Mirando inconscientemente hacia el mueble donde reposan los algunos libros y otros tantos trabajos que ahí reposan y descansan...
...se que ahí está, este libro que dió paso a otros..
fué referente o es referente?
es muy provable...
En 1813, don Nepomuceno Carlos de Cárdenas, un racionalista caribeño, librepensador, barroco y dueño de un gran ingenio -azucarero- escribió en el margen del libro de Kant que leía: «No sé si el autor se ha percatado de que la verdad, además de verdadera, es divertida.»
El señor De Cárdenas, fantástico personaje de quien contare después algunas lúcidas extravagancias, se quedó corto. La verdad científica es divertida y también solemne, estrepitosa, deslumbrante, opaca, terrible, burlona, enigmática, discreta, apabullante y otras cosas más. Lo que me resulta imposible decir de una verdad es que es verdadera solamente. Todavía me emociona que en las escuelas la tabla de multiplicar se cante. No me extrañaría que Pitágoras hubiera cantado también la demostración de su teorema.
Que el rigor científico vaya acompañado de un sentimiento estético me ha planteado serios problemas al escribir la Teoría de la inteligencia creadora. He querido usar la palabra «teoría» con el sentido fuerte que tiene en filosofía de la ciencia. Es un sistema de hipótesis que se apoyan y controlan mutuamente, una construcción conceptual que organiza los conocimientos de un campo y que puede ser corroborada o refutada. Aspira a la categoría de conocimiento científico, rehuyendo quedarse en mera opinión, por decirlo en lenguaje platónico. Con excesiva ligereza se llama «teoría» a cualquier pensamiento que pase de la anécdota a la generalidad, sin importar el atajo que use. Así es fácil hacer teoría sobre el sexo de los ángeles o sobre- el bilzcocho borracho. No es, desde luego, mi propósito recorrer estos caminos fraudulentos. Sabemos ya muchas cosas sobre la inteligencia, gracias a la filosofía, la psicología genética y cognitiva, las ciencias de la computación, la lingüistica y la neurología. Ha llegado el momento de intentar casar tantas biografías dispersas. Por eso me he metido a casamentero.
Quiero, por lo tanto, hacer ciencia, pero ¿cómo librarme del pasmo, la diversión, el apasionamiento que me produce el tema de este libro? La inteligencia es una realidad tan escurridiza, astuta, tremenda y ocurrente, que un tratado científico convencional no haría justicia al dramatismo del asunto. Lo que llamamos inteligencia es, ante todo, la capacidad que la inteligencia tiene de crearse a sí misma, capacidad harto chocante, que no se puede despachar fríamente. Se trata de una historia llena de intrigas, con muchos personajes -la percepción, la memoria, la imaginación, los sentimientos— enlazados en una trama de competencias y dominaciones.
Decidido a no prescindir de nada, ni del rigor científico ni de la exaltación estética, he acabado por escribir dos libros en uno. La primera parte de esta Teoría de La inteligencia creadora es una narración de cómo ocurren las cosas, procurando explicarlas con claridad. Llamo la atención al lector sobre esta deliciosa palabra. Claro es un espacio abierto en el bosque enmarañado, y también lo que está bañado por la luz, «lo evidente, cierto y expresado con sinceridad y desenvoltura», dice el diccionario. La desenvoltura a que este me autoriza me ha permitido tomarme libertades expresivas. Al fin y al cabo «tomarse la libertad» es literalmente una de las funciones de la inteligencia, como véremos.
La segunda parte cuenta la biografía científica del libro, los fiaron, experimentos, documentación y bibliografía. La discución con otros autores -a veces la disputa— y la ampliación de temas que habían quedado marginados. La primera parte es el edificio, y esta segunda son los cimientos. Ambas se necesitan, porque cuando a los cimientos, para asegurarse de que están seguros, pero no le recomiendo el trajín de ir y venir de la exposición a los comentarios. Para evitarlo he eludido el sistema de notas, que a mí al menos me suele marear, y he intentado, dentro de lo posible, que las dos partes puedan leerse con `cierta independencia´.
Espero haber cumplido las promesas que hice en elogio y refutación del ingenio.
La edición de este libro ha estado al cuidado de Teresa Ariño, a la que agradezco públicamente, además de su competencia, su paciencia.
1- PRESENTACIÓN DE LA INTELIGENCIA
No hace falta ser un lince para saber que unl zorro es más inteligente que una lombriz, pero hay que ser más que un lince para saber lo que eso significa, si es que significa algo. Atribuimos inteligencia a hombres, animales, computadoras, y la última mente, hemos comenzado a hablar de edificios inteligentes, automóviles inteligentes y hasta de cafeteras inteligentes. A este paso, la inteligencia va a estar tan diseminada a nuestro alrededor, entegrada con tanta eficacia en los objetos de uso, que nos permitirá la suprema listeza de volvernos estúpidos y disfrutar con ello.
Seguir leyendo ¿Por qué es tan importante conocer la verdad sobre este asunto? Porque lo que pensamos sobre la inteligencia es lo que pensamos sobre nosotros mismos, y lo que pensamos sobre nosotros mismos es una parte real de lo que somos. Bajo cada cultura, dirigiéndola como un destino que se disfraza de ocurrencia libre, hay una idea de lo que es la inteligencia y de lo que es un sujeto humano. Me aplicaré. Comenecemos por buscar una definición de inteligencia que convenga a toda la escala ontológica, desde el escarabajo escopetero a la cacerola inteligente, pasando por el hombre, los ordenadores hiperpotentes y los arcángeles de Rilke, si se tercia. Tal definición rezaría así: Inteligencia es la capacidad de recibir información, elaborarla y producir respuestas eficaces. No está mal. Ni bien. Hay algo mullido y confortable en las vaguedades. Son un buen colchón donde todo el mundo acaba por encontrar una postura cómoda y adormecerse. Si resistimos al encanto de esa definición, descubriremos que convierte la inteligencia en un mecanismo formal, aséptico, deshumanizado, sin conexión con el mundo de los fines y los valores. Y eso no es la inteligencia humana. Los psicólogos, pasado el sarampión de los tests de inteligencia, se preguntan extrañados por qué existe tanta discrepancia entre los resultados de sus pruebas y los de la vida práctica. ¿Es que la inteligencia académica y la inteligencia práctica son facultades separadas? El fracaso era de esperar, porque bajo los tests no había una buena conceptualización de la inteligencia. ¿Qué hay que medir? ¿Lo que una persona puede hacer o lo que de hecho hace? Si un niño es «capaz» de aprender matemáticas —porque así lo demuestra un test, una prueba puntual hecha en una situación especialmente estimulante—, pero no las aprende porque no se concentra, no es capaz de interesarse, sufre la «fobia del número o del razonamiento formal», podemos decir que «es capaz»? Si restringimos la inteligencia a una serie de operaciones de cómputo de información, separadas de la conducta real del sujeto, cometemos una reducción injustificable. Inteligencia es la capacidad de resolver ecuaciones diferenciales, desde luego, pero ante todo es la aptitud para organizar los comportamientos, descubrir valores, inventar proyectos, mantenerlos, ser capaz de liberarse del determinismo de la situación, solucionar problemas, plantearlos. El niño inteligente no es el que saca buenos resultados en una situación anormal, impuesta, estimulante o estresante, como es un test, sino el que los saca en situaciones que él mismo tiene que hacer interesantes. Es la inteligencia la que permite, mediante una poderosa conjunción de tenacidad, retórica interior, memoria, razonamiento, invención de fines, imaginación -en una palabra, gracias al juego libre de las facultades-, que veamos una salida cuando todos los Indicios muestran que no la hay. Inteligencia es saber pensar, pero, también, tener ganas o valor para ponerse a ello. Consiste en dirigir nuestra actividad mental para ajustarse a la realidad y para desbordarla. Lo que me mueve a la crítica no es quisquillosidad de especialista, sino inquietud de amenazado. Que se maneja académicamente una noción fromal de inteligencia no es peligroso, porque en las reuniones académicas nunca llega la sangre al río. Llega cuando las nociones que allí se manejan descienden a las plazuelas. Esa definición de la inteligencia como potencia de computación conviene en estricto sentido a las computadoras, en un sentido amplio a los animales y en un sentido mínimo al hombre. Ocurre, sin embargo, que los alardes técnicos son tan asombrosos que podemos sentir la tentación de convertir el concepto de inteligencia que manejan en prototipo de toda inteligencia posible. Y esto es falso. Alien Newell, uno de los patriarcas de la inteligencia artificial, ha publicado recientemente un libro titulado Unified Theories of Cognition, que ha sido unánimemente elogiado por la comunidad científica. Considera que la función de la inteligencia es relacionar dos sistemas independientes: el de los conocimientos y el de las metas. Cuando resuelve un problema, la inteligencia utiliza conocimientos para conseguir un fin, que es la solución. ¿Por qué me parece errónea esta idea tan sensata? ¿Por qué me parece tan peligrosa? Porque excluye de la inteligencia dos de sus funciones esenciales —crear la información e inventar los fines-, y la enclaustra en una actividad meramente instrumental. Olvida que los hombres somos, en primer lugar, inteligentes captadores de información. Más aún, somos fantásticos creadores de conocimientos, por decirlo con una expresión paradójica que pronto comentaré. El peligro procede de excluir de la inteligencia la elección de las metas. ¿De dónde vendrán? ¿Del instinto, de las estrellas, de la sociedad? La teoría de Newell no es tan unificada como piensa, porque no es válida para la inteligencia humana. Lo diré de la manera más tajante posible: la característica esencial de la inteligencia humana es la invención y promulgación de fines. Ésta es su máxima creación, y el fulcro donde se apoya toda su actividad. Privada de esta capacidad, la inteligencia se convierte en una hábil operadora formal. La teoría de Newell carece de una idea clara de la subjetividad humana: por eso me parece peligrosa. La idea que tengamos de lo que es ser sujeto no es indiferente para nuestra vida. La filosofía está liberándose de una moda devaluadora. La Critique de la modernlté, que acaba de publicar Alain Touraine, es un reproche más a la pasada inquina contra el sujeto, que ha producido consecuencias teóricas y prácticas poco brillantes, como he estudiado en otro libro. Es posible que otra moda devaluadora se cierna sobre nosotros, procedente esta vez de los estudios de psicología computacional. Como justificaré más adelante, no hay desarrollo de la inteligencia humana sin una afirmación enérgica de la subjetividad creadora. El creador selecciona su propia información, dirige su mirada sobre la realidad y se fija sus propias metas. Descuidar estos aspectos equivale a descuidar los aspectos más esenciales de la inteligencia humana. Atienda el lector al hecho de que funciones específicamente humanas pueden transferirse al ordenador, por ejemplo, la memoria y la capacidad de tomar decisiones. Ya no nos extraña que alumnos de enseñanza primaria aprendan a sumar con calculadora. Menos todavía que los niños jueguen incansables con un ordenador —y esto es mucho más grave—. Dentro de pocos años tampoco nos asombrará que gran parte de "nuestra memoria personal esté guardada fuera de nosotros", y asimismo nuestra capacidad de tomar decisiones. Algún experto ha señalado que el papel humano puede reducirse a ser un gigantesco sistema sensitivo al servicio de los ordenadores. No soy sospechoso de animadversión contra la informática, a la que considero una de las grandes creaciones científicas de la historia de la humanidad. Tampoco pienso que su avance tenga que ser forzosamente deshumanizador. Tan sólo digo que, para evitarlo, debemos saber con precisión cuál es el aspecto esencialmente humano de la inteligencia. Es necesario conocer el modo humano de ser sujeto. Para ello voy a partir de un hecho fácil de describir: el hombre realiza comportamientos muy alejados del comportamiento animal. Dejaremos por ahora las computadoras a un lado. No hay paralelo posible entre las presas que construye el castor y las grandes obras hidráulicas emprendidas por el hombre. El animal repite monótonamente una técnica heredada, mientras que el hombre crea nuevas técnicas y somete su obra a planes elegidos por él mismo. A este modo de obrar, que resuelve problemas nuevos y que permite un ajustamiento flexible a la realidad, lo llamamos inteligencia. También se la atribuimos al animal, es cierto, pero hay que distinguir entre inteligencias cautivas e inteligencias libres. Aquellas obedecen a programas establecidos, mientras que éstas mientras sus programas o, al menos, dan esa impresión. El animal tiene una inteligencia cautiva porque una rutina biológica determina sus comportamientos. De ahí su existencia estancada. Un perro será más o menos inteligente que otro, pero siempre repetirá, con gran encanto, sin duda, conductas estereotipadas. Tenaces investigadores como Premack y Gardner han conseguido que ilustrados chimpancés aprendan un diccionario de más de cien palabras y formen frases o simulacros de frases de cuatro miembros. Washoe, Sarah y sus congéneres han demostrado que son capaces de adquirir nuevas destrezas, de gran complejidad, pero continúan siendo inteligencias cautivas, cautivas al menos de su adiestrador, ya que, para realizar esos alardes, la inteligencia del chimpancé necesita ser adiestrada por una inteligencia que no sea de chimpancé. Lo mismo habría que decir de Skinner y de las palomas que adiestraba para jugar al baloncesto o para dirigir misiles. Semejantes ideas sólo podían ocurrírsele a una inteligencia que no era, precisamente, de paloma. En resumen, el hombre es capaz de ampliar efímeramente las actuaciones animales, que sin esa ortopedia recaen en su secular rutina. Por el contrario, la especie humana se aleja de la monotonía animal. Andamos, corremos, volamos, buceamos, nos deslizamos en el escarolado cuenco de la ola. Agrandamos el espacio que por naturaleza nos correspondía, atravesándolo con ayuda de ruedas, zancos, esquíes, globos, tablas de surf. No es que el hombre sea anfibio, es multibio. Ha dejado atrás los aburridos cacareos, zureos, berridos, bramidos y demás estridencias o cadencias animales, del ronquido al gorgorito, y ha inventado diecinueve mil lenguas y la ópera. Ha transformado el soso pavoneo en una feria, elegante o cutre, de vanidades. Por naturaleza somos miopes en comparación con el águila. Por inteligencia hemos llegado a ver lo invisible. Nuestra medida es la desmesura, lo que ha hecho de la historia humana la crónica de la grandeza, pero también de la estupidez y la crueldad. Hemos explotado las minas de los metales y las de dinamita, hemos creado los instrumentos de música y los de tortura, la generosidad y el asesinato. El hombre no para. Es animal de lejanías: se distancia de las cosas, de los otros y hasta de sí mismo. Por eso come sin hambre, bebe sin sed, mata a los miembros de su especie e incluso se suicida. Puede desvincularlo todo. Esta inquietud, que convierte a la humanidad en permanente surtidor de novedades ambivalentes, se la atribuimos con razón a la inteligencia. El hombre posee una inteligencia creadora. Este libro no es más que una explicación de esta frase.
2
La inteligencia nos permite conocer la realidad. Gracias a ella sabemos a qué atenernos y podemos ajustar nuestro comportamiento al medio. Cumple así una función adaptativa: nos permite vivir y pervivir. Las inteligencias animales hacen lo mismo, a su manera. Pero la humana lo hace de una forma extravagante.
Se adapta al medio adaptando el medio a sus necesidades. Parece que no disfruta que no disfruta con la tranquilidad, y que siempre pone el corazón más allá del horizonte, porque se plantea continuamente nuevas metas, que le producen incesantes desequilibrios. Nuestros tatarantepasados se esforzaron en cubrir las necesidades básicas. Nuestros contemporáneao se esfuerzan por conseguír una marca de automóvil, casi con el mismo encarnizamiento. Una vida tan azacaneada procede también de la inteligencia, que realiza una desconcertante función:¡nventa posibilidades. No sólo conoce lo que las cosas son -lo cual da al hombre seguridad-, sino que también descubre lo que pueden ser -lo cual le provoca una constante desazón-. Hablando en términos lingüísticos, inventa el modo indicativo y, además, el subjuntivo y el condicional: los modos de la irrealidad. Junto al fue, el podría, el sería si. A la percepción de lo existente se une el cortejo de lo que sobrevuela el tiempo: el arrepentimiento, la decepción, la esperanza, el proyecto, la anticipación, la amenaza. Se somete al tiemno -¡que remedio!- y se rebela contra él, puesto que conoce el presente y el pasado -reinos de lo real-, pero pretende determinar el futuro -reino de lo posible-, para lo cual pro-mete, pro-yecta, pre-viene, pro-duce. Los animales tienen futuro: el hombre tiene por venir. Se anticipa a todo. El ser humano se seduce a si mismo desde lejos.
Seguir leyendo La realidad queda expandida por las posibilidades que en ella inventa la inteligencia, al integrarla en proyectos humanos. La propia realidad del hombre también se expande. Ya no trata de pervivir, sino de sobrevivir. Quiere sobre-salir, sobre-ponerse. Vivir sobre sí mismo. El enigmático reflexivo superarse nos lo dice. No es que viva por encima de sus posibilidades, lo que sería impensable: vive por encima de sus realidades. La expresión «inventar posibilidades en la realidad» puede sonar extraña, porque en castellano la palabra «invención» cambió hace siglos de significado. El exabrupto de Unamuno -«¡Que inventen ellos!»- era típicamente hispánico. Los primeros diccionarios recogieron la palabra «invenciones» con el significado de fabulaciones v mentiras, con lo que perdieron la acepción original, que era «encontrar». Crear es inventar posibilidades, es decir, encontrarlas. Lo mismo significa «trovar». Los trovadores encontraban el encanto, el amor y la rima. Lo posible, que aun no existe, surge de la acción de la inteligencia sobre la realidad. Las cosas tienen propiedades reales, en las que inventamos posibilidades libres. En la propiedad real del petróleo que es producir energía, el hombre descubrió la posibilidad de volar. El bloque de mármol contenía como posibilidad el David que Miguel Ángel inventó. Que una de las posibilidades de la piedra era ser castillo o catedral o acueducto fue un magnífico descubrimiento. Contemplada a partir de esa función, la inteligencia se convierte en fecundadora de lo real, que adquiere así una cierta ilimitación. No estaba implícito en lo real que unas insignificantes rocas pudieran transformarse en bronce y el bronce en la espiritada ftgura del San Jorge de Donatello. Ésa era una posibilidad libre. También lo era en que la sexualidad humana diera enlazarse con un sentimiento amoroso. Lo que aparece es real, pero pertenece al momento libre de lo real, que sólo aparece por la inteligencia humana. Apoyándome en las cosas dadas voy más allá de las cosas dadas. El ingeniero romano Julio Cayo Lacer colocó en el puente de Alcántara esta espléndida inscripción: «Ars ubi materia vina-tur ipsa sua.» Artificio mediante el cual la materia se vence a sí misma. Eso es la inteligencia, que prolonga la realidad, concediéndole un carácter transfinito. Cada punto se convierte en la intersección virtual de infinitas rectas, cada palmo de tierra es encrucijada de innumerables caminos; cada palabra, matriz de incontables frases. Así la realidad entera. En el estallido de lo real que la inteligencia provoca se desvanecen los límites entre lo natural y lo hecho por arte. En una mazorca de maíz híbrido resulta difícil reconocer la minúscula mazorca del maíz primitivo. Las que ahora cultivamos son fruto de la naturaleza y de Norman E. Borlaug, el genetista que ganó el premio Nobel de la Paz por inventar maíces. Lo que al contemplar una obra de arte nos produce esa peculiar euforia, esencial a la experiencia estética, es comprobar lo que la inteligencia ha sido capaz de hacer con la realidad. Percibimos en su fecundidad el espejismo de una vida más amplia, una inconcreta promesa de felicidad. La aparente puesta en fuga de la limitación hace que nos sintamos ligeros. Bien mirado, ¿no parece imposible que el aire, al pasar por un tubo, silbe una melodía de Mozart? Una orquesta es una conjunción sorprendente de maderas horadadas, cuerdas, tripas, cajas, metales e inteligencia. Entre los instrumentos musicales y los troncos, piedras y animales de los que proceden hay un intervalo admirable. Un piano o un clarinete son tratados condensados de talento creador. Un nuevo intervalo se abre entre ellos y la exaltada sonoridad de la sinfonía que producen. Un intervalo es el espacio abierto por el hombre en la realidad bruta, para dar a luz sus posibilidades. Ésa es la obra creadora. Al ciprés pintado por Van Gogh le separa una distancia, un hueco en el que encontramos como un poderoso hércules que separando los continentes diera amplitud al mar, la inteligencia creadora del pintor. Entre la fauna de batracios elegantes que poblaba los salones de París y las fascinantes criaturas envueltas en telas de araña que viven En busca del tiempo perdido, el intervalo es Proust. Cuando despabilamos el animo o hacemos un regalo, cuando desdeñamos el hablar negligente -cómodo y mortal- o el silencio -mortal ve siempre asesino- para empeñarnos en elevar el estilo, no estamos haciendo una obra de arte -eso no es tan importante- un acto de inteligencia creadora, que es, como veremos, comprobación y ejercicio de libertad. Lo que al contemplar una crueldad o un error nos produce irritación es saber que aquello podría haber sido de otra manera. Si acabara aquí la descripción, pecaría de optimista. El hombre ha inventado la música de cámara, pero también la cámara de gas. En nuestro haber figuran la belleza y el horror, y tejemos el porvenir con esperanza y miedo. Al fin y al cabo, dicen que la angustia no es más que la conciencia de la posibilidad. Estamos obligados a elegir y nada nos asegura que lo hagamos con acierto. De ahí que sea necesario discernir las posibilidades. La ética no es más que el salvavidas al que ha de aferrarse la inteligencia, tras haber naufragado en las posibilidades que ella misma engendró.
He mencionado antes que la realidad adquiere posibilidades nuevas al integrarse en un proyecto inteligente. Un proyecto es, ante todo, una idea, una irrealidad. Tropezamos así con una paradójica característica de la inteligencia humana: manejamos la realidad mediante irrealidades. La inteligencia no deja de sorprenderme. Resulta que proporcionamos ideas a la realidad, la asimilamos mediante conceptos, comerciamos con ella utilizando palabras, lignos, símbolos. Inventamos verdades. Damos a las cosas la posibilidad de confirmar una verdad científica. Antes de ser real, la catedral de Florencia fue una reailidad pensada, una irrealidad que guió la mano hábil que dibujo la cúpula, pero, para poder hacer real la posibilidad pensada dibujó también las máquinas que hicieron posible la construccíón de la cúpula, y que son unas preciosas muestra de arte racionalista. Así, de irrealidad en irrealidad, llegamos a la realidad tras recorrer un largo itinerario de ideas, esbozos, dibujos, tanteos, planos, proyectos, maldiciones y aplausos. Al final, la acción nos inserta irremisiblemente en lo real.
Seguir leyendo Ya sabemos algo más acerca de la inteligencia: conoce la realidad e inventa posibilidades, y ambas cosas las hace gestando y gestionando la irrealidad. La tesis de este libro es que estas funciones derivan de otra más radical: el hombre puede suscitar, controlar y dirigir sus actividades mentales. Dicho de forma sentenciosa: la inteligencia humana es la inteligencia animal transfigurada por la libertad. Este es el modo humano de ser sujeto. Parece que he puesto la carreta delante de los bueyes, porque tradicionalmente se ha dicho que la inteligencia funda la libertad, y yo sostengo lo contrario. Ya se verá por qué lo hago. Por ahora me interesa más advertir que, en sentido estricto, la inteligencia humana no existe. Me apresuro a añadir que no existe como capacidad independiente. El hombre no tiene la facuitad de percibir, recordar, imaginar, comparar, conceptualizar y decidir, además, la de ser inteligente. Hablar de inteligencia es una convención lingüística, forzada por el placer de la tantivación que tanto nos hace disfrutar y que tantas confusiones produce. Deberíamos utilizar un adjetivo, porque la inteligencia es un modo nuevo de usar las facultades que compartimos con los animales superiores. No hay inteligencia. Hay un mirar inteligente, un recordar inteligente, un imaginar inteligente, y así todo lo demás. No utilizo un concepto de libertad excelso y confuso, sino que me refiero a la elemental capacidad de guiar la atención, iniciar un movimiento, dirigir la mirada, elaborar un plan y mantenerlo en la conciencia, evocar un recuerdo. Hasta dónde llega ese poder, ya se verá. La libertad, más que un destino, es una posibilidad. A partir de su propiedad real de autodeterminación el hombre puede construir su libertad, o abandonarse a un automatismo sonámbulo. En el fondo, el ser humano tiene las mismas facultades mentales que el animal, entendiendo por «facultad mental» la que maneja información. La inteligencia de los animales ha ido aumentado con su índice de encefalización, que es la relación entre el tamaño corporal y el peso del cerebro. Los especialistas suponen la mayor proporción de sustancia neural posibilita una mayor eficacia en el tratamiento de información o, en otras palabras, le concede un poder de computación más grande. De acuerdo con este índice, el primer lugar en el hit parade de las especies inteligentes lo ocupan los delfines y, por supuesto, el hombre. El caso de las ballenas plantea problemas especiales que no sabemos resolver. El progreso de la inteligencia animal, lo que nos anima a decir que el zorro es más listo que la lombriz, se manifiesta de dos maneras. Ante todo, se caracterizan por controlar mejor el medio ambiente y sus propias operaciones. Es decir, son más hábiles para resolver problemas nuevos y aprender. En segundo lugar, poseen un comportamiento más flexible. Su repertorio de rutinas es más rico. Esta inteligencia recibe información, la elabora y produce respuestas con mayor o menor eficacia. Vamos a llamarla inteligencia computacional. A pesar de sus progresos son inteligencias estancadas. La creación de novedades es una exclusiva humana. Es cierto que los simios pueden usar herramientas, pero basta comparar su consuetudinario uso de un palo para hurgar en los hormigueros con los sofisticados y cambiantes utensilios humanos para ver la diferencia. Parece que, a pesar de sus impresionantes habilidades, estos animales privilegiados tienen un techo bajo, que los mantiene cautivos. Continúan determinados por los estímulos que reciben y las rutinas que heredan. La inteligencia humana es una inteligencia computacional que se autodetermina. Y esta habilidad de haber interiorizado los sistemas de control produce una sorprendente transfiguración de todas las facultades. La mirada se vuelve inteligente al ser dirigida por proyectos inventados. Aprendemos como el animal, automática e incidentemente, pero también decimos lo que queremos aprender: chino, ajedrez, cálculo diferencial o encaje de bolillos. La atención no está ya dirigida por el estímulo, sino por mecanismos subjetivos. No se puede comprender nuestra conducta leyendo de izquierda a derecha, sino de derecha a izquierda. Es decir, no se explica ateniéndose a lo real existente o a lo real pasado, a lo ya escrito, sino que hay que atender a lo irreal futuro, a lo que está por escribir. En un momento de su evolución, el hombre aprendió a decii no al estímulo. Inhibió una respuesta ordenada en él desde hacía siglos. No sabemos cómo sucedió, pero no me resisto a imaginarlo, advirtiendo al lector que debe tomar este párrafo como un ejercicio literario y no como una exposición científica. Nuestro antepasado de frente huidiza y largos brazos caza el bisonte en el páramo. Atraviesa corriendo un paisaje de olores y pistas. Arrastrado por el rastro, salta, corre, gira la cabeza, explora, husmea. La presa es la luz al fondo de un túnel. Sólo existe esa atracción feroz y una sumisión sonámbula. Sólo sabe que la ansiedad se aplaca al seguir aquella dirección. No caza, se desahoga. No persigue un bisonte: corre por unos corredores visuales y olfativos que le excitan. Las huellas le empujan. Los signos disparan los movimientos de sus piernas, con el certero automatismo con el que alteran los latidos de su corazón. No hay nada que pensar, porque aún no piensa. Su cerebro calcula y le impulsa. Está sujeto a la tiranía del «Si A... entonces B». La secuencia If-then. Si ve la oscura figura del animal en la entreluz de la maleza, corre sesgado (para cortarle el paso). Si está muy cerca aulla (para atraer a sus compañeros de horda). Si el estímulo afloja su rienda se detiene, se agita, gira a su alrededor (para uncirse otra vez a la rienda y, atado a ella, proseguir de nuevo su carrera). No conoce ninguno de los paréntesis. Como el sonámbulo guía sus pasos y elude los obstáculos sin tener conciencia de ello, así nuestro antepasado se deslizó durante siglos por cárcavas inhóspitas de la prehistoria. La transfiguración ocurrió un misterioso día, cuando al ver el rastro detuvo su carrera, en vez de acelerarla, y miró la huella. Aguantó impávido el empujón del estímulo. Y, de una vez para siempre, se liberó de su tiránico dinamismo. Aquellos dibujos en la arena eran y no eran bisonte. Había aparecido el signo, el gran intermediario. Y el hombre pudo contemplar aquel vestigio sin correr. Bruscamente era capaz de pensar el bisonte aunqie ni en sus ojos, ni en su olfato, ni en sus oídos, ni en su deseo estuviera presente ningún bisonte sin haberlo cazado. Y, además, indicarselo a sus compañeros. Esta descripción fantástica no es arbitraria. Estña inspirada en los relatos que nos cuentan la educación de los niños sordomudos-ciegos. Las biografías de Marie Heurtin o Hellen Keller, por citar las más conocidas, son relatos patéticos y maravillosos. En ellos asistimos al momento glorioso en que unas subjetividades encadenadas, sometidas a impulsos espasmódicos, agitadas por sentimientos y experiencias no controlados, viviendo sin progreso, sin inteligencia, sin esperanza, son capaces de comprender un signo. Más aún, son capaces de proferirlo. Algo que hacen ellos puede dominar lo absolutamente lejano. La realidad deja de ser una barahúnda de estímulos y el yo un torbellino de sentímientos. Una fértil calma se apodera de los niños, que de repente, con una rapidez emocionante, se descubren sujetos activos, dueños de sí mismos, capaces de suscitar, controlar y dirigir sus ocurrencias: inteligentes. Y todo al mismo tiempo, como si un nuevo régimen se hubiera instaurado en su viida. Y lo asombroso es que a partir de ese momento aprenden con suma rapidez. Sucede como si hubieran tomado posesión del control del comportamiento, por un veloz golpe de mano. Repetiré una vez más la primera tesis de este libro. La inteligencia humana es la inteligencia animal transfigurada por la libertad. La construcción de la inteligencia, de la libertad y de la subjetividad creadora corren en paralelo. Esta actividad altera también la realidad, de la que comienzan a brotar posibilidades libres. El método para probar esta tesis consistirá en asistir al momento de la transfiguración en cada una de nuestras facultades. La mirada, al ser penetrada por la libertad, se convierte en mirada creadora. Y lo mismo le sucede a la memoria, al movimiento muscular o a la imaginación. La inteligencia siempre da más de lo que recibe, por eso es esencialmente creadora. Me gustaría rehabilitar una antigua locución griega, «Nous poietikos», decía Aristóteles que éramos. Entendimientos activos, poéticos. Lo que llamamos «poesía» -o arte, en general- es sólo un caso ejemplar del poder creador, humilde y magnífico, insignificante, y grandioso, que se da en cada una de nuestras actividades mentales. No es más que una figura retórica de la inteligencia: la antonomasia del poder creador. Por ser una ampliación de las facultades comunes, tomaré la creación artística como ejemplo, para que con su deslumbrante exageración nos permita ver claro lo normal. Lo que cuente sobre la inteligencia deberá ser válido para esa peculiar actividad inteligente que es el arte, y al revés. Con ello no pretendo rebajar su dignidad, sino exaltar la admirable grandeza de todo acto inteligente. «Poéticamente habita el hombre la tierra», escribió Hölderlin. Ya sabemos lo que el verso significa. Inteligentemente habita el hombre la tierra, alumbrando en ella el reino de las posibilidades libres.
«Poéticamente habita el hombre la tierra», escribió Hölderlin. Ya sabemos lo que el verso significa. Inteligentemente habita el hombre la tierra, alumbrando en ella el reino de las posibilidades
libres.
Fuentes: "Teoría de la inteligencia creadora"
José Antonio Marina (1993)
Ed: Anagrama
Primera edición en "Argumentos": noviembre 1993
Primera edición en "Compactos": marzo 2000
Segunda edición en "Compactos": octubre 2001
Tercera edición en "Compactos": diciembre 2002
Cuarta edición en "Compactos": junio 2004
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