viernes, 21 de octubre de 2011

Sócrates y la tragedia (2)


Gracias a él se le ha soltado la lengua a la comedia nueva, mientras que hasta Eurípides no se sabía hacer hablar convenientemente a la vida cotidiana en el escenario. La clase media burguesa, sobre la que Eurípides edificó todas sus esperanzas políticas, tomó ahora la palabra después de que, hasta ese momento, los maestros del lenguaje habían sido en la tragedia el semidiós, en la vieja comedia el sátiro borracho o semidiós.

Yo he representado la casa y el patio, donde nosotros vivimos y tejemos,
y por ello me he entregado al juicio, pues cada uno, conocedor de esto, ha juzgado de mi arte.
Más aún, Eurípides se jacta de lo siguiente:

Solo yo he inoculado a ésos que nos rodean
tal sabiduría, al prestarles
el pensamiento y el concepto del arte; de tal modo que aquí
ahora todo el mundo filosofa, y administra
la casa y di patio, el campo y los animales
con más inteligencia que nunca:
continuamente investiga y reflexiona
¿por qué?, ¿para qué?, ¿quién?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿qué?
¿A dónde ha llegado esto, quién me quitó aquello?

De una masa preparada e ilustrada de ese modo nació la comedia nueva, aquel ajedrez dramático con su luminosa alegría por los golpes de astucia. Para esta comedia nueva Eurípides se convirtió en cierto modo en el maestro de coro: sólo que esta vez era el coro de los oyentes el que tenía que ser instruido. Tan pronto como éstos supieron cantar a la manera de Eurípides, comenzó el drama de los jóvenes señores llenos de deudas, de los viejos bonachones y frívolos, de las heteras a la manera de Kotzebue, de los esclavos domésticos prometeicos, Pero Eurípides, en cuanto maestro de coro, fue alabado sin cesar; la gente se habría incluso matado para aprender aún algo más de él, si no hubiera sabido que los poetas trágicos estaban tan muertos como la tragedia. Al abandonar ésta, sin embargo, el heleno había abandonado la creencia en su propia inmortalidad, no sólo la creencia en un pasado ideal, sino también la creencia de un futuro ideal. La frase del conocido epitafio, "en la ancianidad, voluble y estrafalario", se puede aplicar también a la Grecia senil. El instante y el ingenio son sus divinidades supremas; el quinto estado, el del esclavo, es el que ahora predomina, al menos en cuanto a la mentalidad.
En una visión retrospectiva como ésta uno está fácilmente tentado a formular contra Eurípides, como presunto seductor del pueblo, inculpaciones injustas, pero acaloradas, y a sacar, por ejemplo, con las palabras de Esquilo, esta conclusión:

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"¿Qué mal no procede de él?" Pero cualesquiera que sean los nefastos influjos que derivemos de él, hay que tener siempre en cuenta que Eurípides actuó con su mejor saber y entender, y que, a lo largo de su vida entera, ofreció de manera grandiosa sacrificios a un ideal. En el modo como luchó contra un mal enorme que él creía reconocer, en el modo como es el único que se enfrenta a ese mal con el brío de su talento y de su vida, revélase una vez más el espíritu heroico de los viejos tiempos de Maratón. Más aún, puede decirse que, en Eurípides, el poeta se ha convertido en un semidiós, después de haber sido éste expulsado por aquél de la tragedia. Pero el mal enorme que él creía reconocer, contra el que luchó con tanto heroísmo, era la decadencia del drama musical. ¿Dónde descubrió Eurípides, sin embargo, la decadencia del drama musical? En la tragedia de Ésquilo y de Sófocles, sus contemporáneos de mayor edad. Esto es una cosa muy extraña. ¿No se habrá equivocado? ¿No habrá sido injusto con Ésquilo y con Sófocles? ¿Acaso su reacción contra la presunta decadencia no fue precisamente el comienzo del fin? Todas estas preguntas elevan su voz en este instante dentro de nosotros.
Eurípides fue un pensador solitario, en modo alguno del gusto de la masa entonces dominante, en la que suscitaba reservas, como un estrafalario gruñón. La suerte le fue tan poco propicia como la masa: y como para un poeta trágico de aquel tiempo la masa constituía precisamente la suerte, se comprende por qué en vida alcanzó tan raras veces el honor de una victoria trágica. ¿Qué fue lo que empujó a aquel dotado poeta a ir tanto contra la corriente general? ¿Qué fue lo que le apartó de un camino que había sido recorrido por varones como Ésquilo y Sófocles y sobre el que resplandecía el sol del favor popular? Una sola cosa, justo aquella creencia en la decadencia del drama musical. Y esa creencia la había adquirido en los asientos de los espectadores del teatro. Durante largo tiempo estuvo observando con máxima agudeza qué abismo se abría entre una tragedia y el público ateniense. Aquello que para el poeta había sido lo más elevado y difícil no era en modo alguno sentido como tal por el espectador, sino como algo indiferente. Muchas cosas casuales, no subrayadas en absoluto por el poeta, producían en la masa un efecto súbito. Al reflexionar sobre esta incongruencia entre el propósito poético y el efecto causado, Eurípides llegó poco a poco a una forma poética cuya ley capital decía: "todo tiene que ser comprensible, para que todo pueda ser comprendido". Ante el tribunal de esta estética racionalista fue llevado ahora cada uno de los componentes, ante todo el mito, los caracteres principales, la estructura dramatúrgica, la música coral, y por fin, y con máxima decisión, el lenguaje. Eso que nosotros tenemos que sentir tan frecuentemente en Eurípides como un defecto y un retroceso poéticos, en comparación con la tragedia sofoclea, es el resultado de aquel enérgico proceso crítico, de aquella temeraria racionalidad. Podría decirse que aquí tenemos un ejemplo de cómo el recensionante puede convertirse en poeta. Sólo que, al oír la palabra "recensionante", no es lícito dejarse determinar por la impresión de esos seres débiles, impertinentes, que no permiten ya en absoluto a nuestro público de hoy decir su palabra en cuestiones de arte, Lo que Eurípides intentó fue precisamente hacer las cosas mejor que los poetas enjuiciados por él: y quien no puede poner, como lo puso él, el acto después de la palabra, tiene poco derecho a dejar oír sus críticas en público. Yo quiero o puedo aducir aquí un solo ejemplo de esa crítica productiva, aun cuando propiamente sería necesario demostrar ese punto de vista mencionando todas las diferencias del drama euripideo..Nada puede ser más contrario a nuestra técnica escénica que el prólogo que aparece en Eurípides. El hecho de que un personaje individual, una divinidad o un héroe, se presente al comienzo de la pieza y cuente quién es él, qué es lo que antecede a la acción, qué es lo que ha ocurrido hasta entonces, más aún, qué es lo que ocurrirá en el transcurso de la pieza, eso un poeta teatral moderno lo calificaría sin más de petulante renuncia al efecto de la tensión. ¿Se sabe, en efecto, todo lo que ha ocurrido, lo que ocurrirá? ¿Quién aguardará hasta el final? Del todo distinta era la reflexión que Eurípides se hacía. El efecto de la tragedia antigua no descansó jamás en la tensión, en la atractiva incertidumbre acerca de qué es lo que acontecerá ahora, antes bien en aquellas grandes y amplias escenas de pathos en las que volvía a resonar el carácter musical básico del ditirambo dionisíaco. Pero lo que con mayor fuerza dificulta el goce de tales escenas es un eslabón que falta, un agujero en el tejido de la historia anterior: mientras el oyente tenga que seguir calculando cuál es el sentido que tienen este y aquel personaje, esta y aquella acción, le resultará imposible sumergirse del todo en la pasión y en la actuación de los héroes principales, resultará imposible la compasión trágica. En la tragedia esquileo-sofoclea estaba casi siempre muy artísticamente arreglado que, en las primeras escenas, de manera casual en cierto modo, se pusiesen en manos del espectador todos aquellos hilos necesarios para la comprensión; también en este rasgo se mostraba aquella noble maestría artística que enmascara, por así decirlo, lo formal necesario. De todos modos, Eurípides creía observar que, durante aquellas primeras escenas, el espectador se hallaba en una inquietud peculiar, queriendo resolver el problema matemático de cálculo que era la historia anterior, y que para él se perdían las bellezas poéticas de la exposición. Por eso él escribía un prólogo como pro grama y lo hacía declamar por un personaje digno de confianza, una divinidad. Ahora podía él también configurar con mayor libertad el mito, puesto que, gracias al prólogo, podía suprimir toda duda sobre su configuración del mito. Con pleno sentimiento de esta ventaja dramatúrgica suya, Eurípides reprocha a Esquilo en Las ranas de Aristófanes:


¡Así, yo iré enseguida a tus prólogos,
para, de ese modo, empezar criticándole
la primera parte de la tragedia a este gran espíritu!
Es confuso cuando expone los hechos.

Pero lo que decimos del prólogo se puede decir también del muy famoso deus ex machina: éste traza el programa del futuro, como el prólogo el del pasado. Entre esa mirada épica al pasado y esa mirada épica al futuro están la realidad y el presente lírico-dramáticos.

Eurípides es el primer dramaturgo que sigue una estética consciente. Intencionadamente busca lo más comprensible: sus héroes son realmente tal como hablan. Pero dicen todo lo que son, mientras que los caracteres esquileos y sofocleos son mucho más profundos y enteros que sus palabras: propiamente sólo balbucean acerca de sí. Eurípides crea los personajes mientras a la vez los diseca: ante su anatomía no hay ya nada oculto en ellos. Si Sófocles dijo de Esquilo que éste hace lo correcto, pero inconscientemente, Eurípides habrá tenido de él la opinión de que hace lo incorrecto, porque lo hace conscientemente. Lo que sabía de más Sófocles, en comparación con Esquilo, y de lo que se ufanaba, no era nada que estuviese situado fuera del campo de los recursos técnicos; hasta Eurípides, ningún poeta de la Antigüedad había sido capaz de defender verdaderamente lo mejor suyo con razones estéticas. Pues cabalmente lo milagroso de todo este desarrollo del arte griego es que el concepto, la conciencia, la teoría no habían tomado aún la palabra, y que todo lo que el discípulo podía aprender del maestro se refería a la técnica. Y así, también aquello que da, por ejemplo, ese brillo antiguo a Thorwaldsen es que éste reflexionaba poco y hablaba y escribía mal, en que la auténtica sabiduría artística no había penetrado en su conciencia.

En torno a Eurípides hay, en cambio, un resplandor refractado, peculiar de los artistas modernos: su carácter artístico casi no-griego puede resumirse con toda brevedad en el concepto de socratismo. "Todo tiene que ser consciente para ser bello", es la tesis euripidea paralela de la socrática "todo tiene que ser consciente para ser bueno". Eurípides es el poeta del racionalismo socrático En la Antigüedad griega se tenía un sentimiento de la unidad de ambos nombres, Sócrates y Eurípides. En Atenas estaba muy difundida la opinión de que Sócrates le ayudaba a Eurípides a escribir sus obras: de lo cual puede inferirse cuán grande era la finura de oído con que la gente percibía el socratismo en la tragedia euripidea. Los partidarios de los "buenos tiempos viejos" solían pronunciar juntos el nombre de Sócrates y el de Eurípides como los que pervertían al pueblo. Existe también la tradición de que Sócrates se abstenía de asistir a la tragedia, y sólo tomaba asiento entre los espectadotes cuando se representaba una nueva obra de Eurípides. Vecinos en un sentido más profundo aparecen ambos nombres en la famosa sentencia del oráculo délfico, que ejerció un influjo tan determinante sobre la entera concepción vital de Sócrates. La frase del dios delfico de que Sócrates es el más sabio de los hombres contenía a la vez el juicio de que a Eurípides le correspondía el segundo premio en el certamen de la sabiduría.



Friedrich Nietzsche
Traducción: A. Sánchez Pascual.
Alianza Editorial

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