...abordando otro capítulo del libro ya citado de José Antonio María...
Chapter II:
1Tan clara afirmación no resiste un análisis minucioso. Mediante la mirada —a la que tomamos como representante eximia de todo el conocimiento sensitivo— extraemos datos de la realidad. Eso es lo que significa «percibir»: coger. Pues bien, cogemos de nuestro alrededor lo que nos interesa, porque nuestro ojo no es un ojo inocente sino que está dirigido en su mirar por nuestros deseos y proyectos. El ser humano se ha rebelado contra la limitación de sus sentidos y esto debería darnos que pensar. Hemos inventado instrumentos para ver lo invisible, lo minúsculo y lo lejano, lo oculto y lo fugaz. El microscopio, los rayos X, la ecografía, la resonancia magnética, el telescopio nos permiten contemplar lo nunca visto. El deseo de ver ha dirigido la invención de los medios. Primero hemos anticipado lo que podíamos ver, y este deseo incitó la ampliación de nuestras facultades.
No hace falta, sin embargo, acudir a estos casos para comprender que la percepción del hombre es un asunto complicado. Siempre es difícil saber lo que vemos. En el admirable comienzo de La Chartreuse de Parme, Stendhal cuenta un suceso muy instructivo para un psicólogo. El joven Fabrizio del Dongo. apasionado bonapartista, se incorpora al ejército del emperador, en circunstancias que ahora sabemos poco propicias: cerca de lugar llamado Waterloo. Hay mucho trajín y escándalo. Las tropas corren, se oyen voces y un gran estrépito en la lejanía. Desde el carro de una cantinera, Fabrizio contempla la escenografía guerrera. Caballos al galope, hombres enardecidos, que con voces airadas tratan de acallar sus miedos, la aparición, divinamente efímera, sobre un montecillo, del emperador y su séquito, explosiones cada vez más cercanas, ruido, ruido, ruido y, por fin, la presencia de la muerte, entre los restos de unos jinetes destrozados por la metralla. No son sucesos completos los que ve sino espaldas fugitivas, fragmentos de acciones, gestos sin continuación. Imágenes que brillan un momento en sus ojos y pasan a su memoria o a su olvido sin detenerse. Todo el espectáculo desaparece porque un proyectil hiere al muchacho, que pierde el sentido. Cuando lo recupera se encuentra en un tranquilo albergue. Pasan los días, Fabrizio reflexiona y madura, cuenta Stendhal, pero unas preguntas infantiles le acosaron siempre: ¿Aquello que había visto había sido una batalla?; y si lo fue, ¿había sido la batalla de Waterloo? La nuestra no es una pregunta infantil, como no lo fue la del personaje de Stendhal. ¿Es posible ver una batalla? ¿O tan sólo vemos un encabalgamiento de imágenes? La minuciosa acumulación de anécdotas, ¿forma parte de la batalla? ¿O la batalla es sólo ese ordenado juego de batallones, que el pintor de batallas pinta en suaves paisajes, contemplándolo desde una altura irreal y olímpica? Lo que vemos, ¿es pasividad o construcción?
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Han sido los neurólogos, que con enorme talento han estudiado la complejidad de los acontecimientos nerviosos, los culpables de que hayamos perdido la ingenuidad. La mirada no sale hasta el objeto visto, como creían los antiguos, y como también cree el lenguaje. «Escudriñar» y «escrutar» significaban originariamente visitar un lugar, recorrerlo. El ojo vagabundearía por las cosas, experimentándolas. «Experiencia» significaba lo mismo: lo sucedido en un viaje. Tampoco podemos decir que el ojo sea una cámara fotográfica que recoja una imagen ya perfilada. Nuestro sistema visual se limita a reaccionar ante ondas electromagnéticas -la luz visible-, de las que extrae, por procedimientos que no conocemos bien, información sobre la realidad. No hay percepción sin estímulo, pero el estímulo no determina por completo la percepción. Hay una holgura entre ambos, que permite un juego. Justamente el juego de la facultad de ver. La mirada se hace inteligente. Pero no vayamos demasiado aprisa.
Nunca podemos estar seguros de lo que otra persona ve. Y en un acto que nos parecía sencillo, uniforme y pasivo, esta repentina indeterminación nos sorprende. Aunque sigamos la mirada de nuestro acompañante durante un paseo, no podemos adivinar el paisaje que está viendo. Coincidimos en el nivel básico, por supuesto. Ambos vemos la Sierra de La Cabrera, con su superficie gris y desmenuzada. Pero ignoro si es en ese nivel donde está instalada la percepción del otro. El mismo campo no es el mismo para un pintor y un alimañero. Cada uno percibe en él un rostro distinto y lee un alfabeto diferente. Transfigurada por la inteligencia, la pura percepción sensible parece un terreno resbaladizo, donde nos mantenemos con dificultad. Completamos lo visto con lo sabido, damos estabilidad a lo que no lo tiene, interpretamos los datos dándoles significado. No se trata de que veamos las cosas y luego las interpretemos, sino que la inteligencia parece funcionar al revés: vemos desde el significado. Intente el lector mirar una palabra sin leerla. Las letras son líneas, pero la mirada inteligente no quiere descansar en ellas, y va más allá. No ve: lee. Y esta percepción elaborada es inevitable. J. Bruner, uno de los psicólogos más influyentes de los últimos decenios, tituló un estudio sobre la percepción con una frase sugerente: Beyond the information given. Más allá de la información dada. Así funciona la mirada inteligente: anticipa, previene, utiliza información sabida, reconoce, interpreta.
Los especialistas en psicología animal han subrayado que los animales son esclavos de su campo perceptivo. Kóhler, que estudió la inteligencia de los monos en unos famosos tratados, describió esta incapacidad de modificar el campo sensorial. Por el contrario, el niño adquiere pronto una cierta independencia respecto de su entorno concreto. Deja de actuar en el espacio inmediato y evidente. Aprende a planificar, y sus metas e intereses determinan lo que va a ver. Como veremos después, la aparición del lenguaje le ayudará en esta tarea de controlar sus sistemas perceptivos. He dicho que vemos desde la memoria; pues bien también percibimos desde el lenguaje.
La penetración de la iniciativa individual en los sistemas perceptivos permite la aparición de la mirada creadora. Puedo buscar un significado visual nuevo. El estímulo es un pre-texto donde puedo leer mi propio texto. Ni siquiera el paisaje, con su estabilidad geológica, permanece imperturbable ante la mirada. Para el ojo de Monet esa presunta estabilidad era un espejismo. «Un paisaje -escribió- no tiene la menor existencia como tal paisaje, ya que su aspecto cambia en cada momento. El sol va tan deprisa que no puedo seguirle. También es culpa mía: quiero asir lo inasible: esta luz que se escapa llevándose el color es algo espantoso. El color, un color, no dura ni un segundo; a veces, tres o cuatro minutos como mucho. ¿Qué se puede pintar en tres o cuatro minutos?»
Tenía razón Monet: la luz cambia constantemente, y los estímulos que llegan a nuestra retina, también. A través de imágenes inestables percibimos un mundo estable. Aunque me mueva alrededor del árbol y se alteren las perspectivas, las luces y los colores, aunque cada fragmento sea distinto y el entramado de hojas y de tallos se construya y deshaga como el juego de un lento caleidoscopio, el árbol permanece idéntico. Esa es la razón de que no podamos explicar lo que percibimos como si fuera un agregado de sensaciones. Vamos más allá: estabilizamos el flujo, adivinamos lo que no vemos, completamos con la memoria lo que se hurta a nuestros ojos. El estímulo cambia, pero el significado permanece. Percibir es asimilar los estímulos dándoles un significado.
Y como el significado es parcialmente obra nuestra, pertenece a nuestra estirpe, cada hombre puede interpretar un mismo patrón estimular a su manera. Unos ven como fondo lo que otros ven como figura, la botella estará medio llena o medio vacía, la novedad será percibida como amenaza o como placer. Somos creadores de significados libres, aunque esta libertad esté siempre limitada. En este caso, lo está por el estímulo. Lo que hace la mirada es inventar posibilidades perceptivas en las propiedades reales del estímulo. Sartre nos dio en La náusea la descripción de la raíz de un árbol, vista por Roquentin, el protagonista de la novela. Aquella redondeada carnosidad, que muestra a las claras su energía ciega, le parece una exageración injustificada, una obscenidad superflua. Pode mos decir que esto es literatura y que Roquentin veía lo que vemos todos. Ciertamente, las líneas y el color de la raíz son datos que se imponen a todo mirar. Ocurre, como ya he dicho, que la inteligencia traspasa con soltura este umbral mínimo. Me atrevería a decir que le incomodan las líneas, los ademanes, los movimientos sin significado, y se apresura a concederles alguno. Construye sin parar. Y la primera construcción que hace Roquentin y cualquier sujeto es percibir una raíz. Al hacerlo añade algo a la simple sensación. Ya veremos que esta facultad de reconocimiento es esencial a la mirada. Pues bien, lo que hace Sartre en ese texto es construir sobre lo construido y reconocer en la raíz algo más: una nueva interpretación de la naturaleza. Recuerdo el aterrador espectáculo de un ficus gigante que había invadido una cárcel abandonada, al borde de la selva, en la Guayana. Raíces o ramas gruesas, tentaculares, cilindricas como boas, habían penetrado por puertas y ventanas, deglutiendo los barrotes, y corrían furiosas por los pasillos, trepaban las escaleras sin pisadas, ocupaban los rincones de aquel edificio que se asfixiaba, como un desconchado laoconte, bajo el peso de tanta energía coagulada. El árbol, ubicuo y desaforado, mostraba un poder viscoso: era una criatura sartriana. Por lo menos, puedo interpretar esa imagen con un estilo sartriano, de la misma manera que Proust visitaba las catedrales góticas para verlas al estilo de Ruskin.
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El apartado anterior es una muestra de lo que va á ser este libro En las actividades mentales más simples está presente la creatividad más sorprendente, aunque en embrión. Entre el acto perceptivo y el acto creador no hay un abismo. Una de las posibilidades de la mirada es ser creadora. Valéry se quejaba de que la psicología del arte comenzaba su obra por el tejado. «Es maravilloso oír hablar de creación, de inspiración, etc. y que nadie piense en investigar la formación de la melodía o de la frase más simple.» El reproche de Valéry era justo, y no quiero merecerlo. La actividad creadora hay que analizarla en sus manifestaciones más elementales; en los actos que realizamos tan comúnmente que nos parecen comunes, cuando son sin duda extraordinarios. Lo que la psicología de la inteligencia nos enseña, debe aclararnos aún más el proceso transfigurador de la mirada. A ello estarán dedicados los capitulos siguientes.
Es curioso que podamos hablar de estilos de ver sin que suene a disparate. En realidad, del estilo, antes que un problema estético, es un problema de teoría de la inteligencia. Es curioso que podamos hablar de estilos de ver sin que suene disparate. En realidad, el estilo, antes que un problema estético, un problema de teoría de la inteligencia. De los estudios sobre e'sti los perceptivos sólo mencionaré los de Witkins, por razones que más tarde averiguará el lector atento. Este autor distingue dos estilos perceptivos, según los sujetos sean «dependientes» o «independientes» del campo perceptivo. Les diferencia la capacidad para independizar la mirada, libertad que en casos extremos, claramente patológicos, puede estar incluso anulada. Los enfermos con graves lesiones cerebrales pueden sufrir una «dependencia del estímulo» (Bridgeman, 1991), sufren una rutinización del mirar, un encarrilamiento férreo de su vida mental.
Lo que caracteriza a la mirada inteligente es que aprovecha con suprema eficacia los conocimientos que posee. Pero, sobre todo, que dirige su actividad mediante proyectos. Cada vez que elegimos dónde mirar y la información que queremos extraer, dejamos que el futuro anticipado por nuestras metas nos guíe. Esta es la estructura básica de todo comportamiento inteligente, incluido el artístico. Lo que caracteriza la creación poética es estar dirigida por un proyecto poético.
Analicemos una operación artística: el dibujo. Por ejemplo, ¿cómo se inventa una caricatura? El dibujante tiene que buscar las líneas que definen un rostro. Se trata de una mirada nueva, que ya no está dirigida por automatismos, ni por conceptos perceptivos inconscientemente poseídos, sino por un proyecto. Frente a él tiene una cara, pero lo que quiere ver en ella es algo que no existe: la línea irreal que la define de forma inconfundible y resumida. Hochberg, un gran experto en el estudio de la percepción, se ha ocupado del tema. Considera la caricatura como la captación de una esencia perceptiva, una selección de rasgos que prescinde de aspectos accidentales. Comprobó que los sujetos percibían con mayor rapidez los dibujos esquemáticos, como las caricaturas, que los dibujos más detallados. El dibujante ha limpiado la copiosa maleza de los detalles. Y lo ha hecho forzando su mirada, para conseguir que realizara ese entresaque clarificador.
En efecto, la línea del rostro ha que lo «aclarada», como un bosque roturador. Así pues, la mirada se hace inteligente -y porlo tanto creadora- cuando se convierte en una búsqueda dirigida por un proyecto. Ver, oír, escuchar, oler, no son operaciones pasivas, sino explorares activas para extraer la información que nos interesa. El lenguaje ha reconocido este dinamismo dirigido, y ha creado, junto a los términos anteriores, eminentemente pasivos, otros en los que raya la acción: vemos, pero a través del mirar, observar, escrutar, escudriñar. Olemos y olfateamos. Oímos y escuchamos. Gustamos y paladeamos. Tocamos y palpamos.
Vemos con tanta facilidad y rapidez que sucunibimos ante el espejismo de la pasividad, como si ver simplemente fuera dejarse impresionar por el objeto. El tacto, que es un sentido lento, nos permitirá asistir como espectadores a nuestra propia actividad perceptiva. Para reconocer un objeto mediante el tacto, el lector comenzará explorándolo con las manos, intentando formarse una imágen en él, buscando alguna línea que enlace en su memoria con un objeto que lo prolongue. «Tantea» las soluciones. Popper escribió que «percibir es resolver problemas mediante hipótesis. No hay órgano de los sentidos que no incorpore genéticamente teorías perceptivas». Una hipótesis es una suposición cuya justeza deseamos comprobar. Mientras exploramos el objeto a ciegas formulamos hipótesis que dirigen nuestra búsqueda. ¿Será una llave inglesa? El tacto comprueba la hipótesis. Sabe lo que tiene que buscar. Si lo encuentra, la hipótesis queda confirmada, el significado perceptivo aparece en nuestra conciencia y todos los rasgos sentidos se organizan en una figura.
Es fácil percatarse de que el proceso de búsqueda perceptiva ha sido dinámico. El tacto necesita explorar. Los demás sentidos, también. Aprovecho para decir que el acto de reconocer con el tacto una cosa vista, o al revés, con la vista un objeto anteriormente conocido por el tacto, es operación de tal complejidad que casi, ningún animal es capaz de realizarla. Incluida buena parte de los simios. El niño pequeño sabe hacerlo.
La mirada inteligente sabe mirar. Sus métodos para explorar el objeto visual diferirán de acuerdo con la tarea que el sujeto disponga. Yarbus ideò unos brillantes experimentos para demostrarlo.
El sujeto se coloca unas gafas que permiten registrar sus movimientos oculares. Ante una estampa, los individuos sanos cambian el patrón de movimientos según la pregunta formulada por el experimentador. Saben dónde han de buscar la información más interesante. «Nada parecido se observa cuando un paciente con una lesión frontal masiva examina el cuadro -escribe Luria, otro gran psicólogo soviético-. Para comenzar, se fija en un punto cualquiera e inmediatamente contesta a la pregunta con la primera suposición que se le viene a la cabeza, sin intentar deducir la respuesta de un análisis de los detalles del cuadro.»
Jerome Bruner, a quien ya he mencionado, cuenta en su autobiografía el júbilo con que estudió las diapositivas realizadas por Yarbus en Moscú, y que Luria había conseguido llevar a Cambridge, en 1961, cuando los intercambios científicos con la Unión Soviética eran muy escasos. «Yarbus había descubierto que donde el ojo miraba (y lo que veía) era función de la pregunta que se hubiese planteado al sujeto, y que estuviera tratando de responder. La pista de los movimientos del ojo era como la pista de un detective que busca viejas claves relacionadas con una hipótesis particular.» No es de extrañar que muchos años antes ya lo hubiera descubierto un detective: «Sólo se puede ver lo invisible si se lo está buscando», decía Sherlock Holmes. Y como la ciencia tiene una lógica divertida, tampoco es de extrañar que Hintikka, un especialista en lógica, sostenga que toda percepción o conocimiento es una respuesta a una pregunta expresa o tácita, y exponga esta teoría en un estudio sobre Sherlock Holmes. (Hintikka, J.: «Sherlock Holmes formalizado», en El signo de los tres, Lumen, Barcelona, 1989). Desde luego, tiene razón. Estamos sometiendo la realidad a una interviú permanente, y de la sagacidad de nuestras preguntas dependerá interés de sus respuestas.
Volvamos a los dibujantes y pintores. No hacen más que prolongar esta capacidad de buscar posibilidades perceptivas que tenemos todos. «El dibujo -decía Degas- no es la forma, sino la maner. de ver la forma.» Y Leonardo da Vinci no decía nada diferente: «El secreto del arte de dibujar es descubrir en cada objeto la manera particular como una línea fluctuante se dirige, como una ola central que se despliega en olas superficiales, a través de toda su extensión.»
Saber mirar, ése es el secreto. La inteligencia prolonga todos los ademanes que percibe en las cosas. Y lo hace saltando con deliciosa frescura de un nivel a otro: de la memoria al futuro, de lo concreto a lo abstracto, de la percepción al concepto, o al revés. Es el libre juego de las facultades. El creador lo hace con deslumbrante soltura. Sólo así se puede comprender que un pintor —Van Gogh- escribiera a su hermano un texto como éste: «Encuentra bello todo lo que puedas; la mayoría no encuentra nada lo suficientemente bello.»
No sé qué admirar más, si el entusiasmo o la ingenuidad de este hombre, que habla de la belleza con aire tan voluntarista. ¿Es que depende de nosotros encontrar la belleza? ¿No es su consejo una inconsecuencia, como lo sería que dijera: encuentra todo el oro que puedas; la mayoría no encuentra suficiente oro? ¿O es que todos tenemos un filón, con una veta preciosa al alcance de la mano? La solución de Van Gogh no debe extrañarnos. La belleza es una posibilidad libre de las cosas. Verla es inventarla. «Es una cosa admirable mirar un objeto y encontrarlo bello, reflexionar sobre él, retenerlo y decir enseguida: me voy a poner a dibujarlo y a trabajar entonces hasta que esté reproducido.» Se trata, pues, de ver poéticamente. «En la casita más pobre, en el rinconcito más sórdido veo cuadros o dibujos. Y mi espíritu va en esa dirección, por un impulso irresistible.»
¿Dónde está esa belleza inventada? En el intervalo que la libertad de Van Gogh abre entre el rincón sórdido y ese mismo rincón definido en su fealdad por unas líneas limpias y precisas que él ve y dibujará. Ve para pintar. Vemos para hacer. Y lo que deseamos hacer dirige nuestra mirada, fecunda la realidad y la hace estar en permanente estado de parto. (Hasta que no vea la criatura no me atrevo a decir que en estado de buena esperanza.) ¿Y cómo llega Van Gogh a esa invención? Aprendiendo a ver. «En mis nuevos dibujos comienzo las figuras por el torso y me parece que así adquieren más amplitud y grandor: en el caso de que cincuenta no bastaran, dibujaré cien, y si esto no fuera suficiente todavía, haré más aún, hasta que obtenga plenamente lo que deseo, es decir, que todo sea redondo y no haya de ningún modo ni principio ni fin en la forma, sino que haya un conjunto armonioso de vida.»
Es una bella forma de decir que lo que deseo -el proyecto- dirige mi mirada.
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La dificultad de mantenerse en lo dado, que es una misteriosa constante de la humanidad, ha de tener alguna explicación. Por muy atrás que retrocedamos en la historia, y por muy lejos que viajemos, descubrimos que el hombre se ha empeñado siempre en ver las cosas de manera distinta de como las veía. Para los mayas, los raíces de los árboles eran serpientes que mordían las entrañas de la tierra. Pensaban que las montañas eran enormes vasijas, contó fray Bernardino de Sahagún, «como si fueran casas llenas de agua», en las que vivían las serpientes durante la estación seca, hasta que el trueno las despertaba y entonces comenzaban a subir hacendosamente el agua hasta las nubes, que son unas enormes ollas. En el «Canto que entonaban cada ocho años cuando comían tamales», recogido también por Sahagún, aparece la palabra «navalachco», que significa «la plaza mágica del juego de pelota», donde tenía lugar el singular combate entre el sol y el mundo inferior. ¿A que viene, esta incansable prolongación, interpretación y glosa, esta interminable alquimia mental? ¿De qué manera troquelaba sus experiencias? Es fácil decir que se trataba sólo de símbolos convencionales, pero es difícil explicar por qué necesitaban simbolizar. ¿Por qué aquellos mayas de perfil de ave y los demás seres humanos no nos limitamos a ver?
En primer lugar, porque esa mirada pura, que se limitaría a reflejar lo que hay, no existe. Ni siquiera la observación científica, que aspira a la máxima objetividad, es contemplación inocente. En 1959, Heisenberg escribió: «No deberíamos olvidar que lo que observamos no es la naturaleza misma, sino la naturaleza determinada por la índole de nuestras preguntas.» No es posible una observación sin teoría, porque la cantidad de información es demasiado grande, demasiado confusa, demasiado incompleta. Además, liberado de la tiranía del estímulo, el hombre bebe los vientos por la posibilidad.
Sentimos la imperiosa necesidad de conocer las cosas, y también las posibilidades de las cosas y nuestras posibilidades. Ante la mirada inteligente, las realidades físicas se muestran inagotable e inseguras. La sola percepción no nos sosiega. Necesitamos comprender. Hemos de conseguir que lo ajeno se convierta en propio. En esto consiste el conocimiento: conocer es comprender, es decir, aprehender lo nuevo con lo ya conocido.
«Comprender» y «explicar» parecen conceptos opuestos, como indican sus prefijos. «Con» unifica; «ex» despliega. Sin embargo, significan un solo proceso, descrito desde dos puntos de vista. Comprendo algo cuando acierto a introducirlo en un conjunto de información más amplio. Explico algo cuando expongo el conjunto de información en que debe incluirse para ser comprendido. Comprendo una acción cuando conozco sus motivos, y explico una acción cuando los describo.
En su tenaz esfuerzo por poseer mentalmente la realidad, los hombres han explicado los fenómenos incomprensibles del mundo perceptivo sirviéndose de los fenómenos comprensibles del mundo perceptivo. La mitología, por ejemplo, es un intento de comprender realidades misteriosas a partir de realidades cotidianas. Para los griegos, la Vía Láctea nació porque del pecho de la diosa Juno se escaparon unas gotas de leche, cuando su bebé dejó de mamar. Las estrellas eran las salpicaduras de esa leche divina en el manto celeste: una anécdota doméstica.
Así, lo extraño se hacía familiar, lo descomunal se reducía a tamaño casero, pero el apaciguamiento era precario, porque tan brillantes explicaciones dejaban demasiadas preguntas sin contestar. Al hombre le sucede lo mismo que al niño, que cada vez es más exigente a la hora de aceptar una respuesta. Repite una y otra vez las mismas preguntas -¿qué es esto?, ¿por qué es como es?, ¿qué hace?, ¿por qué hace lo que hace?—, pero no siempre le valen las mismas respuestas. Según Branderburg y Boyd, los niños, entre los cuatro y los ocho años, formulan un promedio de treinta y tres preguntas por hora, con lo que la inteligencia familiar queda debidamente estimulada y torturada. Lo que resulta más interesante es que una misma pregunta no significa lo mismo en los diversos momentos de su vida. Hay una etapa en que la pregunta ¿qué es esto? queda contestada con el nombre de la cosa. Más adelante, habrá que dar más explicaciones, porque el niño espera más, necesita más, y cuando el niño sea un científico, volverá a hacer las mismas preguntas y sólo habrá cambiado el hueco que ha de ser llenado por la respuesta, que se habrá hecho un hueco cada vez más grande. En llamar la atención sobre el preguntar y su eficacia, el fantástico don Nepomuceno de Cárdenas fue un adelantado. Ésta es una de las razones de mi interés por él. Escribió un Tratado general de las preguntas, en cuyo proemio sostiene con gran énfasis que la más alta actividad de la inteligencia es preguntar: «Cuando mi maestro, el ilustre Inmanuel Kant, escribió en el prólogo de su primera Crítica que los experimentos son preguntas que el científico dirige a la Naturaleza, aun acertando en lo principal, redujo la importancia del asunto, pues no es el juicio la actividad fundamental del entendimiento, sino la interrogación. Ésta es la fundamental forma a priori de la humana inteligencia, que nos permite ordenar el caos de las sensaciones, porque la Naturaleza, que es recóndita y esquiva pero atenta, se muestra respondiendo no sólo a nuestros experimentos sino además a todas nuestras preguntas, en las que tienen su origen las categorías. Por ello tengo por cierto que enseñar a preguntar es el más perfecto empeño educativo, y que si fuera posible enseñar este arte a una estatua, le habríamos conferido al punto la más completa sabiduría.»
Otro de los atractivos que para mí tiene este increíble personaje, que leía a Leibniz, Rousseau y Kant en la manigua, mientras escuchaba las músicas de Mozart, tocadas por una orquesta de criados negros, agobiados bajo los ropones de etiqueta y las pelucas empolvadas, es que escribió ese tratado pensando en los esclavos de su propiedad, a los que pretendía educar de sopetón, como a la estatua, y con los que intentó reproducir las más animadas situaciones de los diálogos platónicos. Hay otra razón de mi interés por Cárdenas, que sólo revelaré más adelante, por razones que el lector en su momento comprenderá.
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Deslumbrado por la capacidad creadora de la inteligencia y sabedores de que siempre vivimos en un mundo interpretado y que nuestra casa propia es el significado, algunos pensadores se han pasado de rosca y han mantenido que la realidad entera deriva del sujeto. Hay muchos Mundos posibles, ya lo hemos visto, y no encuentran razón para decir que uno es más real que otro. Es prematuro enfrentarse aquí a estas alambicadas teorías, que son destilación de veinticinco siglos de filosofía y un rato de precipitación, porque estamos todavía aprendiendo a ver y aprendiendo a ver qué es lo que vemos cuando vemos.
La percepción nos proporciona información sobre las cosas. Gracias a ella aislamos un contenido, le dotamos de señas de identidad destacándolo sobre el telón de fondo de las otras cosas. Pero estas elementales operaciones de ver, tocar o paladear poseen otro carácter enigmático: gracias a ellas enlazamos con la realidad y con la existencia de las cosas. No quiero internarme en cuestiones metafísicas, por lo que debemos mantenemos en un plano descriptivo, sin duda ingenuo. Pretendo decir tan sólo que todas nuestras afirmaciones sobre la existencia de algo -se trate de elefantes, centauros, partículas elementales, sentimientos, fantasmas, ángeles o dioses—, absolutamente todas, tienen que fundarse directa o indirectamente en la percepción. La más sofisticada, solemne, grandiosa teoría científica, a pesar de sus elaboradas ecuaciones, y del vigoroso entramado conceptual, acaba dependiendo de la ojeada que el científico echa a la aguja de un contador, o a un rastro luminoso en la pantalla.
Esta es la trayectoria del vuelo de la ciencia. Despega de la percepción, sube a las nubes del concepto y, o bien vuelve a la tierra de la que partió, para comprobar en ella sus ideas, o se queda para siempre en las nubes. Así describió don Antonio Machado la tarea del pensar:
De la mar al percepto, del percepto al concepto,
del concepto a la idea
-¡Oh, la linda tarea!-,
de la idea a la mar.
¡Y otra vez a empezar!
Toda ciencia admite implícita o explícitamente esta propiedad de la percepción. Gibson, un notable psicólogo, decía que los sentidos corporales cumplen una doble función: nos proveen de sensaciones y nos proporcionan la irresistible convicción de la existencia del objeto.
Así es. Los inventos modernos, como la televisión, y los modernísimos, como la realidad virtual simulada por ordenadores nos permiten discernir con claridad ambas líneas de información. El «experimentador» de una realidad virtual recibirá la información sensible necesaria para creer en el espejismo. Encerrado en el flujo de una información interactiva, que le hará creerse dentro del mundo simulado, tendrá que acudir a medios indirectos para darse cuenta de que está bajo el influjo de una alucinación tecnificada. Para percatarse de que se encuentra conectado a un ordenador productor de imágenes que engañan a sus sistemas perceptivos, tendrá que basarse, sin duda, en la propia percepción. No tenemos otro camino de acceso a la realidad. Toda afirmación sobre la existencia de algo depende de ese breve anclaje de nuestra conciencia en la percepción actual. Cuando el físico detecta la existencia de una partícula atómica, lo que ha hecho es ver una alteración en el comportamiento de un aparato, fabricado expresamente para reducir el abstracto entramado conceptual de una teoría a la puntual oscilación de un aguja. Y es esa percepción, minúscula, la que va a mantener, como un gigante, el mundo entero sobre su hombro. Cuando los teólogos medievales pretendían demostrar la existencia de Dios, no se les olvidaba que lo único que nos une a la existencia es la percepción, y comenzaban sus pruebas apelando a fenómenos sensibles.
A través de la percepción, la realidad se nos presenta con las propiedades de una pista de despegue: resiste a nuestro impulso y soporta nuestro vuelo. Las posibilidades que inventamos pueden mantener o no el enlace con la realidad. En un caso serán posibilidades reales, y en otro posibilidades fantásticas. De la realidad podemos decir lo que queramos, pero ella se desembarazará de algunas de nuestras propuestas. A lo rechazado por la realidad lo llamamos falso. A los inventos conceptuales, imaginativos, o de cualquier tipo que la realidad aún no ha rechazado, los llamamos provisionalmente verdaderos.
Nunca podemos estar seguros de lo que otra persona ve. Y en un acto que nos parecía sencillo, uniforme y pasivo, esta repentina indeterminación nos sorprende. Aunque sigamos la mirada de nuestro acompañante durante un paseo, no podemos adivinar el paisaje que está viendo. Coincidimos en el nivel básico, por supuesto. Ambos vemos la Sierra de La Cabrera, con su superficie gris y desmenuzada. Pero ignoro si es en ese nivel donde está instalada la percepción del otro. El mismo campo no es el mismo para un pintor y un alimañero. Cada uno percibe en él un rostro distinto y lee un alfabeto diferente. Transfigurada por la inteligencia, la pura percepción sensible parece un terreno resbaladizo, donde nos mantenemos con dificultad. Completamos lo visto con lo sabido, damos estabilidad a lo que no lo tiene, interpretamos los datos dándoles significado. No se trata de que veamos las cosas y luego las interpretemos, sino que la inteligencia parece funcionar al revés: vemos desde el significado. Intente el lector mirar una palabra sin leerla. Las letras son líneas, pero la mirada inteligente no quiere descansar en ellas, y va más allá. No ve: lee. Y esta percepción elaborada es inevitable. J. Bruner, uno de los psicólogos más influyentes de los últimos decenios, tituló un estudio sobre la percepción con una frase sugerente: Beyond the information given. Más allá de la información dada. Así funciona la mirada inteligente: anticipa, previene, utiliza información sabida, reconoce, interpreta.
Los especialistas en psicología animal han subrayado que los animales son esclavos de su campo perceptivo. Kóhler, que estudió la inteligencia de los monos en unos famosos tratados, describió esta incapacidad de modificar el campo sensorial. Por el contrario, el niño adquiere pronto una cierta independencia respecto de su entorno concreto. Deja de actuar en el espacio inmediato y evidente. Aprende a planificar, y sus metas e intereses determinan lo que va a ver. Como veremos después, la aparición del lenguaje le ayudará en esta tarea de controlar sus sistemas perceptivos. He dicho que vemos desde la memoria; pues bien también percibimos desde el lenguaje.
La penetración de la iniciativa individual en los sistemas perceptivos permite la aparición de la mirada creadora. Puedo buscar un significado visual nuevo. El estímulo es un pre-texto donde puedo leer mi propio texto. Ni siquiera el paisaje, con su estabilidad geológica, permanece imperturbable ante la mirada. Para el ojo de Monet esa presunta estabilidad era un espejismo. «Un paisaje -escribió- no tiene la menor existencia como tal paisaje, ya que su aspecto cambia en cada momento. El sol va tan deprisa que no puedo seguirle. También es culpa mía: quiero asir lo inasible: esta luz que se escapa llevándose el color es algo espantoso. El color, un color, no dura ni un segundo; a veces, tres o cuatro minutos como mucho. ¿Qué se puede pintar en tres o cuatro minutos?»
Tenía razón Monet: la luz cambia constantemente, y los estímulos que llegan a nuestra retina, también. A través de imágenes inestables percibimos un mundo estable. Aunque me mueva alrededor del árbol y se alteren las perspectivas, las luces y los colores, aunque cada fragmento sea distinto y el entramado de hojas y de tallos se construya y deshaga como el juego de un lento caleidoscopio, el árbol permanece idéntico. Esa es la razón de que no podamos explicar lo que percibimos como si fuera un agregado de sensaciones. Vamos más allá: estabilizamos el flujo, adivinamos lo que no vemos, completamos con la memoria lo que se hurta a nuestros ojos. El estímulo cambia, pero el significado permanece. Percibir es asimilar los estímulos dándoles un significado.
Y como el significado es parcialmente obra nuestra, pertenece a nuestra estirpe, cada hombre puede interpretar un mismo patrón estimular a su manera. Unos ven como fondo lo que otros ven como figura, la botella estará medio llena o medio vacía, la novedad será percibida como amenaza o como placer. Somos creadores de significados libres, aunque esta libertad esté siempre limitada. En este caso, lo está por el estímulo. Lo que hace la mirada es inventar posibilidades perceptivas en las propiedades reales del estímulo. Sartre nos dio en La náusea la descripción de la raíz de un árbol, vista por Roquentin, el protagonista de la novela. Aquella redondeada carnosidad, que muestra a las claras su energía ciega, le parece una exageración injustificada, una obscenidad superflua. Pode mos decir que esto es literatura y que Roquentin veía lo que vemos todos. Ciertamente, las líneas y el color de la raíz son datos que se imponen a todo mirar. Ocurre, como ya he dicho, que la inteligencia traspasa con soltura este umbral mínimo. Me atrevería a decir que le incomodan las líneas, los ademanes, los movimientos sin significado, y se apresura a concederles alguno. Construye sin parar. Y la primera construcción que hace Roquentin y cualquier sujeto es percibir una raíz. Al hacerlo añade algo a la simple sensación. Ya veremos que esta facultad de reconocimiento es esencial a la mirada. Pues bien, lo que hace Sartre en ese texto es construir sobre lo construido y reconocer en la raíz algo más: una nueva interpretación de la naturaleza. Recuerdo el aterrador espectáculo de un ficus gigante que había invadido una cárcel abandonada, al borde de la selva, en la Guayana. Raíces o ramas gruesas, tentaculares, cilindricas como boas, habían penetrado por puertas y ventanas, deglutiendo los barrotes, y corrían furiosas por los pasillos, trepaban las escaleras sin pisadas, ocupaban los rincones de aquel edificio que se asfixiaba, como un desconchado laoconte, bajo el peso de tanta energía coagulada. El árbol, ubicuo y desaforado, mostraba un poder viscoso: era una criatura sartriana. Por lo menos, puedo interpretar esa imagen con un estilo sartriano, de la misma manera que Proust visitaba las catedrales góticas para verlas al estilo de Ruskin.
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El apartado anterior es una muestra de lo que va á ser este libro En las actividades mentales más simples está presente la creatividad más sorprendente, aunque en embrión. Entre el acto perceptivo y el acto creador no hay un abismo. Una de las posibilidades de la mirada es ser creadora. Valéry se quejaba de que la psicología del arte comenzaba su obra por el tejado. «Es maravilloso oír hablar de creación, de inspiración, etc. y que nadie piense en investigar la formación de la melodía o de la frase más simple.» El reproche de Valéry era justo, y no quiero merecerlo. La actividad creadora hay que analizarla en sus manifestaciones más elementales; en los actos que realizamos tan comúnmente que nos parecen comunes, cuando son sin duda extraordinarios. Lo que la psicología de la inteligencia nos enseña, debe aclararnos aún más el proceso transfigurador de la mirada. A ello estarán dedicados los capitulos siguientes.
Es curioso que podamos hablar de estilos de ver sin que suene a disparate. En realidad, del estilo, antes que un problema estético, es un problema de teoría de la inteligencia. Es curioso que podamos hablar de estilos de ver sin que suene disparate. En realidad, el estilo, antes que un problema estético, un problema de teoría de la inteligencia. De los estudios sobre e'sti los perceptivos sólo mencionaré los de Witkins, por razones que más tarde averiguará el lector atento. Este autor distingue dos estilos perceptivos, según los sujetos sean «dependientes» o «independientes» del campo perceptivo. Les diferencia la capacidad para independizar la mirada, libertad que en casos extremos, claramente patológicos, puede estar incluso anulada. Los enfermos con graves lesiones cerebrales pueden sufrir una «dependencia del estímulo» (Bridgeman, 1991), sufren una rutinización del mirar, un encarrilamiento férreo de su vida mental.
Lo que caracteriza a la mirada inteligente es que aprovecha con suprema eficacia los conocimientos que posee. Pero, sobre todo, que dirige su actividad mediante proyectos. Cada vez que elegimos dónde mirar y la información que queremos extraer, dejamos que el futuro anticipado por nuestras metas nos guíe. Esta es la estructura básica de todo comportamiento inteligente, incluido el artístico. Lo que caracteriza la creación poética es estar dirigida por un proyecto poético.
Analicemos una operación artística: el dibujo. Por ejemplo, ¿cómo se inventa una caricatura? El dibujante tiene que buscar las líneas que definen un rostro. Se trata de una mirada nueva, que ya no está dirigida por automatismos, ni por conceptos perceptivos inconscientemente poseídos, sino por un proyecto. Frente a él tiene una cara, pero lo que quiere ver en ella es algo que no existe: la línea irreal que la define de forma inconfundible y resumida. Hochberg, un gran experto en el estudio de la percepción, se ha ocupado del tema. Considera la caricatura como la captación de una esencia perceptiva, una selección de rasgos que prescinde de aspectos accidentales. Comprobó que los sujetos percibían con mayor rapidez los dibujos esquemáticos, como las caricaturas, que los dibujos más detallados. El dibujante ha limpiado la copiosa maleza de los detalles. Y lo ha hecho forzando su mirada, para conseguir que realizara ese entresaque clarificador.
En efecto, la línea del rostro ha que lo «aclarada», como un bosque roturador. Así pues, la mirada se hace inteligente -y porlo tanto creadora- cuando se convierte en una búsqueda dirigida por un proyecto. Ver, oír, escuchar, oler, no son operaciones pasivas, sino explorares activas para extraer la información que nos interesa. El lenguaje ha reconocido este dinamismo dirigido, y ha creado, junto a los términos anteriores, eminentemente pasivos, otros en los que raya la acción: vemos, pero a través del mirar, observar, escrutar, escudriñar. Olemos y olfateamos. Oímos y escuchamos. Gustamos y paladeamos. Tocamos y palpamos.
Vemos con tanta facilidad y rapidez que sucunibimos ante el espejismo de la pasividad, como si ver simplemente fuera dejarse impresionar por el objeto. El tacto, que es un sentido lento, nos permitirá asistir como espectadores a nuestra propia actividad perceptiva. Para reconocer un objeto mediante el tacto, el lector comenzará explorándolo con las manos, intentando formarse una imágen en él, buscando alguna línea que enlace en su memoria con un objeto que lo prolongue. «Tantea» las soluciones. Popper escribió que «percibir es resolver problemas mediante hipótesis. No hay órgano de los sentidos que no incorpore genéticamente teorías perceptivas». Una hipótesis es una suposición cuya justeza deseamos comprobar. Mientras exploramos el objeto a ciegas formulamos hipótesis que dirigen nuestra búsqueda. ¿Será una llave inglesa? El tacto comprueba la hipótesis. Sabe lo que tiene que buscar. Si lo encuentra, la hipótesis queda confirmada, el significado perceptivo aparece en nuestra conciencia y todos los rasgos sentidos se organizan en una figura.
Es fácil percatarse de que el proceso de búsqueda perceptiva ha sido dinámico. El tacto necesita explorar. Los demás sentidos, también. Aprovecho para decir que el acto de reconocer con el tacto una cosa vista, o al revés, con la vista un objeto anteriormente conocido por el tacto, es operación de tal complejidad que casi, ningún animal es capaz de realizarla. Incluida buena parte de los simios. El niño pequeño sabe hacerlo.
La mirada inteligente sabe mirar. Sus métodos para explorar el objeto visual diferirán de acuerdo con la tarea que el sujeto disponga. Yarbus ideò unos brillantes experimentos para demostrarlo.
El sujeto se coloca unas gafas que permiten registrar sus movimientos oculares. Ante una estampa, los individuos sanos cambian el patrón de movimientos según la pregunta formulada por el experimentador. Saben dónde han de buscar la información más interesante. «Nada parecido se observa cuando un paciente con una lesión frontal masiva examina el cuadro -escribe Luria, otro gran psicólogo soviético-. Para comenzar, se fija en un punto cualquiera e inmediatamente contesta a la pregunta con la primera suposición que se le viene a la cabeza, sin intentar deducir la respuesta de un análisis de los detalles del cuadro.»
Jerome Bruner, a quien ya he mencionado, cuenta en su autobiografía el júbilo con que estudió las diapositivas realizadas por Yarbus en Moscú, y que Luria había conseguido llevar a Cambridge, en 1961, cuando los intercambios científicos con la Unión Soviética eran muy escasos. «Yarbus había descubierto que donde el ojo miraba (y lo que veía) era función de la pregunta que se hubiese planteado al sujeto, y que estuviera tratando de responder. La pista de los movimientos del ojo era como la pista de un detective que busca viejas claves relacionadas con una hipótesis particular.» No es de extrañar que muchos años antes ya lo hubiera descubierto un detective: «Sólo se puede ver lo invisible si se lo está buscando», decía Sherlock Holmes. Y como la ciencia tiene una lógica divertida, tampoco es de extrañar que Hintikka, un especialista en lógica, sostenga que toda percepción o conocimiento es una respuesta a una pregunta expresa o tácita, y exponga esta teoría en un estudio sobre Sherlock Holmes. (Hintikka, J.: «Sherlock Holmes formalizado», en El signo de los tres, Lumen, Barcelona, 1989). Desde luego, tiene razón. Estamos sometiendo la realidad a una interviú permanente, y de la sagacidad de nuestras preguntas dependerá interés de sus respuestas.
Volvamos a los dibujantes y pintores. No hacen más que prolongar esta capacidad de buscar posibilidades perceptivas que tenemos todos. «El dibujo -decía Degas- no es la forma, sino la maner. de ver la forma.» Y Leonardo da Vinci no decía nada diferente: «El secreto del arte de dibujar es descubrir en cada objeto la manera particular como una línea fluctuante se dirige, como una ola central que se despliega en olas superficiales, a través de toda su extensión.»
Saber mirar, ése es el secreto. La inteligencia prolonga todos los ademanes que percibe en las cosas. Y lo hace saltando con deliciosa frescura de un nivel a otro: de la memoria al futuro, de lo concreto a lo abstracto, de la percepción al concepto, o al revés. Es el libre juego de las facultades. El creador lo hace con deslumbrante soltura. Sólo así se puede comprender que un pintor —Van Gogh- escribiera a su hermano un texto como éste: «Encuentra bello todo lo que puedas; la mayoría no encuentra nada lo suficientemente bello.»
No sé qué admirar más, si el entusiasmo o la ingenuidad de este hombre, que habla de la belleza con aire tan voluntarista. ¿Es que depende de nosotros encontrar la belleza? ¿No es su consejo una inconsecuencia, como lo sería que dijera: encuentra todo el oro que puedas; la mayoría no encuentra suficiente oro? ¿O es que todos tenemos un filón, con una veta preciosa al alcance de la mano? La solución de Van Gogh no debe extrañarnos. La belleza es una posibilidad libre de las cosas. Verla es inventarla. «Es una cosa admirable mirar un objeto y encontrarlo bello, reflexionar sobre él, retenerlo y decir enseguida: me voy a poner a dibujarlo y a trabajar entonces hasta que esté reproducido.» Se trata, pues, de ver poéticamente. «En la casita más pobre, en el rinconcito más sórdido veo cuadros o dibujos. Y mi espíritu va en esa dirección, por un impulso irresistible.»
¿Dónde está esa belleza inventada? En el intervalo que la libertad de Van Gogh abre entre el rincón sórdido y ese mismo rincón definido en su fealdad por unas líneas limpias y precisas que él ve y dibujará. Ve para pintar. Vemos para hacer. Y lo que deseamos hacer dirige nuestra mirada, fecunda la realidad y la hace estar en permanente estado de parto. (Hasta que no vea la criatura no me atrevo a decir que en estado de buena esperanza.) ¿Y cómo llega Van Gogh a esa invención? Aprendiendo a ver. «En mis nuevos dibujos comienzo las figuras por el torso y me parece que así adquieren más amplitud y grandor: en el caso de que cincuenta no bastaran, dibujaré cien, y si esto no fuera suficiente todavía, haré más aún, hasta que obtenga plenamente lo que deseo, es decir, que todo sea redondo y no haya de ningún modo ni principio ni fin en la forma, sino que haya un conjunto armonioso de vida.»
Es una bella forma de decir que lo que deseo -el proyecto- dirige mi mirada.
3
La dificultad de mantenerse en lo dado, que es una misteriosa constante de la humanidad, ha de tener alguna explicación. Por muy atrás que retrocedamos en la historia, y por muy lejos que viajemos, descubrimos que el hombre se ha empeñado siempre en ver las cosas de manera distinta de como las veía. Para los mayas, los raíces de los árboles eran serpientes que mordían las entrañas de la tierra. Pensaban que las montañas eran enormes vasijas, contó fray Bernardino de Sahagún, «como si fueran casas llenas de agua», en las que vivían las serpientes durante la estación seca, hasta que el trueno las despertaba y entonces comenzaban a subir hacendosamente el agua hasta las nubes, que son unas enormes ollas. En el «Canto que entonaban cada ocho años cuando comían tamales», recogido también por Sahagún, aparece la palabra «navalachco», que significa «la plaza mágica del juego de pelota», donde tenía lugar el singular combate entre el sol y el mundo inferior. ¿A que viene, esta incansable prolongación, interpretación y glosa, esta interminable alquimia mental? ¿De qué manera troquelaba sus experiencias? Es fácil decir que se trataba sólo de símbolos convencionales, pero es difícil explicar por qué necesitaban simbolizar. ¿Por qué aquellos mayas de perfil de ave y los demás seres humanos no nos limitamos a ver?
En primer lugar, porque esa mirada pura, que se limitaría a reflejar lo que hay, no existe. Ni siquiera la observación científica, que aspira a la máxima objetividad, es contemplación inocente. En 1959, Heisenberg escribió: «No deberíamos olvidar que lo que observamos no es la naturaleza misma, sino la naturaleza determinada por la índole de nuestras preguntas.» No es posible una observación sin teoría, porque la cantidad de información es demasiado grande, demasiado confusa, demasiado incompleta. Además, liberado de la tiranía del estímulo, el hombre bebe los vientos por la posibilidad.
Sentimos la imperiosa necesidad de conocer las cosas, y también las posibilidades de las cosas y nuestras posibilidades. Ante la mirada inteligente, las realidades físicas se muestran inagotable e inseguras. La sola percepción no nos sosiega. Necesitamos comprender. Hemos de conseguir que lo ajeno se convierta en propio. En esto consiste el conocimiento: conocer es comprender, es decir, aprehender lo nuevo con lo ya conocido.
«Comprender» y «explicar» parecen conceptos opuestos, como indican sus prefijos. «Con» unifica; «ex» despliega. Sin embargo, significan un solo proceso, descrito desde dos puntos de vista. Comprendo algo cuando acierto a introducirlo en un conjunto de información más amplio. Explico algo cuando expongo el conjunto de información en que debe incluirse para ser comprendido. Comprendo una acción cuando conozco sus motivos, y explico una acción cuando los describo.
En su tenaz esfuerzo por poseer mentalmente la realidad, los hombres han explicado los fenómenos incomprensibles del mundo perceptivo sirviéndose de los fenómenos comprensibles del mundo perceptivo. La mitología, por ejemplo, es un intento de comprender realidades misteriosas a partir de realidades cotidianas. Para los griegos, la Vía Láctea nació porque del pecho de la diosa Juno se escaparon unas gotas de leche, cuando su bebé dejó de mamar. Las estrellas eran las salpicaduras de esa leche divina en el manto celeste: una anécdota doméstica.
Así, lo extraño se hacía familiar, lo descomunal se reducía a tamaño casero, pero el apaciguamiento era precario, porque tan brillantes explicaciones dejaban demasiadas preguntas sin contestar. Al hombre le sucede lo mismo que al niño, que cada vez es más exigente a la hora de aceptar una respuesta. Repite una y otra vez las mismas preguntas -¿qué es esto?, ¿por qué es como es?, ¿qué hace?, ¿por qué hace lo que hace?—, pero no siempre le valen las mismas respuestas. Según Branderburg y Boyd, los niños, entre los cuatro y los ocho años, formulan un promedio de treinta y tres preguntas por hora, con lo que la inteligencia familiar queda debidamente estimulada y torturada. Lo que resulta más interesante es que una misma pregunta no significa lo mismo en los diversos momentos de su vida. Hay una etapa en que la pregunta ¿qué es esto? queda contestada con el nombre de la cosa. Más adelante, habrá que dar más explicaciones, porque el niño espera más, necesita más, y cuando el niño sea un científico, volverá a hacer las mismas preguntas y sólo habrá cambiado el hueco que ha de ser llenado por la respuesta, que se habrá hecho un hueco cada vez más grande. En llamar la atención sobre el preguntar y su eficacia, el fantástico don Nepomuceno de Cárdenas fue un adelantado. Ésta es una de las razones de mi interés por él. Escribió un Tratado general de las preguntas, en cuyo proemio sostiene con gran énfasis que la más alta actividad de la inteligencia es preguntar: «Cuando mi maestro, el ilustre Inmanuel Kant, escribió en el prólogo de su primera Crítica que los experimentos son preguntas que el científico dirige a la Naturaleza, aun acertando en lo principal, redujo la importancia del asunto, pues no es el juicio la actividad fundamental del entendimiento, sino la interrogación. Ésta es la fundamental forma a priori de la humana inteligencia, que nos permite ordenar el caos de las sensaciones, porque la Naturaleza, que es recóndita y esquiva pero atenta, se muestra respondiendo no sólo a nuestros experimentos sino además a todas nuestras preguntas, en las que tienen su origen las categorías. Por ello tengo por cierto que enseñar a preguntar es el más perfecto empeño educativo, y que si fuera posible enseñar este arte a una estatua, le habríamos conferido al punto la más completa sabiduría.»
Otro de los atractivos que para mí tiene este increíble personaje, que leía a Leibniz, Rousseau y Kant en la manigua, mientras escuchaba las músicas de Mozart, tocadas por una orquesta de criados negros, agobiados bajo los ropones de etiqueta y las pelucas empolvadas, es que escribió ese tratado pensando en los esclavos de su propiedad, a los que pretendía educar de sopetón, como a la estatua, y con los que intentó reproducir las más animadas situaciones de los diálogos platónicos. Hay otra razón de mi interés por Cárdenas, que sólo revelaré más adelante, por razones que el lector en su momento comprenderá.
4
Deslumbrado por la capacidad creadora de la inteligencia y sabedores de que siempre vivimos en un mundo interpretado y que nuestra casa propia es el significado, algunos pensadores se han pasado de rosca y han mantenido que la realidad entera deriva del sujeto. Hay muchos Mundos posibles, ya lo hemos visto, y no encuentran razón para decir que uno es más real que otro. Es prematuro enfrentarse aquí a estas alambicadas teorías, que son destilación de veinticinco siglos de filosofía y un rato de precipitación, porque estamos todavía aprendiendo a ver y aprendiendo a ver qué es lo que vemos cuando vemos.
La percepción nos proporciona información sobre las cosas. Gracias a ella aislamos un contenido, le dotamos de señas de identidad destacándolo sobre el telón de fondo de las otras cosas. Pero estas elementales operaciones de ver, tocar o paladear poseen otro carácter enigmático: gracias a ellas enlazamos con la realidad y con la existencia de las cosas. No quiero internarme en cuestiones metafísicas, por lo que debemos mantenemos en un plano descriptivo, sin duda ingenuo. Pretendo decir tan sólo que todas nuestras afirmaciones sobre la existencia de algo -se trate de elefantes, centauros, partículas elementales, sentimientos, fantasmas, ángeles o dioses—, absolutamente todas, tienen que fundarse directa o indirectamente en la percepción. La más sofisticada, solemne, grandiosa teoría científica, a pesar de sus elaboradas ecuaciones, y del vigoroso entramado conceptual, acaba dependiendo de la ojeada que el científico echa a la aguja de un contador, o a un rastro luminoso en la pantalla.
Esta es la trayectoria del vuelo de la ciencia. Despega de la percepción, sube a las nubes del concepto y, o bien vuelve a la tierra de la que partió, para comprobar en ella sus ideas, o se queda para siempre en las nubes. Así describió don Antonio Machado la tarea del pensar:
De la mar al percepto, del percepto al concepto,
del concepto a la idea
-¡Oh, la linda tarea!-,
de la idea a la mar.
¡Y otra vez a empezar!
Toda ciencia admite implícita o explícitamente esta propiedad de la percepción. Gibson, un notable psicólogo, decía que los sentidos corporales cumplen una doble función: nos proveen de sensaciones y nos proporcionan la irresistible convicción de la existencia del objeto.
Así es. Los inventos modernos, como la televisión, y los modernísimos, como la realidad virtual simulada por ordenadores nos permiten discernir con claridad ambas líneas de información. El «experimentador» de una realidad virtual recibirá la información sensible necesaria para creer en el espejismo. Encerrado en el flujo de una información interactiva, que le hará creerse dentro del mundo simulado, tendrá que acudir a medios indirectos para darse cuenta de que está bajo el influjo de una alucinación tecnificada. Para percatarse de que se encuentra conectado a un ordenador productor de imágenes que engañan a sus sistemas perceptivos, tendrá que basarse, sin duda, en la propia percepción. No tenemos otro camino de acceso a la realidad. Toda afirmación sobre la existencia de algo depende de ese breve anclaje de nuestra conciencia en la percepción actual. Cuando el físico detecta la existencia de una partícula atómica, lo que ha hecho es ver una alteración en el comportamiento de un aparato, fabricado expresamente para reducir el abstracto entramado conceptual de una teoría a la puntual oscilación de un aguja. Y es esa percepción, minúscula, la que va a mantener, como un gigante, el mundo entero sobre su hombro. Cuando los teólogos medievales pretendían demostrar la existencia de Dios, no se les olvidaba que lo único que nos une a la existencia es la percepción, y comenzaban sus pruebas apelando a fenómenos sensibles.
A través de la percepción, la realidad se nos presenta con las propiedades de una pista de despegue: resiste a nuestro impulso y soporta nuestro vuelo. Las posibilidades que inventamos pueden mantener o no el enlace con la realidad. En un caso serán posibilidades reales, y en otro posibilidades fantásticas. De la realidad podemos decir lo que queramos, pero ella se desembarazará de algunas de nuestras propuestas. A lo rechazado por la realidad lo llamamos falso. A los inventos conceptuales, imaginativos, o de cualquier tipo que la realidad aún no ha rechazado, los llamamos provisionalmente verdaderos.
Capitulo: I
Fuentes: "Teoría de la inteligencia creadora"
José Antonio Marina (1993)
Ed: Anagrama
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