domingo, 1 de enero de 2012

Determinación y participación analógica (2)

Dialéctica de los límites y alteridad por amor



4.   El «Espíritu de inteligencia» Y la dialéctica de la integralidad
Existir de confín es ocupar nuestro puesto de seres inteligentes, cada uno el suyo para no vivir «desocupado» o «dislocado», de personas libres y responsables, de modo que queramos según la alteridad por amor que procede por reconocimiento del ser, según justicia; es ejercitar en todos nuestros actos, cualesquiera que sean, el espíritu de inteligencia, la dimensión de las dimensiones humanas.
Existir con el espíritu de inteligencia de nuestro ser es adherirse a éste perfectamente: soy de la nada por acto creativo de Dios; siento y vivo, sufro y gozo mi nada, soy presente al sentimiento que es la existencia indisolublemente unido al sentimiento de la nada: «cada uno de nosotros debe reconocer la propia nada»'. Pero en este estatuto ontológico, repetimos, está la indestructibilidad y la autonomía del ente finito inteligente, en él la garantía ontológicc-metafisica de su «ser»; se siente, se sabe, se conoce y se reconoce «nada en relación al Ser infinito»: éste es el principio al que se ha de uniformar el «método» o el camino personal irrepetible para la actuación del ser o perfección de cada ente; en efecto, sentirse nada es el acto de supremo amor hacia el Creador, la perfección del espíritu de inteligencia y, por esto, acto de todo el ser. Pero el ente finito inteligente, sólo reconociendo la vanidad del mundo y su nada frente al Ser, descubre la verdad del mundo mismo, revela el mérito de toda cosa, y actúa todas las insospechadas posibilidades de su ser integral, capta su verdad, realiza la perfección de su libertad. Espíritu de inteligencia es ver en relación a Dios o por amor absoluto de Él a nosotros, a los otros y las cosas cada una y cada uno en y con su límite o signo —y la inteligencia los contiene todos—, es decir, por el ser que es, su verdad, y promoverlo como tal con el amor total a fin de que se haga todo el ser que es, su perfección; tal existir, entre mil caídas y miserias, es la condición necesaria de nuestra salvación en cuanto nos pone en la justa relación con las cosas, los hombres y Dios.

El espíritu de inteligencia da a los sentimientos el «espíritu del sentimiento» , que es ver, conocer y hacer todo desde el punto de vista o con la vocación del sentimiento, ser integralmente bajo su signo de modo que no haya un acto nuestro en que los sentimientos estén ausentes, sean débiles o estén corrompidos. También el instinto, la pasión y la sensación tienen su espíritu correspondiente dentro del espíritu de inteligencia, que da a la razón el «espíritu de razón», a la voluntad el «espíritu de voluntad», a la caridad el «espíritu de caridad», a la «fe» el «espíritu de fe», etc.; es decir, hace, en los límites propios de cada uno, que nada del hombre y de lo humano, del mundo y de lo mundano esté ausente, débil y corrompido, sino que esté todo presente, fuerte e íntegro; que cada energía del cuerpo y del espíritu sea como una vocación, una llamada del y al significado, a la significación del signo o del límite, una perspectiva desde la que se ve el todo. Por esto cada punto o perspectiva, por la inteligencia del ser infinito, es «centro» del que se irradian los otros, se ven mejor, se profundizan; cada punto no es parte de un todo, sino que contiene a los otros, que, sin embargo, permanecen distintos y autónomos: no suma de partes, sino síntesis, y cada perspectiva es síntesis unificante de las otras y abierta a ellas, y ella misma está contenida en toda otra. Esto es posible en cuanto que el espíritu de inteligencia confiere a cada una la inteligencia de su límite; y si tal límite no declina, ella puede elevarlo todo al «espíritu» que le es propio, de todo puede hacerse punto de vista o síntesis desde donde ver según el principio de la dialéctica de los límites inseparable de la alteridad por amor. Esto es «disponer todas las ocupaciones de la propia vida con un espíritu de inteligencias, de modo que, juzgando rectamente acerca de las cosas humanas o según ciencia, podamos tener en todas «la gravedad, la consideración y la madurez», siendo «la prisa y la precipitación propias del hombre de mundo» y «efectos de un querer humano lleno de aquella ansiedad que quita la paz». De la ciencia el «consejo» con el que dirigirnos a nosotros mismos «aplicando las verdades conocidas a las obras particulares» de nuestra vida; enmendarse cada uno y con mucho antes a sí mismo que al prójimo; cumplir perfectamente los deberes del propio estado; usar en las relaciones con los otros de toda la caridad; prestar los servicios a los hermanos según la voluntad de Dios.
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Que cada uno haga la propia obediencia como exige la dialéctica de los limites, coincidente con el orden del ser; se «coloque» en el justo puesto y mida, según la inteligencia del ser, el ser propio y el de cada ente, medida que le hace captar la verdad «radical» de los varios órdenes de seres: las cosas, como las que son «menos» hombre que él; a Dios, como a Quien es «más», y a los propios semejantes, como a aquellos que son sus «iguales», donde el «menos» no indica un simple «más» que el hombre tiene respecto a la naturaleza ni el «más» propio de Dios una simple cosa «de más» que falta al hombre, sino el uno y el otro un «salto» cualitativo, por el que hay un «intervalo» insuperable entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y Dios. El camino entre el hombre y la naturaleza, como ya se ha dicho, es «interrumpido» por la inteligencia del ser en su infinitud que le impide resolverse en el mundo —y cuando lo intenta se «precipita» en él y se corrompe—; la vía entre el hombre y Dios se halla interrumpida por su finitud de criatura que le amonesta para que no quiera ser Dios, y cuando lo «pretende» se somete a la tentación de la soberbia o al ansia de disolución, Y así no hace su obediencia: por rebelión al ser se lanza a realizar actos, en sentido opuesto, pero con éxito idéntico, «desmesurados» y, en cuanto tales, «estúpidos».


Por lo tanto, la obediencia lo es primeramente al ser en sus formas y en su orden, la cual, siendo lumen el ser mismo, revela a cada hombre que su ser, lo «diverso» de la naturaleza, es «igual» al de cualquier otro hombre, el «semejante» a él, y que él y todo lo creado «son» por el «absolutamente Otro», el Creador, del que sólo el hombre es a imagen y semejanza: triple alteridad por amor en el principio de la dialéctica de los limites. Cumplir cada uno con su propia obediencia significa vivir y existir, aun entre mil caídas, en todo nuestro sentir, pensar, conocer y querer en la presencia interior y operante de este orden, de modo que se resista a la tentación de desconocer la «desigualdad radical» entre la naturaleza y nosotros y la «igualdad radical» entre nosotros y cualquier otro hombre. Esta desigualdad y esta igualdad son los actos primigenios y primarios de la justa colocación del hombre en el mundo, de otro modo desigualdad e igualdad no son nada, ilusiones o engaños de parloteos asambleísticos; son secundarios, en el sentido de que vienen después, las otras relaciones o vínculos que establecemos con las cosas o con nuestros semejantes según éste o aquel valor, que es valor por el ser al que es inherente, y el ser los «porta» a todos ellos como su fundamento. Así, es secundaria, en el sentido de no-primaria pero que, sin embargo, vale en su plenitud si se mantiene en adhesión al ser, la relación padre-hijo, docente-discente, dirigente-dependiente, etcétera, respecto al vínculo primario del ser hombres, iguales por este ser hombres: esta igualdad que funda a las otras, incluso a las desigualdades que sobre tal fundamento no son disminuciones5. Éste, por lo tanto, es el punto justo de colocación de cada existente: de desapego respetuoso hacia la naturaleza, de dignidad amorosa y participación total respecto a sus semejantes, de humildad orante y amor absoluto hacia Dios. Esta obediencia, plena en las tres formas inescindibles de alteridad, coincide con la libertad.


Obediencia y libertad presuponen e incluyen la autoridad, que es tal si es y sabe ser «autorizada», autorización que le impide ser «autoritaria», siendo el autoritarismo propio de quien carece de autoridad intrínseca: donde hay autoridad no hay autoritarismo y donde está éste falta la autoridad o, mejor dicho, aquél está en el «vacio» de autoridad confirmando su ausencia con su presencia; en efecto, está allí sin llenarlo, más bien haciendo desear el retorno de la autoridad verdadera. Quien con el pretexto o la pretensión de combatir el autoritarismo hace demolición del principio de autoridad en nombre de la libertad de la persona odia a una y a otra, es dominado precisamente él por la obsesión de esconder con el autoritarismo, venganza de los incapaces, la usurpación del puesto que ocupa de dislocado, sin la autoridad correspondiente; o la corrupción, por inmoderada ambición o por infantil vanidad o por ansia de poder, de las dotes que poseía y que le hubieran hecho autorizado y, por esto, amigo de la autoridad; en cualquiera que sea de éstos y otros casos, denuncia la pérdida o el rechazo del ser y, con el ser, de la dialéctica de los límites, oscurecimiento de la inteligencia y puesta en acción del método de la reducción de todo a sí mismo, egoidad por odio.


La autoridad está presente en todo, desde la absoluta de Dios a la autoridad propia de cada hombre, quienquiera que él sea y cualquier cosa que haga; todo lo que es signado por la inteligencia tiene por principio la autoridad y por fin la libertad: educar para la primera es educar para la segunda y viceversa; y no sólo el arte, como escribe Schiller en las Cartas sobre la educación, sino toda actividad verdaderamente humana es «hija de la libertad» y, por esto, «recibe su encaminamiento de las exigencias de los espíritus y no de la necesidad de la materia». Sólo la autoridad da la confianza, la certidumbre, la esperanza y la libertad; en efecto, ser autorizados es saber cumplir los deberes del propio estado dentro del propio ser integral y en la síntesis de los varios status sin sustituirse jamás al otro —el igual por su ser hombre— en su status o, más aún, favoreciéndolo en la libertad de ser autorizado, es decir, de saber cumplir los deberes que le corresponden. Pero la autoridad así entendida, intrínsecamente autorizada y que rechaza al autoritarismo, fundamentadora de un clima interior de confianza y de certidumbre reciprocas para una esperanza común cada vez más fundada, se identifica con el servicio (servigio) voluntario y total de cada uno hacia los demás —y el servicio voluntario (servigio) al otro es nuestra perfección y la suya— para el servicio voluntario y absoluto de todos a Dios, cuyo servicio voluntario e incomparable a cada criatura es la ayuda gratuita y preciosísima en orden a su salvación. Tal autoridad, obediente a la dialéctica de los límites, coincide con la alteridad por amor.


Pero voluntad de amor o estar al servicio voluntario —que es negar de raíz el servir (serviré) y el ser servidos, liberar todo servicio (servizio) en el servicio voluntario (servigio) — es reconocer a cada ente en su ser y promoverlo para hacerse el ser que es; es precisamente la justicia, ya que es justicia amar a cada ente por su ser: a mi semejante sobre toda otra cosa o como a mi mismo, y yo no puedo amarme, sino con amor total que no seria amor si con el mismo amor no amase a mi prójimo; y a Dios con amor absoluto, y no me amaría a mi mismo ni a mi semejante, antes bien odiaría a todo y a todos, si no amase a Dios con este amor, que es hacerle justicia. Por consiguiente, la justicia es reproponerse la obediencia, y que cada uno cumpla con la propia; en efecto, ser justos es aceptar, obedecer, según el orden del ser, los propios límites respecto a las cosas, a los otros y a Dios, es decir vivir y existir según el espíritu de inteligencia. De la obediencia a la obediencia discurren por voluntad de amor la autoridad, la libertad, el servicio voluntario, la justicia: itinerario de la inteligencia según la dialéctica de los límites. Se puede partir de una cualquiera de estas perspectivas —de la libertad, de la autoridad, etc.— ya que cada una incluye a las otras: no es parte o etapa separada del camino, sino síntesis de todo el recorrido aun en la distinción de cada punto de vista. Tal es la fuerza de la dialéctica de la implicación y de la copresencia no separada de la de los límites; más aún, es una dialéctica única, la de la integralidad, que culmina en la alteridad por amor, que es por el principio de verdad por el que el hombre es inteligente, cognoscente y sujeto volitivo.


Quien sigue esta dialéctica no se propone, inmaduro, superficial y jactancioso, obrar nada grande, definitivo e infalible, porque, consciente de sus límites y de la infinitud del cometido, se considera «sinceramente incapaz de todo», pero con y por esta consciencia arde a causa del bien de sus semejantes, está siempre preparado y solicito a gastarse todo él mismo por su salud corporal y espiritual, da todo lo que puede «por amor de Dios a quien sirve» con perfecta caridad, «con su grave incomodidad, con su grave dispendio, con todo, en suma, aquel férvido amor, que no busca ni piensa las cosas propias, sino que piensa siempre en las cosas de los otrosí; como puede, pero en el limite de sus posibilidades, vive y existe a imitación de Cristo. Por consiguiente, precisamente esta sincera y activa conciencia de estimarse incapaz de todo, le hace llegar a ser toda vez que se presenta ésta o aquella circunstancia —la primera «en la que sea requerido por el prójimos, ya que para él, cualesquiera que sean, son todas ellas de aceptar y hacer propias, presuponiendo la aceptación de ésta o de aquélla la elección «radical» de aceptarlas todas a medida que se presenten— humildemente más que si mismo, pero dentro del límite de sus capacidades multiplicadas por la voluntad de amor; y él «abraza cosas grandísimas, fatigosísimas, peligrosísimas» y las «acaba» todas con perseverancia como si fueran asumidas «por propia vocación». Por comparación, la filantropía, el pacifismo, el humanitarismo, etc., son míseras coartadas de egoísmos mezquinos, electorales y callejeros, o de altruismos de permuta.


Existir a la altura de la alteridad por amor comporta una responsabilidad permanente y un sacrificio durísimo: entre otros, no sólo el de aceptar que el otro —hijo, hermano, amigo, prójimo— se haga siempre distinto de nosotros a medida que se hace él mismo, sino el de cooperar nosotros con amor a que se haga cada vez más él mismo, diverso de nosotros, que es en cierto modo como si hubiera «muerto»; y tal sacrificio nos viene ordenado por la igualdad radical de ser primariamente hombres. Si, en cambio, negamos la alteridad por amor en la egoidad por odio, pretendemos como doña Ana, la madre que no quiere aceptar la transformación del hijo, de hacerlo vivir fuera de su vida: «Fuera de tu vida te quería hacer vivir*; y, a diferencia de doña Ana, que al fin acepta la alteridad del hijo e incluso su muerte física zambulléndose en el quehacer diario y trivial («nosotros, pobres muertos atareados») porque no sabe rogar, debemos «arrodillar nuestro dolor»s. Sólo así el amor tiene como medida él mismo, que es como decir místicamente con San Bernardo que la medida del amor es ser sin medida.


Tal vez quien así siembra con sudores de sangre no conocerá la cosecha, pero esto forma parte —y a fin de cuentas no es su pasivo— de quien está al servicio voluntario de la siembra o sólo de su preparación; pero, aunque así sea, sólo esto es vivir y existir para nosotros y para los otros en el amor para Dios, sentir, pensar y querer a la vez, en comunión, aun cuando los otros queden lejos o indiferentes u hostiles: debemos aceptar indiferencia y hostilidad sufriendo el suyo y nuestro sufrimiento, «atravesarlas», mediarlas con nuestro ser en comunión con la fe y con la esperanza de vencerlas, victoria de los indiferentes y de los hostiles. Una de las razones, en el fondo ni razonables ni racionales, por la que, como ha sucedido y sucede a muchos, se rechazan los valores o se decreta su muerte es la constatación de que ellos difícilmente se realizan, raramente despiertan y elevan las conciencias y, más aún, son perseguidos y ridiculizados por la gran mayoría; contradicción que viene asumida contradictoriamente como juicio de valor en el mismo momento en que se decreta la muerte de todos. Así se llega a la negación de lo suprasensible como tal y, con él, también a la de lo sensible vaciado de todo valor él mismo; y al hombre le queda la nada que anula también a su ser. Negar los valores porque no son seguidos es ya asumirlos como disvalores o no-valores, ya que se hace depender su validez solamente de la extrinsicidad de ser más o menos seguidos, del séquito que frecuentemente se añade a las cosas fútiles y pasajeras, sin valor intrínseco. Es cierto que, humanamente, el sufrimiento de la incomprensión de los valores es lacerante y es propio también de quien, no obstante todo, está decidido a la siembra; que mantenga firme la decisión, dando por descontada la «eventualidad» de que la cosecha podría no llegar; pero, precisamente, porque es una eventualidad y no un ctieropo» del valor, la cosecha resulta abundante, aunque condensada en un solo hombre, sal de la tierra, fermento e inquietud de la humanidad, nuevo sembrador generoso. El cálculo de los «muchos» o de «todos» no afecta intrínsecamente al valor: la potencia del número entendida como mero «peso» para afirmar una «opinión» «persuadiendo» es un problema de poder, político en el sentido deteriorado, extraño a la verdad y a la caridad.


Frecuentemente nos olvidamos que la bola de nieve no se ensucia porque al comienzo de la primavera se disuelve candida entre las flores recientes: aun los valores más altos difícilmente conocen el verano de los frutos abundantes, pero hay en cada verano algún fruto sabroso por aquella agua viva, aunque todos competimos por ensuciarla.


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