5- Aristóteles (384-322 a. c.) no fue sólo una mente fría y racional. Conocía a fondo las pasiones que agitan el alma humana y sabía que, una vez desencadenadas, deben apaciguarse encontrando una válvula de escape. Por eso exaltó la piedad y el terror como requisitos fundamentales para poder disfrutar de la poesía trágica, y formuló un célebre precepto para suscitarlos: lo que ocurre en el escenario debe ser inesperado.
Para los antiguos griegos la tragedia tenía la misma función que tiene para nosotros el cine. Les apasionaba de tal modo que los empresarios solían propinarles tres tragedias consecutivas, seguidas, para apaciguar los ánimos sobresaltados, de una obra parcialmente cómica, llamada drama satírico. La época de los grandes trágicos, Esquilo, Sófocles y Eurípides, entre los siglos IV y V a. c, fue un prodigio irrepetible de la cultura. Dos mil años después, el melodrama ha hecho revivir en la psique del espectador las mismas angustias y los mismos rmentos.
A principios del siglo XX la ópera Tosca de Puccini obtuvo un éxito arrollador gracias a un apasionamiento del mismo estilo. Cuando Tosca apuñala mortalmente al barón Scarpia para salvar a su amante Mario, todo el público está con ella. Luego Mario, antes del fusilamiento, dedica a Tosca sus últimos pensamientos («¡Oh! Dulces besos, oh, lánguidas caricias... ¡se acabó el tiempo y muero desesperado!») y a los espectadores se les llenan los ojos de lágrimas. Pero de lo sublime a lo ridículo sólo hay un paso. Cuando Mario es fusilado y Tosca se arroja, con cierta torpeza, de Castel Sant'Angelo, alguien no puede evitar sonreír: «¡Ha saltado sobre el colchón!».
En la imitación de un acontecimiento trágico, por tanto, hay que evitar el peligro de caer en el ridículo. Y para evitarlo, Aristóteles estableció un principio fundamental: todo lo que ocurre en el escenario debe parecer verosímil. Para ello, lo que los ingleses llaman plot, la trama, debe ser coherente y creíble.
Sin embargo, además de ser verosímil, la trama debe tener un desarrollo inesperado. Poco ayudan las tramas simples, que se concluyen sin golpes de escena: son coherentes, pero no cautivan. En cambio las tramas en las que el nudo de la acción se desarrolla a través de acontecimientos traumáticos mantienen al público en vilo. El trauma más sobrecogedor es la llamada «peripecia», término que indica un acontecimiento imprevisto, utilizado por Aristóteles en el sentido de inversión del curso de los acontecimientos en la tragedia. Sobre el ánimo de los espectadores actúa como una tremenda sacudida emotiva. ¿De qué se trata? Es «el cambio de las acciones en sentido contrario» (Poética, 1452a 22).
Seguir leyendo...No menos sobrecogedor es el llamado «reconocimiento»: dos o más personajes, que han entrado en relación sin reconocerse, de repente descubren recíprocamente su verdadera identidad. El reconocimiento «es un cambio de la ignorancia al conocimiento, que conduce a la amistad o al odio, de las personas destinadas a la dicha o al infortunio» (ibid., a 30-34).
¡Menudo problema para el dramaturgo tener que inventar esa clase de traumas! Y sin embargo, según Aristóteles, las tragedias, para ser tales, tienen que presentar los dos traumas, porque, como dice el refrán, las desgracias nunca vienen solas.
Las más eficaces son las que apabullan al espectador con una apretada secuencia de golpes de escena: un reconocimiento inesperado, que provoca inmediatamente una peripecia. «Sí, de verdad tú eres Odiseo, querido hijo. Al principio no te reconocí, hasta tocarte del todo, mi señor» (Odisea, XIX, 474-475). Son las palabras pronunciadas por la nodriza Euriclea cuando, al lavarle los pies, reconoce a Odiseo por una vieja cicatriz, a pesar de que él trate de ocultar su identidad. Sin duda es una de las escenas más emocionantes de la Odisea. Euriclea tiene un pie de Odiseo entre las palmas de las manos. De repente lo suelta y el pie cae ruidosamente en el agua de la tina. La tina resuena y se vuelca a efectos del golpe. Toda el agua se derrama por el suelo, mientras de los ojos atónitos de la nodriza manan copiosas lágrimas. Querría gritar su alegría por el presente y su dolor por el pasad pero la voz se quiebra en su garganta.
La emoción fulgurante que embarga a Euriclea toda vía resulta más dramática comparada con la frialdad viril de Odiseo, que prorrumpe en una orden imperiosa: «... ¡calla, que nadie más se entere en palacio!... no me olvidaré de ti, que fuiste mi nodriza, cuando a las demás mujeres esclavas del palacio dé muerte» (XIX, 486-490).
¿Qué diferencia respecto a la escena sucesiva del canto XXI en que el propio Odiseo, ajeno al escalofrío de lo inesperado, se hace reconocer por dos criados mostrándoles a la vieja cicatriz! La eshibición de esta señal, al ser voluntaria, comporta escaso dramatísmos: «"Pero, venga, voy a mostraros otra señal muy clara, a fin de quedar bien reconocido.." Tras hablar así aportó los harapos de la gran cicatriz» (XXI, 218-219).
Pero, ojo, también reconocimiento y peropecia deben ser verosímiles. Aristóteles justamente criticaba los traumas que no se apoyaban en una trama eficaz. Es el caso de la escena de Coéforos de Esquilo en la que Electra reconoce a su hermano Orestes a través de las huellas que ha dejado sobre el terreno: «Los talones y las maracas de los tendones, si los medimos, coinciden exactamente con mis huellas» (vv. 209-210) Evidentemente Electra no tenía unos pies delicados.. ¡sin dos palas descomunales! ¿O tal vez era Orestes el que tenía los pies pequeños?
¿Y cuando en cambio es la peripecia la que provoca el reconocimiento? El resultado puede ser de intenso dramatismo si se conduce con la pericia de la tragedia más celebrada de la Antigüedad, Edipo Rey.
El argumento de la tragedia es conocido. Yocasta y Edipo no saben que son madre e hijo, por lo que se casan ignorando que cometen incesto. Pero un oráculo ha profetizado a Edipo que matará a su padra y se casará con su madre. Resalta que anteriormente los dioses habían prohibído tener hijos a su padre Layo. Por eso, cuando nació Edipò, Layo se había desecho de él confiándolo a un pastor de Tebas. Pero éste, conmovido, en lugar de abandonarlo a su suerte, lo había dejado al cuidado de un tercero, A oscuras de todo ello, Edipo, ya adulto, mata a Layo una vulgar pelea en el camino y se casa con Yocasta. Así, sin saberlo, la profecía se cumple.
A mitad de la tragedia la historia se tiñe de amarillo. Tebas es devastada por una terrible pestilencia. ¿Cuál será la causa de la ira de los dioses? Edipo, que mientras tanto se ha convertido en rey de Tebas, consulta a todos los posibles informadores, entre ellos a un mensajero de Corinto, sin saber que es el hombre al que el pastor le confió de niño. Pero durante el coloquio el mensajero deja entrever la terrible verdad, que ha originado la ira de los dioses. Edipo comprende que ha matado a su padre y se ha casado con su madre, y del dolor se arranca los ojos, mientras Yocasta se ahorca.
Aquí lo inesperado coincide con la fuerza inexorable del destino, que, según los griegos, era capaz de trastocar ineluctablemente la voluntad de los hombres. Edipo habría deseado cualquier cosa menos matar a su propio padre y casarse con su madre; tanto es así que había intentado precaverse marchándose de su propia tierra. Pero contra el destino es inútil luchar. Esta realidad, ya terrible de por sí, todavía lo es más porque se sabe inesperadamente. Si en el episodio de Euriclea lo inesperado es causa de una dicha irrefrenable, en el drama de Edipo es el principio de una desesperación sin fin, ratificada por canto desolado del corifeo:
... éste es Edipo,
...
y el más poderoso hombre era,
del cual nadie hubo entre los ciudadanos
que sin envidia su destino no mirase.
¡A qué turbulencia de terrible azar ha llegado!
De tal forma que, siendo mortal,
hasta no ver el día postrero
a nadie hay que tener por dichoso,
antes que la meta de la vida traspase
sin haber sufrido dolor alguno
(w. 1527-1530).
El lector moderno puede no comprender del todo su desesperación. Es culpa de Freud: ha insistido tanto en decir que, en una fase determinada de la vida, es natural sentir deseos incestuosos hacia el progenitor del sexo opuesto, que hace parecer exagerado que Edipo llegue a arrancarse los ojos. Como es sabido, Freud habló del «complejo de Edipo», más o menos latente en todos los individuos. Hoy tal vez Edipo, en lugar de arrancarse los ojos, habría concertado una cita con el psicoanalista.
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