Friedrich Nietzsche
Cómo se llega a ser lo que se es..
(parte 2/3)
3- La elección en la alimentación; la elección de clima y lugar; la tercera cosa en la que por nada del mundo es licito cometer un desacierto es la elección de la especie propia de recrearse. También aquí los límites de lo permitido, es decir, de lo útil a un espíritu que sea sui generis [peculiar] son estrechos, cada vez más estrechos. En mi caso toda lectura forma parte de mis recreaciones: en consecuencia, forma parte de aquello que me libera a mí de mí, que me permite ir a pasear por ciencias y almas extrañas, cosa que yo no tomo ya en serio. La lectura me recrea precisamente de mi seriedad. En épocas de profundo trabajo no se ve libro alguno cerca de mí; me guardaría bien de dejar hablar y aun menos pensar a alguien cerca de mí. Y esto es lo que significaría, en efecto, leer. ¿Se ha observado realmente que, en aquella profunda tensión a que el embarazo condena al espíritu y, en el fondo, al organismo entero, ocurre que el azar, que toda especie de estímulo venido de fuera influyen de un modo demasiado vehemente, «golpean» con demasiada profundidad? Hay que evitar en lo posible el azar, el estímulo venido de fuera; un emparedarse dentro de sí forma parte de las primeras corduras instintivas del embarazo espiritual. ¿Permitiré que un pensamiento ajeno escale secretamente la pared? Y esto es lo que significaría, en efecto, leer. A las épocas de trabajo y fecundidad sigue el tiempo de recrearse: ¡acercaos, libros agradables, ingeniosos, inteligentes! ¿Serán libros alemanes? Tengo que retroceder medio año para sorprenderme con un libro en la mano. ¿Cuál era? Un magnífico estudio de Víctor Brochard, Les Sceptiques Grecs [Los escépticos griegos], en el que se utilizan mucho también mis Laertiana [Estudios sobre Laercio] ¡Los escépticos, el único tipo respetable entre el pueblo de los filósofos, pueblo de doble y hasta de quíntuple sentido! Por lo demás, casi siempre me refugio en los mismos libros, un número pequeño en el fondo, que han demostrado estar hechos precisamente para mí. Acaso no esté en mi naturaleza el leer muchas y diferentes cosas: una sala de lectura me pone enfermo. Tampoco está en mi naturaleza el amar muchas o diferentes cosas. Cautela, incluso hostilidad contra libros nuevos forman parte de mi instinto, antes que «tolerancia», largeur de cceur [amplitud de corazón] y cualquier otro «amor al prójimo» En el fondo yo retomo una y otra vez a un pequeño número de franceses antiguos: creo únicamente en la cultura francesa y considero un malentendido todo lo demás que en Europa se autodenomina «cultura», para no hablar de la cultura alemana. Los pocos casos de cultura elevada que yo he encontrado en Alemania eran todos de procedencia francesa, ante todo la señora Cósima Wagner, la primera voz, con mucho, en cuestiones de gusto que yo he oído. El que a Pascal no lo lea, sino que lo ame como a la más instructiva víctima del cristianismo, asesinado con lentitud, primero corporalmente, después psicológicamente, cual corresponde a la entera lógica de esa forma horrorosa entre todas de inhumana crueldad; el que yo tenga en mi espíritu, ¡quién sabe!, acaso también en mi cuerpo algo de la petulancia de Montaigne; el que mi gusto de artista no defienda sin rabia los nombres de Moliere, Corneille y Racine contra un genio salvaje como Shakespeare: esto no excluye, en definitiva, el que también los franceses recentísimos sean para mí una compañía encantadora. No veo en absoluto en qué siglo de la historia resultaría posible pescar de un solo golpe psicólogos tan curiosos y a la vez tan delicados como en el París de hoy: menciono como ejemplos -pues su número no es pequeño— a los señores Paul Bourget, Pierre Loti, Gyp, Meilhac, Anatole France, Jules Lemaitre, o, para destacar a uno de la raza fuerte, un auténtico latino, al que quiero especialmente, Guy de Maupassant. Dicho entre nosotros, prefiero esta generación incluso a sus grandes maestros, todos los cuales están corrompidos por la filosofía alemana: el señor Taine, por ejemplo, por Hegel, al que debe su incomprensión de grandes hombres y de grandes épocas. A donde llega Alemania, corrompe la cultura. La guerra es lo que ha «redimido» al espíritu en Francia. Stendhal, uno de los más bellos azares de mi vida -pues todo lo que en ella hace época lo ha traído hasta mí el azar, nunca una recomendación- es totalmente inapreciable, con su anticipador ojo de psicólogo, con su garra para los hechos, que trae al recuerdo la cercanía del gran realista (extingue Napoleon en [por la uña se reconoce a Napoleón]) y finalmente, y no es lo de menos, en cuanto ateísta honesto, una especie escasa y casi inencontrable en Francia -sea dicho esto en honor de Prosper Mérimée ¿Acaso yo mismo estoy un poco envidioso de Stendhal? Me quitó el mejor chiste de ateísta, un chiste que precisamente yo habría podido hacer: «La única disculpa de Dios es que no existe.» Yo mismo he dicho en otro lugar: ¿cuál ha sido hasta ahora la máxima objeción contra la existencia? Dios.
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El concepto supremo del lírico me lo ha proporcionado Heinrich Heine. En vano busco en los imperios todos de los milenios una música tan dulce y tan apasionada. El poseía aquella divina maldad sin la cual soy yo incapaz de imaginarme lo perfecto; yo estimo el valor de hombres, de razas, por el grado de necesidad con que no pueden concebir a Dios separado del sátiro. ¡Y cómo maneja el alemán! Alguna vez se dirá que Heine y yo hemos sido, a gran distancia, los primeros virtuosos de la lengua alemana, a una incalculable lejanía de todo lo que simples alemanes han hecho con ella. Yo debo tener necesariamente una afinidad profunda con el Manfredo de Byron: todos esos abismos los he encontrado dentro de mí, a los trece años ya estaba yo maduro para esa obra. No tengo una palabra, sólo una mirada, para quienes se atreven a pronunciar la palabra Fausto en presencia del Manfredo. Los alemanes son incapaces de todo concepto de grandeza: prueba, Schumann. Propiamente por rabia contra este empalagoso sajón he compuesto yo una anti-obertura para el Manfredos, de la cual dijo Hans von Bülow que no había visto jamás nada igual en papel de música: que era un estupro cometido con Euterpe. Cuando busco mi fórmula suprema para definir a Shakespeare, siempre encuentro tan sólo la de haber concebido el tipo de César. Algo así no se adivina, se es o no se es. El gran poeta se nutre únicamente de su realidad, hasta tal punto que luego no soporta ya su obra. Cuando he echado una mirada a mi Zaratustra, me pongo después a andar durante media hora de un lado para otro de mi cuarto, incapaz de dominar una insoportable convulsión de sollozos. No conozco lectura más desgarradora que Shakespeare: ¡cuánto tiene que haber sufrido un hombre para necesitar hasta tal grado ser un bufón! ¿Se comprende el Hamlet? No la duda, la certeza es lo que vuelve loco. Pero para sentir así es necesario ser profundo, ser abismo, ser filósofo. Todos nosotros tenemos miedo de la verdad. Y, lo confieso: instintivamente estoy seguro y cierto de que lord Bacon es el iniciador, el auto-torturador experimental de esta especie de literatura, la más siniestra de todas: ¿qué me importa la miserable charlatanería de esas caóticas y planas cabezas norteamericanas? Pero la fuerza para el realismo más poderoso de la visión no sólo es compatible con la más poderosa fuerza para la acción, para lo monstruoso de la acción, para el crimen, los presupone incluso. No conocemos, ni de lejos, suficientes cosas de lord Bacon, el primer realista en todo sentido grande de esta palabra, para saber todo lo que él ha hecho, lo que él ha querido, lo que él ha experimentado dentro de sí. Y ¡al diablo, señores críticos! Suponiendo que yo hubiera bautizado mi Zaratustra con un nombre ajeno, el de Richard Wagner por ejemplo, la perspicacia de dos milenios no habría bastado para adivinar que el autor de Humano, demasiado humano es el visionario del Zaratustra.
Seguir leyendo...5 Ahora que estoy hablando de las recreaciones de mi vida necesito decir una palabra para expresar mi gratitud por aquello que, con mucho, más profunda y cordialmente me ha recreado. Esto ha sido, sin ninguna duda, el trato íntimo con Richard Wagner. Doy por poco el resto de mis relaciones humanas; mas por nada del mundo quisiera yo apartar de mi vida los días de Tribschen, días de confianza, de jovialidad, de azares sublimes, de instantes profundos. No sé las vivencias que otros habrán tenido con Wagner: sobre nuestro cielo no pasó más nube alguna. Y con esto vuelvo una vez más a Francia; no tengo argumentos, tengo simplemente una mueca de desprecio contra los wagnerianos et oc genus omne [y toda esa gente] que creen honrar a Wagner encontrándolo semejante a sí mismos. Dado que yo soy extraño, en mis instintos más profundos, a todo lo que es alemán, hasta el punto de que la mera proximidad de una persona alemana me retarda la digestión, el primer contacto con Wagner fue también el primer respiro libre en mi vida: lo sentí, lo veneré como tierra extranjera como antítesis, como viviente protesta contra todas las «virtudes alemanas» Nosotros, los que respiramos (fe niños el aire cenagoso de los años cincuenta, somos por necesidad pesimistas respecto al concepto de «alemán»; nosotros no podemos ser otra cosa que revolucionarios, nosotros no admitiremos ningún estado de cosas en que domine el santurrón Me es completamente indiferente el que el santurrón represente hoy la comedia vestido con colores distintos, el que se vista de escarlata o se ponga uniformes de húsar. ¡Bien! Wagner era un revolucionario; huía de los alemanes. Quien es artista no tiene, en cuanto tal, patria alguna en Europa excepto en París; la délicatesse [delicadeza] en todos los cinco sentidos del arte presupuesta por el arte de Wagner, la mano para las nuances [matices], la morbosidad psicológica se encuentran únicamente en París. En ningún otro sitio se tiene esa pasión en cuestiones de forma, esa seriedad en la mise en scéne [puesta en escena] es la seriedad parisiense par excellence. En Alemania no se tiene ni la menor idea de la gigantesca ambición que alienta en el alma de un artista parisiense. El alemán es bondadoso, Wagner no lo era en absoluto. Pero ya he dicho bastante (en Más allá del bien y del mal, pp. 256 s.) sobre cuál es el sitio a que Wagner corresponde, sobre quiénes son sus parientes más próximos: es el tardío romanticismo francés, aquella especie arrogante y arrebatadora de artistas como Delacroix, como Berlioz, con un fond [fondo] de enfermedad, de incurabilidad en su ser, puros fanáticos de la expresión virtuosos de arriba abajo... ¿Quién fue el primer partidario inteligente de Wagner? Charles Baudelaire, el primero también en entender a Delacroix, Baudelaire, aquel décadent típico, en el que se ha reconocido una generación entera de artistas, acaso él haya sido también el último. ¿Lo que no le he perdonado nunca a Wagner? El haber condescendido con los alemanes, el haberse convertido en alemán del Reich. A donde Alemania llega, corrompe la cultura.
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Teniendo en cuenta unas cosas y otras yo no habría soportado mi juventud sin música wagneriana. Pues yo estaba condenado a los alemanes. Cuando alguien quiere escapar a una presión intolerable necesita hachís. Pues bien, yo necesitaba Wagner. Wagner es el contraveneno par excellence de todo lo alemán -veneno- no lo niego. Desde el instante en que hubo una partitura para piano del Tristán -¡muchas gracias, señor Von Bulow!-fui wagneriano. Las obras anteriores de Wagner las consideraba situadas por debajo de mí, demasiado vulgares todavía, demasiado «alemanas». Pero aún hoy busco una obra que posea una fascinación tan peligrosa, una infinitud tan estremecedora y dulce como el Tristán; en vano busco en todas las artes. Todas las cosas peregrinas de Leonardo da Vinci pierden su encanto a la primera nota del Tristán. Esta obra es absolutamente el non plus ultra de Wagner; con Los Maestros Cantores y con El Anillo descansó de ella. Volverse más sano: esto es un paso atrás en una naturaleza como Wagner. Considero una suerte de primer rango el haber vivido en el momento oportuno y el haber vivido cabalmente entre alemanes para estar maduro para esta obra: tan lejos llega en mí la curiosidad del psicólogo. Pobre es el mundo para quien nunca ha estado lo bastante enfermo para gozar de esa «voluptuosidad del infierno»: está permitido, está casi mandado emplear aquí una fórmula de los místicos. Pienso que yo conozco mejor que nadie las hazañas gigantescas que Wagner es capaz de realizar, los cincuenta mundos de extraños éxtasis para volar hacia los cuales nadie excepto él ha tenido alas; y como soy lo bastante fuerte para transformar en ventaja para mí incluso lo más problemático y peligroso, haciéndome así más fuerte, llamo a Wagner el gran benefactor de mi vida. Aquello en que somos afines, el haber sufrido, también uno a causa del otro, más hondamente de lo que hombres de este siglo serían capaces de sufrir, volverá a unir nuestros nombres eternamente; y así como es cierto que entre alemanes Wagner no es más que un malentendido, así es cierto que también yo lo soy y lo seré siempre. ¡Dos siglos de disciplina psicológica y artística primero, señores alemanes! Pero una cosa así no se recupera.
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Voy a decir todavía unas palabras para los oídos más selectos: qué es lo que yo quiero en realidad de la música. Que sea jovial y profunda, como un mediodía de octubre. Que sea singular, traviesa, tierna, una dulce mujercita llena de perfidia y encanto. No admitiré nunca que un alemán pueda saber lo que es música. Los llamados músicos alemanes, ante todo los más grandes, son extranjeros, eslavos, croatas, italianos, holandeses o judíos; en caso contrario, alemanes de la raza fuerte, alemanes extintos, como Heinrich Schütz, Bach y Hándel. Yo mismo continúo siendo demasiado polaco para dar todo el resto de la música por Chopin: exceptúo, por tres razones, el Idilio de Sigfredo, de Wagner, acaso también a Listz, que sobrepuja a todos los músicos en los acentos aristocráticos de la orquesta; y por fin, además, todo lo que ha nacido más allá de los Alpes, más acá Yo no sabría pasarme sin Rossini y aun menos sin lo que constituye mi sur en la música, la música de mi maestro veneciano Pietro Gasti. Y cuando digo más acá de los Alpes, propiamente digo sólo Venecia. Cuando busco otra palabra para decir música, encuentro siempre tan sólo la palabra Venecia. No sé hacer ninguna diferencia entre lágrimas y música, no sé pensar la felicidad, el sur, sin estremecimientos de pavor.
Junto al puente me hallaba
hace un instante en la grisácea noche.
Desde lejos un cántico venía:
gotas de oro rodaban una a una
sobre la temblorosa superficie.
Todo, góndolas, luces y la música
ebrio se deslizaba hacia el crepúsculo.
Instrumento de cuerda, a sí mi alma,
de manera invisible conmovida,
en secreto cantábase, temblando
ante los mil colores de su dicha,
una canción de góndola.
¿Alguien había que escuchase a mi alma?
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En todo esto -en la elección de alimentos, de lugar y clima, de recreaciones- reina un instinto de auto conservación que se expresa de la manera más inequívoca en forma de instinto de autodefensa Muchas cosas no verlas, no oírlas, no dejar que se nos acerquen; primera cordura, primera prueba que no se es un azar, sino una necesidad. La palabra corriente para expresar tal instinto de autodefensa es gusto. Su imperativo no sólo ordena decir no allí donde el sí representaría un «desinterés», sino también decir "no" lo menos posible. Separarse, alejarse de aquello a lo cual haría falta decir no una y otra vez. La razón en esto está en que los gastos defensivos, incluso los muy pequeños, si se convierten en regla, en hábito, determinan un empobrecimiento extraordinario y completamente superfluo. Nuestros grandes gastos son los gastos pequeños y pequeñísimos. El rechazar, el no dejar acercarse a las cosas, es un gasto -no haya engaño en esto-, una fuerza derrochada en finalidades negativas. Simplemente por la continua necesidad de defenderse puede uno llegar a volverse tan débil que ya no pueda defenderse. Supongamos que yo saliese de casa y encontrase, en vez del tranquilo y aristocrático Turín, la pequeña ciudad alemana: mi instinto tendría que bloquearse para rechazar todo lo que en él penetraría de ese mundo aplastado y cobarde. O que encontrase la gran ciudad alemana, ese vicio hecho edificios, un lugar en donde nada crece, en donde toda cosa, buena o mala, ha sido traída de fuera. ¿No tendría yo que convertirme en un erizo? Pero tener púas es una dilapidación, incluso un lujo doble, cuando somos dueños de no tener púas, sino manos abiertas.
Otra listeza y autodefensa consiste en reaccionar las menos veces posibles y en eludir las situaciones y condiciones en que se estaría condenado a exhibir, por así decirlo, la propia «libertad», la propia iniciativa, y a convertirse en un mero reactivo. Tomo como imagen el trato con los libros. El docto, que en el fondo no hace ya otra cosa que «revolver» libros -el filólogo corriente, unos doscientos al día-, acaba por perder íntegra y totalmente la capacidad de pensar por cuenta propia. Si no revuelve libros, no piensa. Responde a un estímulo (un pensamiento leído) cuando piensa, al final lo único que hace ya es reaccionar. El docto dedica toda su fuerza a decir sí y a decir no, a la crítica de cosas ya pensada; él mismo ya no piensa. El instinto de autodefensa se ha reblandecido en él; en caso contrario, se defendería contra los libros. El docto, un décadent. Esto lo he visto yo con mis propios ojos: naturalezas bien dotadas, con una constitución rica y libre, ya a los treinta años «leídas hasta la ruina», reducidas ya a puras cerillas, a las que es necesario frotar para que den chispas -«pensamiento»- Muy temprano, al amanecer el día, en la frescura, en la aurora de su fuerza, leer un libro; ¡a esto yo lo califico de vicioso!
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En este punto no es posible eludir ya el dar la auténtica respuesta a la pregunta de cómo se llega a ser lo que se es. Y con ello rozo la obra maestra en el arte de la auto conservación, del egoísmo. Suponiendo, en efecto, que la tarea, la destinación, el destino de la tarea supere en mucho la medida ordinaria, ningún peligro sería mayor que el enfrentarse cara a cara ante esa tarea. El llegar a ser lo que se es presupone el no barruntar ni de lejos lo que se es. Desde este punto de vista tienen su sentido y valor propios incluso los desaciertos de la vida, los momentáneos caminos secundarios y errados, los retrasos, las «modestias», la seriedad dilapidada en tareas situadas más allá de la tarea. En todo esto puede expresarse una gran cordura, incluso la cordura más alta: cuando el nosce te ipsum [conócete a ti mismo] sería la receta para perecer, entonces el olvidarse, el malentenderse, el empequeñecerse, el estrecharse, el mediocrizarse se transforman en la razón misma. Expresado de manera moral: amar al prójimo, vivir para otros y para otra cosa pueden ser la medida de defensa para conservar la más dura "mismidad". Es éste el caso excepcional en que, contra mi regla y mi convencimiento, me incliné por los impulsos «desinteresados»: ellos trabajan aquí al servicio del egoísmo, de la cría de un ego. Es preciso mantener la superficie de la conciencia; la conciencia es una superficie limpia de cualquiera de los grandes imperativos. ¡Cuidado incluso con toda palabra grande, con toda gran actitud! Puros peligros de que el instinto «se entiende» demasiado pronto. Entretanto sigue creciendo en la profundidad la «idea» organizadora, la idea llamada a dominar, comienza a dar órdenes, nos saca lentamente, con su guía, de los caminos secundarios y equivocados, prepara cualidades y capacidades singulares que alguna vez demostrarán ser indispensables como medios para el todo, ella va configurando una tras otra todas las facultades subalternas antes de dejar oír algo de la tarea dominante, de la «meta», la «finalidad», el «sentido». Contemplada en este aspecto, mi vida es sencillamente prodigiosa. Para la tarea de una transvaloración de los valores eran tal vez necesarias más facultades que las que jamás han coexistido en un solo individuo, sobre todo también antítesis de facultades, sin que a éstas les fuera lícito estorbarse unas a otras, destruirse mutuamente. Jerarquía de las facultades; distancia; el arte de separar sin enemistar; no mezclar nada, no «conciliar» nada; una multiplicidad enorme, que es, sin embargo, lo contrario del caos, ésta fue la condición previa, el trabajo y el arte prolongados y secretos de mi instinto. Su alto patronato se mostró tan fuerte que yo en ningún caso he barruntado siquiera lo que en mí crece, y así todas mis fuerzas aparecieron un día súbitas, maduras, en su perfección última. En mi lecuerdo falta el que yo me haya esforzado alguna vez, no es posible detectar en mi vida rasgo alguno de lucha, yo soy la antítesis de una naturaleza heroica. «Querer» algo, «aspirar» a algo, proponerse una «finalidad», un «deseo», nada de esto lo conozco yo por experiencia propia. Todavía en este instante miro hacia mi futuro -¡un vasto futuro!- como hacia un mar liso: ningún deseo se encrespa en él. No tengo el menor deseo de que algo se vuelva distinto de lo que es; yo mismo no quiero volverme distinto. Pero así he vivido siempre. No he tenido ningún deseo. ¡Soy alguien que, habiendo cumplido ya los cuarenta y cuatro años, puede decir que no se ha esforzado jamás por poseer honores, mujeres, dinero! No es que me hayan faltado. Así, por ejemplo, un día fui catedrático de Universidad -nunca había pensado ni de lejos en cosa semejante, pues entonces apenas tenía yo veinticuatro años. Y así un día fui, dos años antes, filólogo: en el sentido de que mi primer trabajo filológico, mi comienzo en todos los aspectos, me fue solicitado por mi maestro Ritschl" para publicarlo en su Rheinisches Museum (Ritschl -lo digo con veneración-, el único docto genial que me ha sido dado conocer hasta hoy. El poseía aquella agradable corrupción que nos distingue a los de Turingia y con la que incluso un alemán se vuelve simpático: - nosotros, para llegar a la verdad, continuamos prefiriendo los caminos tortuosos. Con estas palabras no quisiera en absoluto haber infravalorado a mi cercano paisano, el inteligente Leopold von Ranke.
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En este punto hace falta una gran reflexión. Se me preguntará cuál es la auténtica razón de que yo haya contado todas estas cosas pequeñas y, según el juicio tradicional, indiferentes; al hacerlo me perjudico a mí mismo, tanto más si estoy destinado a representar grandes tareas. Respuesta: estas cosas pequeñas -alimentación, lugar, clima, recreación, toda la casuística del egoísmo- son inconcebiblemente más importantes que todo lo que hasta ahora se ha considerado importante. Justo aquí es preciso comenzar a cambiar lo aprendido. Las cosas que la humanidad ha tomado en serio hasta este momento no son ni siquiera realidades, son meras imaginaciones o, hablando con más rigor, mentiras nacidas de los instintos malos de naturalezas enfermas, de naturalezas nocivas en el sentido más hondo; todos los conceptos «Dios», «alma», «virtud», «pecado», «más allá», «verdad», «vida eterna». Pero en esos conceptos se ha buscado la grandeza de la naturaleza humana, su «divinidad». Todas las cuestiones de la política, del orden social, de la educación han sido hasta ahora falseadas íntegra y radicalmente por el hecho de haber considerado hombres grandes a los hombres más nocivos, por el hecho de haber aprendido a despreciar las cosas «pequeñas», quiero decir los asuntos fundamentales de la vida misma. Nuestra cultura actual es ambigua en sumo grado. ¡El emperador alemán pactando con el Papa, como si el Papa no fuera el representante de la enemistad mortal contra la !ida! Lo que hoy se construye ya no se tiene en pie al cabo de tres años. Si me mido por lo que yo puedo hacer, para no hablar de lo que viene detrás de mí, una subversión, una construcción sin igual, tengo más derecho que ningún otro mortal a la palabra grandeza. Y si me comparo con los hombres a los que hasta ahora se ha honrado como a los hombres primeros, la diferencia es palpable. A estos presuntos «primeros» yo no los considero siquiera hombres, para mí son desecho de la humanidad, engendros de enfermedad y de instintos vengativos: son simplemente monstruos funestos y, en el fondo, incurables, que se vengan de la vida. Yo quiero ser la antítesis de ellos: mi privilegio consiste en poseer la suprema finura para percibir todos los signos de instintos sanos. Falta en mí todo rasgo enfermizo; yo no he estado enfermo ni siquiera en épocas de grave enfermedad; en vano se buscará en mi ser un rasgo de fanatismo. No podrá demostrarse, en ningún instante de mi vida, actitud alguna arrogante o patética. El pathos de la afectación no corresponde a la grandeza; quien necesita adoptar actitudes afectadas es falso. ¡Cuidado con todos los hombres extravagantes! La vida se me ha hecho ligera, y más ligera que nunca cuando exigió de mí lo más pesado. Quien me ha visto en los setenta días de este otoño, durante los cuales he producido sencillamente, sin pausa, cosas de primera categoría, que ningún hombre volverá a hacer después de mí, ni ha hecho antes de mí, con una responsabilidad para con todos los siglos que me siguen, no habrá percibido en mí rasgó alguno de tensión, antes bien una frescura y una jovialidad exuberantes. Nunca he comido con sentimientos más agradables, no he dormido jamás mejor. No conozco ningún otro modo de tratar con ureas grandes que el juego: éste es, como indicio de la grandeza, un presupuesto esencial. La más mínima compulsión, el gesto sombrío, cualquier tono duro en la garganta son, en su integridad, objeciones contra la persona, ¡y mucho más contra su obra! No es lícito tener nervios. También el sufrir por la soledad es una objeción; yo no he sufrido nunca más que por la «muchedumbre»... En una época absurdamente temprana, a los siete años, ya sabía yo que nunca llegaría hasta mí una palabra humana: ¿se me ha visto aguna vez ensombrecido por esto? Yo muestro todavía hoy la misma afabilidad para con cualquiera, yo estoy incluso lleno de distinciones para con los más humildes: en todo esto no hay ni una pizca de orgullo, de secreto desprecio. Aquel a quien yo desprecio adivina que es despreciado por mí: con mi mero existir ofendo a todo lo que tiene mala sangre en el cuerpo. Mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre es amor fati [amor al destino]: el no-querer que nada sea distinto ni en el pasado ni en el futuro ni por toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y aun menos disimularlo -todo idealismo es mendacidad frente a lo necesario-sino amarlo.
Por qué escribo libros tan buenos
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Una cosa soy yo, otra cosa son mis escritos. Antes de hablar de ellos tocaré la cuestión de si han sido comprendidos o incomprendidos. Lo hago con la dejadez que, de algún modo, resulta apropiada, pues no ha llegado aún el tiempo de hacer esa pregunta. Tampoco para mí mismo ha llegado aún el tiempo, algunos nacen postumamente. Algún día se sentirá la necesidad de instituciones en que se viva y se enseñe como yo sé vivir y enseñar; tal vez, incluso, se creen entonces también cátedras especiales dedicadas a la interpretación del Zaratustra. Pero estaría en completa contradicción conmigo mismo si ya hoy esperase yo encontrar oídos y manos para mis verdades: que hoy no se me oiga, que hoy no se sepa tomar nada de mí, eso no sólo es comprensible, eso me parece incluso lo justo. No quiero ser confundido con otros, para ello, tampoco yo debo confundirme a mí mismo con otros. Lo repito, en mi vida se puede señalar muy poco de «malvada voluntad»; tampoco de «malvada voluntad» literaria podría yo narrar apenas caso águno. En cambio, demasiado de estupidez pura. Tomar en las manos un libro mío me parece una de las más raras distinciones que alguien puede concederse, supongo incluso que para hacerlo se quitará los guantes, para no hablar de las botas. Cuando en una ocasión el doctor Heinrich von Stein se quejó honestamente de no entender una palabra de mi Zaratustra, le dije que me parecía natural: haber comprendido seis frases de ese libro, es decir, haberlas vivido, eleva a los mortales a un nivel superior a aquel que los hombres «modernos» podrían alcanzar. Poseyendo este sentimiento de la distancia, ¡cómo podría yo ni áquiera desear ser leído por los «modernos» que conozco! Mi triunfo es precisamente el opuesto del de Schopenhauer: yo digo non legor, non legar [no soy leído, no seré leído]. No es que yo quiera infravalorar la satisfacción que me ha producido muchas veces la inocencia con que se ha dicho no a mis escritos. Todavía este verano, en una época en la cual con el peso, con el excesivo peso de mi literatura, tal vez podría yo desnivelar la balanza con todo el resto de la literatura, un catedrático de la Universidad de Berlín me dio a entender benévolamente que debería servirme de una forma distinta, pues cosas así no las lee nadie. Últimamente no ha sido Alemania, sino Suiza, la que ha ofrecido los dos casos extremos. Un artículo del doctor V Widmann publicado en el Bund sobre Más allá del bien y del mal, con el título «El peligroso libro de Nietzsche», y una reseña global sobre mis libros, escrita por el señor Karl Spitteler asimismo en el Bund, representan un máximum en mi vida -me guardo de decir de qué. El último consideraba, por ejemplo, mi Zaratustra como un «superior ejercicio de estilo» y expresaba el deseo de que en adelante me ocupase también del contenido; el doctor Widmann me manifestaba su aprecio por el valor con que me esfuerzo en abolir todos los sentimientos decentes. Por una pequeña malicia del azar, en este artículo cada frase era, con una coherencia que he admirado, una verdad puesta del revés: en el fondo bastaba con «transvalorar todos los valores» para dar, incluso de un modo notable, a propósito de mí, en la cabeza del clavo, en lugar de dar con un clavo en mi cabeza. Con tanto mayor motivo intento ofrecer una explicación. En última instancia nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe. Se carece de oídos para escuchar aquello a lo cual no se tiene acceso desde la vivencia. Imaginémonos el caso extremo de que un libro no hable más que de vivencias que, en su totalidad, se encuentran situadas más allá de la posibilidad de una experiencia frecuente o, también, poco frecuente, de que sea el primer lenguaje para expresar una serie nueva de experiencias. En este caso, sencillamente, no se oye nada, lo cual produce la ilusión acústica de creer que donde no se oye nada no hay tampoco nada. Esta es, en definitiva, mi experiencia ordinaria y, si se quiere, la originalidad de mi experiencia. Quien ha creído haber comprendido algo de mí, ése ha rehecho algo mío a su imagen, no raras veces le ha salido lo opuesto a mí, por ejemplo un «idealista»; quien no había entendido nada de mí negaba que yo hubiera de ser tenido siquiera en cuenta. La palabra «superhombre», que cfesigna un tipo de óptima constitución, en contraste con los hombres «modernos», con los hombres «buenos», con los cristianos y demás nihilistas, una palabra que, en boca de Zaratustra, el aniquilador de la moral, se convierte en una palabra muy digna de reflexión, ha sido entendida casi en todas partes, con total inocencia, en el sentido de aquellos valores cuya antítesis se ha manifestado en la figura de Zaratustra, es decir, ha sido entendida como tipo «idealista» de una especie superior de hombre, mitad «santo», mitad «genio». Otros doctos animales con cuernos me han achacado, por su parte, darwinismo; incluso se ha redescubierto aquí el «culto de los héroes», tan duramente rechazado por mí, de aquel gran falsario involuntario e inconsciente que fue Carlyle. Y a una persona a quien le soplé al oído que debería buscar un Cesare Borgia más bien que un Parsifal, no dio crédito a sus oídos. Habrá de perdonárseme el que yo no sienta curiosidad alguna por las recensiones de mis libros, sobre todo por las de periódicos. Mis amigos, mis editores lo saben y no me hablan de ese asunto. En un caso especial tuve ocasión de ver con mis propios ojos todo lo que se había perpetrado contra un solo libro mío: era Más allá del bien y del mal; sobre esto podría escribir toda una historia. ¿Se creerá que la Nationalzeitung -un periódico prusiano, lo digo para mis lectores extranjeros, pues yo no leo, con permiso, más que el Journal des Débats- ha sabido ver en ese libro, con absoluta seriedad, un «signo de los tiempos», la auténtica y verdadera filosofía de los Junker [hidalgos], para adoptar la cual sólo le faltaba a la Kreuzzeitung coraje?
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Esto iba dicho para alemanes, pues en todos los demás lugares tengo yo lectores, todos ellos inteligencias selectas, caracteres probados, educados en altas posiciones y en elevados deberes; tengo incluso verdaderos genios entre mis lectores. En Viena, en San Petersburgo, en Estocolmo, en París y Nueva York -en todas partes estoy descubierto; pero no en el país plano de Europa, Alemania. Y, lo confieso, me alegro aun más de mis no-lectores, de aquellos que jamás han oído ni mi nombre ni la palabra filosofía; pero a cualquier lugar que llego, aquí en Turín por ejemplo, todos los rostros se alegran y se ponen benévolos al verme. Lo que más me ha lisonjeado hasta ahora es que algunas viejas vendedoras de frutas no descansan hasta haber escogido para mí los racimos más dulces de sus uvas. Hasta ese punto hay que ser filósofo. No en vano se dice que los polacos son los franceses entre los eslavos. Una rusa encantadora no se engañará ni un instante sobre mi origen. No consigo ponerme solemne, a lo más que llego es al azoramiento. Pensar en alemán, sentir en alemán; yo puedo hacerlo todo, pero esto supera mis fuerzas. Mi viejo maestro Ritschl llegó a afirmar que aun mis trabajos filológicos yo los concebía como un romancier [novelista] parisiense, absurdamente excitantes. En el propio París están asombrados de toutes mes audaces et finesses [todas mis audacias y sutilezas] -la expresión es de Monsieur Taine-; temo que hasta en las formas supremas del ditirambo se encuentre en mí un poco de aquella sal que nunca se vuelve fastidiosa -«alemana»-, que haya en ellos esprit... Soy incapaz de obrar de otro modo. ¡Dios me ayude! Amén. Todos nosotros sabemos, algunos lo saben incluso por experiencia propia, qué es un animal de orejas largas. Bien, me atrevo a afirmar que yo tengo las orejas más pequeñas que existen. Esto interesa no poco a las mujercitas, me parece que se sienten comprendidas mejor por mí. Yo soy el antiasno par excellence y, por lo tanto, un monstruo en la historia del mundo; yo soy, dicho en griego, y no sólo en griego, el anticristo.
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Yo conozco en cierta medida mis privilegios como escritor; en determinados casos puedo documentar incluso hasta qué punto la familiaridad con mis escritos «corrompe» el gusto. Sencillamente, no se soportan ya otros libros; y los que menos, los filosóficos. Es una distinción sin igual penetrar en este mundo aristocrático y delicado, para hacerlo no es lícito en absoluto ser alemán; es, en definitiva, una distinción que hay que haber merecido. Pero quien es afín a mí por la altura del querer experimenta aquí verdaderos éxtasis del aprender, pues yo vengo de alturas que ninguna ave ha sobrevolado jamás, yo conozco abismos en los que todavía no se ha extraviado pie ninguno. Se me ha dicho que no es posible dejar de la mano un libro mío, que yo perturbo aun el reposo nocturno. No existe en absoluto una especie más orgullosa y, a la vez, más refinada de libros: acá y allá alcanzan lo más alto que es posible alcanzar en la Tierra, el cinismo; hay que conquistarlos con los dedos más delicados y asimismo con los puños más valientes. Toda decrepitud del alma, incluso toda dispepsia excluye de ellos, de una vez por todas: hace falta no tener nervios, hace falta tener un bajo vientre jovial. No sólo la pobreza, el aire rancio de un alma excluye de ellos, y micho más la cobardía, la suciedad, la secreta ansia de venganza asentadas en los intestinos: una palabra mía saca a la luz todos los malos instintos. Entre mis conocidos tengo varias cobayas en los cuales observo la diversa, la muy instructivamente diversa reacción a mis escritos. Quien no quiere tener nada que ver con su contenido, por ejemplo mis así llamados amigos, se vuelve «impersonal» al leerlos: me felicita por haber llegado de nuevo «tan lejos», también habría, dice, un progreso en una mayor jovialidad en el tono. Los «espíritus» completamente viciosos, las «almas bellas», los mendaces de pies a cabeza, no saben en absoluto qué hacer con estos libros, en consecuencia, los ven por debajo de sí, hermosa conclusión lógica de todas las «almas bellas» El animal con cuernos entre mis conocidos, todos ellos alemanes, con perdón, me da a entender que no siempre es de mi opinión, pero que, sin embargo, acá y allá, por ejemplo. Esto lo he oído decir incluso del Zaratustra. De igual manera, todo «feminismo» en el ser humano, también en el varón, es una barrera para llegar a mí: jamás se entrará en este laberinto de conocimientos temerarios. Hace falta no haber sido nunca complaciente consigo mismo, hace falta contar la dureza entre los hábitos propios para encontrarse jovial y de buen humor entre verdades todas ellas duras. Cuando me represento la imagen de un lector perfecto, siempre resulta un monstruo de coraje y de curiosidad y, además, una cosa dúctil, astuta, cauta, un aventurero y un descubridor nato. Por fin: mejor que lo he dicho en el Zaratustra no sabría yo decir para quién únicamente hablo en el fondo; La quién únicamente quiere contar él su enigma?
A vosotros, los audaces buscadores e indagadores, y a quienquiera que alguna vez se haya lanzado con astutas velas a mares terribles, - a vosotros los ebrios de enigmas, que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos: pues no queréis, con mano cobarde, seguir a tientas un hilo; y allí donde podéis adivinar, odiáis el deducir.
4
Voy a añadir ahora algunas palabras generales sobre mi arte del estilo. Comunicar un estado, una tensión interna de pathos, por medio de signos, incluido el tempo [ritmo] de esos signos, tal es el sentido de todo estilo; y teniendo en cuenta que la multiplicidad de los estados interiores es en mí extraordinaria, hay en mí muchas posibilidades del estilo, el más diverso arte del estilo de que un hombre ha dispuesto nunca. Es bueno todo estilo que comunica realmente un estado interno, que no yerra en los signos, en el tempo de los signos, en los gestos -todas las leyes del período son arte del gesto. Mi instinto es aquí infalible. Buen estilo en sí; una pura estupidez, mero «idealismo», algo parecido a lo «bello en sí», a lo «bueno en sí», a la «cosa en sí». Dando siempre por supuesto que haya oídos, que haya hombres capaces y dignos de tal pathos, que no falten aquellos hombres con los que es lícito comunicarse. Por ejemplo, mi Zaratustra busca todavía ahora esos hombres -¡ay!, ¡tendrá que buscarlos aún por mucho tiempo! Es necesario ser digno de oírlo. Y hasta entonces no habrá nadie que comprenda el arte que aquí se ha prodigado: jamás nadie ha podido derrochar tantos medios artísticos nuevos, inauditos, creados en realidad por vez primera para esta circunstancia. Quedaba por demostrar que era posible tal cosa precisamente en lengua alemana: yo mismo, antes, lo habría rechazado con la mayor dureza. Antes de mí no se sabe lo que es posible hacer con la lengua alemana lo que, en absoluto, es posible hacer con la lengua. El arte del gran ritmo, el gran estilo de los períodos para expresar un inmenso arriba y abajo de pasión sublime, de pasión sobrehumana, yo he sido el primero en descubrirlo; con un ditirambo como el último del tercer Zaratustra, titulado «Los siete sellos», he volado miles de millas más allá de todo lo que hasta ahora se llamaba poesía.
5
Que en mis escritos habla un psicólogo sin igual, tal vez sea ésta la primera conclusión a que llega un buen lector, un lector como yo lo merezco, que me lea como los buenos filólogos de otros tiempos leían a su Horacio. Las tesis sobre las cuales está de acuerdo en el fondo todo el mundo, para no hablar de los filósofos de todo el mundo, los noralistas y otras cazuelas vacías, cabezas de repollo, aparecen en mí como ingenuidades del desacierto; por ejemplo, aquella creencia de que «no egoísta» y «egoísta» son términos opuestos, cuando en realidad el ego [yo] mismo no es más que una «patraña superion>, un «ideal». No hay ni acciones egoístas ni acciones no-egoístas: ambos conceptos son un contrasentido psicológico. O la tesis «el hombre aspira a la felicidad». O la tesis «la felicidad es la recompensa de la virtud». O la tesis «placer y displacer son términos contrapuestos». La Circe de la humanidad, la moral, ha falseado -moralizado- de pies a cabeza todos los asuntos psicológicos hasta llegar a aquel horrible contrasentido de que el amor debe ser algo «no-egoísta». Es necesario estar firmemente asentado en sí mismo, es necesario apoyarse valerosamente sobre las propias piernas, pues de otro modo no es posible amar. Esto lo saben demasiado bien, en definitiva, las mujercitas: no saben qué diablos hacer con hombres desinteresados, con hombres meramente objetivos. ¿Me es lícito atreverme a expresar de paso la sospecha de que yo conozco a las rrujercitas? Esto forma parte de mi dote dionisiaca. ¿Quién sabe? Tal vez sea yo el primer psicólogo de lo eterno femenino. Todas ellas me aman -una vieja historia- descontando las mujercitas lisiadas, las «emancipadas», a quienes les falta la herramienta para tener hijos. Por fortuna, yo no tengo ningún deseo de dejarme desgarrar: la mujer perfecta desgarra cuando ama. Conozco a esas amables ménades. ¡Ay, qué peligrosos, insinuantes, subterráneos animalillos de presa!, ¡y tan agradables además! Una mujercita que persigue su venganza sería capaz de atropellar al destino mismo. La mujer es indeciblemente más malvada que el hombre, también más lista; la bondad en la mujer es ya una forma de degeneración Hay en el fondo de todas las denominadas «almas bellas» un defecto fisiológico, no lo digo todo, pues de otro modo me volvería medio cínico. La lucha por la igualdad de derechos es incluso un síntoma de enfermedad: todo médico lo sabe. Cuanto más mujer es la mujer, tanto más se defiende con manos y pies contra los derechos en general: el estado natural, la guerra eterna entre los sexos, le otorga con mucho el primer puesto. ¿Se ha tenido oídos para escuchar mi definición del amor? Es la única digna de un filósofo. Amor, en sus medios la guerra, en su fondo el odio mortal de los sexos. ¿Se ha oído mi respuesta a la pregunta sobre cómo se cura a una mujer, sobre cómo se la «redime»? Se le hace un hijo. La mujer necesita hijos, el varón no es nunca nada más que un medio, así habló Zaratustra. «Emancipación de la mujer», esto representa el odio instintivo de la mujer mal constituida, es decir, incapaz de procrear, contra la mujer bien constituida; la lucha contra el «varón» no es nunca más que un medio, un pretexto, una táctica. Al elevarse a sí misma como «mujer en sí», como «mujer superior», como «mujer idealista», quiere rebajar el nivel general de la mujer; ningún medio más seguro para esto que estudiar bachillerato, llevar pantalones y tener los derechos políticos del animal electoral. En el fondo las mujeres emancipadas son las anarquistas en el mundo de lo «eterno femenino», las fracasadas, cuyo instinto más radical es la venganza. Todo un género del más maligno «idealismo» -que, por lo demás, también se da entre varones, por ejemplo en Henrik Ibsen, esa típica soltera vieja- tiene como meta envenenar la buena conciencia, lo que en el amor sexual es naturaleza. Y para no dejar ninguna duda sobre mi mentalidad, tan honnéte [honesta] como rigurosa a este propósito, voy a exponer otra proposición de mi código moral contra el vicio; bajo el nombre de vicio yo combato toda clase de contranaturaleza o, si se aman las bellas palabras, de idealismo. El principio dice así: «La predicación de la castidad es una incitación pública a la contranaturaleza. Todo desprecio de la vida sexual, toda impurificación de esa vida con el concepto de "impuro", es el auténtico pecado contra el espíritu santo de la vida».
6
Para dar una idea de mí como psicólogo recojo aquí un curioso fragmento de sicología que aparece en Más allá del bien y del mal. Prohibo, por lo demás, toda conjetura acerca de quién es el descrito por mí en este pasaje. «El genio del corazón, tal como lo posee aquel gran oculto, el dios-tentador y cazarratas nato de las conciencias, cuya voz sabe descender hasta el inframundo de toda alma, que no dice una palabra, no lanza una mirada en las que no haya un propósito y un guiño de seducción, de cuya maestría forma parte el saber parecer y no aquello que él es, sino aquello que constituye, para quienes lo siguen, una compulsión más para acercarse cada vez más a él, para seguirle de un modo cada vez más íntimo y radical: el genio del corazón, que a todo lo que es ruidoso y se complace en sí mismo lo hace enmudecer y le enseña a escuchar, que pule las almas rudas y les da a gustar un nuevo deseo, el de estar quietas como un espejo, para que el cielo profundo se refleje en ellas; el genio del corazón, que a la mano torpe y apresurada le enseña a vacilar y a coger las cosas con mayor delicadeza, que adivina el tesoro oculto y olvidado, la gota de bondad y de dulce espiritualidad escondida bajo el hielo grueso y opaco y es una varita mágica para todo grano de oro que yació largo tiempo sepultado en la prisión del mucho cieno y arena; el genio del corazón, de cuyo contacto todo el mundo sale más rico, no agraciado y sorprendido, no beneficiado y oprimido como por un bien ajeno, sino más rico de sí mismo, más nuevo que antes, removido, oreado y sonsacado por un viento tibio, tal vez más inseguro, más delicado, más frágil, más quebradizo, pero lleno de esperanzas que aún no tienen nombre, lleno de nueva voluntad y nuevo fluir, lleno de nueva contravoluntad y nuevo refluir...»
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