martes, 11 de octubre de 2011

Sobre el pathos de la verdad

“Cinco prefacios para cinco libros no-escritos”

 Para la Señora Cósima Wagner en cordial veneración y como respuesta a  preguntas epistolares, escrito con alegre espíritu en los días de Navidad de 1872



 ¿De veras es la gloria tan sólo el más delicioso bocado de nuestro amor propio? - Es que, como ansia, está ligada a los más raros hombres y, por otro lado, a los más raros momentos de los mismos. Son éstos los momentos de súbita iluminación, en los que el hombre, imperativo, extiende su brazo en ademán de crear el mundo, extrayendo luz de sí y derramándola en derredor. Entonces le penetró la dichosa certidumbre de que aquello que de ese modo lo elevó hasta lo extremo y lo puso fuera de sí, sea, la altura de esta única sensación, no debía permanecer vedado a ninguna posteridad; en la eterna necesidad de estas rarísimas iluminaciones para todos los venideros reconoce el hombre la necesidad de su gloria; la humanidad, de ahí en adelante y para todo porvenir, ha menester de él, y al igual que aquel momento de iluminación es epítome y compendio de su esencia más propia, así cree él, en cuanto hombre de este momento, ser inmortal, mientras que aparta de sí todo lo demás como escoria, podredumbre, vanidad, animalidad o pleonasmo y lo deja a merced de la caducidad.

Todo desaparecer y perecer lo vemos con desagrado, a menudo con el asombro de estar viviendo en ello algo en el fondo imposible. Un espigado árbol se derrumba para desazón nuestra y una montaña que se hunde nos duele. Cada Nochevieja nos deja sentir el misterio de la contradicción de ser y devenir. Pero que un instante del más eminente acabamiento del mundo desapareciese, por así decir, sin posteridad ni herederos, cual destello fugaz, eso hiere con más fuerza que ninguna otra cosa al hombre moral. El imperativo de éste, antes bien, reza: que lo que una vez existió, a fin de reproducir de manera más bella el concepto «hombre», tiene también que estar eternamente presente. Que los grandes momentos forman una cadena, que éstos, como una cordillera, unen a la humanidad a lo largo de milenios, que para mí lo más grande de un tiempo pasado también es grande, y que se cumpla la creencia, henchida de presentimiento, del ansia de gloria: tal es el pensamiento fundamental de la Cultura.


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En la exigencia de que lo grande debe ser eterno se inflama la terrible lucha de la Cultura; pues que todo lo demás que vive grita ¡no! Lo habitual, lo insignificante, lo ordinario, llenando todos los rincones del mundo, como pesada atmósfera que todos nos vemos condenados a respirar, humeando alrededor de lo grande, se abalanza para ponerle trabas, apagándolo, asfixiándolo, envolviéndolo en turbiedad y confusión, obstaculizando el camino que lo grande debe recorrer hacia la inmortalidad. ¡Ese camino conduce a través de cerebros humanos! A través de los cerebros de miserables seres efímeros, los cuales, sometidos a estrechas necesidades, emergen siempre de nuevo a las mismas penurias ya duras penas, por poco tiempo, apartan de sí la ruina. Quieren vivir, vivir algo -a cualquier precio. ¿Quién de entre ellos podría barruntar esta ardua carrera de antorchas, el solo medio por el que lo grande pervive? Y, con todo, despiertan siempre de nuevo unos cuantos que, con la vista puesta en esa grandeza, se sienten tan llenos de dicha que la vida humana se les aparece como una cosa magnífica y les parece obligado que el más bello fruto de esta amarga planta sea saber que una vez hubo uno que altivo y estoico pasó por esta existencia, que otro lo hizo cavilosamente, y que un tercero con compasión, pero todos dejando como legado una sola enseñanza: que vive la existencia de la más bella de las maneras aquel que la tiene en poco. Si el hombre ordinario toma este lapso de ser con tal sombría seriedad, aquellos otros, en su viaje hacia la inmortalidad, supieron acabar en una risa olímpica o, al menos, en un sublime sarcasmo; a menudo bajaron con ironía a su tumba -pues ¿qué había en ellos que pudiera ser sepultado?

Los más audaces caballeros de entre estos ávidos de gloria, que creen encontrar su blasón prendido a una constelación, hay que buscarlos entre los filósofos. Su quehacer no los destina a un «público», a la excitación de las masas ya la ruidosa aclamación de sus contemporáneos; andar el camino en solitario es lo propio de su esencia. Su talento es el más raro y, tomado de cierta manera, el más antinatural en la Naturaleza, además, incluso, de excluyente y hostil hacia los talentos de la misma especie. El muro de su autosuficiencia tiene que ser de diamante, si no ha de ser derribado y roto, pues todo está en movimiento contra él, hombre y Naturaleza. El viaje de éstos hacia la inmortalidad es más penoso y está más plagado de obstáculos que ningún otro, y, no obstante, nadie puede creer con mayor firmeza alcanzar su meta que precisamente el filósofo, porque no sabe en absoluto dónde debe estar si no es sobre las alas ampliamente desplegadas de todos los tiempos; pues el desdén de lo presente y de lo instantáneo reside en la índole de la consideración filosófica. El tiene la verdad; que la rueda del tiempo ruede hacia donde quiera, que nunca podrá escapar a la verdad.

Es importante, por lo que toca a tales hombres, enterarse de que una vez vivieron. Jamás cabría imaginar como una ociosa posibilidad la altivez del sabio Heráclito, el cual bien nos puede valer de ejemplo. Y es que, de por sí, cualquier afán de conocimiento parece, conforme a su esencia, insatisfecho e insatisfactorio; de ahí que nadie, a menos que no haya sido instruido por la ciencia histórica, pueda llegar a creer en una tan regia estima de sí mismo, en una tan ilimitada convicción de ser el único afortunado pretendiente de la verdad. Tales hombres viven en su propio sistema solar; es ahí donde también hay que buscarlos. También un Pitágoras o un Empédocles se trataron a sí mismos con sobrehumano aprecio, es más, con un temor casi religioso; pero el lazo de la compasión, ligado a la gran convicción de la transmigración de las almas y de la unidad de todo lo viviente, condújoles de nuevo junto a los demás hombres, a la salvación de éstos. Del sentimiento de soledad, empero, que penetraba al eremita del efesio templo de Artemisa, sólo cabe barruntar algo, petrificado de espanto, en el más agreste yermo montañoso. Ningún sobrepujante sentimiento de emociones compasivas, ningún deseo de ayuda y de salvación emanan de él: es como un astro sin atmósfera. Su ojo, vuelto inflamado hacia adentro, mira extinguido y helado, cual mera apariencia, hacia afuera. Alrededor de él, contra la fortaleza de su orgullo se estrellan las olas de la demencia y del desvarío; él, con asco, se aparta de ello. Pero también los hombres de ánimo sensible rehuyen a semejante máscara trágica; en un apartado santuario, entre estatuas de dioses, junto a una arquitectura fría y grandiosa, puede un ser tal aparecer más concebible. Entre los hombres fue Heráclito, en cuanto hombre, algo inaudito; y si ciertamente era visto cuando prestaba atención al juego de los niños bulliciosos, al hacerlo, no obstante, meditaba en lo que un mortal jamás hubiera meditado en circunstancia pareja -en el juego del gran niño-mundo Zeus y en la eterna burla de la destrucción y el surgimiento del mundo. No hubo menester de los hombres, tampoco para conocer; todo lo que acaso de ellos pudiera aprenderse no le concernió en absoluto, como tampoco lo que los demás sabios, antes de él, se esforzaron en indagar. «Me he buscado y escudriñado a mí mismo», dijo con una sentencia con la que se designaba la consulta a un oráculo: como si fuera él quien en verdad diera acabado cumplimiento a aquella délfica sentencia «conócete a ti mismo», él y nadie más.

Lo que, empero, escuchó de este oráculo, eso lo tiene por sabiduría inmortal y eternamente digna de ser desentrañada, en el mismo sentido en el que son inmortales las palabras proféticas de la Sibila. Eso es bastante para la humanidad más lejana: que ésta procure que ello le sea desentrañado como si de las sentencias de un oráculo se tratase, al igual que él, al igual que el propio dios délfico, «no dice ni oculta». Aunque ello sea por él anunciado «sin risa ni ornato ni mirra», sino con «espumeante boca», tiene que penetrar hasta los miles de años del porvenir. Pues que el mundo ha eternamente menester de la verdad, así ha eternamente menester de Heráclito, si bien él no tiene necesidad del mundo. ¡Qué le importa a él su gloria! «¡La gloria entre los mortales siempre pasajeros!», como exclama con sarcasmo. Eso es algo para aedos y poetas, también para aquellos que antes de él hubieron llegado a ser conocidos como varones «sabios» -que sean éstos los que deglutan el más delicioso bocado de su amor propio, que para él este manjar es demasiado vulgar. Su gloria les importa algo a los hombres, no a él; su amor propio es el amor a la verdad -y precisamente esta verdad le dice que la inmortalidad de los hombres ha menester de él, no él de la inmortalidad del hombre Heráclito.

¡La verdad! ¡Manía visionaria de un dios! ¡Qué les importa a los hombres la verdad!

¡Y qué fue la «verdad» heraclítea!.


¿Y qué se hizo de ella? ¡Un sueño desvanecido, borrado de los semblantes de la humanidad junto con otros sueños! -¡No fue ella la primera! Acaso un impasible demonio no sabría decir otra cosa de todo lo que nosotros con orgullosa metáfora denominamos «historia universal» «verdad» y «gloria» que estas palabras:

«En algún apartado rincón del universo, derramado centelleante en un sinnúmero de sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más arrogante y mendaz de la historia universal, pero, con todo, un minuto tan sólo. Tras haber la Naturaleza alentado unas pocas veces, se congeló el astro, y los animales inteligentes tuvieron que morir. Y fue en buena hora: pues aunque ellos se pavonearan de haber conocido ya muchas cosas, sin embargo, finalmente habían acabado por descubrir, para gran decepción suya, que todo habíanlo conocido erróneamente. Murieron y maldijeron la verdad al morir. Tal fue la índole de estos animales desesperados que hubieron inventado el conocimiento».

Tal sería la suerte del hombre, si es que sólo fuera un animal que conoce; la verdad lo empujaría a la desesperación y al aniquilamiento, la verdad de estar eternamente condenado a la no-verdad. Al hombre solamente, empero, le corresponde la creencia en la verdad alcanzable, en la ilusión que se acerca merecedora de plena confianza. ¿No vive él en realidad mediante un perpetuo ser engañado? ¿No le oculta la Naturaleza la mayor parte de las cosas, es más, justamente lo más cercano, por ejemplo, su propio cuerpo, del que no tiene más que una «conciencia» que se lo escamotea? En esta conciencia está encerrado, y la Naturaleza tiró la llave. ¡Ay de la fatal curiosidad del filósofo que por un resquicio desea mirar una vez afuera y por debajo de la cámara de su estado consciente! Acaso barrunte entonces cómo el hombre descansa sobre lo voraz, lo insaciable, lo repugnante, lo despiadado, lo mortífero, en la indiferencia de su ignorancia y, por así decir, montado en sueños a lomos de un tigre.

«Dejad que siga montado», exclama el arte. «Haced que despierte», exclama el filósofo en el pathos de la verdad. Pero él mismo se hunde, mientras cree sacudir al durmiente para que despierte, en una mágica somnolencia más profunda aún -acaso sueñe entonces con las «Ideas» o con la inmortalidad. El arte es más poderoso que el conocimiento, porque él quiere la vida, y el segundo no alcanza como última meta más que - el aniquilamiento -.

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