresión del mundo; pero no se trata del mismo problema, porque los posibles de Leibniz no existen en el mundo real. Remite también a la lógica modal de las proposiciones, pero éstas no confieren a los mundos posibles la realidad que corresponde a sus condiciones de verdad (incluso cuando Wittgenstein contempla proposiciones de terror o de dolor no ve en ellas modalidades expresables en una posición del Otro, porque deja que el Otro oscile entre otro sujeto y un objeto especial). Los mundos posibles poseen una historia muy larga.1 Resumiendo, decimos de todo concepto que siempre tiene una historia, aunque esta historia zigzaguee, o incluso llegue a discurrir por otros problemas o por planos diversos. En un concepto hay, las más de las veces, trozos o componentes procedentes de otros conceptos, que respondían a otros problemas y suponían otros planos. No puede ser de otro modo ya que cada concepto lleva a cabo una nueva repartición, adquiere un perímetro nuevo, tiene que ser reactivado o recortado.
Pero por otra parte un concepto tiene un devenir que atañe en este caso a unos conceptos que se sitúan en el mismo plano. Aquí, los conceptos se concatenan unos a otros, se solapan mutuamente, coordinan sus perímetros, componen sus problemas respectivos, pertenecen a la misma filosofía, incluso cuando tienen historias diferentes. En efecto, todo concepto, puesto que tiene un número finito de componentes, se bifurcará sobre otros conceptos, compuestos de modo diferente, pero que constituyen otras regiones del mismo plano, que responden a problemas que se pueden relacionar, que son partícipes de una co-creación. Un concepto no sólo exige un problema bajo el cual modifica o sustituye conceptos anteriores, sino una encrucijada de problemas donde se junta con otros conceptos coexistentes. En el caso del concepto del Otro como expresión de un mundo posible en un ámbito de percepción, nos vemos impulsados a considerar de un modo nuevo los componentes de este ámbito en sí mismo: el Otro, no siendo ya un sujeto del ámbito ni un objeto en el ámbito, va a constituir la condición bajo la cual se redistribuyen no sólo el objeto y el sujeto, sino la figura y el telón de fondo, los márgenes y el centro, el móvil y la referencia, lo transitivo y lo sustancial, la longitud y la profundidad... El Otro siempre es percibido como otro, pero en su concepto representa la condición de toda percepción, tanto para los demás como para nosotros. Es la condición bajo la cual se pasa de un mundo a otro. El Otro hace que pase el mundo, y el «yo» ya tan sólo designa un mundo pretérito («estaba tranquilo...»). Por ejemplo, el Otro es suficiente para transformar toda longitud en una profundidad posible en el espacio, e inversamente, hasta tal punto que, si este concepto no funcionara dentro del campo perceptivo, las transiciones y las inversiones se volverían incomprensibles y chocaríamos continuamente contra las cosas, puesto que lo posible habría desaparecido. O por lo menos, filosóficamente, habría que encontrar otra razón para que no anduviéramos dándonos golpes... De este modo, en un plano determinable, vamos pasando de un concepto a otro a través de una especie de puente: la creación de un concepto del Otro con unos componentes semejantes acarreará la creación de un concepto nuevo de espacio perceptivo, con otros componentes por determinar (no darse golpes, o no darse demasiados golpes, formará parte de estos componentes).
Hemos partido de un ejemplo bastante complejo. ¿Cómo proceder de otro modo, puesto que no existen conceptos simples? El lector puede partir de cualquier ejemplo que sea de su agrado. Estamos convencidos de que extraerá la mismas consecuencias respecto a la naturaleza del concepto o al concepto de concepto. Para empezar, cada concepto remite a otros conceptos, no sólo en su historia, sino en su devenir o en sus conexiones actuales. Cada concepto tiene unos componentes que pueden a su vez ser tomados como conceptos (así el otro incluye el rostro entre sus componentes, pero el Rostro en sí mismo será considerado un concepto que posee en sí mismo unos componentes). Así pues, los conceptos se extienden hasta el infinito y, como están creados, nunca se crean a partir de la nada. En segundo lugar, lo propio del concepto consiste en volver los componentes inseparables dentro de él: distintos, heterogéneos y no obstante no separables, tal es el estatuto de los componentes, o lo que define la consistencia del concepto, su endoconsistencia. Y es que resulta que cada componente distinto presenta un solapamiento parcial, una zona de proximidad o un umbral de indiscernibilidad con otro componente: por ejemplo, en el concepto del Otro, el mundo posible no existe al margen del rostro que lo expresa, aun cuando se diferencia de él como lo expresado y la expresión; y el rostro a su vez es la proximidad de las palabras de las que ya constituye el portavoz. Los componentes siguen siendo distintos, pero algo pasa de uno a otro, algo indecidible entre ambos: hay un ámbito ab que pertenece tanto a a como a b, en el que a y b se vuelven indiscernibles. Estas zonas, umbrales o devenires, esta indisolubilidad, son las que definen la consistencia interna del concepto. Pero éste posee también una exoconsistencia, con otros conceptos, cuando su creación respectiva implica la construcción de un puente sobre el mismo plano. Las zonas y los puentes son las junturas del concepto.
En tercer lugar, cada concepto será por lo tanto considerado el punto de coincidencia, de condensación o de acumulación de sus propios componentes. El punto conceptual recorre incesante mente sus componentes, subiendo y bajando dentro de ellos. Cada componente en este sentido es un rasgo intensivo, una ordenada intensiva que no debe ser percibida como general ni como particular, sino como una mera singularidad —«un» mundo posible, «un» rostro, «unas» palabras— que se particulariza o se generaliza según se le otorguen unos valores variables o se le asigne una función constante. Pero, a la inversa de lo que sucede con la ciencia, no hay constante ni variable en el concepto, y no se diferenciarán especies variables para un género constante como tampoco una especie constante para unos individuos variables. Las relaciones en el concepto no son de comprensión ni de extensión, sino sólo de ordenación, y los componentes del concepto no son constantes ni variables, sino meras variaciones ordenadas en función de su proximidad. Son procesuales, modulares. El concepto de un pájaro no reside en su género o en su especie, sino en la composición de sus poses, de su colorido y de sus trinos: algo indiscernible, más sineidesia que sinestesia. Un concepto es una heterogénesis, es decir una ordenación de sus componentes por zonas de proximidad. Es un ordinal, una intensión común a todos los rasgos que lo componen. Como los recorre incesantemente siguiendo un orden sin distancia, el concepto está en estado de sobrevuelo respecto de sus componentes. Está inmediatamente copresente sin distancia alguna en todos sus componentes o variaciones, pasa y vuelve a pasar por ellos: es una cantinela, un opus que tiene su cifra.
El concepto es incorpóreo, aunque se encarne o se efectúe en los cuerpos. Pero precisamente no se confunde con el estado de cosas en que se efectúa. Carece de coordenadas espaciotemporales, sólo tiene ordenadas intensivas. Carece de energía, sólo tiene intensidades, es anergético (la energía no es la intensidad, sino el modo en el que ésta se despliega y se anula en un estado de cosas extensivo). El concepto expresa el acontecimiento, no la esencia o la cosa. Es un Acontecimiento puro, una hecceidad, una entidad: el acontecimiento de Otro, o el acontecimiento del rostro (cuando a su vez se toma el rostro como concepto). O el pájaro como acontecimiento. El concepto se define por la inseparabilidad de un número finito de componentes heterogéneos recorridos por un punto en sobrevuelo absoluto, a velocidad infinita. Los conceptos son «superficies o volúmenes absolutos», unas formas que no tienen más objeto que la inseparabilidad de variaciones distintas. 1 El «sobrevuelo» es el estado del concepto o su infinidad propia, aunque los infinitos sean más o menos grandes según la cifra de sus componentes, de los umbrales y de los puentes. El concepto es efectivamente, en este sentido, un acto de pensamiento, puesto que el pensamiento opera a velocidad infinita (no obstante más o menos grande).
Asi pues, el concepto es absoluto y relativo a la vez: relativo respecto de sus propios componentes, de los demás conceptos, del plano sobre el que se delimita, de los problemas que supuestamente debe resolver, pero absoluto por la condensación que lleva a cabo, por el lugar que ocupa sobre el plano, por las condiciones que asigna al problema. Es absoluto como totalidad, pero relativo en tanto que fragmentario. Es infinito por su sobrevuelo o su velocidad, pero finito por su movimiento que delimita el perímetro de los componentes. Un filósofo reajusta sus conceptos, incluso cambia de conceptos incesantemente; basta a veces con un punto de detalle que crece, y que produce una nueva condensación, que añade o resta componentes. El filósofo presenta a veces una amnesia que casi le convierte en un enfermo: Nietzsche, dice Jaspers, «corregía él mismo sus ideas para constituir otras nuevas sin reconocerlo explícitamente; en sus estados de alteración, olvidaba las conclusiones a las que había llegado anteriormente». O Leibniz: «Creía estar entrando a puerto, pero... fui rechazado a alta mar.» 2 Lo que no obstante permanece absoluto es el modo en el que el concepto creado se plantea en sí mismo y con los demás. La relatividad y la absolutidad del concepto son como su pedagogía y su ontología, su creación y su autoposición, su idealidad y su realidad. Real sin ser actual, ideal sin ser abstracto... El concepto se define por su consistencia, endoconsistencia y exoconsistencia, pero carece de referencia: es autorreferencial, se plantea a sí mismo y plantea su objeto al mismo tiempo que es creado. El constructivismo une lo relativo y lo absoluto.
Por último, el concepto no es discursivo, y la filosofía no es una formación discursiva, porque no enlaza proposiciones. A la confusión del concepto y de la proposición se debe la tendencia a creer en la existencia de conceptos científicos y a considerar la proposición como una auténtica «intensión» (lo que la frase expresa): entonces, las más de las veces el concepto filosófico sólo se muestra como una proposición carente de sentido. Esta confusión reina en la lógica, y explica la idea pueril que se forma de la filosofía. Se valoran los conceptos según una gramática «filosófica» que ocupa su lugar con proposiciones extraídas de las frases en las que éstos aparecen: constantemente nos encierran en unas alternativas entre proposiciones, sin percatarse de que el concepto ya se ha escurrido en la parte excluida. El concepto no constituye en modo alguno una proposición, no es proposicional, y la proposición nunca es una intensión. Las proposiciones se definen por su referencia, y la referencia nada tiene que ver con el Acontecimiento, sino con una relación con el estado de cosas o de cuerpos, así como con las condiciones de esta relación. Lejos de constituir una intensión, estas condiciones son todas ellas extensionales: implican unas operaciones de colocación en abscisa o de linearización sucesivas que introducen las ordenadas intensivas en unas coordenadas espaciotemporales y energéticas, de establecimiento de correspondencias de conjuntos delimitados de este modo. Estas sucesiones y estas correspondencias definen la discursividad en sistemas extensivos; y la independencia de las variables en las proposiciones se opone a la indisolubilidad de las variaciones en el concepto. Los conceptos, que tan sólo poseen consistencia o unas ordenadas intensivas fuera de las coordenadas, entran libremente en unas relaciones de resonancia no discursiva, o bien porque los componentes de uno se convierten en conceptos que tienen otros componentes siempre heterogéneos, o bien porque no presentan entre ellos ninguna diferencia de escala a ningún nivel. Los conceptos son centros de vibraciones, cada uno en sí mismo y los unos en relación con los otros. Por esta razón todo resuena, en vez de sucederse o corresponderse. No hay razón alguna para que los conceptos se sucedan. Los conceptos en tanto que totalidades fragmentarias no constituyen ni siquiera las piezas de un rompecabezas, puesto que sus perímetros irregulares no se corresponden. Forman efectivamente un pared, pero una pared de piedra en seco, y si se toma el conjunto, se hace mediante caminos divergentes. Incluso los puentes de un concepto a otro son también encrucijadas, o rodeos que no circunscriben ningún conjunto discursivo. Son puentes móviles. No resulta equivocado al respecto considerar que la filosofía está en estado de perpetua digresión o digresividad.
Resultan de ello importantes diferencias entre la enunciación filosófica de conceptos fragmentarios y la enunciación científica de proposiciones parciales. Bajo un primer aspecto, toda enunciación .es de posición; pero permanece externo a la proposición porque tiene por objeto un estado de cosas como referente, y por condiciones las referencias que constituyen unos valores de verdad (incluso cuando estas condiciones por su cuenta son internas al objeto). Por el contrario, la enunciación de posición es estrictamente inmanente al concepto, puesto que éste tiene por único objeto la indisolubilidad de los componentes por los que él mismo pasa una y otra vez, y que constituye su consistencia. En cuanto al otro aspecto, enunciación de creación o de rúbrica, resulta indudable que las proposiciones científicas y sus correlatos están rubricados o creados de igual forma que los conceptos filosóficos; así se habla del teorema de Pitágoras, de coordenadas cartesianas, de número hamiltoniano, de función de Lagrange, exactamente igual que de Idea platónica, o de cogito de Descartes, etc. Pero por mucho que los nombres propios que acompañan de este modo a la enunciación sean históricos, y figuren como tales, constituyen máscaras para otros devenires, tan sólo sirven de seudónimos para entidades singulares más secretas. En el caso de las proposiciones, se trata de observadores parciales extrínsecos, científicamente definibles con relación a tales o cuales ejes de referencia, mientras que, en cuanto a los conceptos, se trata de personajes conceptuales intrínsecos que ocupan tal o cual plano de consistencia. No sólo diremos que los nombres propios sirven para usos muy diferentes en las filosofías, en las ciencias o las artes: ocurre lo mismo con los elementos sintácticos, y particularmente con las preposiciones, las conjunciones, «ahora bien», es en la «luego»... La filosofía procede por frases, pero no siempre son proposiciones lo que se extrae de las frases en general. Sólo disponemos por el momento de una hipótesis muy amplia: de frases o de un equivalente, la filosofía saca conceptos (que no se confunden con ideas generales o abstractas), mientras que la ciencia saca prospectos (proposiciones que no se confunden con juicios), y el arte saca perceptos y afectos (que tampoco se confunden con percepciones o sentimientos). En cada caso, el lenguaje se ve sometido a penalidades y usos incomparables, que no definen la diferencia de las disciplinas sin constituir al mismo tiempo sus cruzamientos perpetuos.
Ejemplo I:
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1. Respecto al sobrevuelo, y a las superficies o volúmenes absolutos -como entes reales, cf. Raymond Ruyer, Néo-finalisme, P.U.F., caps. IX-XI.
2. Leibniz, Systime nouveau de la Nature, §12.
Libro: Gilles Deleuze - Felix Guattari
(Qu'est-ce que la philosophie? - ¿Que es la filosofía?)
Ed: Anagrama
2 comentarios:
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Te digo me matas con la filosofía :)
Partiendo que no existen verdades absolutas, supongo conceptos únicos tampoco!
Buen domingo!
Graciela: no te mates con la Filosofía :)
- La eterna discusión de la "verdad absoluta", es tan solo un mito.
- Ya se ha demostrado en los campos de la Ciencia, la Filosofía, etc; en los estudios e investigaciones, ...también en el "Arte".
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