Es la de las sombras una historia fascinante y enigmática que ha atraído a la humanidad desde siempre. Profundas, opacas o leves, y casi transparentes, han servido para acompañar el paso del tiempo, incluso para medir las horas, el transcurrir de los instantes, de los sueños, de lo real, de los sentimientos, de lo racional y lo irracional, de la magia y la leyenda, del terror y el misterio. Como escribiera Rafael Alberti en A la pintura (1945-1952): «Dio su revés la luz. Y nació el negro». Aunque es cierto que no todas las sombras son negras -habiéndolas coloreadas, tanto en lo real como en lo representado-, no cabe duda de que ese color o no color profundamente opaco tiene que ver con aquéllas, lleven ya sea al ámbito de la poesía o al del arte, al de la ciencia o al del conocimiento.
Presencias rotundas. Las sombras son también -o pueden serlo- datos de lo real, como para afirmar presencias rotundas. Las hay naturales y artificiales, es decir, producidas por la luz cambiante de la naturaleza o de los artefactos, por eso las hay propias del amanecer o de la noche, negras o de colores. Las hay que afirman las figuras y los objetos, como dotándolas de peso y volumen, como también las hay propias de los cuerpos y de los objetos, así como de la luz y del aire. Pero también existen las imaginarias, las fantasmagóricas, las de la pesadilla, y las estéticas, intencionadamente sombrías o menos, según lo que el artista persiga, del pintor al fotógrafo, del científico al cineasta, del filósofo al poeta, del mago a los responsables de los teatrales y ambulantes espectáculos antiguos de sombras chinescas.
También las sombras pueden ser divinas o mefistofélicas, inquietantes o serenas; depende de las culturas y de los tiempos. Incluso existen arquitecturas de las sombras, desde Boullée en el siglo XVIII, a las más intemporales de la arquitectura japonesa que mencionara en su bellísimo libro J. Tanizaki El elogio de la sombra (1935), tan leído en las escuelas de arquitectura. Si la luz debe desaparecer para alumbrar el nacimiento de la profundidad de la sombra en el tokonoma de las casas japonesas tradicionales, también lo hacía en la sonrisa gris de sus mujeres y de sus pinturas, veladas por una pátina propia del tiempo, aquélla de la que Goya dijera que también pinta. Y lo sabía bien, sin duda, ya que no es imposible que algunas figuras fantasmagóricas de sus Caprichos procedieran de su conocida pasión por los teatros ambulantes de sombras chinescas que solían acompañar a los bulliciosos de la commedia dell?arte en la España de su época, como observara hace algunos años en un magnífico y olvidado ensayo Juan Miguel Serrera.
Desde Plinio. Consideradas las sombras proyectadas o arrojadas por los objetos y las figuras origen de la pintura y del dibujo -según las diferentes interpretaciones posteriores de la leyenda narrada por Plinio el Viejo a propósito de la joven de Corinto, hija del alfarero Butades de Sción, que representó a su amante en la sombra proyectada por él mismo en una pared, ayudada por la luz de una vela- su complejidad e implicaciones aumentaron en la cultura occidental, del mito de la caverna de Platón a Quintiliano, de las interpretaciones cristianas de los significados de la luz y la sombra a las legendarias. Trazar la Historia de esta compleja presencia de las sombras en el arte, del dibujo y la pintura a la fotografía o el cine y los nuevos medios, incluso de la religión a la filosofía, de la literatura a la arquitectura, ha empeñado a un buen número de estudiosos, artistas y eruditos desde antiguo. Y se trata, sin duda, de una historia apasionante, como puede comprobarse no sólo por las interminables secuencias de obras de arte y textos que podrían iluminarla, sino incluso de artefactos como la cámara oscura o lúcida -según los tiempos-, o la proyección de sombras y su representación mediante máquinas y artificios casi mágicos -cuando no científicos y técnicos- de la fotografía al cine.
Desde Gombrich a Baxandall, de Brusatin a Guillerme, son muchos los historiadores del arte y de la ciencia que se han interesado por el fenómeno de las sombras, incluidos Lavater, Superville o Robertson, a caballo entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX. Y, entre ellos, ocupa sin lugar a dudas un lugar de privilegio el comisario de esta apasionante exposición, Victor I. Stoichita, autor, en 1997, de un magnífico ensayo, traducido al español en 1999, con el título de Breve historia de la sombra.
Una verdad incómoda. En esta ocasión, Stoichita nos propone un recorrido visual y conceptual basado en su obra, con nuevas aportaciones y una estructura que recorre el enigma de las sombras desde el Renacimiento a nuestros días, centrando el argumento en sus diferentes usos e interpretaciones desde esa época en la que fue consolidado el mito pliniano que veía en ellas el origen de la pintura y del dibujo. Es decir, de la representación de lo real o de lo imaginario, de la naturaleza o de las emociones, aunque es cierto que las sombras no siempre fueron cómodas para los pintores, ni siquiera para los autores de tratados de perspectiva y escenografía de los siglos XVI al XVIII, como tampoco para los fotógrafos, ni los directores de cine o los arquitectos, que han usado con muy diferentes intenciones las sombras.
Dividida en once apartados, la exposición recorre -en sus dos habituales sedes del Museo Thyssen y de Caja Madrid- estos problemas, dejando abierta la posibilidad de otros muchos. En la primera, se presetan ejemplos de apropiaciones y usos de las sombras desde el siglo XV al Impresionismo, dedicándose las salas de la segunda sede al arte de siglo XX, de De Chirico o Schad a Dalí, Tanguy, Magritte o Delvaux, culminando en artistas pop y sus secuelas, de Warhol a Richter o Ercolino, pero, sobre todo, centrado en el maravilloso espacio de las sombras que es la fotografía, de Brassaï, Kertész o Man Ray a Rodchenko, Adams, Lekuona o Català-Roca, además de algunos clásicos del cine como Wiene, Robinson, Murnau, Lang o Hitchcock. Ciertamente, extraordinaria.