miércoles, 5 de mayo de 2010

Cultura & Sociedad - ( 1 )

...Herbert Marcuse

Acerca del carácter afirmativo de la cultura...

La doctrina de que todo conocimiento humano, por su propio sentido, está referido a la praxis fue uno de los elementos fundamentales de la filosofía antigua. aristóteles pensaba que las verdades conocidas debían conducir a la praxis tanto en la experiencia cotidiana, como en las artes y las ciencias. los hombres necesitan en su lucha por la existencia del esfuerzo del conocimiento, de la búsqueda de la verdad, porque a ellos no les está revelado de manera inmediata lo que es bueno, conveniente y justo. el artesano y el comerciante, el capitán y el médico, el jefe militar y el hombre de estado -todos deben poseer el conocimiento adecuado para sus especialidades, a fin de poder actuar de acuerdo con las exigencias de la respectiva situación.

Aristóteles sostiene el carácter práctico de todo conocimiento, pero establece una diferencia importante entre los conocimientos. Los ordena según una escala de valores que se extiende desde el saber funcional de las cosas necesarias de la vida cotidiana hasta el conocimiento filosófico que no tiene ningún fin fuera de sí mismo, sino que se lo cultiva por sí mismo y es el que ha de proporcionar la mayor felicidad a los hombres. Dentro de esta escala hay una separación fundamental: entre lo necesario y útil por una parte y lo “bello” por otra. “Pero toda la vida está dividida en ocio y trabajo, en guerra y paz, y las actividades se dividen en necesarias, en útiles y bellas.”(1) Al no ponerse en tela de juicio esta división, y al consolidarse de esta manera la “teoría pura”, conjuntamente con los otros ámbitos de lo bello, como actividad independiente al lado y por encima de las demás actividades, se quiebra la pretensión originaria de la filosofía, es decir, la organización de la praxis según las verdades conocidas. La división entre lo funcional y necesario, y lo bello y placentero, es el comienzo de un proceso que deja libre el campo para el materialismo de la praxis burguesa por una parte, y por la otra, para la satisfacción de la felicidad y del espíritu en el ámbito exclusivo de la “cultura”.

Entre las razones que suelen darse para referir el conocimiento supremo y el placer supremo a la teoría pura y desinteresada, reaparece siempre este argumento. El mundo de lo necesario, del orden de la vida cotidiana es inestable, inseguro, no libre -no sólo fáctica, sino esencialmente. El manejo de los bienes materiales no es nunca obra exclusiva de la laboriosidad y del saber humanos. La casualidad domina en este campo. El individuo que haga depender su objetivo supremo, su felicidad, de estos bienes, se transforma en esclavo de los hombres y de las cosas, que escapan a su poder, entrega su libertad. La riqueza y el bienestar no se logran y conservan por su decisión autónoma, sino por el favor cambiante de situaciones imprevisibles. Por consiguiente, el hombre somete su existencia a un fin situado fuera de sí mismo. El que un fin exterior sea el único que preocupa y esclaviza al hombre, presupone ya una mala ordenación de las relaciones materiales de la vida, cuya reproducción está reglada por la anarquía de los intereses sociales opuestos, un orden en el que la conservación de la existencia general no coincide con la felicidad y la libertad de los individuos. En la medida en que la filosofía se preocupa por la felicidad de los hombres -y la teoría clásica antigua considera que la eudemonia es el bien supremo- no puede buscarla en las formas materiales de vida existentes: tiene que trascender su facticidad.

Esta trascendencia es asunto de la metafísica, de la teoría del conocimiento, de la ética y también de la psicología. Al igual que el mundo exterior, el alma humana se divide en una esfera superior y otra inferior; entre los dos polos de la sensibilidad y de la razón se desenvuelve la historia del alma. La valoración negativa de la sensibilidad obedece a los mismos motivos que los del mundo material, por ser un campo de anarquía, de inestabilidad y de falta de libertad. El placer sensible no es malo en sí mismo; es malo porque -al igual que las actividades inferiores del hombre- se sitúa en un orden malo. Las “partes inferiores del alma” atan al hombre al afán de ganancias y posesión, de compra y venta; lo conducen “a no preocuparse por nada que no sea la posesión del dinero y de lo que está relacionado con él”.(2) Por esto Platón llama a la parte apetitiva del alma, aquella que se dirige al placer sensible, también la amante del dinero, porque los apetitos de este tipo son satisfechos principalmente mediante el dinero.”(3)

En todas las clasificaciones ontológicas del idealismo antiguo, está presente la inferioridad de una realidad social en la cual la praxis no incluye el conocimiento de la verdad acerca de la existencia humana. El mundo de lo verdadero, de lo bueno y de lo bello es un mundo “ideal”, en la medida en que se encuentra más allá de las relaciones de vida existentes, más allá de una forma de existencia en la cual la mayoría de los hombres trabajan como esclavos o pasan su vida dedicados al comercio y sólo una pequeña parte tiene la posibilidad de ocuparse de aquello que va más allá de la mera preocupación por la obtención y la conservación de lo necesario. Cuando la reproducción de la vida material se realiza bajo el imperio de la mercancía, creando continuamente la miseria de la sociedad de clases, lo bueno, lo bello y lo verdadero trascienden a esta vida. Y si de esta manera se produce todo aquello que es necesario para la conservación y garantía de la vida material, naturalmente todo lo que está por encima de ella es “superfluo”. Aquello que verdaderamente interesa a los hombres: las verdades supremas, los bienes y las alegrías supremas están separados por un abismo de sentido, de lo que es necesario, y por consiguiente son un “lujo”. Aristóteles no ocultó esta situación. La ciencia primera” cuyo objeto es el bien supremo y el placer supremo, es obra del ocio de algunos pocos para quienes las necesidades vitales están aseguradas suficientemente. La “teoría pura” como profesión es patrimonio de una élite, está vedada a la mayor parte de la humanidad, por férreas barreras sociales. Aristóteles no sostenía que lo bueno, lo bello y lo verdadero fueran valores universalmente válidos y universalmente obligatorios, que “desde arriba” debieran penetrar e iluminar el ámbito de lo necesario, del orden material de la vida. Sólo cuando se pretende esto, se crea el concepto de cultura, que constituye un elemento fundamental de la praxis y de la concepción del mundo burguesas. La teoría antigua cuando habla de la superioridad de las verdades situadas por encima de lo necesario se refiere también a lo socialmente “superior”: las clases superiores son las depositarias de estas verdades. Esta teoría contribuye por otra parte a afianzar el poder social de estas clases, cuya “profesión” consiste en hacerse cargo de las verdades supremas.

La teoría clásica llega con la filosofía aristotélica precisamente al punto en donde el idealismo capitula ante las contradicciones sociales, expresando estas contradicciones como situaciones ontológicas. La filosofía platónica combatía aun el orden de la vida en la sociedad comercial de Atenas. El idealismo de Platón está imbuido de motivos de crítica social. Aquello que visto desde las ideas se presenta como facticidad es el mundo material, en el que los hombres y las cosas se enfrentan como mercancías. El orden justo del alma es destruido por “la codicia de riqueza que reclama tanto del hombre que ya no le queda tiempo más que para preocuparse por sus bienes. Es ahí donde se halla su alma, de modo que no tiene más tiempo que para pensar en la ganancia cotidiana”.(4) Y el postulado fundamental del idealismo es que este mundo material ha de ser modificado y mejorado de acuerdo con las verdades obtenidas en el conocimiento de las ideas. La respuesta de Platón a este postulado es su programa de una nueva organización de la sociedad. En él se expresa cuáles son las raíces del mal. Platón exige, con respecto a las clases dirigentes, la supresión de la propiedad privada (también de las mujeres y niños) y la prohibición de ejercer el comercio. Pero este mismo programa pretende fundamentar y eternizar las contradicciones de la sociedad de clases en lo más profundo del ser humano: mientras que la mayor parte de los miembros de un estado está destinada, desde el comienzo hasta el fin de su existencia, a la triste tarea de procurar lo necesario para la vida, el placer de lo verdadero, de lo bueno y de lo bello queda reservado para una pequeña élite. Es verdad que Aristóteles todavía hace desembocar la ética en la política, pero la nueva organización de la sociedad ya no ocupa el lugar central en su filosofía. En la medida en que es más “realista” que Platón, su idealismo se vuelve más pasivo frente a las tareas históricas de la humanidad. Según Aristóteles, el verdadero filósofo ya no es, fundamentalmente, el verdadero político. La distancia entre facticidad e idea se vuelve más grande precisamente porque facticidad e idea son pensadas en una relación más estrecha. El aguijón del idealismo: la realización de la idea, se vuelve romo. La historia del idealismo es también la historia de su aceptación de lo existente.

Detrás de la separación ontológica y gnoseológica entre el mundo de los sentidos y el mundo de las ideas, entre sensibilidad y razón, entre lo necesario y lo bello se oculta no sólo el rechazo, sino también, en alguna medida, la defensa de una reprobable forma histórica de la existencia. El mundo material (es decir, las diversas formas que adoptan los distintos miembros “inferiores” de aquella relación) es, en sí mismo, mera materia, mera posibilidad, que está vinculada más al no-ser que al ser y que se vuelve realidad sólo en la medida en que participa del mundo “superior”. En todas sus formas, el mundo material es precisamente materia, elemento de algo diferente que le otorga valor. Toda la verdad, todo el bien y toda la belleza puede venirle sólo “desde arriba”: por obra y gracia de la idea. Y toda actividad del orden material de la vida es, por su propia esencia, falsa, mala, fea. Pero, a pesar de estas características, es tan necesaria como necesaria es la materia para la idea. La miseria de la esclavitud, la degradación de los hombres y de las cosas a mercancías, la tristeza y sordidez en las que se reproduce siempre el todo de las relaciones materiales de la existencia, están más allá del interés de la filosofía idealista porque no constituyen la realidad genuina, que es el objeto de esta filosofía. Debido a su inevitable materialidad, la praxis material queda liberada de la responsabilidad por lo verdadero, lo bello y lo bueno, que queda reservada para el quehacer teórico. La separación ontológica entre los valores ideales y los materiales trae como consecuencia la despreocupación idealista por todo aquello que está relacionado con los procesos materiales de la vida. Partiendo de una determinada forma histórica de la división social del trabajo y de la división de clases, se crea una forma eterna, metafísica de las relaciones entre lo necesario y lo bello, entre la materia y la vida.

En la época burguesa, la teoría de las relaciones entre lo necesario y lo bello, entre trabajo y placer, experimentó modificaciones fundamentales. Por lo pronto, desapareció la concepción según la cual la ocupación profesional con los valores supremos es patrimonio de una determinada clase social. Aquella concepción fue reemplazada por la tesis de la universalidad de la “cultura”. La teoría antigua había expresado con buena conciencia, que la mayoría de los hombres han de pasar su existencia preocupándose de aquello que es necesario para la vida, mientras que sólo una pequeña parte podría dedicarse al placer y la verdad. Pero a pesar de que la situación no se ha modificado, esta buena conciencia ya no existe. La libre competencia enfrenta a los individuos como compradores y vendedores del trabajo. El carácter puramente abstracto al que han sido reducidos los hombres en sus relaciones sociales, se extiende también al manejo de los bienes ideales. Ya no puede ser verdad que unos hayan nacido para el trabajo y otros para el ocio, unos para lo necesario y otros para lo bello. Si la relación del individuo con el mercado es inmediata (dado que las características y necesidades personales sólo tienen importancia como mercancías), también lo es su relación con Dios, con la belleza, con lo bueno y con la verdad. En tanto seres abstractos, todos los hombres deben tener igual participación en estos valores. Así como en la praxis material se separa el producto del productor y se lo independiza bajo la forma general del “bien”, así también en la praxis cultural se consolida la obra, su contenido, en un “valor” de validez universal. La verdad de un juicio filosófico, la bondad de una acción moral, la belleza de una obra de arte deben, por su propia esencia, afectar, obligar y agradar a todos. Sin distinción de sexo y de nacimiento, sin que interese su posición en el proceso de producción, todos los individuos tienen que someterse a los valores culturales. Tienen que incorporarlos a su vida, y dejar que ellos penetren e iluminen su existencia. “La civilización” recibe su alma de la “cultura”.



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No se considerarán aquí los distintos intentos de definir el concepto de cultura. Hay un concepto de cultura que para la investigación social puede ser un instrumento importante porque a través de él se expresa la vinculación del espíritu con el proceso histórico de la sociedad. Este concepto se refiere al todo de la vida social en la medida en que en él tanto el ámbito de la reproducción ideal (cultura en sentido restringido, el “mundo espiritual”), como el de la reproducción material (la “civilización”) constituyen una unidad histórica, diferenciable y aprehensible.(5) Hay, sin embargo, otra aplicación muy difundida del concepto de cultura según el cual el mundo espiritual es abstraído de una totalidad social y de esta manera se eleva la cultura a la categoría de un (falso) patrimonio colectivo y de una (falsa) universalidad. Este segundo concepto de cultura (acuñado en expresiones tales como “cultura nacional”, “cultura germana”, o “cultura latina”) contrapone el mundo espiritual al mundo material, en la medida en que contrapone la cultura en tanto reino de los valores propiamente dichos y de los fines últimos, al mundo de la utilidad social y de los fines mediatos. De esta manera, se distingue entre cultura y civilización y aquélla queda sociológica y valorativamente alejada del proceso social.(6) Esta concepción ha surgido en el terreno de una determinada forma histórica de la cultura que en adelante será denominada cultura afirmativa. Bajo cultura afirmativa se entiende aquella cultura que pertenece a la época burguesa y que a lo largo de su propio desarrollo ha conducido a la separación del mundo anímico-espiritual, en tanto reino independiente de los valores, de la civilización, colocando a aquél por encima de ésta. Su característica fundamental es la afirmación de un mundo valioso, obligatorio para todos, que ha de ser afirmado incondicionalmente y que es eternamente superior, esencialmente diferente del mundo real de la lucha cotidiana por la existencia, pero que todo individuo “desde su interioridad”, sin modificar aquella situación fáctica, puede realizar por sí mismo. Sólo en esta cultura las actividades y objetos culturales obtienen aquella dignidad que los eleva por encima de lo cotidiano: su recepción se convierte en un acto de sublime solemnidad. Aunque sólo recientemente la distinción entre civilización y cultura se ha convertido en herramienta terminológica de las ciencias del espíritu, la situación que ella expresa es, desde hace tiempo, característica de la praxis vital y de la concepción del mundo de la época burguesa. “Civilización y cultura” no es simplemente una traducción de la antigua relación entre lo útil y lo gratuito, entre lo necesario y lo bello. Al internalizar lo gratuito y lo bello y al transformarlos, mediante la cualidad de la obligatoriedad general y de la belleza sublime, en valores culturales de la burguesía, se crea en el campo de la cultura un reino de unidad y de libertad aparentes en el que han de quedar dominadas y apaciguadas la relaciones antagónicas de la existencia. La cultura afirma y oculta las nuevas condiciones sociales de vida.

Para la antigüedad el mundo de lo bello, situado más allá de lo necesario, era esencialmente un mundo de la felicidad, del placer. La teoría antigua no había aún comenzado a dudar que a los hombres lo que les interesa en este mundo es, en última instancia, su satisfacción terrenal, su felicidad. En última instancia, no en primer lugar. Lo primero es la lucha por la conservación y seguridad de la mera existencia. Debido al desarrollo precario de las fuerzas de producción dentro de la economía de la antigüedad, la filosofía no pensó jamás que la praxis material podía ser organizada de tal manera que en ella se creara tiempo y espacio para la felicidad. En el comienzo de todas las teorías idealistas se encuentra el temor de buscar la felicidad suprema en la praxis ideal: temor ante la inseguridad de todas las relaciones vitales, ante el “azar” del fracaso, de la dependencia, de la miseria, pero también temor ante la sociedad, ante el hastío, ante la envidia de lo hombres y de los dioses. El temor por la felicidad, que impulsó a la filosofía a separar lo bello de lo necesario, mantiene la exigencia de la felicidad en una esfera separada. La felicidad queda reservada a un ámbito exclusivo, para que al menos pueda existir. La felicidad es el placer supremo que el hombre ha de encontrar en el conocimiento filosófico de lo verdadero, lo bueno y lo bello. Sus características son las opuestas a las de la facticidad material: es lo permanente en el cambio, lo puro en lo impuro, lo libre en el reino de la necesidad.

El individuo abstracto, que con el comienzo de la época burguesa se presenta como el sujeto de la praxis, se transforma, en virtud de la nueva organización social, en portador de una nueva exigencia de felicidad. Ya no es el representante o delegado de generalidades superiores, sino que en tanto individuo particular debe él mismo hacerse cargo del cuidado de su existencia, de la satisfacción de sus necesidades, y situarse inmediatamente frente a su “determinación”, frente a sus fines y objetivos, sin la mediación social, eclesiástica y política del feudalismo. En la medida en que en este postulado se otorgaba al individuo un ámbito mayor de aspiraciones y satisfacciones individuales -un ámbito que la creciente producción capitalista comenzó a llenar con cada vez mayor cantidad de objetos de satisfacción posible bajo la forma de mercancías- la liberación burguesa del individuo significa la posibilitación de una nueva felicidad. Pero con esto desaparece inmediatamente su validez universal ya que la igualdad abstracta de los individuos se realiza en la producción capitalista como la desigualdad concreta: sólo una pequeña parte de los hombres posee el poder de adquisición necesario como para adquirir la cantidad de mercancía indispensable para asegurar su felicidad. La igualdad desaparece cuando se trata de las condiciones para la obtención de los medios. Para el proletariado campesino y urbano al que tuvo que recurrir la burguesía en su lucha contra el poder feudal, la igualdad abstracta sólo podía tener sentido como igualdad real. A la burguesía que había llegado al poder, le bastaba la igualdad abstracta para gozar de la libertad individual real y de la felicidad individual real: disponía ya de las condiciones materiales capaces de proporcionar estas satisfacciones. Precisamente, el atenerse a la igualdad abstracta era una de las condiciones del dominio de la burguesía que sería puesto en peligro en la medida en que se pasara de lo abstracto a lo concreto general. Por otra parte, la burguesía podía eliminar el carácter general de la exigencia: la necesidad de extender la igualdad a todos los hombres, sin denunciarse a sí misma y sin decir abiertamente a las clases dirigidas que no habría modificación alguna con respecto a la mejora de las condiciones de vida de la mayor parte de los hombres. Y a medida que la creciente riqueza social transformó en posibilidad real la realización efectiva de la exigencia general, esto se hizo cada vez más difícil, poniendo de manifiesto el contraste entre aquella riqueza y la creciente miseria de los pobres en la ciudad y en el campo. De esta manera, la exigencia se transforma en postulado, y su objeto, en una idea. El destino del hombre a quien le está negada la satisfacción general en el mundo material queda hipostasiado como ideal.

Los grupos sociales burgueses en ascenso habían fundamentado en la razón humana universal su exigencia de una nueva libertad social. A la fe en la eternidad de un orden restrictivo impuesto por Dios opusieron su fe en el progreso, en un futuro mejor. Pero la razón y la libertad no fueron más allá de los intereses de aquellos grupos cuya oposición a los intereses de la mayor parte de los hombres fue cada vez mayor. A las demandas acusadoras la burguesía dio una respuesta decisiva: la cultura afirmativa. Esta es, en sus rasgos fundamentales, idealista. A la penuria del individuo aislado responde con la humanidad universal, a la miseria corporal, con la belleza del alma, a la servidumbre extrema, con la libertad interna, al egoísmo brutal, con el reino de la virtud del deber. Si en la época de la lucha ascendente de la nueva sociedad, todas estas ideas habían tenido un carácter progresista destinado a superar la organización actual de la existencia, al estabilizarse el dominio de la burguesía, se colocan, con creciente intensidad, al servicio de la represión de las masas insatisfechas y de la mera justificación de la propia superioridad: encubren la atrofia corporal y psíquica del individuo.

Pero el idealismo burgués no es sólo una ideología: expresa también una situación correcta. Contiene no sólo la justificación de la forma actual de la existencia, sino también el dolor que provoca su presencia; no sólo tranquiliza ante lo que es, sino que también recuerda aquello que podría ser. El gran arte burgués, al crear el dolor y la tristeza como fuerzas eternas del mundo, quebró en el corazón de los hombres la resignación irreflexiva ante lo cotidiano. Al pintar con los brillantes colores de este mundo la belleza de los hombres, de las cosas y una felicidad supraterrenal, infundió en la base de la vida burguesa, conjuntamente con el mal consuelo y una bendición falsa, también una nostalgia real. Este arte, al elevar el dolor y la tristeza, la penuria y la soledad, a la categoría de fuerzas metafísicas, al oponer a los individuos entre sí y enfrentarlos con los Dioses, sin mediación social, en una pura inmediatez espiritual, contiene, en su exageración, una verdad superior: un mundo de este tipo sólo puede ser cambiado haciéndolo desaparecer. El arte burgués clásico alejó tanto sus formas ideales del acontecer cotidiano que los hombres que sufrían y esperaban en esta cotidianidad, sólo podían reencontrarse mediante un salto en un mundo totalmente diferente. De esta manera, el arte alimentó la esperanza de que la historia sólo hubiera sido hasta entonces la prehistoria de una existencia venidera. Y la filosofía tomó esta idea lo suficientemente en serio como para encargarse de su realización. El sistema de Hegel es la última protesta contra la humillación de la idea: contra el juego comercial con el espíritu como si fuera objeto que no tuviera nada que ver con la historia del hombre. Con todo, el idealismo sostuvo siempre que el materialismo de la praxis burguesa no representa la última etapa y que la humanidad debe ser conducida más allá de él. El idealismo pertenece a un estadio más avanzado del desarrollo que el positivismo tardío, que en su lucha contra las ideas metafísicas no sólo niega el carácter metafísico de estas últimas, sino también su contenido y se vincula inseparablemente al orden existente.

La cultura debe hacerse cargo de la pretensión de felicidad de los individuos. Pero los antagonismos sociales, que se encuentran en su base, sólo permiten que esta pretensión ingrese en la cultura, internalizada y racionalizada. En una sociedad que se reproduce mediante la competencia económica, la exigencia de que el todo social alcance una existencia más feliz es ya una rebelión: reducir al hombre al goce de la felicidad terrenal no significa reducirlo al trabajo material, a la ganancia, y someterlo a la autoridad de aquellas fuerzas económicas que mantienen la vida del todo. La aspiración de felicidad tiene una resonancia peligrosa en un orden que proporciona a la mayoría penuria, escasez y trabajo. Las contradicciones de este orden conducen a la idealización de esta aspiración. Pero la satisfacción verdadera de los individuos no se logra en una dinámica idealista que posterga siempre su realización o la convierte en el afán por lo no alcanzable. Sólo oponiéndose a la cultura idealista puede lograrse esta satisfacción; sólo oponiéndose a esta cultura resonará como exigencia universal. La satisfacción de los individuos se presenta como la exigencia de una modificación real de las relaciones materiales de la existencia, de una vida nueva, de una nueva organización del trabajo y del placer. De esta manera, influye en los grupos revolucionarios que desde el final de la Edad Media combaten las nuevas injusticias. Y mientras que el idealismo entrega la tierra a la sociedad burguesa y vuelve irrealizables sus propias ideas al conformarse con el cielo y con el alma, la filosofía materialista se preocupa seriamente por la felicidad y lucha por su realización en la historia. Esta conexión se ve claramente en la filosofía de la ilustración. “La falsa filosofía puede, al igual que la teología, prometernos una felicidad eterna y acunarnos en hermosas quimeras conduciéndonos a ellas, a costa de nuestra vida real o de nuestro placer. La verdadera filosofía, diferente y más sabia que aquélla, admite sólo una felicidad temporal; siembra las rosas y las flores en nuestra senda y nos enseña a recogerlas.”(7) La filosofía idealista admite también que de lo que se trata es de la felicidad del hombre. Sin embargo, la ilustración, en su polémica con el estoicismo, recoge precisamente aquella forma de la exigencia de felicidad que no cabe en el idealismo y que la cultura afirmativa no puede satisfacer: “¡y cómo no ser antiestoicos! Estos filósofos son severos, tristes, duros; nosotros seremos tiernos, alegres y amables. Ellos abstraen toda el alma de sus cuerpos; nosotros abstraeremos todo el cuerpo de nuestras almas. Ellos se muestran inaccesibles al placer y al dolor; nosotros estaremos orgullosos de sentir tanto el uno como el otro. Dirigidos a lo sublime, ellos se elevan por encima de lo acontecimientos y creen ser verdaderos hombres cuando precisamente dejan de serlo. Nosotros no dispondremos de aquello que nos domina; ello no regulará nuestras sensaciones: en la medida en que admitamos su dominio y nuestra servidumbre, intentaremos hacerlo agradable, convencidos de que precisamente aquí reside la felicidad de la vida; y por último, nos creeremos tanto más felices cuanto más hombres seamos, o tanto más dignos de la existencia cuanto más sintamos la naturaleza, la humanidad y todas las virtudes sociales; no reconoceremos ninguna otra vida más que la de este mundo.”(8)

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La cultura afirmativa recogió, con su idea de la humanidad pura, la exigencia histórica de la satisfacción general del individuo. “Si consideramos la naturaleza tal como la conocemos, según las leyes que en ella se encuentran, vemos que no hay nada superior a la humanidad en el hombre”,(9) en este concepto se resume todo aquello que está dirigido a la “noble educación del hombre para la razón y la libertad, para los sentidos e instintos más finos, para la salud más delicada y fuerte, para la realización y dominio de la tierra”.(10) Todas las leyes humanas y todas las formas de gobierno han de tener sólo un fin: “que cada uno, sin ser molestado por el prójimo, puedan ejercitar sus fuerzas y (…) un goce más hermoso y más libre de la vida.”(11) La realización suprema del hombre está vinculada a una comunidad de personas libres y razonables en la que cada una tiene las mismas posibilidades de desarrollo y satisfacción de todas sus fuerzas. El concepto de persona, que a través de la lucha contra las colectividades opresivas se ha mantenido vivo hasta hoy, abarca por encima de todas las contradicciones y convenciones sociales, a todos los individuos. Nadie libera al individuo de la carga de su existencia, pero nadie le prescribe lo que puede y debe hacer -nadie fuera de la “ley que se encuentra en su propio pecho”. “La naturaleza ha querido que el hombre produzca por sí mismo todo aquello que está más allá de la regulación mecánica de su existencia animal y que no pueda participar de ninguna felicidad o perfección que él mismo no haya creado, liberado del instinto, por su propia razón.”(12) Toda la riqueza y toda la pobreza proceden de él mismo y repercuten sobre él. Todo individuo se encuentra en relación inmediata consigo mismo: sin mediación terrenal o celestial. Y por esto, está también en relación inmediata con todos los demás. Esta idea de persona encontró su expresión más clara en la poesía clásica a partir de Shakespeare. En sus dramas, los personajes están tan cerca el uno del otro, que entre ellos no existe nada que no pueda ser expresado o que sea inefable. El verso hace posible lo que en la prosa de la realidad se ha vuelto imposible. En los versos de los personajes, liberados de todo aislamiento y distancia social, hablan de las primeras y de las últimas cuestiones del hombre. Superan la soledad fáctica en el ardor de las bellas y grandes frases, o presentan la soledad bajo el aspecto de belleza metafísica. El criminal y el santo, el príncipe y el siervo, el sabio y el loco, el rico y el pobre, se unen en una discusión cuyo resultado ha de ser el esplendor de la verdad. La unidad que el arte representa, la pura humanidad de sus personajes, es irreal; es lo opuesto a aquello que sucede en la realidad social. La fuerza crítico-revolucionaria del ideal, que precisamente con su irrealidad mantiene vivos los mejores anhelos del hombre en medio de una realidad penosa, se vuelve evidente en aquellos períodos en que las clases satisfechas traicionan expresamente sus propios ideales. Naturalmente, el ideal estaba concebido de tal manera que en él dominaban menos los rasgos progresistas que los conservadores, menos los rasgos críticos que los justificantes. Su realización es alcanzada mediante los individuos, a través de la formación cultural. La cultura significa, más que un mundo mejor, un mundo más noble: un mundo al que no se ha de llegar mediante la transformación del orden material de la vida, sino mediante algo que acontece en el alma del individuo. La humanidad se transforma en un estado interno del hombre; la libertad, la bondad, la belleza, se convierten en cualidades del alma: comprensión de todo lo humano, conocimiento de la grandeza de todos los tiempos, valoración de todo lo difícil y de todo lo sublime, respeto ante la historia en la que todo esto ha sucedido. De una situación de este tipo ha de fluir un actuar que no está dirigido contra el orden impuesto. No tiene cultura quien interpreta las verdades de la humanidad como llamado a la lucha, sino como actitud. Esta actitud conduce a un poder-conducirse, a un poder-mostrar la armonía y medida en las instituciones cotidianas. La cultura ha de dignificar lo ya dado, y no sustituirlo por algo nuevo. De esta manera, la cultura eleva al individuo sin liberarlo de su sometimiento real. Habla de la dignidad del hombres sin preocuparse de una efectiva situación digna del hombre. La belleza de la cultura es, sobre todo, una belleza interna y la externa sólo puede provenir de ella. Su reino es esencialmente un reino del alma.
El interés de la cultura por los valores del espíritu es, por lo menos desde Herder, un elemento constitutivo del concepto afirmativo de la cultura. Los valores espirituales forman parte de la definición de cultura, como oposición a la mera civilización. Alfred Weber se limita tan sólo a extraer la consecuencia de un concepto de cultura vigente desde hacía ya tiempo cuando define: “‘cultura’... es simplemente aquello que es expresión espiritual (anímica), querer espiritual (anímico) y, por lo tanto, expresión y querer de un ‘ser’, de un ‘alma’ situada por detrás de todo dominio intelectual de existencia y que en su afán de expresión y en su querer no se preocupa por la finalidad y la utilidad...”. “De aquí surge el concepto de cultura como forma de expresión y liberación de lo anímico en la substancia existencial espiritual y material.”(13) El alma, que sirve de base a esta concepción, es algo más que la totalidad de las fuerzas y mecanismos psíquicos (que son objeto, por ejemplo, de la psicología empírica): alude al ser no corporal del hombre en tanto substancia propiamente dicha del individuo.

El carácter de substancia del alma ha estado, desde Descartes, basado en la peculiaridad del yo como res cogitans. Mientras que el mundo situado más allá del yo es, en principio, mensurable y es materia cuyo movimiento es calculable, el yo escapa, como única dimensión de la realidad, al racionalismo materialista de la burguesía en ascenso. Al (…) el yo, en tanto substancia esencialmente diferente, al mundo corporal, se produce una extraordinaria división del yo en dos campos. El yo en tanto sujeto del pensamiento (mens, espíritu), está, en su peculiaridad autoconsciente, aquende el ser de la materia, como su a priori, mientras que Descartes trata de interpretar materialísticamente al yo, en tanto alma (anima) en tanto sujeto de las “pasiones” (amor y odio, alegría y tristeza, celos, vergüenza, remordimiento, agradecimiento, etc.). Las pasiones del alma quedan reducidas a la circulación de la sangre y a su modificación en el cerebro. La reducción no es perfecta. Se hace depender de los nervios a todos los movimientos musculares y sensaciones, que “provienen del cerebro como finos hilos o tubitos”, pero los nervios mismos deben “contener un aire muy fino, un aliento, al que se denomina espíritu vital”.(14) A pesar de este residuo inmaterial, la tendencia de la interpretación es clara: el yo es o bien espíritu (pensar, cogito me cogitare) o bien, en la medida en que no es mero pensar, cogitatio, es un ente corporal y ya no es más el ojo genuino: las cualidades y afinidades que se le adscriben pertenecen entonces a la res extensa.(15) Y, sin embargo, no pueden disolverse totalmente en la materia. El alma es un reino intermedio, no dominado, entre la inconmovible autoconciencia del puro pensar y la certeza físico-matemática del ser material. Aquello que después constituirá el alma: los sentimientos, los deseos, los instintos y anhelos del individuo, quedan, desde el comienzo, fuera del sistema de la filosofía de la razón. La situación de la psicología empírica, -es decir, de la disciplina que realmente trata del alma humana- dentro de la filosofía de la razón es característica: existe sin poder ser justificada por la razón misma. Kant polemizó en contra de la inclusión de la psicología empírica dentro de la metafísica racional (Baumgarten): la psicología empírica tiene que ser desterrada totalmente de la metafísica y es absolutamente incompatible con la idea de esta última”. Y agrega: “Pero además habrá que otorgarle, sin embargo, un lugar pequeño en los planes de estudio (es decir, como mero episodio), por razones económicas, porque no es lo suficientemente rica como para constituir por sí sola una disciplina, pero es demasiado importante como para expulsarla totalmente o ubicarla en alguna otra parte... Es simplemente un huésped extraño a quien se le concede asilo por un tiempo hasta que encuentre su propia morada en una antropología más amplia.”(16) Y en sus lecciones sobre metafísica de 1792/93, Kant se expresa aun más escépticamente acerca de este “huésped extraño”: “¿es posible una psicología empírica como ciencia? No; nuestros conocimientos acerca del alma son demasiado limitados.”(17)

NOTAS

(2) Platón, República, 525 y 553 (trad. alemana de Schleiermacher)
(3) Platón, op. cit. 581.
(4) Platón, Leyes, 831. Cfr. J. Brake, Wirlschaften und Charakter in der antiken Bildung, Frankfurt a. M., 1935, p. 124 y ss.
(5) Cfr. Studien über die Autorität und Familie, Scriften des Instituts für Sozialforschung, t. V, París, 1936, p. 7 y ss.
(6) O. Spengler concibe la relación entre civilización y cultura no como simultánea, sino como una “sucesión orgánica necesaria”: la civilización es el destino inevitable y el final de toda cultura (Des Untergang des Abendlandes, t. I, 23a edic., München, 1920, p. 48 y sg.). Con esa reformulación no se altera nada en la valoración tradicional de la cultura y la civilización, indicada más arriba.
(7) La Mettrie, Discours sur le bonheur. Ocuvres philosophiques, Berlín, 1775, t. II, p. 102.
(8) Op. cit., p. 86 y ss.
(9) Herder, Ideen zur l’hilosophie der Geschichte der Menschheit, libro 15, sección 1 (Werke, ed. por Bernhe Suphan, Berlín, 1877-1913, t. XIV, p. 208).
(10) Op. cit., libro 4, sección 6 (Werke, t. XIII, p. 154).
(11) Op. cit, libro 15, sección 1 (Werke, t. XIV, p. 209).
(12) Kant, Ideen zur einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht, parágrafo 3 (Werke, ed. Cassirer, Berlín 1912, t. IV, p. 153).
(13) Alfred Weber, Prinzipielles zur Kultursoziologie, en: Archiv für Sozialwissenschaft, t. 47, 1920/24, p. 29 y s.Cfr. G. Simmel, Der Begriff und die Tragedie der Kultur, en donde “el camino del alma hacia sí misma” es descripto como el hecho en que se basa la cultura (Philosophische Kultur, Leipzig, 1919, p. 222). O. Spengler define a la cultura como “la realización de las posibilidades animales” (Der Untergang des Abendlandes, t. I, p. 418).
(14) Descartes, Uber die Leidenschaften der Secle, art. VII.
(15) Cfr. la respuesta de Descartes a las objeciones de Gassendi a la segunda meditación (Meditatione?? uber die Grundlagen der Philosophie, trad. alemana de A. Buchenau, Leipzig., 1915, p. 327 y s.).
(16) Kant, Kritik des reinen Vernunft, Werke, t. III, p. 567.
(17) Die philosophischen. Haupteoriesunpen Immanuel Kants, ed. A. Kowalewski, Munchen, - Leipzig, 1924, p. 602.
(18) Marx, Das Kapital, ed. Meissner, Hamburg, t. I., p. 326.
(19) Hegel, Encyklopädie der philosophischen Wisserdechaften, t. II, #388.
(20) Ibídem, # 387.
(21) O. Spengler, op. cit. p. 406.
(22) Es característica la introducción del concepto del alma en la psicología de Herbart: el alma no está “en ninguna parte ni en ningún lugar”, “no tiene ni disposición ni capacidad para recibir o para producir algo”. “La esencia simple del alma es totalmente desconocida y lo será siempre; no es un objeto ni de la psicología especulativa, ni de la empírica” (Herbart, Lehrbuch zur Psychologie, § 150-1553; Sämtliche Werke, publicadas por Hartenstein, t. V, Leipzig, 1850, p. 108 y ss.
(23) W. Dilthey, al hablar de Petrarca. En: Weltanschanung und Analyse des Menschen seit Renaissance und Reformation, Gesammelte Schriften, t. II, Leipzig, 1914. p. 20. Cfr. el análisis de Dilthey, del paso de la psicología metafísica a la psicología “descriptiva y analítica” en L. Vives, op. cit. p. 423 y ss.
(24) Loc. cit. p. 18.
(25) O. Spengler, loc. cit. p. 407.
(26) Herder, Abhandlug über den Ursprung der Sprache 2a parte, 4a ley natural (Werke, t. V, p. 135).
(27) Herder, Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der Menschheit, Werke, t. V., p. 503.
(28) Ranke, Uber die Epochen der neueren Geschichte, 1a conferencia (Das politische Gespräch und andere Schriften zur Wissenschaftslehre, ed. Erich Rothacker, Halle, 1925, p. 61 y ss.).
(29) Con respecto al carácter quietista de los postulados anímicos en Dostoievski, cfr. L. Löwenthal, Die Auffassung Dostoiewskis im Vorkriegdeutschland, año III (1934) de la Zeitschrift für Sozialforschung, p. 363.

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