sábado, 26 de junio de 2010

El plano de la inmanencia

Los conceptos filosóficos son todos fragmentarios que no ajustan unos con otros, puesto que sus bordes no coinciden. Son más producto de dados lanzados al azar que piezas de un rompecabezas. Y sin embargo resuenan, y la filosofía que los crea presenta siempre un Todo poderoso, no fragmentado, incluso cuando permanece abierta: Uno-Todo ilimitado, Omnitudo, que los incluye a todos en un único y mismo plano. Es una mesa, una planicie, una sección. Es un plano de consistencia o, más exactamente, el plano de inmanencia de los conceptos, el planómeno. Los conceptos y el plano son estrictamente correlativos, pero no por ello deben ser confundidos. El plano de inmanencia no es un concepto, ni el concepto de todos los conceptos. Si se los confundiera, nada impediría a los conceptos formar uno único, o convertirse en universales y perder su singularidad, pero también el plano perdería su apertura. La filosofía es un constructivismo, y el constructivismo tiene dos aspectos complementarios que difieren en sus características: crear conceptos y establecer un plano. Los conceptos son como las olas múltiples que suben y bajan, pero el plano de inmanencia es la ola única que los enrolla y desenrolla. El plano recubre los movimientos infinitos que los recorren y regresan, pero los conceptos son las velocidades infinitas de movimientos finitos que recorren cada vez únicamente sus propios componentes. Desde Epicuro a Spinoza (el prodigioso libro V...), de Spinoza a Michaux, el problema del pensamiento es la velocidad infinita, pero ésta necesita un medio que se mueva en sí mismo infinitamente, el plano, el vacío, el horizonte. Es necesaria la elasticidad del concepto, pero también la fluidez del medio.1 Ambas cosas son necesarias para componer «los seres lentos» que somos.
Los conceptos son el archipiélago o el esqueleto, más columna vertebral que cráneo, mientras que el plano es la respiración que envuelve estos isolats.2 Los conceptos son superficies o volúmenes absolutos, deformes y fragmentarios, mientras que el plano es lo absoluto ilimitado, informe, ni superficie ni volumen, pero siempre fractal. Los conceptos son disposiciones concretas como configuraciones de una máquina, pero el plano es la máquina abstracta cuyas disposiciones son las piezas. Los conceptos son acontecimientos, pero el plano es el horizonte de los acontecimientos, el depósito o la reserva de los acontecimientos puramente conceptuales: no el horizonte relativo que funciona como un límite, que cambia con un observador y que engloba estados de cosas observables, sino el horizonte absoluto, independiente de cualquier observador, y que traduce el acontecimiento como concepto independiente de un estado de cosas visible donde se llevaría a cabo.

 Los conceptos van pavimentando, ocupando o poblando el plano, palmo a palmo, mientras que el plano en sí mismo es el medio indivisible en el que los conceptos se reparten sin romper su integridad, su continuidad: ocupan sin contar (la cifra del concepto no es un número) o se distribuyen sin dividir. El plano es como un desierto que los conceptos pueblan sin compartimentarlo. Son los conceptos mismos las únicas regiones del plano, pero es el plano el único continente de los conceptos. El plano no tiene más regiones que las tribus que lo pueblan y que se desplazan en él. El plano es lo que garantiza el contacto de los conceptos, con unas conexiones siempre crecientes, y son los conceptos los que garantizan el asentamiento de población del plano sobre una curvatura siempre renovada, siempre variable.
El plano de inmanencia no es un concepto pensado ni pensable, sino la imagen del pensamiento, la imagen que se da a sí mismo de lo que significa pensar, hacer uso del pensamiento, orientarse en el pensamiento... No es un método, pues todo método tiene que ver eventualmente con los conceptos y supone una imagen semejante. Tampoco es un estado de conocimiento sobre el cerebro y su funcionamiento, puesto que en este caso el pensamiento no se refiere a la lente cerebro como al estado de cosas científicamente determinable en el que el pensamiento simplemente se efectúa, cualquiera que sea y su orientación. Tampoco es la opinión que uno suele formarse del pensamiento, de sus formas, de sus objetivos y sus medios en tal o cual momento. La imagen del pensamiento implica un reparto severo del hecho y del derecho: lo que pertenece al pensamiento como tal debe ser separado de los accidentes que remiten al cerebro, o a las opiniones históricas. «Quid jurish Por ejemplo, perder la memoria, o estar loco, ¿puede acaso pertenecer al pensamiento como tal, o se trata sólo de accidentes del cerebro que deben ser considerados meros hechos? ¿Y contemplar, reflexionar, comunicar, acaso no son opiniones que uno se forma sobre el pensamiento, en tal época y en tal civilización? La imagen del pensamiento sólo conserva lo que el pensamiento puede reivindicar por derecho. El pensamiento reivindica «sólo» el movimiento que puede ser llevado al infinito. Lo que el pensamiento reivindica en derecho, lo que selecciona, es el movimiento infinito o el movimiento del infinito. Él es quien constituye la imagen del pensamiento.
 
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El movimiento del infinito no remite a unas coordenadas espaciotemporales que definirían las posiciones sucesivas de un I móvil y las referencias fijas respecto a las cuales éstas varían. «Orientarse en el pensamiento» no implica referencia objetiva, ni móvil que se sienta como sujeto y que, en calidad de tal, desee el infinito o lo necesite. El movimiento lo ha acaparado todo, y ya no queda sitio alguno para un sujeto y un objeto que sólo pueden ser conceptos. Xo que está en movimiento es el propio horizonte: el horizonte relativo se aleja cuando el sujeto avanza, pero en el horizonte absoluto, en el plano de inmanencia, estamos ahora ya y siempre. Lo que define el movimiento infinito es un vaivén, porque no va hacia un destino sin volver ya sobre sí, puesto que la aguja es también el polo. Si «volverse hacia...» es el movimiento del pensamiento hacia lo verdadero, ¿cómo no iba lo verdadero a volverse también hacia el pensamiento? ¿Y cómo no iba él mismo a alejarse del pensamiento cuando éste se aleja de él? No se trata no obstante de una fusión, sino de una reversibilidad, de un intercambio inmediato, perpetuo, instantáneo, de un relámpago. El movimiento infinito es doble, y tan sólo hay una leve inclinación de uno a otro. En este sentido se dice que pensar y ser son una única y misma cosa. O, mejor dicho, el movimiento no es imagen del pensamiento sin ser también materia del ser. Cuando surge el pensamiento de Tales es como agua que retorna. Cuando el pensamiento de Heráclito se hace potemos, es el fuego que retorna sobre él. Hay la misma velocidad en ambas partes: «El átomo va tan deprisa como el pensamiento.»

El plano de inmanencia tiene dos facetas, como Pensamiento y como Naturaleza, como Physis y como Nom. Es por lo que siempre hay muchos movimientos infinitos entrelazados unos dentro de los otros, plegados unos dentro de los otros, en la medida en que el retorno de uno dispara otro instantáneamente, de tal modo que el plano de inmanencia no para de tejerse, gigantesca lanzadera. Volverse hacia no implica sólo volverse sino afrontar, dar media vuelta, volverse, extraviarse, desvanecerse.

Incluso lo negativo produce movimientos infinitos: caer en el error tanto como evitar lo falso, dejarse dominar por las pasiones tanto como superarlas. Varios movimientos del infinito están tan entremezclados que, lejos de romper el Uno-Todo del plano de inmanencia, constituyen su curvatura variable, sus concavidades y sus convexidades, su naturaleza fractal en cierto modo. Esta naturaleza fractal es lo que hace que el planómeno sea un infinito siempre distinto de cualquier superficie o volumen asignable como concepto. Cada movimiento recorre la totalidad del plano efectuando un retorno inmediato sobre sí mismo, plegándose, pero también plegando a otros o dejándose plegar, engendrando retroacciones, conexiones, proliferaciones, en la fractalización de esta infinidad infinitamente plegada una y otra vez (curvatura variable del plano). Pero, pese a ser cierto que el plano de inmanencia es siempre único, puesto que es en si mismo variación pura, tanto más tendremos que explicar por qué hay planos de inmanencia variados, diferenciados, que se suceden o rivalizan en la historia, precisamente según los movimientos infinitos conservados, seleccionados. El plano no es ciertamente el mismo en la época de los griegos, en el siglo XVII, en la actualidad (y aun estos términos son vagos y generales): no se trata de la misma imagen del pensamiento, ni de la misma materia del ser. El plano es por lo tanto objeto de una especificación infinita, que hace que tan sólo parezca ser el Uno-Todo en cada caso especificado por la selección del movimiento. Esta dificultad referida a la naturaleza última del plano de inmanencia sólo puede resolverse progresivamente.
Resulta esencial no confundir el plano de inmanencia y los conceptos que lo ocupan. Y sin embargo los mismos elementos pueden presentarse dos veces, en el plano y en el concepto, pero no será con las mismas características, aun cuando se expresen con los mismos verbos y con las mismas palabras: ya lo hemos visto para el ser, el pensamiento, el uno; entran en unos componentes de concepto y son ellos mismos conceptos, pero de un modo completamente distinto del que pertenece al plano como imagen o materia. Inversamente, lo verdadero sobre el plano sólo puede ser definido por un «volverse hacia...», o «hacia lo que se vuelve el pensamiento»; pero no disponemos así de ningún concepto de verdad. Si el error es en sí mismo un elemento de derecho que forma parte del plano, sólo consiste en tomar lo falso por verdadero (caer), pero únicamente recibe un concepto si se le determinan unos componentes (por ejemplo, según Descartes, los dos componentes de un entendimiento finito y de una y sus convexidades, en cierto modo. y sus convexidades, su naturaleza fractal en cierto modo. Esta naturaleza fractal es lo que hace que el planómeno sea un infinito siempre distinto de cualquier superficie o volumen asignable como concepto. Cada movimiento recorre la totalidad del plano efectuando un retorno inmediato sobre sí mismo, plegándose, pero también plegando a otros o dejándose plegar, engendrando retroacciones, conexiones, proliferaciones, en la fractalización de esta infinidad infinitamente plegada una y otra vez (curvatura variable del plano). Pero, pese a ser cierto que el plano de inmanencia es siempre único, puesto que es en si mismo variación pura, tanto más tendremos que explicar por qué hay planos de inmanencia variados, diferenciados, que se suceden o rivalizan en la historia, precisamente según los movimientos infinitos conservados, seleccionados. El plano no es ciertamente el mismo en la época de los griegos, en el siglo XVII, en la actualidad (y aun estos términos son vagos y generales): no se trata de la misma imagen del pensamiento, ni de la misma materia del ser. El plano es por lo tanto objeto de una especificación infinita, que hace que tan sólo parezca ser el Uno-Todo en cada caso especificado por la selección del movimiento. Esta dificultad referida a la naturaleza última del plano de inmanencia sólo puede resolverse progresivamente.
Resulta esencial no confundir el plano de inmanencia y los conceptos que lo ocupan. Y sin embargo los mismos elementos pueden presentarse dos veces, en el plano y en el concepto, pero no será con las mismas características, aun cuando se expresen con los mismos verbos y con las mismas palabras: ya lo hemos visto para el ser, el pensamiento, el uno; entran en unos componentes de concepto y son ellos mismos conceptos, pero de un modo completamente distinto del que pertenece al plano como imagen o materia. Inversamente, lo verdadero sobre el plano sólo puede ser definido por un «volverse hacia...», o «hacia lo que se vuelve el pensamiento»; pero no disponemos así de ningún concepto de verdad. Si el error es en sí mismo un elemento de derecho que forma parte del plano, sólo consiste en tomar lo falso por verdadero (caer), pero únicamente recibe un concepto si se le determinan unos componentes (por ejemplo, según Descartes, los dos componentes de un entendimiento finito y de una voluntad infinita). Así pues, los movimientos o elementos del plano sólo parecerán definiciones nominales respecto a los conceptos mientras se ignore la diferencia de naturaleza. Pero, en realidad, los elementos del plano son características diagramdticas, en tanto que los conceptos son características intensivas. Los primeros son movimientos del infinito, mientras que los segundos son las ordenadas intensivas de estos movimientos, como secciones originales o posiciones diferenciales: movimientos finitos, cuyo infinito tan sólo es ya de velocidad, y que constituyen cada vez una superficie o un volumen, un perímetro irregular que marca una detención en el grado de proliferación. Los primeros son direcciones absolutas de naturaleza fractal, mientras que los segundos son dimensiones absolutas, superficies o volúmenes siempre fragmentarios, definidas intensivamente. Los primeros son intuiciones, los segundos intensiones. Que cualquier filosofía dependa de una intuición que sus conceptos no cesan de desarrollar con la salvedad de las diferencias de intensidad, esta grandiosa perspectiva leibniziana o bergsoniana está fundamentada si se considera la intuición como el envolvimiento de los movimientos infinitos del pensamiento que recorren sin cesar un plano de inmanencia. No hay que concluir ciertamente que los conceptos resultan del plano: es necesaria una construcción especial distinta de la del plano, y por este motivo los conceptos tienen que ser creados igual que hay que establecer el plano. Las características intensivas jamás son la consecuencia de las características diagramáticas, ni las ordenadas intensivas se deducen de los movimientos o de las direcciones. La correspondencia entre ambos excede incluso las meras resonancias y hace intervenir unas instancias adjuntas a la creación de los conceptos, es decir a los personajes conceptuales.
Así, si la filosofía empieza con la creación de los conceptos, el plano de inmanencia tiene que ser considerado prefilosófico. Se lo presupone, no del modo como un concepto puede remitir a otros, sino del modo en que los conceptos remiten en sí mismos a una comprensión no conceptual. Aun así, esta comprensión intuitiva varía en función del modo en que el plano es establecido. En Descartes, se trataba de una comprensión subjetiva e implícita supuesta por el Yo pienso como concepto primero; en Píaton, era la imagen virtual de un ya pensado que duplicaba cualquier concepto actual. Heidegger invoca una «comprensión preontológica del Ser», una comprensión «preconceptual» que parece efectivamente implicar la incautación de una materia del ser relacionada con una disposición del pensamiento. De todos modos, la filosofía sienta como prefilosófico, o incluso como no filosófico, la potencia de Uno-Todo como un desierto de arenas movedizas que los conceptos vienen a poblar. Prefilosófico no significa nada que preexista, sino algo que no existe allende la filosofía aunque ésta lo suponga. Son sus condiciones internas. Tal vez lo no filosófico esté más en el meollo de la filosofía que la propia filosofía, y significa que la filosofía no puede contentarse con ser comprendida únicamente de un modo filosófico o conceptual, sino que se dirige también a los no filósofos, en su esencia. Veremos que esta relación constante con la no filosofía reviste aspectos variados; según este primer aspecto, la filosofía definida como creación de conceptos implica una presuposición que se diferencia de ella, y que no obstante le es inseparable. La filosofía es a la vez creación de concepto e instauración del plano. El concepto es el inicio de la filosofía, pero el plano es su instauración. Evidentemente el plano no consiste en un programa, un propósito, un objetivo o un medio; se trata de un plano de inmanencia que constituye el suelo absoluto de la filosofía, su Tierra o su desterritorialización, su fundación, sobre los que crea sus conceptos. Hacen falta ambas cosas, crear los conceptos e instaurar el plano, como son necesarias dos alas o dos aletas.
Pensar suscita la indiferencia general. Y no obstante no es erróneo decir que se trata de un ejercicio peligroso. Incluso resulta que sólo cuando los peligros se vuelven evidentes cesa la indiferencia, pero éstos permanecen a menudo ocultos, escasamente perceptibles, inherentes a la propia empresa. Precisamente porque el plano de inmanencia es prefilosófico, y no funciona ya con conceptos, implica una suerte de experimentación titubeante, y su trazado recurre a medios escasamente confesables, escasamente racionales y razonables. Se trata de medios del orden del sueño, de procesos patológicos, de experiencias esotéricas, de embriaguez o de excesos. Uno se precipita al horizonte, en el plano de inmanencia; y regresa con los ojos enrojecidos, aun cuando se trate de los ojos del espíritu. Incluso Descartes tiene su sueño. Pensar es siempre seguir una línea de brujería. Por ejemplo, el plano de inmanencia de Michaux, con sus movimientos y sus velocidades infinitos, furiosos. Las más de las veces, estos medios no aparecen en el resultado, que tan sólo debe ser aprendido en sí mismo y con tranquilidad. Pero entonces «peligro» adquiere otro sentido: se trata de las consecuencias evidentes, cuando la inmanencia pura suscita en la opinión una firme reprobación instintiva, y cuando la naturaleza de los conceptos creados incrementa además esta reprobación. Y es que uno no piensa sin convertirse en otra cosa, en algo que no piensa, un animal, un vegetal, una molécula, una partícula, que vuelven al pensamiento y lo relanzan.
El plano de inmanencia es como una sección del caos, y actúa como un tamiz. El caos, en efecto, se caracteriza menos por la ausencia de determinaciones que por la velocidad infinita a la que éstas se esbozan y se desvanecen: no se trata de un movimiento de una hacia otra, sino, por el contrario, de la imposibilidad de una relación entre dos determinaciones, puesto que una no aparece sin que la otra haya desaparecido antes, y una aparece como evanescente cuando la otra desaparece como esbozo. El I caos no es un estado inerte o estacionario, no es una mezcla azarosa. El caos caotiza, y deshace en lo infinito toda consistencia. El problema de la filosofía consiste en adquirir una consistencia sin perder lo infinito en el que el pensamiento se sumerge (el caos en este sentido posee una existencia tanto mental como física). Dar consistencia sin perder nada de lo infinito es muy diferente del problema de la ciencia, que trata de dar unas referencias al caos a condición de renunciar a los movimientos y a las velocidades infinitas y de efectuar primero una limitación de velocidad: lo que es primero en la ciencia, es la luz o el horizonte relativo. La filosofía por el contrario procede suponiendo o instaurando el plano de inmanencia: en él las curvaturas variables conservan los movimientos infinitos que vuelven sobre sí mismos en el intercambio incesante, y que a su vez no cesan de liberar otros que se conservan. Entonces los conceptos tienen que trazar las ordenadas intensivas de estos movimientos infinitos, como movimientos en sí mismos finitos que forman a velocidad infinita perímetros variables inscritos en el plano. Efectuando una sección del caos, el plano de inmanencia apela a una creación de conceptos.
A la pregunta: ¿la filosofía puede o debe ser considerada griega?, una primera respuesta pareció ser que la ciudad griega en efecto se presenta como la nueva sociedad de los «amigos», con todas las ambigüedades de esta palabra. Jean-Pierre Vernant añade una segunda respuesta: los griegos podrían ser los primeros en haber concebido una inmanencia estricta del Orden en un medio cósmico que corta el caos a la manera de un plano. Si se llama Logos a un plano-tamiz, hay mucho trecho del logos a la mera «razón» (como cuando se dice que el mundo es racional). La razón no es más que un concepto, y un concepto muy pobre para definir el plano y los movimientos infinitos que lo recorren. Resumiendo, los primeros filósofos son los que instauran un plano de inmanencia como un tamiz tendido sobre el caos. Se oponen en este sentido a los Sabios, que son personajes de la religión, sacerdotes, porque conciben la instauración de un orden siempre trascendente, impuesto desde fuera por un gran déspota o por un dios superior a los demás, a imagen de Eris, tras guerras que superan cualquier agón y odios que recusan de antemano los desafíos de la rivalidad. Hay religión cada vez que hay trascendencia, Ser vertical, Estado imperial en el cielo o en la tierra, y hay Filosofía cada vez que hay inmanencia, aun cuando sirva de ruedo al agón y a la rivalidad (los tiranos griegos no serían una objeción, porque están plenamente del lado de la sociedad de los amigos tal como ésta se presenta a través de sus rivalidades más insensatas, más violentas). Y tal vez estas dos determinaciones eventuales de la filosofía como griega estén profundamente vinculadas. Únicamente los amigos pueden tender un plano de inmanencia como un suelo que se hurta a los ídolos. En Empédocles, lo establece Filia, aun cuando no regrese a mí sin doblegar el Odio como el movimiento que se ha vuelto negativo y que atestigua una subtrascendencia del caos (el volcán) y una supertrascendencia de un dios. Tal vez los primeros filósofos, y sobre todo Empédocles, tuvieran todavía el aspecto de sacerdotes, o incluso de reyes. Toman prestada la máscara del sabio, y, como dice Nietzsche, ¿cómo iba la filosofía a no disfrazarse en sus inicios? ¿Llegará incluso alguna vez a tener que dejar de disfrazarse? Si la instauración de la filosofía se confunde con la suposición de un plano prefilosófico, ¿cómo iba la filosofía a no aprovechar para enmascararse? Tenemos de todos modos que los primeros filósofos establecen un plano que recorre incesantemente unos movimientos ilimitados, en dos facetas, de las cuales una es determinable como Physis, en tanto que confiere una materia al Ser, y la otra como Nous, en tanto que da una imagen al pensamiento. Anaximandro lleva hasta el máximo rigor la distinción de ambas facetas, combinando el movimiento de las cualidades con el poder de un horizonte absoluto, el Apeiron o lo Ilimitado, pero siempre en el mismo plano. El filósofo efectúa una amplia desviación de la sabiduría, la pone al servicio de la inmanencia pura. Sustituye la genealogía por una geología. El plano es circunscrito por ilusiones. No se trata de contrasentidos abstractos, ni siquiera de presiones del exterior, sino de espejismos del pensamiento. ¿Cabe explicarlos por la pesadez de nuestro cerebro, por el roce trillado con las opiniones dominantes, y porque no podemos soportar estos movimientos infinitos ni dominar estas velocidades infinitas que nos destrozarían (entonces tenemos que detener el movimiento, volver a constituirnos presos de un horizonte relativo)? Y no obstante, corremos sobre el plano de inmanencia, estamos en el horizonte absoluto. Es necesario sin embargo, por lo menos en parte, que las ilusiones se desprendan del propio plano, como los vapores de un estanque, como las miasmas presocráticas que se exhalan de la transformación de los elementos siempre activos sobre el plano. Artaud decía: «el plano de conciencia» o plano de inmanencia ilimitado —lo que los indios llamaban Ciguri- engendra también alucinaciones, percepciones erróneas, malos sentimientos...1 Habría que establecer la lista de estas ilusiones, delimitarlas, como hizo Nietzsche después de Spinoza estableciendo Ja lista de los «cuatro grandes errores». Pero la lista es infinita. Hay en primer lugar la ilusión de trascendencia, que tal vez anteceda a todas las demás (bajo una faceta doble, hacer que la inmanencia se torne inmanente a algo, y volver a encontrar una trascendencia en la propia inmanencia). Después la ilusión de los universales, cuando se confunden los conceptos con el plano; pero esta confusión se hace a partir del momento en que se plantea una inmanencia a algo, puesto que este algo es necesariamente concepto: se cree que el universal explica, cuando es él el que ha de ser explicado, y se cae en una triple ilusión, la de la contemplación, o la de la reflexión, o la de la comunicación. Después está la ilusión de lo eterno, cuando se olvida que los conceptos tienen que ser creados. Y finalmente la ilusión de la discursividad, cuando se confunden las proposiciones con los conceptos... Precisamente, no conviene creer que todas estas ilusiones se concatenan lógicamente como proposiciones, pues resuenan o reverberan, y forman una niebla densa alrededor del plano.
El plano de inmanencia toma prestadas del caos determinaciones que convierte en sus movimientos infinitos o en sus rasgos diagramáticos. A partir de ahí, cabe, se debe suponer una multiplicidad de planos, puesto que ninguno abarcaría todo el caos sin recaer en él, y que cada uno retiene sólo unos movimientos que se dejan plegar juntos. Si la historia de la filosofía presenta tantos planos muy diferenciados no es sólo debido a unas ilusiones, a la variedad de las ilusiones, no es sólo porque cada uno tiene su modo -siempre renovado— de volver a conferir trascendencia; también lo es,* más profundamente, a su modo de hacer inmanencia. Cada plano lleva a cabo una selección de lo que pertenece de pleno derecho al pensamiento, pero esta selección varía de uno a otro. Cada plano de inmanencia es un Uno-Todo: no es parcial, como un conjunto científico, ni fragmentario como los conceptos, sino distributivo, es un «cada uno». El plano de inmanencia es hojaldrado. Y resulta sin duda difícil valorar en cada caso comparado si hay un único y mismo plano, o varios diferentes; ¿tienen los presocráticos una imagen común del pensamiento, a pesar de las diferencias entre Heráclito y Parménides? ¿Cabe hablar de un plano de inmanencia o de una imagen del pensamiento llamado clásico, y que tuviera una continuidad desde Platón a Descartes? Lo que varía no son sólo los planos sino la forma de distribuirlos. ¿Hay acaso puntos de vista más o menos alejados o próximos que permitan agrupar estratos diferentes a lo largo de un período suficientemente largo o separar estratos sobre un plano que parecía común, y del que provendrían estos puntos de vista, a pesar del horizonte absoluto? ¿Cabe contentarse aquí con un historicismo, con un relativismo generalizado? En todos estos aspectos, la cuestión de la unidad o del múltiplo vuelve a adquirir la máxima importancia introduciéndose en el plano.
Llevando las cosas al límite, ¿no resulta que cada gran filósofo establece un plano de inmanencia nuevo, aporta una materia del ser nueva y erige una imagen del pensamiento nueva, hasta el punto de que no habría dos grandes filósofos sobre el mismo plano? Bien es verdad que no concebimos a ningún gran filósofo del que no sea obligado decir: ha modificado el significado de pensar, ha «pensado de otro modo» (según la sentencia de Foucault). Y cuando se distinguen varias filosofías en un mismo autor, ¿no es acaso porque el propio filósofo había cambiado de plano, había encontrado una imagen nueva una vez más? No se puede permanecer insensible al lamento de Biran, cercana ya la hora de la muerte: «Me siento algo viejo para empezar de nuevo la construcción.»

A cambio, no son filósofos los funcionarios que no renuevan la imagen del pensamiento, que ni siquiera son conscientes de este problema, en la beatitud de un pensamiento tópico que ignora incluso el quehacer de aquellos que pretende tomar como modelos. Pero entonces, ¿cómo hacer para entenderse en filosofía, si existen todos estos estratos que ora se pegan y ora se separan? ¿No estamos acaso condenados a tratar de establecer nuestro propio plano sin saber con cuáles va a coincidir? ¿No significa acaso reconstituir una especie de caos? Ésta es la razón por la que cada plano no sólo está hojaldrado, sino agujereado, permitiendo el paso de estas nieblas que lo envuelven en las que el filósofo que lo ha establecido resulta ser a
menudo el primero en perderse. Que las nieblas que se desprenden sean tantas, lo explicamos por lo tanto de dos maneras: primero porque el pensamiento no puede evitar interpretar la inmanencia como inmanente a algo, gran Objeto de la contemplación, Sujeto de la reflexión, Otro sujeto de la comunicación: resulta fatal entonces que la trascendencia se introduzca de nuevo. Y si no podemos evitarlo, es porque cada plano de inmanencia, al parecer, tan sólo puede pretender ser único, ser EL plano reconstituyendo el caos que tenía que conjurar: podéis escoger entre la trascendencia y el caos...


Cap. anterior: ¿Que es un concepto?

Libro: Gilles Deleuze - Felix Guattari 
(Qu'est-ce que la philosophie? - ¿Que es la filosofía?)
Ed: Anagrama

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