domingo, 26 de febrero de 2012

La estupidez (2)

Capitulo III
...en el momento que nivela, ella absolutiza: perdida la inteligencia del ser y con ella el límite, puede absolutizarlo todo, aun la cosa más fútil sin darle valor por esto; es más, la envilece como envilece el todo que a ella reduce y niega.


En el oscurecimiento de la inteligencia, lo económico o lo social, lo técnico o lo científico, lo artístico o lo moral, el coche o el supermercado, el partido o la masa, lo que se quiera, incluso un caballo o un insecto, puede ser «elevado» al todo a ello reducido, depauperado, anulado; de ello se sigue que lo que es elevado al todo, ipso jacto, es reducido a nada (niente) y a la nada (niente) de sí mismo: mera representación para un momento de rumorosa popularidad, vuelve a entrar en la nada (niente) como las sombras. En efecto, oscurecido el ser, no hay juicio sobre el ser de los entes, sino sólo lo que convencionalmente, nominalísticamente llamamos «cosas» sensibles y consumibles: cesa el ser de todo ente sen relación a» y se produce la «reducción» de toda cosa, según las circunstancias, a una cosa, a su vez condenada a la misma suerte, y todas son sustituibles; en efecto, la «reducción» es intercambiable a comodidad: aparecer y desaparecer de insignificantes fantasmas por un juego oculto de «sugestión» que, como conviene a la estupidez, está privado de humorismo, que nace de la conciencia del límite, y denso de fanatismo. Así sucede cuando se eleva un método a principio y se hace de él un puro instrumento de dominio como fin de sí mismo, es decir, una vía sin meta: los hombres se igualan «a los errantes y vagabundos que no tienen ningún puesto en la vida».
El método de la «reducción a» es la «base» privada de «fundamento» de la egoidad por odio, sustitutiva de la alteridad por amor y coincidente con la corrupción del hombre. Vacia de principios y armada de este método, en el oscurecimiento del ser y de la verdad, la estupidez avanza implacable e insaciable, impía y despiadada, como la mala suerte, la que se asienta en sus rodillas, ávida de llenar su vacío, que todo lo engulle privándolo de significado. La egoidad por odio todo lo odia: el ser y los seres, la verdad y las verdades, el bien y los bienes; odia las cosas, a los otros, a Dios: su método elevado a principio es sólo el reducir, el anular, y para ella todo es nada (niente), insignificante; el ser y lo significado son, en efecto, los enemigos irreductibles de la estupidez, siendo el significado de un ente su verdad y su bien o su ser, como tal «en relación a» y, por esto, cada uno irreducible, signado por el límite. El ego estúpido se llena sólo de sí, y nadie está más vacío que quien se llena sólo de sí mismo; no se hace el ser que es, sino, en la pérdida del ser, la representación de sí y el representante de todo, «máscara».
La inteligencia por el vínculo dialéctico de nudos ontológicos hace existir a cada hombre «en relación a» sin «reducirlo» a otro y sin que él reduzca ninguna cosa a sí mismo o se sustituya a ella excluyéndola, que es negarle el ser, y reconoce a todas o las ama en su ser; la estupidez, en cambio, que procede según el método de la reducción en la ausencia de todo principio y del ser, viene a identificarse con la impiedad, con la ausencia de la pistas o con la falta de «respeto» hacia cualquier ente o cosa. Perdido el ser, los valores se licúan, no significan: el ser no es un valor ni el valor de los valores —reducir el ser a un valor o al Valor fundante es perderlo y perder los valores—, pero todos los valores son tales por el ser, son porque el ser es; el ser los hace valores, es el que da valor a todos sin que ningún valor o todos «añadan» nada al ser que a todos los contiene. Dios crea los valores en el momento mismo que crea al hombre ser inteligente por la luz del que le da y en la que todos los valores son y, oscureciéndose la cual, ya no se ven; y son infinitos en cuanto participan de la infinitud del ser, «fueras del cual no son ni siquiera como finitos: o son y son en el y por el ser, o no son, se deshacen en los «particulares», en la nada (niente). Y la estupidez, que pierde o rechaza el ser, no puede ver y entender ningún valor, no reconoce ninguno de ellos, los niega a todos como valores: es inexorablemente «nominalista» porque es nihilista. Su posición no puede ser más que la impiedad.
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En efecto, la pietas, además de respeto, es «obsequio» y el uno y el otro no sólo exteriores, sino «sentidos», aunque los valores a que van dirigidos son comprendidos a nivel mínimo: lo que cuenta es elevarse al nivel de la comprensión de que son valores que hay que respetar y que hay que revelar con nuestra «sensibilidad», cualquiera que sea el grado de ella, de modo que se les haga vivir en nuestro «espacio espiritual» para educarnos o formar nuestra personalidad. Por consiguiente, pietas es también «veneración», y todos los valores, por lo que son, son «venerandos», incluso por la «antigüedad», que coincide con la creación del primer hombre y, por esto, son también «memoria» de Dios y del vínculo creatural que con Dios une a la criatura inteligente; «relieve» que explica por qué los valores y las obras que los revelan «se ven» siempre por primera vez, pero precisamente por esto se han visto siempre, y lo que se ve siempre y por siempre no puede dejar dé verse siempre por primera vez, visión «originaria» aun a la milésima, que nos da un ahondamiento gradual y jamás agotable de ellos, una comprensión que lanza a otra ulterior hacia el entendimiento que nunca es exhaustivo. No por nada todo valor participa del ser en su extensión infinita, objeto de la inteligencia, lo «divino» de Dios en el hombre.

La veneración jamás está separada del «afecto», connatural a la pietas, ya que el reconocimiento objetivo es, por esencia, acto de amor; por esto la pietas es también la «justicia» con que cada hombre gobierna su vida y, en los límites del puesto que ocupa, contribuye para el bien común al gobierno que los otros hacen de la propia . La pietas es, además, «benignidad» y «gentileza» de ánimo, y no es todo esto sin «discreción», que es propia del amor y de la justicia. Ni hay pietas sin obras y prácticas que, si es verdadera, jamás son actos solamente exteriores y son siempre acompañados de diligencia, celo y fervor. La pietas es esencialmente un sentimiento religioso, pero ella se ejercita —y quien es religioso en el corazón y en la mente no puede no hacerlo— hacia las cosas y nuestros semejantes; en su plenitud es cultura y civilización, educación del hombre: «si no se es piadoso, no se puede ser de verdad sabio», como dice Vico.
La estupidez es la negación de la pietas en todos los sentidos: irrepestuosa, injusta, maligna, indiscreta, profanadora; es impía, como decíamos, y «pérfida» en cuanto «atenta» al ser de toda cosa con la negación incluso violenta, la insidia y la traición: no respeta nada ni a nadie. Su odio, a medida que ofende los valores y los niega, que procede por sustituciones groseras, profanadoras y adialécticas, enmascara las destrucciones y las presenta como grandes conquistas de la humanidad madura, que se va liberando de mitos y tabús; su slogan es la «emancipación», la «liberación» de esto y de aquello, y hace tabla rasa de los valores; cuanto más destruye más se cubre de humanitarismo, de pacifismo, de cosmopolitismo; denuncia el autoritarismo para abatir toda autoridad que se opone a su dominio soberano y sólo autoritario; cuanto más anula el pasado y el presente más habla del porvenir mejor: todo ello dicho en tono inspirado y profético, máscara de la falsedad.
La estupidez es la anticultura que mira a una meta: la destrucción de la cultura de modo que se «culturalice» a todos anónimamente a nivel mínimo con slogans prefabricados y repetidos sin pensar, y el sueño sin despertar del pensamiento es su ensueño. Su «praxis», en efecto, como advierte Erdmann, es la «rudeza» de mente y de corazón: trata de «civilizarlos» (incivilirli) al máximo, de modo que se extinga todo hábito «civil», otro enemigo, porque le impide eludir las leyes o deformarlas o violarlas como es propio del civilizado incivil, del animal-racional ininteligente. La estupidez no puede respetar ni principios ni leyes porque le falta la medida de la inteligencia .

4. EL --- y LA ---

La estupidez se siente siempre amenazada por la inteligencia, la enemiga irreducible, que se le para delante y la desconcierta; no soporta tener enfrente lo que no ve ni comprende, peligro que la preocupa, presencia que la ofende. Por esto trata de apagar la inteligencia, que frente a la estupidez está desarmada, estando armada solamente con la verdad y el amor; está en posición de debilidad respecto a la otra, la más fuerte, pronta a «legitimar» el uso de la fuerza, a poner en acción los subproductos de la razón y todas las coartadas, sobre todo la de fingir que asume la valiente defensa de lo que no ve, no comprende y odia. Y así la estupidez se dispone en orden de batalla «en nombre» de la verdad, de la libertad, de la justicia, de la religión, etc.; y no le cuesta nada, ya que para ella son nombres, los vestidos de circunstancia, y se gana el poder continuar despiadadamente persiguiéndolos con la divisa de ocasión que esconde al verdugo. Pero el mismo poderoso arsenal de armas de defensa y ofensa que está obligada a sacar al campo —la señal de una cabeza pensante hace sonar todas las calabazas— le advierte que la inteligencia, el enemigo desarmado, es un peligro permanente que puede dar una explosión a repetición; le turba y desorienta el verse afrontada, ella tan armada, a cara descubierta; le irrita hasta la contorsión la resistencia que le ofrece, la claridad, la dignidad, la modestia, la firmeza y la discreción con que se le ofrece. Es cierto que la prudencia es una virtud de la inteligencia, pero ésta no se sirve de ella «sutilmente» para esconderse, y menos todavía como coartada para no confesar que ha cedido, que se ha vendido, sino como auxilio a su valor y a su firmeza. El inteligente no acepta la posición equívoca e ininteligente sólo por astuta, porque es sabio esconder su sabiduría para no hacer sospechar o irritar al poderoso estúpido, aunque no le resultaría difícil parecer estúpido, hacerse más astuto que el estúpido en el momento en que finge «pensar» como él; pero el inteligente que no es capaz de soportar el «peso» de su inteligencia y la traiciona o cambalachea se ha convertido ya a la estupidez. Por esto, fiel a sí mismo, se encuentra siempre al descubierto, expuesto a todas las insidias y a todas las ofensas: su destino es casi siempre el martirio en sus formas más diversas, a veces inaparentes.
Así se encuentran de frente el npóomnov con su estupidez armada de todo punto y la onóoTcroic, con su inteligencia desarmada y con toda su responsabilidad, la de ser ella la «sal», que no puede hacerse «necia» sin hacer insípida a la humanidad y a todo su acontecer histórico.
ripóooitov es «máscara» y «persona»: para los griegos la «individualidad» es el vestido, la apariencia de una entidad o substancia impersonal o óitóoxamc.; de aquí el mismo vocablo para indicar «máscara» y «persona», una vez que lo que es personal o individual es apariencia, destinada a desvanecerse o a cesar, de la impersonal entidad substancial. En el griego neotestamentario, en cambio, la óiróoraoic. es substancia o entidad personalizada, es el «ser personal», mientras que el itpóoomov es sólo la «apariencia exterior» o la óhóotccoic, que se reduce a tal . Es estúpido quien, en vez de hacerse el ser que es, reduce su persona a un itpóora-uov, a una máscara para la «representación» en un mundo que es sólo «espectáculo»; el inteligente es y se hace su ser personal (ónóaxamc,) y se dice a si mismo: «soy yo» irreducible al otro irreducible a mi; para la oitóoTamc. vale el principio de la dialéctica de los límites y la alteridad por amor; para el hombre que se hace sólo noóoomov, vale el método de la «reducción a» y la egoidad por odio. Se aquí el conflicto, insanable por parte del itpooooitov: la oitócxaoiq se propone la paz a través de la obra de amor para recuperarlo respecto a su inteligencia, restituirlo a persona, caída la máscara; el otro trata impíamente de someterlo, de reducirlo a máscara de su carro de carnaval, o a suprimirlo. En esta confrontación entre la piedad y la impiedad pasa la historia humana, del bien y del mal, hecha de caridad y de odio, de verdad y de mentira, de salvación y de perdición; la historia del itpóomitov que maneja el método de la «reducción a» y desencadena la nulificante egoidad por odio, y de la oitóotcHjic, que pone en movimiento la dialéctica de los límites y desencadena la alteridad por amor.
El lEpoocHiov es un «rostro», una «faz» que está «con arrogancia» y ordena que se «venga a su presencia», «delante»; la oitoaTocoic,, que se presenta solamente, es una presencia entera, su «ser» con su espíritu de inteligencia. Están de frente: la mascara toda ella en la apariencia exterior hinchada por los humores en alza de la avidez que, cegada la inteligencia, le soplan dentro y le afilan la cuchilla de la razón a fin de que corte neta y exactamente en los cálculos, una «persona» en el sentido gramatical; y la persona en el sentido substancial, un rostro que dice todo su ser, cuyas «apariencias» significantes son la transparencia de todo el ser que es y se ha hecho, y es «perseverancia», «constancia», «sólida confianza», sentidos todos ellos neotes-tamentarios de oiróoTocoic,, que marcan el abismo moral que la separa del irpóoQUOv, del hombre que se reduce a la «quanta species» de la fábula.

El itpóoiaitov quiere aparecer npooNota: las palabras indescifrables, como el título en el punto Nº4, el teclado carece de escritura Griega.


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