Cualquiera de los que me estáis escuchando se encuentra realmente más capacitado para acercarse a un texto que, de alguna manera, intente abordar una posible descripción de su obra.
Vosotros, que seguís con atención mis palabras, intentando acomodar las sensaciones que ha generado la lectura apasionada de sus novelas con mis propias sensaciones, sabéis perfectamente que el empeño es estéril y particularmente insultante, porque dichas sensaciones nunca serán coincidentes, y en el mejor de los casos, las mías, tan sólo equivocadas.
Lo normal es que penséis que son estupideces propias de una persona con escasa formación, que exhibe de manera bochornosa una lectura apresurada y parcial de un autor realmente importante, que os fascina y apasiona, diferente a todos, por su brutalidad sincera y su ironía sangrante.
La lectura de Palahniuk, como leer a Bukowski, a Miller, a Céline, o a Gomez de la Serna, te identifica con él, te convierte en su cómplice, en su compañero.
El resto de los lectores de Palahniuk no pueden entenderle, no pueden ni acercarse a esa esencia de la crueldad consciente y abusiva que destilan sus páginas. Un tipo como Palahniuk escribe, como mucho, para una o dos personas, seres extravagantes y únicos, más allá de esta sala y del Arco Iris, donde habitan los monstruos, y toda esta gente, apoltronada en el taburetillo de la FNAC, evidentemente, no le entiende, y mucho menos, el gordo de las gafas que esta sentado aquí delante.
Tailor Durden soy yo, pensáis, no ese patán gordo y gafapastoso que me mira fijamente, como un faisán sobrealimentado.
Yo sí que sé cómo piensa ese tipo de Portland, aunque nunca haya estado allí. Siento lo que él siente, vivo lo que él vive. Esa es la esencia, precisamente, de la fuerza de Palahniuk. Su truco, su cebo.
Sus novelas nos empujan más a sentir que a pensar, y de ahí, nos sacan de nuestras casillas y nos obligan a actuar, a comprometernos con sus ideas, con su violenta e incómoda manera de entender el mundo. Esa cosmovisión es exclusiva y está diseñada sólo para mí.
No necesito a ningún gordo peliculero que me agobie con su presentación de mierda, pensáis, y debéis hacerlo, hacéis bien, queridos oyentes de charla en la FNAC, porque si no es así, no habéis entendido ni una maldita palabra de la obra salvaje e inabarcable de este autor poderoso y angustiosamente libre.
Por otro lado, y ahondando en la desagradable complicidad que genera compromiso en Palahniuk, tengo todo el derecho, yo, peliculero con problemas de obesidad y desmedida soberbia, pero sobre todo el deber, de presentarle hoy, aquí y ahora, para agravio y principalmente, escarnio propios.
Ninguno de nosotros da la sensación de ser demasiado real. Estoy hablando por boca de uno de los personajes de la novela. La realidad no es cosa segura en la obra de Palahniuk. Pero no por un cabeceo peligroso hacia la ficción, como le achacan algunos. No. Palahniuk desconfía de la realidad porque la conoce, y sabe que es una mala pécora, traidora y liante. Por eso puedo decir que me dirijo realmente a vosotros, oyentes.
Disculpad la confianza y que no os trate de usted. Espero que no os ofendáis, y que si lo hacéis, tenga, por favor, consecuencias.
A esta distancia, y sobre esta tarima, puedo deciros que parecéis figuración, esa gente pagada por la FNAC para que este acto sea un éxito. Figuración mezclada con jubilación, y no precisamente de la jubilosa, sino de la adherida a la valla amarilla, la que observa y juzga cómo va la obra, la que se alimenta de juicios, de opiniones, la que dice "me gusta" y "no me gusta", permaneciendo estática, y nunca actúa.
Nunca actúa en su infinita miseria, porque sabe que actuar es el principio del fin. Si actúas es que estás viviendo, y por lo tanto, puedes morir. Es mucho mejor y más cómodo, estar muerto de antemano.
Ahora mismo valoráis mis palabras, y os hacéis muchas preguntas: ¿Se ha vuelto loco? Merece la pena golpearle, o sigo sentado tranquilamente? ¿Se callará de una vez? No habíamos venido a ver a Chuck? ¿Qué habrá hecho mi madre de cenar?
Tras estas palabras, quiero sentir vuestro odio. Quiero saber que las novelas de Palahniuk no son mero entretenimiento para todos vosotros, no son un juego de palabras, un name-dropping, como el mismo lo llama, que la lucha no es un juego, que estáis dispuestos a pegaros por defender con fuerza vuestro amor por Palahniuk, y que estáis deseando romperle la nariz al autor, al comentarista, que soy yo, y sobre todo, al encargado de programar esta sala de conferencias de la FNAC, que en este mismo instante se arrepiente de haberme llamado, de estar aquí, y de no formar parte de la audiencia jubilada.
Si, amigos, reivindiquemos la lucha contra la tontería, la pelea a puñetazos contra el muermo de estar sentados y escuchar, y pasemos a la acción. Acabad con el comentarista.
Eso busca, pretende y consigue Palahniuk. Sacarnos de nuestras casillas, enfurecernos. Y Dios le bendiga, porque desde hacía mucho tiempo, nadie había conseguido hacerlo.
Vivir es una enfermedad, y la única manera de curarse es ponerse en pelotas, al desnudo, hacer el ridículo, zambullirse en el caos como si fuese una piscina vacía, y dejarte los dientes en los baldosines azules. Y sonreír, mientras tus piños decoran tu chaqueta.
No somos más que personajes secundarios en la vida de los demás, asegura Hazie Coogan, la asistenta de Katherine Kenton, pobre vejestorio relleno, como un bombón, de drogas y maquillaje, protagonista de la novela "al desnudo".
Hazie miente, porque ella en realidad es la protagonista. En griego protagonista significa "el que más sufre", y ella en la novela, sin duda, se lleva la palma.
Hazie miente, como miente siempre Lillian Hellman, otro de los personajes de la novela. Una lista de los cojones casada con un enorme novelista, mentirosa y pesada profesional, transformando una y otra vez la realidad para que se adapte a su propia ficción.
Katherine Kenton ha tenido mil novios, diez mil amantes, actores, senadores, gays, senadores gays, todos decepcionantes en su infinita vulgaridad. pero detrás está Hazie, para sacarla de sus apuros. Como Gloria Swanson en Sunset Boulevard, Katherine vive gracias a su asistenta, un Stroheim bondadoso con una base de datos que te apabulla. Sabe todo, de todos y de todo. Hazie es el mismo Palahniuk, que coge estos personajes como excusa para hablar de lo que a él le interesa.
¿Y qué le interesa?
La degradación, la enfermedad y la muerte, y el ridículo que hacemos al negarla, al no saber hacerla frente. Sólo los que en su infinita miseria son capaces de mirar al dolor a la cara, sobreviven, y encuentran, por sorprendente que pueda parecer, un atisbo de dignidad. Sólo ellos consiguen no ser arrastrados por el name-dropping, angustioso y delirante que inunda la novela, una tempestad de nombres y personas incontrolable, pero desplegado con una soberbia paciencia, masticado uno a uno con delectación, saboreado en su podredumbre.
Nadie es real, todos somos nombres esparcidos en vuestra memoria, pasto de las Lillian Hellman del mundo, digeridos por el estómago absurdo de un Dios tremendamente cruel.
Disfrutad de encontraros desnudos frente a un autor que trasciende esta novela, y el mismo ejercicio de la literatura, para darnos una auténtica lección de vida. No podemos ser pasto de la enfermedad, no debemos convertirnos en nombres de una historia falsa contada por un idiota en una cena. Contemos nuestra historia, dice, Palahniuk, sin preocuparnos de si es realista o no, si se ajusta a lo que los demás quieren escuchar.
El tiempo de hoy anuncia furia parcial con ataques ocasionales de rabia, dice. Que suenen nuestras mentiras como truenos, para acallar la maldita verborrea musical de nombres sin sentido, el name-dropping, esa lluvia incesante de personas muy serias que nos venden su mentira como una autentica realidad, encharcando nuestros cerebros con su húmeda estulticia.
Como la protagonista de la novela, que no es la actriz, sino su simulacro, debemos lavarnos las manos y frotarnos con calma, con cuidado de sacarnos y rasparnos las palabras "pena" y "tragedia" que se nos han quedado remetidas entre las uñas.