viernes, 30 de julio de 2010

Functores y conceptos

`Filosofía, ciencia, lógica & arte´


El objeto de la ciencia no son conceptos, sino funciones que se presentan como proposiciones dentro de unos sistemas discursivos. Los elementos de estas proposiciones se llaman functores. Una noción científica no se determina por conceptos, sino por funciones o proposiciones. Se trata de una idea muy variada, muy compleja, como ya se desprende del empleo respectivo que de ella hacen las matemáticas y la biología; sin embargo esta idea de función es lo que permite que las ciencias puedan reflexionar y comunicar. La ciencia no necesita para nada a la filosofía para llevar a cabo estas tareas. Por el contrario, cuando un objeto está científicamente construido por funciones, un espacio geométrico por ejemplo, todavía hay que encontrar su concepto filosófico que en modo alguno viene implícito en su función. Más aún, un concepto puede tomar como componentes los functores de cualquier función posible sin adquirir por ello el menor valor científico, y con el fin de señalar las diferencias de naturaleza entre conceptos y funciones.
En estas condiciones, la primera diferencia estriba en la actitud respectiva de la ciencia y de la filosofía con respecto al caos. El caos se define menos por su desorden que por la velocidad infinita a la que se esfuma cualquier forma que se esboce en su interior. Es un vacío que no es una nada, sino un virtual, que contiene todas las partículas posibles y que extrae todas las formas posibles que surgen para desvanecerse en el acto, sin consistencia ni referencia, sin consecuencia. Es una velocidad infinita de nacimiento y de desvanecimiento. Ahora bien, la filosofía plantea cómo conservar las velocidades infinitas sin dejar de ir adquiriendo mayor consistencia, otorgando una consistencia propia a lo virtual. El cedazo filosófico, en tanto que plano de inmanencia que solapa el caos, selecciona movimientos infinitos del pensamiento, y se surte de conceptos formados así como de partícular las consistentes que van tan deprisa como el pensamiento. La ciencia aborda el caos de un modo totalmente distinto, casi inverso: renuncia a lo infinito, a la velocidad infinita, para adquirir una referencia capaz de actualizar lo virtual. Conservando lo infinito, la filosofía confiere una consistencia a lo virtual por conceptos; renunciando a lo infinito, la ciencia confiere a lo virtual una referencia que lo actualiza por funciones. La filosofía procede con un plano de inmanencia o de consistencia; la ciencia con un plano de referencia. En el caso de la ciencia, es como una detención de la imagen. Se trata de una desaceleración fantástica, y la materia se actualiza por desaceleración, pero también el pensamiento científico capaz de penetrarla mediante proposiciones. Una función es una Desaceleración. Por supuesto, la ciencia incesantemente promueve aceleraciones, no sólo en las catálisis, sino en los aceleradores de partículas, en las expansiones que alejan las galaxias. Estos fenómenos sin embargo no hallan en la desaceleración primordial un momento cero con el que rompen, sino más bien una condición coextensiva a la totalidad de su desarrollo. Reducir la velocidad es poner un límite en el caos por debajo del cual pasan todas las velocidades, de tal modo que forman una variable determinada en tanto que abscisa, al mismo tiempo que el límite forma una constante universal que no se puede superar (por ejemplo una contracción máxima). Los primeros functores constituyen por lo tanto el límite y la variable, y la referencia representa una relación entre valores de la variable, o con mayor profundidad la relación de la variable en tanto que abscisa de las velocidades con el límite.

Puede ocurrir que la constante-límite aparezca en sí misma como una relación en el conjunto del universo al que todas las partes están sometidas bajo una condición finita (cantidad de movimiento, de fuerza, de energía...). Aunque es necesario que existan unos sistemas de coordenadas, a los que remitan los términos de la relación: así pues, se trata de un segundo sentido del límite, de un encuadre externo o de una exorreferencia, ya que los protolímites, fuera de las coordenadas, engendran primero abscisas de velocidades sobre las que se erigirán los ejes coordinables. Una partícula tendrá una posición, una energía, una masa, un valor de spin, pero siempre y cuando reciba una existencia o una realidad física, o «aterrice» en unas trayectorias que unos sistemas de coordenadas puedan recoger. Estos límites primeros constituyen la desaceleración dentro del caos o el umbral de suspensión de lo infinito, que sirven de endorreferencia y que efectúan un recuento: no son relaciones, sino números, y toda la teoría de las funciones depende de los números. Así por ejemplo la velocidad de la luz, el cero absoluto, el cuanto de acción, el Big Bang: el cero absoluto de las temperaturas es de -273,15 grados; la velocidad de la luz de 299 796 km/s, allí donde las longitudes se contraen hasta el cero y donde los relojes se detienen. Unos límites de este tipo no valen por el valor empírico que adquieren únicamente dentro de unos sistemas de coordenadas, actúan en primer lugar como condición de desaceleración primordial que se extiende en relación con lo infinito por toda la escala de las velocidades correspondientes, por sus aceleraciones o desaceleraciones condicionadas. Y lo que permite dudar de la vocación unitaria de la ciencia no es únicamente la diversidad de estos límites; resulta en efecto que engendra por su cuenta sistemas de coordenadas heterogéneos irreductibles, e impone umbrales de discontinuidad, en función de la proximidad o de la lejanía de la variable (por ejemplo el alejamiento de las galaxias). La ciencia no está obsesionada por su propia unidad, sino por el plano de referencia constituido por todos los límites o linderos bajo los cuales se enfrenta al caos. Estos linderos son lo que confieren al plano sus referendas; en cuanto a los sistemas de coordenada tiene el propio plano de referencia.
Cuando el límite engendra por desaceleración una abscisa de las velocidades, las formas virtuales del caos tienden a actualizarse según una ordenada. Y evidentemente el plano de referencia efectúa ya una preselección que empareja las formas con los límites o incluso con las regiones de abscisas consideradas. Pero no por ello las formas dejan de constituir variables independientes de las que se desplazan en abscisa. Cosa que es completamente diferente del concepto filosófico: las ordenadas intensivas ya no designan componentes inseparables aglomerados dentro del concepto en tanto que sobrevuelo absoluto (variaciones), sino determinaciones distintas que tienen que emparejarse dentro de una formación discursiva con otras determinaciones tomadas en extensión (variables). Las ordenadas intensivas de formas tienen que coordenarse con las abscisas extensivas de velocidad de tal modo que las velocidades de desarrollo y la actualización de las formas estén relacionadas entre sí como determinaciones distintas, extrínsecas. Bajo este segundo aspecto el límite está ahora en el origen de un sistema de coordenadas compuesto por dos variables independientes por lo menos; pero éstas entran en una relación de la que depende una tercera variable, en calidad de estado de las cosas o de materia formada en el sistema (estados de cosas de este tipo pueden ser matemáticos, físicos, biológicos...). Se trata efectivamente del nuevo sentido de la referencia como forma de la proposición, de la relación de un estado de cosas con el sistema. El estado de cosas es una función: se trata de una variable compleja que depende de una relación entre dos variables independientes por lo menos.
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La independencia respectiva de las variables se presenta en las matemáticas cuando una es una potencia más elevada que la primera. Por este motivo Hegel demuestra que la variabilidad en la función no se limita a unos valores que se pueden cambiar (2/4 dos sobre cuatro y 4/6 cuatro sobre seis) que se dejan indeterminados (a = 2b), sino que exige que una de las variables esté en una potencia superior, pues entonces una relación puede ser directamente determinada como relación diferencial (valores que no me permite agregar blogger), bajo la cual el valor dx de las variables no tiene más determinación que la de desvanecerse o nacer, aunque se la desgaje de las velocidades infinitas. De una relación de este tipo depende un estado de cosas o una función «derivada»: se ha efectuado una operación de despotencialización que permite comparar potencias distintas, a partir de las cuales podrán incluso desarrollarse una cosa o un cuerpo (integración). Por regla general, un estado de cosas no actualiza un virtual caótico sin tomar de él un potencial que se distribuye en el sistema de coordenadas. Extrae de lo virtual que actualiza un potencial del que se apropia. El sistema más cerrado también tiene un hilo que asciende hacia lo virtual, y por el cual desciende la araña. Pero la cuestión de saber si el potencial puede ser recreado en lo actual, si puede ser renovado y ampliado, permite distinguir con mayor exactitud los estados de cosas, las cosas y los cuerpos. Cuando pasamos del estado de cosas a la cosa en sí, vemos que una cosa se relaciona siempre a la vez con varios ejes siguiendo unas variables que son funciones unas de otras, aun cuando la unidad interna permanece indeterminada. Pero cuando la propia cosa pasa por cambios de coordenadas, se vuelve un cuerpo propiamente dicho, y la función ya no toma como referencia el límite y la variable, sino más bien un invariante y un grupo de transformaciones (el cuerpo euclidiano de la geometría, por ejemplo, estará constituido por invariantes en relación con el grupo de los movimientos). El «cuerpo», en efecto, no representa aquí una especialidad biológica, y halla una determinación matemática a partir de un mínimo absoluto representado por los números racionales, efectuando extensiones independientes de este cuerpo de base que limitan cada vez más las sustituciones posibles hasta llegar a una individuación perfecta. La diferencia entre el cuerpo y el estado de cosas (o de la cosa) estriba en la individuación del cuerpo, que procede mediante actualizaciones en cascada. Con los cuerpos, la relación entre variables independientes completa suficientemente su razón, aun a costa de tenerse que proveer de un potencial o de una potencia que renueva su individuación. Especialmente cuando el cuerpo es un ser vivo, que procede por diferenciación y ya no por extensión o por adjunción, una vez más surge un tipo nuevo de variables, unas variables internas que determinan unas funciones propiamente biológicas en relación con unos medios interiores (endorreferencia), pero que también entran en unas funciones probabilitarias con las variables externas del medio exterior (exorreferencia).Así pues, nos encontramos ante una nueva sucesión de functores, sistemas de coordenadas, potenciales, estados de cosas, cosas, cuerpos. Los estados de cosas son mezclas ordenadas, de tipos muy variados, que pueden incluso tan sólo concernir a trayectorias. Pero las cosas son interacciones, y los cuerpos, comunicaciones. Los estados de cosas remiten a las coordenadas geométricas de sistemas supuestamente cerrados, las cosas, a las coordenadas energéticas de sistemas acoplados, los cuerpos, a coordenadas informáticas de sistemas separados, no entrelazados. La historia de las ciencias es inseparable de la construcción de ejes, de.su naturaleza, de sus dimensiones, de su proliferación. La ciencia no efectúa unificación alguna del Referente, sino todo tipo de bifurcaciones en un plano de referencia que no es preexistente a sus rodeos o a su trazado. Ocurre como si la bifurcación tratara de encontrar en el infinito caos de lo virtual nuevas formas de actualizar, efectuando una especie de potencialización de la materia: el carbono introduce en la tabla de Mendeleiev una bifurcación que k convierte, por sus propiedades plásticas, en el estado de una materia orgánica. No hay que plantear por lo tanto el problema de una unidad o multiplicidad de la ciencia en función de un sistema de coordenadas eventualmente único en un momento dado; igual que sucede con el plano de inmanencia en la filosofía, hay que plantear el estatuto que adquieren el antes y el después, simultáneamente, en un plano de referencia de dimensión y evolución temporales. ¿Hay varios planos de referencia o bien uno único? La respuesta no será la misma que en el caso del plano de inmanencia filosófico, de sus capas o estratos superpuestos. Resulta que la referencia, puesto que implica una renuncia a lo infinito, sólo puede proceder de las cadenas de functores que necesariamente se rompen en algún momento. Las bifurcaciones, las desaceleraciones y aceleraciones producen unos agujeros, unos cortes y rupturas que remiten a otras variables, a otras relaciones y a otras referencias. Siguiendo ejemplos sumarios, se dice que el número fraccionario rompe con el número entero, el número irracional con los racionales, la geometría rie-maññíana con la euclidiana. Pero en el otro sentido simultáneo, del después al antes, el número entero se presenta como un caso particular de número fraccionario, o el racional, como un caso particular de «corte» en un conjunto lineal de puntos. Bien es verdad que este proceso unificador que opera en el sentido retroactivo provoca que intervengan necesariamente otras referencias, cuyas variables no sólo están sometidas a unas condiciones de restricción para producir el caso particular, sino que en sí mismas están sometidas a nuevas rupturas y bifurcaciones que cambiarán sus propias referencias. Es lo que ocurre cuando se deriva a Newton de Einstein, o bien los números reales del corte, o la geometría euclidiana de una geometría métrica abstracta, cosa que equivale a decir, con Kuhn, que la ciencia es paradigmática, mientras que la filosofía era sintagmática. Como a la filosofía, a la ciencia tampoco le basta con una sucesión temporal lineal. Pero, en vez de un tiempo estratigráfico que expresa el antes y el después en un orden de las superposiciones, la ciencia desarrolla un tiempo propiamente serial, ramificado, en el que el antes (lo que precede) designa siempre bifurcaciones y rupturas futuras, y el después, reencadenamientos retroactivos, lo que le confiere al progreso científico un aspecto completamente distinto. Y los nombres propios de los sabios se inscriben en este tiempo otro, en este elemento otro, señalando los puntos de ruptura y los puntos de reencadenamiento. Por supuesto, siempre se puede, y a veces resulta fructífero, interpretar la historia de la filosofía de acuerdo con este ritmo científico. Pero decir que Kant rompe con Descartes, y que el cogito cartesiano se convierte en un caso particular del cogito kantiano no resulta plenamente satisfactorio, puesto que precisamente significa hacer de la filosofía una ciencia. (Inversamente, tampoco resultaría más satisfactorio establecer entre Newton y Einstein un orden de superposición.) Lejos de hacernos pasar de nuevo por los mismos componentes, la función del nombre propio del sabio estriba en evitárnoslo, y en persuadirnos de que no hay razón para volver a medir el trayecto que ha sido recorrido: no se pasa por una ecuación nominada, se la utiliza. Lejos de distribuir unos puntos cardinales que organizan los sintagmas sobre un plano de inmanencia, el nombre propio del sabio erige unos paradigmas que se proyectan en los sistemas de referencias necesariamente orientados. Por último, lo que plantea un problema es menos la relación de la ciencia con la filosofía que el vínculo mucho más pasional de la ciencia con la religión, como se manifiesta en todos los intentos de uniformización y de universalización científicos que tratan de encontrar una ley única, una fuerza única, una interacción única. Lo que hace que la ciencia y la religión se aproximen es que los functores no son conceptos, sino figuras, que se definen mucho más por una tensión espiritual que por una intuición espacial. Los functorcs poseen en sí algo figural que forma una ideografía propia de la ciencia, y que hace que ya la visión se convierta en una lectura. Pero lo que incesantemente reafirma la oposición de la ciencia a toda religión, y al mismo tiempo hace felizmente imposible la unificación de la ciencia, es la sustitución de la referencia a cualquier trascendencia, es la correspondencia funcional del paradigma con un sistema de referencia que imposibilita cualquier utilización infinita religiosa de la figura determinando un modo exclusivamente científico según el cual ésta debe ser construida, vista y leída por functores.


La primera diferencia entre la filosofía y la ciencia reside en el presupuesto respectivo del concepto y la función: un plano de inmanencia o de consistencia en el primer caso, un plano de referencia en el segundo. El plano de referencia es uno y múltiple a la vez, pero de otro modo que el plano de inmanencia. La segunda diferencia atañe más directamente al concepto y a la función: la inseparabilidad de las variaciones es lo propio del concepto incondicionado, mientras que la independencia de las variables, en unas relaciones condicionables, pertenece a la función. En un caso, tenemos un conjunto de variaciones inseparables bajo «una razón contingente» que constituye el concepto de las variaciones; en el otro caso, un conjunto de variables independientes bajo «una razón necesaria» que constituye la función de las variables. Por este motivo, desde esta última perspectiva, la teoría de las funciones presenta dos polos, según que, teniendo n variables, una pueda ser considerada como función de las n - 1 variables independientes, con n - 1 derivadas parciales y una diferencial total de la función; o bien, según que n - 1 magnitudes sean por el contrario funciones de una misma variable independiente, sin diferencial total de la función compuesta. Del mismo modo, el problema de las tangentes (diferenciación) requiere tantas variables como curvas hay cuya derivada para cada una de ellas es cualquier tangente en un punto cualquiera; pero el problema inverso de las tangentes (integración) sólo considera una variable única, que es la curva en sí misma tangente a todas las curvas de mismo orden, bajo condición de un cambio de coordenadas. Una dualidad análoga atañe a la descripción dinámica de un sistema de n partículas independientes: el estado instantáneo puede ser representado por n puntos y n vectores de velocidad en un espacio de tres dimensiones, pero también por un punto único en un espacio de fases.


Diríase que la ciencia y la filosofía siguen dos sendas opuestas, porque los conceptos filosóficos tienen como consistencia acontecimientos, mientras que las funciones científicas tienen como referencia unos estados de cosas o mezclas: la filosofía, mediante conceptos, no cesa de extraer del estado de cosas un acontecimiento consistente, una sonrisa sin gato en cierto modo, mientras que la ciencia no cesa mediante funciones, de actualizar el acontecimiento en un estado de cosas, una cosa o un cuerpo referibles. Desde esta perspectiva, los presocráticos poseían ya lo esencial de una determinación de la ciencia, válida hasta nuestros días, cuando de la física hacían una teoría de las mezclas y de sus diferentes tipos. Y los estoicos llevarán a su desarrollo culminante la distinción fundamental entre los estados de cosas o mezclas de cuerpos en los que se actualiza el acontecimiento, y los acontecimientos incorpóreos, que se elevan como una humareda de los propios estados de cosas. Así pues, el concepto filosófico y la función científica se distinguen de acuerdo con dos caracteres vinculados: variaciones inseparables, variables independientes; acontecimientos en un plano de inmanencia, estados de cosas en un sistema de referencia (de lo que se desprende el estatuto de las ordenadas intensivas diferente en ambos casos, puesto que constituyen los componentes interiores del concepto, pero son sólo coordenadas a las abscisas extensivas en las funciones, cuando la variación no es más que un estado de variable). Así pues,,, los conceptos y las funciones se presentan como dos tipos de multiplicidades o variedades que difieren por su naturaleza. Y, a pesar de que los tipos de multiplicidades científicas poseen por sí mismos una gran diversidad, dejan fuera de sí las multiplicidades propiamente filosóficas, para las que Bergson reclamaba un estatuto particular definido por la duración, «multiplicidad de fusión» que expresaba la inseparabilidad de las variaciones, por oposición a las multiplicidades de espacio, número y tiempo, que ordenaban mezclas y remitían a la variable o a las variables independientes. Bien es verdad que esta misma oposición entre las multiplicidades científicas y filosóficas, discursivas e intuitivas, extensionales e intensivas, también es apta para enjuiciar la correspondencia entre la ciencia y la filosofía, su colaboración eventual, su inspiración mutua.


Hay por último una tercera gran diferencia, que ya no atañe al presupuesto respectivo ni al elemento como concepto o función, sino al modo de enunciación. No cabe duda de que hay tanta experimentación como experiencia de pensamiento en la filosofía como en la ciencia, y en ambos casos la experiencia puede ser perturbadora, ya que está muy cerca del caos. Pero también hay tanta creación en la ciencia como en la filosofía o como en las artes. Ninguna creación existe sin experiencia. Sean cuales sean las diferencias entre el lenguaje científico, el lenguaje filosófico y sus relaciones con las lenguas llamadas naturales, los functores (ejes de coordenadas incluidos) no preexisten hechos y acabados, como tampoco los conceptos; Granger ha podido demostrar la existencia de «estilos» que remiten a nombres propios en los sistemas científicos, no como determinación extrínseca, sino por lo menos como dimensión de su creación e incluso en contacto con una experiencia o una vivencia. Las coordenadas, las funciones y ecuaciones, las leyes, los fenómenos o efectos permanecen vinculados a unos nombres propios, de igual modo que una enfermedad queda designada por el nombre del médico que supo aislar, reunir o reagrupar sus síntomas variables. Ver, ver lo que sucede, siempre ha tenido una importancia esencial, mayor que las demostraciones, incluso en las matemáticas puras, que cabe llamar visuales, figúrales, independientemente de sus aplicaciones: hay muchos matemáticos hoy en día que piensan que un ordenador es mucho más valioso que una axiomática, y el estudio de las funciones no lineales se ve sometido a lentitudes y a aceleraciones en unas series de números observables. Que la ciencia sea discursiva no significa en modo alguno que sea deductiva. Al contrarío, en sus bifurcaciones, se ve sometida a otras tantas catástrofes, rupturas y reencadenamientos que llevan nombre y apellido. En el supuesto de que la ciencia conserve con respecto a la filosofía una diferencia imposible de salvar, tal cosa se debe a que los nombres propios marcan en un caso una yuxtaposición de referencia y en el otro una superposición de estrato: los nombres se oponen por todos los caracteres de la referencia y de la consistencia. Pero la filosofía y la ciencia comportan por ambos lados (como el propio arte con su tercer lado) un no se que se ha convertido en positivo y creador, condición de la propia creación, y que consiste en determinar mediante lo que no se sabe como decía Galois: «indicar el curso de los cálculos y prever los resultados sin poder efectuarlos jamás».

Y es que se nos remite a otro aspecto de la enunciación que ya no se refiere al nombre propio de un sabio o de un filósofo, sino a sus intercesores ideales dentro de los ámbitos considerados: ya hemos contemplado anteriormente el papel filosófico de los personajes conceptuales en relación con los conceptos fragmentarios en un plano de inmanencia, pero ahora la ciencia hace que aparezcan unos observadores parciales en relación con las funciones en los sistemas de referencia. El que no haya ningún observador total, como lo sería el «demonio» de Laplace capaz de calcular el futuro y el pasado a partir de un estado de cosas determinado, significa únicamente que Dios tampoco es un observador científico de la misma forma que no era un personaje filosófico. Pero el nombre de demonio sigue siendo excelente tanto en filosofía como en ciencia para indicar no algo que superaría nuestras posibilidades, sino un género común de esos intercesores necesarios como «sujetos» de enunciación respectivos: el amigo filosófico, el pretendiente, el idiota, el superhombre... son demonios, de igual modo que el demonio de Maxwell, el observador de Einstein o de Heisenberg. La cuestión no es saber lo que pueden o no pueden hacer, sino hasta qué punto son perfectamente positivos, desde el punto de vista del concepto o de la función, incluso en lo que no saben o no pueden. En cada uno de ambos casos, la variedad -es inmensa, pero no hasta el punto de hacer olvidar la diferencia de naturaleza entre los dos grandes tipos.


Para comprender qué son los observadores parciales que van formando núcleos en todas las ciencias y todos los sistemas de referencia, hay que evitar atribuirles el papel de un límite del conocimiento, o de una subjetividad de la enunciación. Hemos podido observar que las coordenadas cartesianas privilegiaban los puntos situados cerca del origen, mientras que las de la geometría proyectiva daban «una imagen finita de todos los valores de la variable y la función». Pero la perspectiva limita a un observador parcial como un ojo en el vértice de un cono, de modo que éste capta los contornos sin captar los relieves o la calidad de la superficie que remiten a otra posición de observador. Por regla general, el observador no es insuficiente ni subjetivo: incluso en la física cuántica, el demonio de Heisenberg no expresa la imposibilidad de medir a la vez la velocidad y la posición de una partícula, so pretexto de una interferencia subjetiva de la medida en lo que se está midiendo, sino que mide con exactitud un estado de cosas objetivo que deja fuera de campo de su actualización la posición respectiva de dos de sus partículas, siendo el número de variables independientes reducido y teniendo los valores de las coordenadas la misma probabilidad. Las interpretaciones subjeti-vistas de la termodinámica, de la relatividad y de la física cuántica son tributarias de las mismas insuficiencias. El perspecti-vismo o relativismo científico nunca se refiere a un sujeto: no constituye una relatividad de lo verdadero, sino por el contrario una verdad de lo relativo, es decir de las variables cuyos casos ordena conforme a los valores que extrae dentro de su sistema de coordenadas (por ejemplo, el orden de los cónicos conforme a las secciones del cono cuyo vértice está ocupado por el ojo). Indudablemente, un observador bien definido extrae todo lo que puede extraer, todo lo que puede ser extraído, dentro del sistema correspondiente. Resumiendo, el papel de observador parcial consiste en percibir y experimentar, aunque estas percepciones y afecciones no sean las de un hombre, en el sentido que se suele admitir, sino que pertenezcan a las cosas objeto de su estudio. Pero no por ello el hombre deja de sentir su efecto (qué matemático no experimenta plenamente el efecto de una sección, de una ablación, de una adjunción), aunque sólo reciba este efecto del observador ideal que él mismo ha instalado como un golem en el sistema de referencia. Estos observadores parciales están en las cercanías de las singularidades de una curva, de un sistema físico, de un organismo vivo; e incluso el animismo se encuentra más cerca de la ciencia biológica de lo que se suele decir, cuando multiplica las diminutas almas inmanentes a los órganos y a las funciones, a condición de desproveerlas de cualquier papel activo o eficiente para convertirlas únicamente en focos de percepción y de afección moleculares: de este modo los cuerpos están llenos de una infinidad de pequeñas mónadas. Se llamará emplazamiento a la región de un estado de cosas o de un cuerpo aprehendido por un observador parcial. Los observadores parciales constituyen fuerzas, pero la fuerza no es lo que actúa, es, como ya sabían Leibniz y Nietzsche, lo que percibe y experimenta.


Hay observadores en todos los sitios donde surjan unas propiedades puramente funcionales de reconocimiento o de selección, sin acción directa: como en la totalidad de la biología molecular, en inmunología, o con las enzimas alostéricas. Ya Maxwell suponía un demonio capaz de distinguir en una mezcla las moléculas rápidas y lentas, de alta y de baja energía. Bien es verdad que, en un sistema en estado de equilibrio, este demonio de Maxwell asociado al gas sería necesariamente presa de una afección de aturdimiento; puede no obstante pasar mucho tiempo en un estado metastable próximo a una enzima. La física de las partículas necesita innumerables observadores infinitamente sutiles. Cabe concebir unos observadores cuyo emplazamiento es tanto más reducido cuanto que el estado de cosas pasa por cambios de coordenadas. Por último, los observadores parciales ideales son las percepciones o afecciones sensibles de los propios functores. Hasta las figuras geométricas poseen afecciones y percepciones (paternas y síntomas, decía Proclo) sin las cuales los problemas más sencillos permanecerían ininteligibles. Los observadores parciales son sen-sibilia que se suman a los functores. Más que oponer el conocimiento sensible y el conocimiento científico, hay que extraer estos sensibilia que están en los sistemas de coordenadas y que pertenecen a la ciencia. No otra cosa hacía Russell cuando evocaba estas cualidades desprovistas de cualquier subjetividad, datos sensoriales diferentes de toda sensación, emplazamientos establecidos en los estados de cosas, perspectivas vacías pertenecientes a las propias cosas, pedazos contraídos de espacio-tiempo que corresponden al conjunto o a las partes de una función. Russell las asimila a unos aparatos e instrumentos, interferómetro de Michaelson, o más sencillamente placa fotográfica, cámara, espejo, que captan lo que nadie está allí para ver y hacen que resplandezcan estos sensibilia no-sentidos. Pero, lejos de que estos sensibilia se definan por los instrumentos, puesto que éstos están a la espera de un observador real que acuda a ver, son los instrumentos los que suponen al observador parcial ideal situado en el punto de vista correcto dentro de las cosas: el observador no subjetivo es precisamente lo sensible que califica (a veces a miles) un estado de cosas, una cosa o un cuerpo científicamente determinados.


Por su parte, los personajes conceptuales son los sensibilia filosóficos, las percepciones y afecciones de los propios conceptos fragmentarios: a través de ellos los conceptos no sólo son pensados, sino percibidos y sentidos. Uno no puede sin embargo limitarse a decir que se distinguen de los observadores científicos igual que los conceptos se distinguen de los functores, puesto que en este caso no aportarían ninguna determinación suplementaria: los dos agentes de enunciación no sólo deben distinguirse por lo percibido, sino por el modo de percepción (no natural en ambos casos). No basta, de acuerdo con Bergson, con asimilar al observador científico (por ejemplo, el viajero en proyectil de la relatividad) a un mero símbolo, que indicaría estados de variables, mientras que el personaje filosófico tendría el privilegio de lo vivido (un ser que dura), porque pasaría por las propias variaciones. Tan poco vivido es el primero como simbólico es el segundo. En ambos casos hay percepción y afección ideales, pero muy distintas. Los personajes conceptuales están siempre y ahora ya en el horizonte y operan sobre un fondo de velocidad infinita, y las diferencias anergé-ticas entre lo rápido y lo lento sólo proceden de las superficies que sobrevuelan o de los componentes a través de los cuales pasan en un único instante; de este modo, la percepción no transmite aquí ninguna información, sino que circunscribe un afecto (simpático o antipático). Los observadores científicos, por el contrario, constituyen puntos de vista dentro de las propias cosas, que suponen un contraste de horizontes y una sucesión de encuadres sobre un fondo de desaceleraciones y aceleraciones: los afectos se convierten aquí en relaciones energéticas, y la propia percepción en una cantidad de información. No nos es posible desarrollar mucho más estas determinaciones, porque el estatuto de los perceptos y de los afectos puros todavía se nos escapa, ya que remite a la existencia de las artes. Pero precisamente que existan percepciones y afecciones propiamente filosóficas y propiamente científicas, resumiendo, sensibilia de concepto y de función, indica ya el fundamento de una relación entre la ciencia y la filosofía por una parte, y el arte por la otra, de tal modo que se puede decir de una función que es hermosa y de un concepto que es bello. Las percepciones y afecciones especiales de la filosofía o de la ciencia se pegarán necesariamente a los perceptos y afectos del arte, tanto las de la ciencia como las de la filosofía.


En cuanto a la confrontación directa de la ciencia y la filosofía, ésta se lleva a cabo en tres argumentos de oposición principales que agrupan las series de functores por una parte y las pertenencias de conceptos por otra. Se trata en primer lugar del sistema de referencia y el plano de inmanencia; después, de las variables independientes y las variaciones inseparables; y por último, de los observadores parciales y los personajes conceptuales. Se trata de dos tipos de multiplicidad. Una función puede ser dada sin que el concepto en sí sea dado, aunque pueda y deba serlo; una función de espacio puede ser dada aunque el concepto de este espacio todavía no haya sido dado. La función en la ciencia determina un estado de cosas, una cosa o un cuerpo que actualiza lo virtual en un plano de referencia y en un sistema de coordenadas; el concepto en filosofía expresa un acontecimiento que da a lo virtual una consistencia en un plano de inmanencia y en una forma ordenada. El campo de creación respectivo se encuentra por lo tanto jalonado por entidades muy diferentes en ambos casos, pero que no obstante presentan cierta analogía en sus tareas: un problema, en ciencia o en filosofía, no consiste en responder a una pregunta, sino en adaptar, coadaptar, con un «gusto» superior como facultad problemática, los elementos correspondientes en proceso de determinación (por ejemplo, para la ciencia, escoger las variables independientes adecuadas, instalar al observador parcial eficaz en un recorrido de estas características, elaborar las coordenadas óptimas de una ecuación o de una función). Esta analogía impone dos tareas más. ¿Cómo concebir los pasos prácticos entre los dos tipos de problemas? Pero ante todo, teóricamente, ¿impiden los argumentos de oposición cualquier uniformización, incluso cualquier reducción de los conceptos a los functores, o la inversa? Y, si cualquier reducción es imposible, ¿cómo concebir un conjunto de relaciones positivas entre ambos?



Ver capitulos anteriores

Libro: Gilles Deleuze - Felix Guattari 
(Qu'est-ce que la philosophie? - ¿Que es la filosofía?)
Ed: Anagrama

miércoles, 28 de julio de 2010

Chris Lavelle

`Ascención´
(versión final)

 Una pieza experimental basado en sistema de partículas generadas por la música y el sonido, reconstruido para crear una narrativa de un ciclo de vida.



Con esperanza reflejando calor, incomodidad, confusión y la paz. 
Utilización Trapcode particular 2, After Effects y soundkeys.

Chris Lavelle ha trabajado en diseño unos años con un interés particular en la gráfica del movimiento y diseño.
Ha estudiado recientemente los sistemas de partícula y los efectos de integración propuesta con el sonido para la creación; para así poder compartir el trabajo experimental.



martes, 27 de julio de 2010

Tempus I & II

 1

- Primero corto en dos series (partes)



Shot por James Adair y Philip Heron a lo largo de tres día tomas y filmación alrededor del Sur de Inglaterra. Cortado por Philip Heron y clasificado por Adán Stannard.


Shot en un HDX900 con varios equipos de mano con Chris Openshaw.

Fotofrafía: Philip Heron; James Adair  
Edición: Philip Heron
Color: Adam Stannard
Composición musical: Moby Summer
Edición de sonido: Peter Brenan
Gráfica: Ronald Santiago; Andy Kimmear
Dirección & Producción: Philip Heron; James Adair


 2
Shot on the Photron SA1.1




Vista anticipada el miércoles, 19 de mayo de 2010 para Rare Live.

Fotofrafía: Philip Heron - James Adair
Iluminación: Tom Grant-Sturgis; Daniel Grixti; Matt Hill; Scott Brown; Ben Croft; Tom Akerman
Set diseño: Ben Croft; Scott Brown; Samuel R. Croft; Toma Akerman; James Leitch
Accesorios & managers: Van Watson; Harri Kamalanat
Ingeniero: Paul Marchant
Computer playback: Matt Potter
Color: Adam Stannard
Asistente creativo: Nathan Caws
Motion Graphics: Ronald Santiago
Composición musical: Moby Summer
Edición de sonido: Peter Brenan
Equipo entre bastidores: James Harrison; Oz Koka; Dan Gardner; Chris Hayes
Dirección & Producción: Philip Heron; James Adair


Heronproductions  
4mationproductions  

lunes, 26 de julio de 2010

Becas Hangar

Con el Programa de Intercambios Internacionales, Hangar establece líneas de colaboración con centros de todo el mundo, tanto para intercambios residenciales como para abrir y participar en proyectos comunes de investigación y experimentación creativa.

El programa tiene como objectivo el propiciar la mobilitat de los creadores para que puedan desarrollar  sus trabajos de investigación, creación y producción en centros de producción especializados. El contacto y la interacción en un contexto nuevo favorece el proceso de trabajo del artista.

Hangar no cuenta, actualmente, con ninguna beca dirigida a artistas residentes en el extranjero que quieran viajar a Barcelona. Cualquier artista, de cualquier nacionalidad, puede optar a trabajar en un taller de Hangar. Los costes del viaje y estancia en Barcelona y el alquiler del taller corren a cargo del artista




Las residencias estan clasificadas en dos modalidades diferentes:

1. Becas de intercambio: TWS a Toquio (Japón), CIC en El Cairo (Egipto), Casa das Caldeiras en São Paulo (Brasil) y Art Space_Geumcheon en Seúl (Corea del Sur).
Cada centro realiza una convocatoria para el intercambio con unas bases comunas a las de Hangar.

2. Becas de residencia: Estancia de un artista español a Cittadellarte en Biella (Italia), Glogauair en Berlín (Alemania), SMART en Amsterdam (Paises Bajos), CIA en Buenos Aires (Argentina).

El programa de becas de Hangar va dirigido a artistas de nacionalidad española y artistas extranjeros que residan en el Estado español que quieran viajar a centros en otros países.


*Descarga el folleto


*Se puede solicitar más de una beca, en el caso de ser seleccionado/a en varias sólo se podrá optar a una residencia.

*Los textos de los formularios se pueden escribir en catalán, castellano o inglés. Los artistas preseleccionados tendrán que trasncribir la solicitud al inglés para pasar a la selección final excepto para las becas de Argentina y Berlín.

Criterios de selección para solicitudes de becas y talleres

La Comisión de Programas (el jurado de Hangar) está integrada por personas relacionadas con el mundo del arte (artistas, críticos, profesores) que han sido votados por la asamblea de la Asociación de Artistas Visuales de Cataluña (AAVC).
La CP siempre actúa por consenso a partir de la discusión y votación de sus miembros una vez vistos y valorados los materiales presentados por los solicitantes. La CP aplica un procedimiento abierto y plural de subjetividad crítica.

La actual Comisión de Programas (2010-2012) está formada por:

Dora García, Jordi Mitjà y Joan Vila-puig, en calidad de artistas y Latitudes (Max Andrews & Mariana Cánepa) y Alex Mitrani en calidad de comissarios/críticos.

Programa de becas:

domingo, 25 de julio de 2010

Geofilosofia (2)

En efecto, la conexión de la filosofía antigua con la ciudad griega, la conexión de la filosofía moderna con el capitalismo no son ideológicas, ni se limitan a impulsar hasta el infinito determinaciones históricas y sociales para extraer de ellas figuras espirituales. Puede ciertamente parecer tentador contemplar la filosofía como un comercio agradable del espíritu que encontraría en el concepto su mercancía propia, o más bien su valor de cambio desde la perspectiva de una sociabilidad desinteresada nutrida de conversación democrática occidental, capaz de suscitar un consenso de opinión, y de proporcionar una ética a la comunicación igual que el arte le proporcionaría una estética. Si a algo semejante se lo llama filosofía, se comprende que la mercadotecnia se apodere del concepto, y que el publicista se presente como el conceptor por antonomasia, poeta y pensador: lo lamentable no estriba en esta apropiación desvergonzada, sino en primer lugar en el concepto de la filosofía que la ha vuelto posible. Salvando todas las proporciones, los griegos pasaron por vergüenzas semejante con determinados sofistas. Pero, para la propia salvación de la filosofía moderna, ésta es tan poco amiga del capitalismo como lo era la filosofía antigua de la ciudad. La filosofía lleva a lo absoluto la desterritorialización relativa del capital, lo hace pasar por el plano de inmanencia en tanto que movimiento de lo infinito, o lo suprime en tanto que límite interior, lo vuelve contra sí, para apelar a una tierra nueva, a un pueblo nuevo. Pero alcanza de este modo la forma no proposicional del concepto en la que se desvanecen la comunicación, el intercambio, el consenso y la opinión. Está por lo tanto más cerca de lo que Adorno llamaba «dialéctica negativa», y de lo que la Escuela de Frankfurt designaba como «utopía». Efectivamente, la utopia es la que realiza la conexión de la filosofía con su época, capitalismo europeo, pero también ya ciudad griega. Cada vez, es con la utopía con lo que la filosofía se vuelve política, y lleva a su máximo extremo la crítica de su época. La utopía no se separa del movimiento infinito: designa etimológicamente la desterritorialización absoluta, pero siempre en el punto crítico en el que ésta se conecta con el medio relativo presente, y sobre todo con las fuerzas sofocadas en este medio. La palabra que emplea el utopista Samuel Butler,«Erewhon», no sólo remite a «Now-here», o Ninguna parte, sino a «Now-here», aquí y ahora. Lo que cuenta no es la supuesta diferenciación entre un socialismo utópico y un socialismo científico, sino más bien los diversos tipos de utopía, siendo la revolución uno de estos tipos. Siempre existe en la utopía (como en la filosofía) el riesgo de una restauración de la trascendencia, y a veces su afirmación orgullosa, con lo que hay que distinguir entre las utopías autoritarias, o de trascendencia, y las utopías libertarias, revolucionarias, inmanentes.1 Pero precisamente decir que la revolución es en sí misma una utopía de inmanencia no significa decir que sea un sueño, algo que no se realiza o que sólo se realiza traicionándose. Al contrario, significa plantear la revolución como plano de inmanencia, movimiento infinito, sobrevuelo absoluto, pero en la medida en que estos rasgos se conectan con lo que hay de real aquí y ahora en la lucha contra el capitalismo, y relanzan nuevas luchas cada vez que la anterior es traicionada. La palabra utopía designa por lo tanto esta conjunción de la filosofía o del concepto con el medio presente: filosofía política (tal vez sin embargo la utopía no sea la palabra más idónea, debido al sentido mutilado que le ha dado la opinión pública).
 

No es erróneo decir que la revolución «es culpa de los filósofos» (a pesar de que no son los filósofos los que la llevan adelante). Que las dos grandes revoluciones modernas, la americana y la soviética, hayan salido tan mal no es óbice para que el concepto prosiga su senda inmanente. Como ponía de manifiesto Kant, el concepto de revolución no reside en el modo en que ésta puede ser llevada adelante en un campo social necesariamente relativo, sino en el «entusiasmo» con el que es pensada en un plano de inmanencia absoluto, como una presentación de lo infinito en el aquí y ahora, que no comporta nada racional o ni siquiera razonable. El concepto libera la inmanencia de todos los límites que el capital todavía le imponía (o que se imponía a sí misma bajo la forma del capital que se presentaba como algo trascendente). Dentro de este entusiasmo, no obstante, se trata menos de una separación del espectador y el actor que de una distinción en la propia acción entre los factores históricos y la «nebulosa no histórica», entre el estado de cosas y el acontecimiento. A título de concepto y como acontecimiento, la revolución es autorreferencial o goza de una autoposición que se deja aprehender en un entusiasmo inmanente sin que nada en los estados de cosas o en la vivencia pueda debilitarla, ni las decepciones de la razón. La revolución es la desterritorialización absoluta en el punto mismo en el que ésta apela a la tierra nueva, al pueblo nuevo. 
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La desterritorialización absoluta no se efectúa sin una reterritorialización. La filosofía se reterritorializa en el concepto. El concepto no es objeto, sino territorio. No tiene un Objeto, sino un territorio. Precisamente, en calidad de tal, posee una forma pretérita, presente y tal vez futura. La filosofía moderna se reterritorializa en Grecia en tanto que forma de su propio pasado. Quienes más han vivido la relación con Grecia como una relación personal son sobre todo los filósofos alemanes. Pero, precisamente, se sentían como el reverso o lo contrario de los griegos, la inversa simétrica: los griegos en efecto dominaban el plano de inmanencia que construían desbordantes de entusiasmo y arrebatados, pero tenían que buscar con qué conceptos llenarlo, para no caer de nuevo en las figuras de Oriente; mientras que nosotros tenemos conceptos, creemos tenerlos, tras tantos siglos de pensamiento occidental, pero no sabemos muy bien dónde ponerlos, porque carecemos de auténtico plano, debido a lo distraídos que estamos por la trascendencia cristiana. Resumiendo, en su forma pretérita, el concepto es lo que todavía no estaba. Nosotros, actualmente, tenemos los conceptos, pero los griegos todavía no los tenían; ellos tenían el plano, que nosotros ya no tenemos. Por este motivo los griegos de Platón contemplan el concepto como algo que está todavía muy lejos y muy arriba, mientras que nosotros tenemos el concepto, lo tenemos en la mente de forma innata, basta con reflexionar. Es lo que Hölderlin expresaba tan profundamente: lo «natal» de los griegos es nuestro «ajeno», lo que tenemos que adquirir, mientras que por el contrario nuestro natal los griegos tenían que adquirirlo como su ajeno. O bien Schelling: los griegos vivían y pensaban en la Naturaleza, pero dejaban el Espíritu en los «misterios», mientras que nosotros vivimos, sentimos y pensamos en el Espíritu, en la reflexión, pero dejamos la Naturaleza en un profundo misterio alquímico que no cesamos de profanar. El autóctono y el foráneo ya no se separan como dos personajes diferenciados, sino que se re parten como un único y mismo personaje doble que se desdobla a su vez en dos versiones, presente y pretérita: lo que era autóctono se vuelve foráneo, lo que era foráneo se vuelve autóctono. Hölderlin apela con todas sus fuerzas a una «sociedad de amigos» como condición del pensamiento, pero es como si esta sociedad hubiese atravesado una catástrofe que cambiase la naturaleza de la amistad. Nos reterritorializamos en los griegos, pero en función de lo que todavía no tenían ni eran, de tal modo que los reterritorializamos en nosotros mismos.
Así pues, la reterritorialización filosófica también tiene una forma presente. ¿Cabe decir que la filosofía se reterritorializa en el Estado democrático moderno y en los derechos del hombre? Pero, porque no existe ningún Estado democrático universal, este movimiento implica la particularidad de un Estado, de un derecho, o el espíritu de un pueblo capaz de expresar los derechos del hombre en «su» Estado, y de perfilar la sociedad moderna de los hermanos. Efectivamente, no sólo el filósofo tiene una nación, en tanto que hombre, sino que la filosofía se reterritorializa en el Estado nacional y en el espíritu del pueblo (las más de las veces en el Estado y en el pueblo del filósofo, pero no siempre). Así fundó Nietzsche la geofilosofía, tratando de determinar los caracteres de la filosofía francesa, inglesa y alemana. Pero ¿por qué únicamente tres países fueron colectivamente capaces de producir filosofía en el mundo capitalista? ¿Por qué no España, por qué no Italia? Italia en particular presentaba un conjunto de ciudades desterritorializadas y un poderío marítimo capaces de renovar las condiciones de un «milagro», y marcó el inicio de una filosofía inigualable, pero que abortó, y cuya herencia se transfirió más bien a Alemania (con Leibniz y Schelling). Tal vez se encontraba España demasiado sometida a la Iglesia, e Italia demasiado «próxima» de la Santa Sede; lo que espiritualmente salvó a Alemania y a Inglaterra fue tal vez la ruptura con el catolicismo, y a Francia el galicanismo... Italia y España carecían de un «medio» para la filosofía, con lo que sus pensadores seguían siendo unas «cometas», y además estos países estaban dispuestos a quemar a sus cometas. Italia y España fueron los dos países occidentales capaces de desarrollar con mucha fuerza el concettismo, es decir ese compromiso católico del concepto y de la figura, que poseía un gran valor estético pero disfrazaba la filosofía, la desviaba bacia una retórica e impedía una posesión plena del concepto.
La forma presente se expresa así: ¡tenemos los conceptos! Mientras que los griegos no los «tenían» todavía, y los contemplaban de lejos, o los presentían: de ahí deriva la diferencia entre la reminiscencia platónica y el innatismo cartesiano o el a priori kantiano. Pero la posesión del concepto no parece coincidir con la revolución, el Estado democrático y los derechos del hombre. Si bien es cierto que en América la influencia filosófica del pragmatismo, tan poco conocido en Francia, está en continuidad con la revolución democrática de la nueva sociedad de hermanos, no sucede lo mismo con la edad de oro de la filosofía francesa en el siglo XVII, ni con la de Inglaterra en el siglo XVIII, ni con la de Alemania en el siglo XIX. Pero esto tan sólo significa que la historia de los hombres y la historia de la filosofía no tienen el mismo ritmo. Y la filosofía francesa invoca ya una república de los espíritus y una capacidad de pensar como «lo más extendido» que acabará expresándose en un cogito revolucionario; Inglaterra no reflexionará sin cesar sobre su experiencia revolucionaria, y será la primera en preguntar por qué las revoluciones suelen acabar tan mal en los hechos, cuando tanto prometen en espíritu. Inglaterra, América y Francia se sienten como las tres tierras de los derechos del hombre. En lo que a Alemania respecta, nunca dejará por su lado de reflexionar sobre la Revolución francesa como lo que ella misma no puede hacer (carece de ciudades suficientemente desterritorializadas, soporta el peso de un entorno territorial, el Land). Pero se impone la tarea de pensar lo que no se puede hacer. En cada caso, la filosofía encuentra dónde reterritorializarse en el mundo moderno conforme al espíritu de un pueblo y a su concepción del derecho. Así pues, la historia de la filosofía está marcada por unos caracteres nacionales, o mejor dicho nacionalitarios, que son como «opiniones» filosóficas. 



El lector se remitirá a las líneas iniciales del prefacio de la primera edición de ia Crítica de la razón pura: «El terreno en el que se libran los combates se llama la Metafísica... Al principio, bajo el reinado de los dogmáticos, su poder era despótico. Pero como su legislación todavía llevaba ia impronta de la antigua barbarie, esta metafísica se sumió poco a poco, a raíz de guerras intestinas, en una total anarquía, y los escépticos, una especie de nómadas a quienes horroriza establecerse definitivamente en una tierra, rompían de tanto en tanto el vínculo social. Sin embargo, como felizmente eran poco numerosos, no pudieron impedir que sus adversarios siempre volvieran a tratar, aunque de hecho sin ningún plan concertado entre ellos de antemano, de restablecer este vínculo quebrado...» Y respecto a la isla de fundación, el importante texto de «La analítica de los principios», al principio del capítulo III. Las Críticas no implican únicamente una «historia», sino sobre todo una geografía de la Razón, según la cual se distingue un «campo», un «territorio» y un «ámbito» del concepto (Crítica del juicio, introducción, párrafo 2). Jean-Clet Martin ha llevado a cabo un hermoso análisis de esta geografía de la Razón pura en Kant: Variations, de próxima publicación. ses nomadizan sobre la antigua tierra griega fracturada, fractalizada, extendida a todo el universo. Ni tan sólo cabe decir que posean los conceptos, como los franceses o los alemanes; pero los adquieren, sólo creen en lo adquirido. No porque todo provenga de los sentidos, sino porque se adquiere un concepto habitando, plantando la tienda, contrayendo una costumbre. En la trinidad Fundar-Cons-truir-Habitar, los franceses construyen, y los alemanes fundan, pero los ingleses habitan. Les basta con una tienda. Tienen de la costumbre una concepción extraordinaria: se adquieren costumbres contemplando, y contrayendo lo que se contempla. La costumbre es creadora. La planta contempla el agua, la tierra, el nitrógeno, el carbono, los cloruros y los sulfatos, y los contrae para adquirir su propio concepto, y llenarse de él (enjoyment). El concepto es una costumbre adquirida contemplando los elementos de los que se procede (de ahí el carácter griego tan especial de la filosofía inglesa, su neoplatonismo empírico). Todos somos contemplaciones, por lo tanto costumbres. Yo es una costumbre. Donde hay concepto hay costumbre, y las costumbres se hacen y se deshacen en el plano de la inmanencia de la conciencia radical: son las «convenciones». Por este motivo la filosofía inglesa es una creación libre y salvaje de conceptos. Partiendo de una proposición determinada, ¿a qué convención remite, qué costumbre constituye su concepto? Esta es la pregunta del pragmatismo. El derecho inglés es consuetudinario o convencional, como el francés lo es contractual (sistema deductivo), y el alemán institucional (totalidad orgánica). Cuando la filosofía se reterritorializa en el Estado de derecho, el filósofo se vuelve profesor de filosofía, pero el alemán lo es por institución y fundamento, el francés por contrato, y el inglés sólo por convención.




Si no existe un Estado democrático universal, a pesar de los sueños de fundación de la filosofía alemana, es debido a que lo único que es universal en el capitalismo es el mercado. Por oposición a los imperios arcaicos que procedían a unas sobrecodificaciones trascendentes, el capitalismo funciona como una axiomática inmanente de flujos descodificados (flujos de dinero, de trabajo, de productos...). Los Estados nacionales ya no son paradigmas de sobrecodificación, sino que constituyen los «modelos de realización» de esta axiomática inmanente. En una axiomática, los modelos no remiten a una trascendencia, al contrario. Es como si la desterritorialización de los Estados moderara la del capital, y proporcionara a éste las reterritorializaciones compensatorias. Ahora bien, los modelos de realización pueden ser muy variados (democráticos, dictatoriales, totalitarios...), pueden ser realmente heterogéneos, y no por ello son menos isomorfos en relación con el mercado mundial, en tanto que éste no sólo supone, sino que produce desigualdades de desarrollo determinantes. Debido a ello, como se ha destacado con frecuencia, los Estados democráticos están tan vinculados -y comprometidos- con los Estados dictatoriales que la defensa de los derechos del hombre tiene que pasar necesariamente por la crítica interna de toda democracia. Todo demócrata es también «el otro Tartufo» de Beaumarchais, el Tartufo humanitario como decia Péguy. Ciertamente, no hay motivo para considerar que ya no podemos pensar después de Auschwitz, y que todos somos responsables del nazismo, en una culpabilidad enfermiza que sólo afectaría por lo demás a las víctimas. Primo Levi dice: no conseguirán que tomemos a las víctimas por verdugos. Pero lo que el nazismo y los campos nos inspiran, dice, es mucho más o mucho menos: «la vergüenza de ser un hombre» (porque hasta los supervivientes tuvieron que pactar, que comprometerse...). No son sólo nuestros Estados, es cada uno de nosotros, cada demócrata, quien resulta no responsable del nazismo, sino mancillado por él. Se produce una catástrofe en efecto, pero la catástrofe consiste precisamente en que la sociedad de los hermanos o de los amigos ha atravesado una prueba de tal calibre que éstos ya no pueden mirarse unos a otros, o cada cual a sí mismo, sin una «fatiga», tal vez una desconfianza, que se convierten en movimientos infinitos del pensamiento que no suprimen la amistad pero le dan su tono moderno, y sustituyen la mera «rivalidad» de los griegos. Ya no somos griegos, y la amistad ya no es la misma: Blanchot, Mascólo han vislumbrado la importancia de esta mutación para el propio pensamiento.
Los derechos del hombre son axiomas: pueden coexistir con muchos más axiomas en el mercado -particularmente en lo que a la seguridad de la propiedad se refiere— que los ignoran o los dejan en suspenso mucho más aún de lo que los contradicen: «la mezcla impura o la vecindad impura», decía Nietzsche. ¿Quién puede mantener y gestionar la miseria, y la desterritorialización-reterritorialización del chabolismo, salvo unas policías y unos ejércitos poderosos que coexisten con las democracias? ¿Qué socialdemocracia no ha dado la orden de disparar cuando la miseria sale de su territorio o gueto? Los derechos no salvan a los hombres, ni a una filosofía que se reterritorializa en el Estado democrático. Y mucha ingenuidad, o mucha perfidia, precisa una filosofía de la comunicación que pretende restaurar la sociedad de los amigos o incluso de los sabios formando una opinión universal como «consenso» capaz de moralizar las naciones, los Estados y el mercado. Nada dicen los derechos del hombre sobre los modos de existencia inmanentes del hombre provisto de derechos. Y la vergüenza de ser un hombre no sólo la experimentamos en las situaciones extremas descritas por Primo Levi, sino en condiciones insignificantes, ante la vileza y la vulgaridad de la existencia que acecha a las democracias, ante la propagación de estos modos de existencia y de pensamiento-para-el-mer-cado, ante los valores, los ideales y las opiniones de nuestra época. La ignominia de las posibilidades de vida que se nos ofrecen surge de dentro. No nos sentimos ajenos a nuestra época, por el contrario contraemos continuamente con ella compromisos vergonzosos. Este sentimiento de vergüenza es uno de los temas más poderosos de la filosofía. No somos responsables de las víctimas, sino ante las víctimas. Y no queda más remedio que hacer el animal (gruñir, escarbar, reír sarcásticamente, convulsionarse) para librarse de lo abyecto: el propio pensamiento está a veces más cerca de un animal moribundo que de un hombre vivo, incluso demócrata.


Aunque la filosofía se reterritorialice en el concepto, no por ello halla su condición en la forma presente del Estado democrático, o en un cogito de comunicación más dudoso aún que el cogito de reflexión. No carecemos de comunicación, por el contrario nos sobra, carecemos de creación. Carecemos de resistencia al presente. La creación de conceptos apela en sí misma a una forma futura, pide una tierra nueva y un pueblo que no existe todavía. La europeización no constituye un devenir, constituye únicamente la historia del capitalismo que impide el devenir de los pueblos sometidos. El arte y la filosofía se unen en este punto, la constitución de una tierra y de un pueblo que faltan, en tanto que correlato de la creación. No son los autores populistas sino los más aristocráticos los que reclaman este futuro. Este pueblo y esta tierra no se encontrarán en nuestras democracias. Las democracias son mayorías, pero un devenir es por naturaleza lo que se sustrae siempre a la mayoría. La posición de muchos autores respecto a la democracia es compleja, ambigua. El caso Heidegger ha complicado más las cosas: ha hecho falta que un gran filósofo se reterritorializara efectivamente en el nazismo para que los comentarios más sorprendentes se opongan, ora para poner en tela de juicio su filosofía, ora para absolverle en nombre de unos argumentos tan complicados y rebuscados que uno se queda dubitativo. No siempre es fácil ser heideggeriano. Se comprendería mejor que un gran pintor, un gran músico se sumieran de este modo en la ignominia (pero precisamente no lo hicieron). Tenía que ser un filósofo, como si la ignominia tuviera que entrar en la filosofía misma. Pretendió alcanzar a los griegos a través de los alemanes en el peor momento de su historia: ¿hay algo peor, decía Nietzsche, que encontrarse ante un alemán cuando se esperaba a un griego? ¿Cómo no iban los conceptos (de Heidegger) a estar intrínsecamente mancillados por una reterritorialización abyecta? Salvo que todos los conceptos no comporten esta zona gris y de indiscernibilidad en la que los luchadores se enredan durante unos instantes en el suelo, y en la que la mirada cansada del pensador confunde a uno con otro: no sólo confunde al alemán con un griego, sino a un fascista con un creador de existencia y de libertad. Heidegger se perdió por las sendas de la reterritorialización, pues se trata de caminos sin balizas ni parapetos. Tal vez aquel estricto profesor estuviera más loco de lo que parecía. Se equivocó de pueblo, de tierra, de sangre. Pues la raza llamada por el arte o la filosofía no es la que se pretende pura, sino una raza oprimida, bastarda, inferior, anárquica, nómada, irremediablemente menor, aquellos a los que Kant excluía de los caminos de la nueva Crítica... Artaud decía: escribir para los analfabetos, hablar para los afásicos, pensar para los acéfalos. ¿Pero qué significa «para»? No es «dirigido a...», ni siquiera «en lugar de...». Es «ante». Se trata de una cuestión de devenir. El pensador no es acéfalo, afásico o analfabeto, pero lo deviene. Deviene indio, no acaba de devenirlo, tal vez «para que» el indio que es indio devenga él mismo algo más y se libere de su agonía. Se piensa y se escribe para los mismísimos animales. Se deviene animal para que el animal también devenga otra cosa. La agonía de una rata o la ejecución de un ternero permanecen presentes en el pensamiento, no por piedad, sino como zona de intercambio entre el hombre y el animal en la que algo de uno pasa al otro. Es la relación constitutiva de la filosofía con la no filosofía. El devenir siempre es doble, y este doble devenir es lo que constituye el pueblo venidero y la tierra nueva. La filosofía tiene que devenir no filosofía, para que la no filosofía devenga la tierra y el pueblo de la filosofía. Hasta un filósofo tan bien considerado como el obispo Berkeley repite sin cesar: nosotros los irlandeses, el populacho... El pueblo es interior al pensador porque es un «devenir-pueblo» de igual modo que el pensador es interior al pueblo, en tanto que devenir no menos ilimitado. El artista o el filósofo son del todo incapaces de crear un pueblo, sólo pueden llamarlo con todas sus fuerzas. Un pueblo sólo puede crearse con sufrimientos abominables, y ya no puede ocuparse más de arte o de filosofía. Pero los libros de filosofía y las obras de arte también contienen su suma inimaginable de sufrimiento que hace presentir el advenimiento de un pueblo. Tienen en común la resistencia, la resistencia a la muerte, a la servidumbre, a lo intolerable, a la vergüenza, al presente.
La desterritorialización y la reterritorialización se cruzan en el doble devenir. Apenas se puede ya distinguir lo autóctono de lo foráneo, porque el forastero deviene autóctono junto al otro que no lo es, al mismo tiempo que el autóctono deviene forastero, a sí mismo, a su propia clase, a su propia nación, a su propia lengua: hablamos la misma lengua, y sin embargo no le comprendo. Devenir forastero respecto a uno mismo, y a su propia lengua y nación, ¿no es acaso lo propio del filósofo y de la filosofía, su «estilo», lo que se llama un galimatías filosófico? Resumiendo, la filosofía se reterritorializa tres veces, una vez en el pasado en los griegos, una vez en el presente en el Estado democrático, una vez en el futuro en el pueblo nuevo y en la tierra nueva. Los griegos y los demócratas se deforman singularmente en este espejo del futuro.


La utopía no es un buen concepto porque, incluso cuando se opone a la Historia, sigue refiriéndose a ella e inscribiéndose en ella como ideal o motivación. Pero el devenir es el concepto mismo. Nace en la Historia, y se sume de nuevo en ella, pero no le pertenece. No tiene en sí mismo principio ni fin, sólo mitad. Así, resulta más geográfico que histórico. Así son las revoluciones las sociedades de amigos, sociedades de resistencia, pues crear es resistir: meros devenires, meros acontecimientos en un plano de inmanencia. Lo que la Historia aprehende del acontecimiento es su efectuación en unos estados de cosas o en la vivencia, pero el acontecimiento en su devenir, en su consistencia propia, en su autoposición como concepto, es ajeno a la Historia. Los tipos psicosociales son históricos, pero los personajes conceptuales son acontecimientos. Ora envejecemos siguiendo la Historia, y con ella ora nos hacemos viejos en un acontecimiento muy discreto (tal vez el mismo acontecimiento que permite plantear el problema «¿qué es la filosofía»?). Y lo mismo sucede con quienes mueren jóvenes, existen varias maneras de morir de este modo. Pensar es experimentar, pero la experimentación es siempre lo que se está haciendo: lo nuevo, lo destacable, lo interesante, que sustituyen a la apariencia de verdad y que son más exigentes que ella. Lo que se está haciendo no es lo que acaba, aunque tampoco es lo que empieza. La historia no es experimentación, es sólo el conjunto de condiciones casi negativas que ha cen posible la experimentación de algo que es ajeno a la historia. Sin la historia, la experimentación permanecería indeterminada, incondicionada, pero la experimentación no es histórica, es filosófica.


Ejemplo: IX
Péguy explica en un gran libro de filosofía que hay dos maneras de considerar el acontecimiento, una que consiste en recorrer el acontecimiento, y en registrar su efectuación en la historia, su condicionamiento y su pudrimiento en la historia, y otra que consiste en recapitular el acontecimiento, en instalarse en él como en un devenir, en rejuvenecer y envejecer dentro de él a la vez, en pasar por todos sus componentes o singularidades. Puede que nada cambie o parezca cambiar en la historia, pero todo_eambia en el acontecimiento, y nosotros cambiamos en el acontecimiento: «No hubo nada. Y un problema del cual no se vislumbraba el final, un problema sin salida... de repente deja de existir y uno se pregunta de qué se hablaba»; el problema pasó a otros problemas; «no hubo nada y nos encontramos en un pueblo nuevo, en un mundo nuevo, en un hombre nuevo». Ya no se trata de algo histórico, ni tampoco de algo eterno, dice Péguy, se trata de lo Internal. He aquí un nombre que Péguy tuvo que crear para designar un concepto nuevo, y los componentes, las intensidades de este concepto. No se trata acaso de algo parecido a lo que un pensador alejado de Péguy había designado con el nombre de Intempestivo o de Inactual: la nebulosa no histórica que nada tiene que ver con lo eterno, el devenir sin el cual nada sucedería en la historia, pero que no se confunde con ella. Por debajo de los griegos y de los Estados, lanza un pueblo, una tierra, como la flecha y el disco de un mundo nuevo que no acaba, siempre haciéndose: «actuar contra el tiempo, y de este modo sobre el tiempo, a favor(lo espero) de un tiempo venidero». Actuar contra el pasado, y de este modo sobre el presente, a favor (lo espero) de un porvenir, pero el porvenir no es un futuro de la historia, ni siquiera utópico, es el infinito Ahora, el Nun que Platón ya distinguía de todo presente, lo Intensivo o lo Intempestivo, no un instante, sino un devenir. ¿No se trata acaso una vez más de lo que Foucault llamaba lo Actual} ¿Pero cómo iba este concepto a recibir ahora el nombre de actual mientras que Nietzsche lo llamaba inactual? Resulta que, para Foucault, lo que cuenta es la diferencia del presente y lo actual. Lo nuevo, lo interesante, es lo actual. Lo actual no es lo que somos, sino más bien lo que devenimos, lo que estamos deviniendo, es decir el Otro, nuestro de-venir-otro. El presente, por el contrario, es lo que somos y, por ello mismo, lo que estamos ya dejando de ser. No sólo tenemos que distinguir la parte del pasado y la del presente, sino, más profundamente, la del presente y la de lo actual. No porque lo actual sea la prefiguración incluso utópica de un porvenir de nuestra historia todavía, sino porque es el ahora de nuestro devenir. Cuando Foucault admira a Kant por haber planteado el problema de la filosofía no con relación a lo eterno sino con relación al Ahora, quiere decir que el objeto de la filosofía no consiste en contemplar lo eterno, ni en reflejar la historia, sino en diagnosticar nuestros devenires actuales: un devenir-revolucionario que, según el propio Kant, no se confunde con el pasado, ni el presente, ni el futuro de las revoluciones. Un devenir-democrático que no se confunde con lo que son los Estados de derecho, o incluso un devenir-griego que no se confunde con lo que fueron los griegos. Diagnosticar los devenires en cada presente que pasa es lo que Nietzsche asignaba al filósofo en tanto que médico, «médico de la civilización» o inventor de nuevos modos de existencia inmanente. La filosofía eterna, pero también la historia de la filosofía, abre paso a un devenir-filosófico. ¿Qué devenires nos atraviesan hoy, que se sumen de nuevo en la historia pero que no proceden de ella, o más bien que sólo proceden para salirse de ella? Lo Internal, lo Intempestivo, lo Actual, he aquí tres ejemplos de conceptos en filosofía; conceptos ejemplares... Y si hay uno que llama Actual a lo que otro llamaba Inactual, sólo es en función de una cifra del concepto, en función de sus proximidades y componentes cuyos leves desplazamientos pueden acarrear, como decía Péguy, la modificación de un problema (lo Temporalmente -eterno en Péguy, la Eternidad del devenir según Nietzsche, el Afuera-interior con Foucault).


Ver capitulos anteriores:



Libro: Gilles Deleuze - Felix Guattari 
(Qu'est-ce que la philosophie? - ¿Que es la filosofía?)
Ed: Anagrama