sábado, 14 de abril de 2012

La estupidez "Historizada"

...o el proceso de occidentalismo

"El occidentalismo"



1.  la pérdida por nihilismo del occidente.

Hegel, Rosmini y Nietzsche

La inteligencia y la estupidez son propias del hombre en singular, pero también de épocas en que prevalece la una o la otra, a veces durante largos períodos y con varias gradaciones, según que se afirme el respeto por la inteligencia y los valores que ella revela, o la imitación de la estupidez. «Ser inteligentes» es frecuentemente el «existir» de pocos o hasta de uno sólo: su irradiación educa en los otros, cualesquiera que sean, la a sensibilidad propia de aquel plano de existencia, aunque cada uno comprende de él lo que puede; pero quienes se han formado o elevado a aquel nivel, por mínimo que sea el grado de comprensión, tienen la misma pietas por cuanto pertenece a la inteligencia y es su producto, aunque cueste muchos sacrificios. La estupidez, es cierto, tiene mayor potencia de difusión, porque es fácilmente imitable, gregaria, «atrayente»: maliciosamente persuasora, da a todos la ilusión de vivir inteligentemente, «liberados» de los límites o de las inútiles constricciones impuestas por fines inconfesables; embriaga por una ficticia igualdad que, pisoteada la autoridad, da vía libre a los instintos animales y humanos. De aquí su totalitarismo autoritario; en efecto, se establece permanentemente para oprimir, denigrar y destruir la verdadera cultura; sobre todo trata de herirla de raíz, ya que el resistir, incluso subterráneo, de la tradición prepara la explosión de la inteligencia.


«Tiempo vendrá en que los estúpidos tendrán autoridad sobre los inteligentes» Este tiempo comenzó para Occidente en el siglo XVII: desde entonces, la parábola del oscurecimiento de la inteligencia por la pérdida del ser «sube» descendiendo hasta el nihilismo. Su proceso de «ascensión» es siempre y solamente horizontal, aun cuando no sea movimiento hacia la naturaleza para adecuarse a ella, sino tensión a Dios, entendida, cómo hemos advertido, como aniquilación de la existencia (desvanecer de la apariencia) y fagocitación de la esencia, la chispa que retorna a la divina substancia: la parábola de este proceso está destinada a descender hasta la identificación de Dios con las cosas y el hombre, es decir, a la «reducción» del Ser a lo real natural o histórico, a lo finito extendido ilimitadamente en el espacio o en el tiempo, cuyo movimiento es el hacerse mismo del Absoluto resuelto y negado en tal finito agrandado o desmesurado. La negación del Ser o su reducción al mundo se sigue, o se acompaña, de la negación de la primera verdad no producida por la razón y su luz, y por esto de la inteligencia del ser, reducido a función o categoría del conocer racional y con esto mismo perdido en cada una de sus formas: de donde procede la reducción del saber y de lo real a un conjunto de sensaciones-hechos-fenómenos «sin ser», racionalmente calculables y organizables para fines prácticos. De aquí la deformación ontológica de los términos eterno, infinito, absoluto, etc.: su sentido análogo viene asumido como propio, y por esto son usados en sentido impropio; pero, perdido lo propio, lo análogo enmascarado de propio ya no lo es de nada (niente); es algo impropio, que poco a poco pierde significado hasta ponerse como lo significante de nada (niente), que, como tal, es lo insignificante y lo insignificado.


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...sensible readquieren, en la inteligencia del ser, cada uno en su limite dentro de la dialéctica de los límites y de la alteridad por amor, su ser precioso al igual que los otros, y son replanteadles para nuevos desarrollos históricos. Por consiguiente, vale cuanto queda dicho: no se puede marginar o ilusionarse con ignorar o despreciar la zona de la estupidez —caída en otra forma de estupidez—, sino que es necesario «atravesarla» para que sea verdadera su problemática, como la que es también propia del hombre contra la estupidez misma que la hace exclusiva.

Tal recuperación permite, siempre desde la perspectiva del ser, lo otro, de cuanto en Occidente ha producido el pensamiento desde el siglo XVII hasta hoy, y en oposición a la línea del Occidentalismo o de la estupidez que se ha ido historizando. Quiero decir que los pensadores —y no aludo sólo a los filósofos— que han repropuesto el discurso sobre el ser en confrontación con el Occidentalismo que sigue avanzando hacia el nihilismo más radical, no han tenido influencia auténtica, antorchas que han continuado ardiendo pero sin ser motores de la historia: o han sido marginados o violentamente «reducidos» e «integrados» en la línea occidentalística, casi cómplices involuntarios, tímidos o enmascarados, y a la vez marcados de ingenuidad, de nostalgias anacrónicas, de residuos del pasado en homenaje a una tradición muerta y ya a nivel de mito o de superstición. Desconocidos o adulterados, no han podido ejercer su «autoridad», presentándose como autorizada la sola estupidez que, carente de autoridad intrínseca, se ha impuesto sólo como autoritarismo opresivo de la autorización de quien la posee; por lo demás, el error y el mal tienen frecuentemente una proliferación histórica superior a la verdad y al bien. Así, por un lado, el cadáver triunfante ha tratado de mantener lejos el alma y de mortificarla con la «propaganda» hostil en el

Tener conciencia de la pérdida del limite es el reproponerse de la inteligencia del ser en medio de tanto oscurecimiento, la invitación a la existencia de confín entre Dios y el mundo creado. Tal invitación, en la manera más concienzuda y profunda, es el pensamiento de Rosmini en su núcleo esencial siempre por repensar y profundizar. La misma plena conciencia de la pérdida del ser, pero no su recuperación, es propia de Nietzsche, el genialísimo y despiadado denunciador de la «muerte por nihilismo» de Occidente. Por lo tanto, Rosmini, positivamente, y Nietzsche, negativamente, son la «buena conciencia» de tal nihilismo del pensamiento occidentalistico desde Bacon-Descartes a Hegel y al hegelianismo: lo que Occidente ha pensado después y hoy en la línea de la pérdida o del desconocimiento del ser es pre-rosminiano y pre-nietzscheano, arqueológico; si se considera como sustitutivo del ser y no en relación al ser mismo, un fuego fatuo del Occidentalismo, el cadáver que va dando vueltas desde hace cerca de tres siglos; y cuanto más «abona» el terreno al descomponerse, más llamativos se hacen aquellos fuegos en el oscurecimiento progresivo de la inteligencia. De aquí la inactualidad para el Occidentalismo de los «actuales» Rosmini y Nietzsche y la actualidad de Hegel y cuantos de Hegel derivan, los «inactuales» para Occidente: de Hegel es actual para Occidente cuanto en Hegel o en sus derivados no es hegeliano; me refiero al discurso, sucesivamente desviado o extraviado, sobre el fundamento del saber o sobre el principio, que es discurso sobre el ser, el mismo que Rosmini conduce hasta el fondo sin equívocos o extravíos en la tentativa poderosa de recuperar la inteligencia del ser o el problema del principio. También de Nietzsche es actual para Occidente no la solución por él propuesta contra el nihilismo, que sigue siendo Occidentalismo, sino el profundo y lúcido discurso sobre el nihilismo de este último y su implacable denuncia.

Por lo tanto, el único y verdadero discurso «interesante» que hoy merece ser desarrollado y profundizado desde dentro y más allá del Occidentalismo es el propuesto por Hegel, rescatado de su caída historicista, y por Rosmini; por conducir, sin embargo, hasta el fondo, con toda la conciencia nietzscheana del nihilismo occidentalístico, como discurso sobre el ser y no sobre el único devenir histérico o natural, sobre las cosas y los fenómenos, los hechos. Tal discurso permite que, enterrado el cadáver, reconquistada el alma que ha dejado el cuerpo —los despojos mortales en descomposición del Occidentalismo—, puedan ser redescubiertos los valores del Occidente para ser reinstalados en una nueva cultura que, alimentándose de ellos, los renueva e innova: su comienzo marcarla la atenuación del oscurecimiento de la inteligencia, el retorno de su luz y el desvanecimiento de los fuegos fatuos. Pero estos últimos, como hemos dicho, son tales mientras la estupidez pretende sustituir a la inteligencia del ser; dejan de ser tales si son vistos desde la perspectiva negada por la estupidez: no son estúpidos los llamados valores vitales o corporales ni los sentidos o los instintos o las cosas; es estúpido, repitámoslo, reducir todo a esta perspectiva, o ver sólo este aspecto de la realidad humana y natural y negar lo que no se sabe o no se quiere ver. Vencida la estupidez, aquellos valores y toda la zona de lo vital-cor-momento mismo que se la acaparaba reduciéndola a sus opiniones; por otro, el alma constreñida a moverse y a proponer sus problemas contra corriente ha permanecido, a veces, extraña a los problemas nuevos que aquellas opiniones han ido levantando y que, aunque respetuosos y no sustitutivos de los otros, eran y son problemas serios que hay que resolver. En pocas palabras, el pensamiento occidental desde la perspectiva del ser, el único que merece todavía este nombre, reducido al otro o por éste marginado, desde hace casi tres siglos no ha podido dar la prueba histórica de su validez —la inteligencia no se ha historizado al par de la estupidez—; como, en el fondo, no la ha dado todavía el Occidentalismo, precisamente porque, en el oscurecimiento de la inteligencia, ha puesto y pone los valores por él defendidos e impuestos desde el punto de vista de la estupidez, que comporta, bajo su aparente exaltación e incontrastado dominio, el envilecimiento y el nihilismo de los valores, cualesquiera que sean. Una reconquista de la inteligencia del ser, enterrado el Occidentalismo, permitiría, por un lado, la historización de cuanto la inteligencia ha producido contra este último, de modo que pensadores como Campanella y Pascal, Vico y Rosmini, por citar algunos, no sean ya las semillas caídas entre abrojos y, cuando resulta cómodo, robados para ser «reducidos» a fertilizantes de la estupidez, o sólo admirados, pero como pertenecientes a un mundo «extraño» y casi «irreal» (es la suerte, por ejemplo, de Dostoievski); y, por otro, la definitiva conciencia de la importancia de los valores exaltados por la estupidez y envilecidos también por ésta al nivel de lo «material» y de la nada (niente) de valor, de modo que no se vuelvan a proponer ciertas formas de «espiritualismo» y de «angelismo», cierta retórica del espíritu que desprecia al cuerpo y a este mundo para hacerse refinado. Estupidez esta última producida tambien por el oscurecimiento de la inteligencia, «reducción» del ser del hombre a puro espíritu, como si el cuerpo y todo lo creado fueran nada (niente); pérdida del ser o el nihilismo, por otro lado, según decíamos, para ser indulgentes al menos una vez con la triste moda de politizarlo todo, de «derecha* en oposición al de «izquierda», pero prontos a estrecharse la mano en perjuicio de la inteligencia: dos modos de «ultra cogitare» que hay que atravesar con el justo y recto «pensar».

La falta de conciencia del nihilismo ha engendrado en los últimos tres siglos poco más o menos los más infantiles triunfalismos en cadena, en que poco a poco el Occidentalismo se ha autoexaltado, formas del «optimismo débil», propio de quien «desplaza» el fin último del hombre y de lo creado y lo coloca en el tiempo, escatología secular que los hace converger a todos en el triunfal mañana terreno, lunar o saturnal... siempre adelante. Por otra parte, la toma de conciencia del nihilismo sin la reconquista del ser ha engendrado el «pesimismo débil» de Nietzsche y de sus epígonos —el pesimismo de la muerte de Dios, matado por los hombres—, que, no obstante la inversión de los valores y los nuevos cometidos del superhombre, desemboca también en la nada, porque siempre queda al nivel de la naturaleza y del hombre, aunque pretende colocarse por encima de lo humano. El optimismo triunfallstico de la negación del ser y el pesimismo consiguiente a la conciencia del nihilismo que de él deriva, son dos caras de una misma medalla que ha de refundirse en el crisol para que sea provechosa su lección: la nietzscheana, de que no se vence el nihilismo con el paliativo del mañana llevado en procesión entre las fogatas del bienestar y los fastos de la técnica, y la iluminístico-marxista-tecnocrática, de que no se vuela en alas del ser desconociendo o perdiendo la realidad económica, jurídica y política y cuanto está ligado a nuestra vida de cada día y a su mejoramiento, que también es cometido indeclinable de la inteligencia. La doble lección, sustraída a la estupidez, nos insta a reproponer el discurso sobre el ser en sentido análogo y en sentido propio: sobre el ser finito inteligente y sus limites y sobre el Ser infinito, a fin de que sea inquietud y empeño de toda conciencia la alteridad por amor sobre el fundamento de la dialéctica de los limites, es decir, de reanudar para nuevos ahondamientos el discurso propuesto por Rosmini en el surco de la tradición renovada, sembrado para cuando, sobre las ruinas de la historia de la estupidez, pueda prevalecer la de la inteligencia.

Tal ruina será un modo de renunciar al crédito que por largo tiempo todos hemos dado más o menos a la estupidez, impuesta por el humano egoísmo a los desheredados sojuzgados, constreñidos a negar lo que es y no ven por estar privados de cuanto cada uno debe tener para no cegar, no pudiéndose exigir, por parte de quien se divierte y a fin de continuar sin ser perturbado por los «tumultos», que quien más sufre sufra hasta el heroísmo o el martirio para el bien de aquella alma que, por su parte, el moralismo cómodo y gazmoño ahoga descuidadamente en lo superíluo malgastado. Pero el remedio no consiste en el paso de la estupidez impuesta y no culpable a la aceptada alegremente al canto del síogam que la difusión del bienestar aporta a la liberación de la primera, camino oculto hacia el salón de montaje de la otra y la victoria total de la estupidez misma, sino en la conquista de la inteligencia de modo que cada uno, aceptando su ser en sus límites y no ya víctima obligada o persuadida de una o de otra forma de estupidez, pueda hacerse todo el ser que es en base a cuanto es necesario que él tenga para realizar este fin con dignidad igual a la de cualquier otro. Ninguno puede ser él mismo, la plenitud de su persona, sin el tener que le corresponde, pero todo el tener es nada (niente) sin el ser: la defensa de lo llamado económico o material es defensa del ser sin el cual se pierde incluso lo económico, todo. La estupidez tiene dos caras: el ser en el desprecio fingido o en el desinterés por el tener, y el tener en la pérdida del ser; una cara engendra a la otra y se alimentan entre sí: hacer que no se nutran reciprocamente es la vida de la inteligencia, la cual, consciente de los limites del hombre, sabe que la estupidez le pisa los talones amenazante.


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