Capitulo III
Seguir leyendo...1. La ofensiva contra la "Oposición" moral.
Como hemos dicho, la pérdida de la inteligencia del ser empuja al nihilismo, demonio que devora al Occidentalismo: nihilismo ontológico y nominalismo gnoseológico, estético, etcétera. En el lenguaje corriente, «formaliza» ya significa solamente reducir a mera formalidad, perdido el sentido de forma o esencia o acto; incluso lo empírico, que sin embargo ponía la exigencia de lo particular, es anonadado. Por un lado, como ya se ha dicho, la reificación de todo respecto a los fines del consumo; por otro, la res sin ser, un «nombre de nada» (niente); hasta el hombre y los valores son retificados en este sentido sin sentido. Pero sólo así se puede condenar el pensamiento a callar, a apagarse; y la tecnocracia, al abrigo respecto de Sócrates e incluso de Gorgias, puede ordenar la producción de objetos culturales inocuos o aparentemente «escandalosos», y «críticos» bajo mandato, de modo que se «tranquilicen» cuantas conciencias resisten todavía a la oleada: ni discursos, ni problemas, ni preguntas que no sean en tomo al discurso sobre la producción y el consumo; burla de todos los valores hasta el decreto de destierro y dogmatismo sobre la absoluta validez del cálculo cuantitativo para fines prácticos escrupulosamente asépticos. Este tiro al blanco contra la inteligencia abarca también la zona del sentimiento, todos los sentimientos enemigos de la egoidad por odio, en primera línea el sentimiento moral y el religioso, que hay que «desmitizar» y terrestrizar hasta la total corrupción: la lógica del totalitarismo autoritario tecnocrático se preñja construir, vaciándolo de lo humano, al hombre-cosa calculadora «cerrada» al ser y a la verdad, corrompido en los sentimientos y en la fantasía, de modo que el sentido moral, religioso, poético y artístico, no se comprenda y no se pierda tiempo detrás de prejuicios: ésta es la gran promesa del «óptimum de felicidad» mientras a la nueva y calcinadísima Babel no se le haya hecho hundirse.
Como hemos dicho, la pérdida de la inteligencia del ser empuja al nihilismo, demonio que devora al Occidentalismo: nihilismo ontológico y nominalismo gnoseológico, estético, etcétera. En el lenguaje corriente, «formaliza» ya significa solamente reducir a mera formalidad, perdido el sentido de forma o esencia o acto; incluso lo empírico, que sin embargo ponía la exigencia de lo particular, es anonadado. Por un lado, como ya se ha dicho, la reificación de todo respecto a los fines del consumo; por otro, la res sin ser, un «nombre de nada» (niente); hasta el hombre y los valores son retificados en este sentido sin sentido. Pero sólo así se puede condenar el pensamiento a callar, a apagarse; y la tecnocracia, al abrigo respecto de Sócrates e incluso de Gorgias, puede ordenar la producción de objetos culturales inocuos o aparentemente «escandalosos», y «críticos» bajo mandato, de modo que se «tranquilicen» cuantas conciencias resisten todavía a la oleada: ni discursos, ni problemas, ni preguntas que no sean en tomo al discurso sobre la producción y el consumo; burla de todos los valores hasta el decreto de destierro y dogmatismo sobre la absoluta validez del cálculo cuantitativo para fines prácticos escrupulosamente asépticos. Este tiro al blanco contra la inteligencia abarca también la zona del sentimiento, todos los sentimientos enemigos de la egoidad por odio, en primera línea el sentimiento moral y el religioso, que hay que «desmitizar» y terrestrizar hasta la total corrupción: la lógica del totalitarismo autoritario tecnocrático se preñja construir, vaciándolo de lo humano, al hombre-cosa calculadora «cerrada» al ser y a la verdad, corrompido en los sentimientos y en la fantasía, de modo que el sentido moral, religioso, poético y artístico, no se comprenda y no se pierda tiempo detrás de prejuicios: ésta es la gran promesa del «óptimum de felicidad» mientras a la nueva y calcinadísima Babel no se le haya hecho hundirse.
Las ideologías modernas, desde el iluminismo en adelante, excepto aquellas casi inoperantes históricamente que lo reproponen cual es, niegan el principio metafísico-teológico, fundamento del orden moral objetivo, de donde su convergencia en el rechazo de los valores morales: existe, sola, la vida y la satisfacción de las necesidades vitales en que reside la felicidad terrestre del hombre, fin de la llamada moral. De ello se sigue la anonimía o la pérdida del ser de la persona que lleva consigo la anomía o pérdida del vóuoc, en el sentido de «ley» y de «costumbre reconocida» como respetuosa de la ley y a ella correspondiente. De aquí, perdido el principio y el orden moral objetivo, la moral «libertina» propia de una libertad en franquicia, pero sin peso; la voluntad al abrigo de las heridas, pero otra zona del espíritu se hace gris; la felicidad al alcance de todos para el libre despliegue de la vida, pero ya infelizmente encaminada a concentrarse en la felicidad sexual. Con otras palabras la esterilización de las bacterias morales se lleva a cabo con la promesa de la felicidad terrena, de la que es preciso ocuparse no para ordenarla según el asentimiento al ser y a los principios de la moral y por consiguiente respecto a los fines de la purificación del mal, sino para el «libre» goce de todo lo que a cada uno agrada. Sin embargo, los sentimientos morales no pueden corromperse sin esterilizar el humus: una planta buena y vigorosa sólo crece en terreno adecuado; una planta mala, también en uno malo. Esto ha hecho necesaria a todos los niveles la operación «pérdida de la conciencia moral» o de la capacidad de distinguir el bien del mal, unida a la persuasión de que bien es lo que agrada y agrada todo lo que satisface instintos y deseos cualesquiera que sean: en tal satisfacción, la «liberación», si toda la libertad coincide con el «libre» despliegue de la espontaneidad, que es precisamente la felicidad. Si hay un mal es la virtud, si hay una obscenidad de que avergonzarse es la honestidad y la pureza de las intenciones y de la conducta, complejos de inferioridad debidos a la «represión» y de los que es preciso liberarse: es la «moral», repetimos todavía, del marqués de Sade, coherencia de la iluminística y alma de la actual sociedad tecnológica.
Todas las civilizaciones corrompidas y en vías de descomposición (Helenismo, Romanismo, etc.) son hedonísticas en sentido orgiástico, mágico, pseudo-profético y pseudo-mistico; el placer como orgia, magia, visión, evasión estática; la contemplación al revés: «estar para no ver», oscurecimiento total de la inteligencia y también de la razón por exceso de «cerebralismo» . Y la orgía y la pornografía, el erotismo, son construcciones cerebrales, desencadenamiento de la imaginación para la conquista de un placer construido y artificial, complicado e inédito por la visión aberrante de paraísos desconocidos. Tal cerebralismo se ejercita en repetir mecánicamente lo «primitivo», no por amor de recuperación o por nostalgia de una «inocencia» perdida o de la naturaleza espontánea, adulterada por la civilización, sino por exceso de corrupción: lo primitivo separado de lo «originario», y por eso no ya «ontológico», sino meramente «óntico», revuelto en la trivialidad de lo orgiástico y de lo puramente erótico, sin tener ya el signo natural, moral y religioso que originariamente le daba el significado propio y lo hacia lo opuesto de la orgía y del erotismo; «desmoralización» y desacralización del ser o de la verdad de lo auténticamente primitivo en la «repetición» motivada no por el «porque vale», sino por el «porque agrada» en su materialidad. Por esto no recuperación del estadio primitivo de la conciencia moral por la pureza que le era propia —y esto vale para cualquier otro estadio—, sino voluntad de corrupción de este y de cualquier estadio, en la pérdida o en el desconocimiento del principio moral que está presente en todo estadio entendido como momento revelativo de él. El «retorno» a lo primitivo a través del libre despliegue de la espontaneidad de la vida para reinsertar la civilización en la naturaleza es un malicioso pretexto de conciencias corrompidas, que tiene uno de sus maestros en Rousseau.
Este hedonismo como satisfacción de todos los deseos, instintos y pasiones, que ha ido creciendo desde el siglo XVIII y durante todo el XIX, ha estallado con la sociedad del bienestar : su disfrute es objeto de propaganda en las sociedades todavía «no desarrolladas», como la gran «esperanza» de felicidad por realizar y que el Occidentalismo ayudará a administrar. Su potenciamiento hace a la tecnocracia un doble servicio: la expansión de la producción y el oscurecimiento de la conciencia moral, enemiga peligrosa de la felicidad puramente terrestre, unido a la debilitación de aquellas resistencias intelectuales y espirituales que todavía se oponen a su incondicionado dominio; por eso una buena dosis de drogas para todos es un «bien» que hay que perseguir. Así, una vez mas, el progreso técnico y el bienestar, potenciales condiciones de perfección espiritual, son utilizados como instrumentos de corrupción, es decir, puestos por la estupidez que no ve y niega, reduce y odia, como fines de si mismos; de aquí también su corrupción. De aquí el cometido, casi un deber público, de educarse y de educar para el placer, para la deshonestidad, para la ambición desenfrenada, para la violencia, etc.; para el derecho inmotivado a todos los goces, sin que haya puesto ya para palabras como «pudor, virtud», «deber», «renuncia», «amor», en el sentido propio de los términos: su pérdida es considerada «irreversible», el usarlas se tolera sólo en anacronisticos «matusas» o en pobres «neuróticos». Y no pocos católicos ven en este progreso un buen signo del avance de la caridad cristiana, finalmente desmitificada. Desde luego: las virtudes no favorecen ni los deshagos ni los consumos y, por consiguiente, se oponen a la felicidad y dañan al incremento de la producción: ¿es caritativo hacer infelices y provocar una recesión económica por aquellos pobres diablos del pudor, la tímida esquivez y la acomplejada abstinencia, agrias gatitas muertas?
Naturalmente —noblesse obliga—, la operación es conducida a nivel técnico y científico, a la altura de «expertos», sobre todo en lo que atañe al «amor» sexual, confiado al vértice de los escritores «comprometidos», con no avaras bendiciones de curas y frailes: movilizadas en masa la pseudociencia, la pseudoliteratura y la pseudorreligión con el macizo apoyo de rotativos, filmes, documentales, condes, etc., que son los ejércitos tecnológicos. En todas las épocas de corrupción, junto a la arrogancia de poder hacerlo todo contra todo derecho, la soberanía corresponde al sexo; ella impone que el amor como acto natural y de sentimiento sea puesto en berlina y con él también la familia: sólo existe el placer, que, como tal, nunca es vicio ni enfermedad; es siempre salud, porque, satisfecho, da el goce sosegante y liberador. El sexo, que procede de la creación, y en este sentido tiene algo sagrado al igual que la vida, cuando enloquece y, sobre todo, se corrompe, parece irrumpir desde los lugares oscuros de la devastación y de la catástrofe, romper hasta el punto de cegar y de parecer él la luz y la plenitud de la felicidad.
De aquí la promoción de todos los incentivos a la invasión del erotismo y de la pornografía, etiquetados como sexualidad; y la malicia en mantener en la oscuridad —logradísimo «oscurantismo»— que no voypaso? es el pintor o el escritor de cosas obscenas, de nópvoi o sodomitas y de nópvat o rameras, y significa a la vez «fornicación», «adulterio» e «incesto», pero también, en sentido figurado, en el griego neotestamentario, «idolatría» o adoración de lo pornográfico, el fetiche (facticius) que da el «divino» placer. Elevar el erotismo y la pornografía a la sexualidad, es perseguir con consciente malicia la corrupción de esta última, hacer públicos no sólo los actos sexuales —cuya característica es la intimidad— sino también los vicios, las anomalías, las perversiones, invadir el mercado de falso oro, de suerte que el oro sea desechado en nombre de una «tolerancia» que cualifica ciertas casas, embalaje «liberal» de mercancía equívoca para el proselitismo del vicio. Modo también éste —como el capitalista, marcado por Marx, de disimular con la religión el orden público, etc., sus ganancias por explotación del trabajo ajeno— de disimular con la libertad y la tolerancia conspicuos negocios; pero Marx la emprende también con la religión, la moral, etc., implicando en los delitos de los hombres también los principios, y por esto se encuentra teniendo como legítimos herederos a los neomarxistas, más o menos freudianos, nuevos negociantes a expensas de la libertad entendida como «todo está permitido» desde niños.
No comprimir ni reprimir los instintos y el inconsciente, dejarlos a su espontaneidad, para no crear inhibiciones peligrosas y no acumular en el fondo fango explosivo, puede ser una terapia, aunque no milagrera, que tiene sus ventajas individuales y sociales, a condición de que esté preparado el orden moral según el cual, a medida que son liberados, son orientados, guiados y educados, de forma que la operación ayude a la salud del hombre en su integralidad de cuerpo y espíritu. Pero si se desencadenan el inconsciente y los instintos o, mejor dicho, se provocan y se excitan a propósito y artificialmente, de modo que se produzca la «exacerbación cerebral», y se deja correr la naturaleza espontánea, «liberada», según soplen los odres abiertos sin el control de la libertad, que no es si no es según la ley moral, el hombre es arrojado fuera del subterráneo de sus inhibiciones y del inconsciente y aprisionado en la «dulce» jaula de la corrupción, sin luz de conciencia moral. Por eso el problema no consiste en comprimir los instintos o disimular el vicio «privado» con el decoro «público», ni en «poner en público» todos los vicios privados —la hipocresía interesada del primer caso vale la desvergüenza no menos interesada del segundo— sino en «liberarse de», de lo cual es maestra la libertad según el orden del ser, el mismo de la inteligencia y coincidente con el principio objetivo de la moral; consiste en la educación sexual, en el caso del sexo, no separada de una educación moral vigorizada y aligerada de la pesadez de prejuicios consuetudinarios, de sermones y de censuras. Pero en época de corrupción, cuyo punto de mira es la pérdida del sentido moral y la derrota de todas las virtudes con la reducción de la moral misma a la pura costumbre y a las costumbres de toda época, revueltas y repetidas como si no hubieran sido jamás expresiones o revelaciones de los principios o contrarias a ellos y, por tanto, moralmente evaluables precisamente por esta medida inmutable; en una época semejante, digo, con el reclutamiento de domesticados sociólogos, psicólogos, pedagogos y otros agregados a la fábrica, urge «persuadir» de lo contrario: que la moral es la esclavitud de los «tabúes», la «Justine» o «les malheurs de la vertu», la infelicidad, mientras que el desahogo de los instintos, cualesquiera que sea y como mejor y más agrade, es la inapreciable «Juliette» o «les délices de l'Amour», la felicidad, que concluye un «pacto» con el ministro Saint-Foud, el maestro que la instruye acerca de su «sistema político».
Sentado esto, también el Iluminismo, Marx y Freud, expresiones del Occidentalismo, son trastornados por la nueva base de corrupción que se reconoce en De Sade. La lucha misma entre burguesía y proletariado está subordinada a la lucha entre «moral represiva» y «libertad del sexo» para la felicidad sexual: la socialística «invención de la felicidad», ironizada por Nietzsche, se ha casi trocado por la invención de la felicidad sexual, panacea que sanará definitivamente del espíritu autoritario —institución represiva por esencia, la familia, cuya conservación no es «sociológicamente» autorizada por nada—; liberará a los hombres de la neurosis, llenándolos de iniciativas; los liberará de las tendencias militaristas y agresivas, promoverá el internacionalismo, realizando la Organización mundial y la paz perpetua. En esta concepción ha saltado —y no podía dejar de saltar una vez historizados y naturalizados el principio y el fin de la historia— la concepción marxista de la historia misma como fundamento de los valores y la realización del Absoluto al final del proceso histórico (Marx es un hegeliano); ha saltado la tesis de Stalin y del stalinismo, que ve en la libertad sexual un fenómeno despreciable de la «burguesía decadente» y de la «alienación capitalista» —y el comunismo occidentalístico se ha asociado hoy a la condena de la «moral represiva», mientras vuelve a la actualidad para los fines de la disolución de la moral la tesis de Trotzki y de Lenin de que no hay límites morales, cualesquiera que sean, para la acción revolucionaria—; ha saltado el mismo Freud, que no teoriza ni propone el Ubre desahogo de la sexualidad, sino sólo la toma de conciencia de los deseos sexuales reprimidos para quitar la inhibición, pero también para controlarlos.
La mezcla de hoy, técnica y científicamente reunida, es simplista y maliciosísima a la vez: no hay fines superiores ni valores morales, y el hombre no es más que. un conjunto de necesidades físicas; entre ellas, la libre satisfacción sexual es la más importante respecto a los fines de su salud psíquica, de su felicidad y de la paz social y universal; pero tal satisfacción es posible en caso de que se eliminen la «moral represivas y las instituciones autoritarias que la imponen. Por consiguiente, es posible la felicidad, y no se tenga en cuenta el rédito de sentimientos que producen los sacrificios ni la auténtica y sólida felicidad que frecuentemente dan. Por lo tanto: la abstinencia, la fidelidad, el pudor, etc., no son valores, sino «tabú»; la desnudez es alentada, al igual que la publicidad de todos los actos sexuales; las uniones homosexuales o lésbicas son licitas; cualquier interferencia religiosa es intolerable5; una alcoba tranquila y confortable y anticonceptivos al alcance de la mano bastan para la felicidad de una pareja. No hay sociedad «democrática» sin la completa libertad sexual, cuya represión hace infelices y destruye la vida. Los países más preparados para la explosión de esta corrupción eran los tecnológicamente más avanzados y gobernados por la tecnocracia, los del más avanzado socialismo tecnocrático o neocapitalismo socialista; de aquí la nueva «moral sueca» y la nueva «moral americana».
Es cierto: todos los valores pueden hacerse «tabú», y se hacen en cada hombre o sociedad todas las veces que dejan de ser vida interior, orden objetivo sobre el que fundar la conducta, la confianza y la esperanza; casi una piedra sobre la conciencia, un obstáculo intocable respecto al cual el hombre se siente extraño y enemigo, y, sin embargo, sometido por superstición. En tal caso, no se trata de liberarse de ellos, sino de reconquistarlos como vida interior, liberándolos de lo viejo y caduco; de hacer que dejen de ser «tabú», estrechándolos dentro de nosotros, cual alimento para nuestra vida integral, y transformándolos de obstáculos o impedimentos inhibitorios en agua viva y fresca para los canales de nuestra purificación. No es el valor, cualquiera que sea, el que es «tabú»; somos nosotros quienes lo convertimos en tal, haciéndonos extraños a él, no renovándolo en formas nuevas, perdiendo su significado, no tocándolo porque nos resulta cómodo «conservarlo» distante de nosotros; somos nosotros los que nos hacemos momias, no el valor, que nos apremia a hacernos nuevamente «vivos». Pero, cuando los hombres mueren a los valores, en vez de poner en una fosa la carroña de su mala conciencia para renacer a la conciencia, encienden las hogueras y se divierten en torno, felices de haberse liberado de los «tabúes», de los viejos «monigotes» malditos de la moral y de la religión; y los fuegos fatuos de la estupidez se prolongan en la cuaresma de la inteligencia.
Las censuras, los sermones y los prejuicios consuetudinarios son frecuentemente responsables de la incomunicabilidad entre conciencia y valores morales por «ruptura» provocada; de aquí que precisamente estos valores, que deberían ser los filtros para la purificación de los instintos, devienen su impedimento y provocan su acumulación, de donde la incubación de un odio sordo hacia ellos. El comportamiento «aparece» irreprensible y «más allá de toda sospecha», ¡pero dentro, y cuando los otros no ven... Cierta concepción del sexo y la exagerada importancia que en el mundo católico y cristiano en general se ha dado en el pasado, en menoscabo de otros, a los llamados «pecados mortales» a él unidos y frecuente y simplemente a cierta costumbre, en vez de moralizar interiormente, han dado lugar a ciertas formas «espirituales» y «puritanas» que pueden calificarse de indecoroso «decoro» exterior y de «pornografía interior», que no ha perdido la oportunidad, con el avance del Occidentalismo, de mostrarse en público. Y como aquel moralismo no tenia ninguna intrínseca fuerza moral, hoy, por la misma coherencia que lo hacía de manga estrecha, cree defenderse y poner diques haciéndose tolerante y de manga ancha, en vez de testimoniar una verdadera vida moral; como antes colaboraba con la moralística hipocresía burguesa, hoy colabora con el desbordante descaro de la sociedad del bienestar para acaparar el derecho a la tajada.
Pero asi se favorece la operación «inserción del vicio y de las anomalías en la sociedad», de modo que se provoca, como hemos dicho, su «imitación social», haciendo de ellos una mercancía de amplio consumo para una nueva industria y una defensa de la tecnocracia respecto de la oposición moral. Desgraciadamente, los gastos los paga esta última y no cierta sociedad responsable de considerar más inmoral una falda corta que la usura, un beso en público que la explotación del trabajo; de condenar a muerte civil a una madre-soltera y de guiñar el ojo a los espasmos amorosos de las «señoras»; de marcar con el desprecio a la prostituta o al invertido y de exaltar el enriquecimiento de personajes indiscutibles sólo por enriquecidos, etc., echando siempre al ruedo esta o aquella pobre y maltratada virtud. Pero una cosa es exigir cuidados amorosos y ayuda para los que caen —y caemos todos— y para los anormales, y otra llevar a las candilejas, para el aplauso, todas las caídas y anomalías; una cosa es 1» condena, por fines morales, del moralismo hipócrita y conservador por intereses laxistas y materiales, y otra la persecución de todas las virtudes para exaltar toda forma de vicio e incluso de enfermedades sexuales, por intereses todavía más materiales y con el fin de disgregar todas las instituciones sociales, vendiendo además esta mercancía como la obra maestra de la sociedad finalmente «democrática». Se critica el triunfalismo «burgués» y se le opone su gemelo, el triunfalismo amoral de todos los vicios, como liberación del hombre e igualdad en el sentido meramente aritmético: a la desmesura burguesa de los «buenos sólo somos nosotros» se opone la desmesura colectivizada de los «sinceros y libres sólo somos nosotros» que ponemos en público todos los vicios —como si el vicio se hiciera virtud pasando de «privado» a «públicos—, no nos avergonzamos de ninguna vergüenza y ensalzamos sus beneméritas cualidades sociales. Son dos formas —una el progreso de la otra— de «razón ética» funcional, que se oponen a la «inteligencia moral» creativa.
De esta corrupción, que es un elemento esencial del Occidentalismo, somos todos más o menos responsables: el modelo ideal que él ha sabido proponer al mundo desde el siglo XVIII en adelante, aparte los sermones y la sordidez hacia los pocos que pensando han dicho y testimoniado, es sólo el de la felicidad mundana a través del bienestar, de la «ciudad mundana», «Políticos» e «intelectuales» se han preocupado de elevar a mito, «desmitizando» lo demás, la cultura técnica y científica para la eficiencia de la industria, y de trocar por «humanismo» un mundo inhumano. Todas las abdicaciones han sido consumadas ante el dinero, ante la carrera, el éxito, el «prestigio» sólo conferido por las adquisiciones y por los consumos, ante los placeres más toscos o refinados, la pacotilla de fingidos valores; todo ha sido dado a la sociedad, y a los jóvenes en particular, desde la moto a los consejos de astucia para la escalada social, menos una educación moral tanto más necesaria precisamente por la irrupción del bienestar; menos una gula amorosa y segura entre tanta «protección» de conforts. Y así se ha creado el «vacío» de los valores, según el programa «racional» que la tecnocracia va perfeccionando desde hace casi dos siglos, vacío artificiosamente llenado por valores aparentes y falsos, habiendo dado por descontada y «utilizable» la confusa rebelión juvenil o de viejos que se disfrazan de jóvenes. Se tocan los timbres de alarma por la devastación de la naturaleza y de las conciencias, por lo demás prevista e igualmente perseguida con fingida ignorancia; pero se sabe anticipadamente que o son autorizados para tranquilizar los ánimos con proyectos de reparación de los estragos, o sofocados por el silenciador, de modo que la avidez y la especulación puedan continuar la obra destructora, que puede llegar al punto de irreparabilidad, es decir, al momento en que, para reparar un estrago, se hagan dos. Por lo demás, es sabido que la estupidez, como lo que está privado de medida, desencadena los excesos y la insensatez; y los «obsesos», como serpiertes en un foso, se devoran unos a otros.
Todas las civilizaciones corrompidas y en vías de descomposición (Helenismo, Romanismo, etc.) son hedonísticas en sentido orgiástico, mágico, pseudo-profético y pseudo-mistico; el placer como orgia, magia, visión, evasión estática; la contemplación al revés: «estar para no ver», oscurecimiento total de la inteligencia y también de la razón por exceso de «cerebralismo» . Y la orgía y la pornografía, el erotismo, son construcciones cerebrales, desencadenamiento de la imaginación para la conquista de un placer construido y artificial, complicado e inédito por la visión aberrante de paraísos desconocidos. Tal cerebralismo se ejercita en repetir mecánicamente lo «primitivo», no por amor de recuperación o por nostalgia de una «inocencia» perdida o de la naturaleza espontánea, adulterada por la civilización, sino por exceso de corrupción: lo primitivo separado de lo «originario», y por eso no ya «ontológico», sino meramente «óntico», revuelto en la trivialidad de lo orgiástico y de lo puramente erótico, sin tener ya el signo natural, moral y religioso que originariamente le daba el significado propio y lo hacia lo opuesto de la orgía y del erotismo; «desmoralización» y desacralización del ser o de la verdad de lo auténticamente primitivo en la «repetición» motivada no por el «porque vale», sino por el «porque agrada» en su materialidad. Por esto no recuperación del estadio primitivo de la conciencia moral por la pureza que le era propia —y esto vale para cualquier otro estadio—, sino voluntad de corrupción de este y de cualquier estadio, en la pérdida o en el desconocimiento del principio moral que está presente en todo estadio entendido como momento revelativo de él. El «retorno» a lo primitivo a través del libre despliegue de la espontaneidad de la vida para reinsertar la civilización en la naturaleza es un malicioso pretexto de conciencias corrompidas, que tiene uno de sus maestros en Rousseau.
Este hedonismo como satisfacción de todos los deseos, instintos y pasiones, que ha ido creciendo desde el siglo XVIII y durante todo el XIX, ha estallado con la sociedad del bienestar : su disfrute es objeto de propaganda en las sociedades todavía «no desarrolladas», como la gran «esperanza» de felicidad por realizar y que el Occidentalismo ayudará a administrar. Su potenciamiento hace a la tecnocracia un doble servicio: la expansión de la producción y el oscurecimiento de la conciencia moral, enemiga peligrosa de la felicidad puramente terrestre, unido a la debilitación de aquellas resistencias intelectuales y espirituales que todavía se oponen a su incondicionado dominio; por eso una buena dosis de drogas para todos es un «bien» que hay que perseguir. Así, una vez mas, el progreso técnico y el bienestar, potenciales condiciones de perfección espiritual, son utilizados como instrumentos de corrupción, es decir, puestos por la estupidez que no ve y niega, reduce y odia, como fines de si mismos; de aquí también su corrupción. De aquí el cometido, casi un deber público, de educarse y de educar para el placer, para la deshonestidad, para la ambición desenfrenada, para la violencia, etc.; para el derecho inmotivado a todos los goces, sin que haya puesto ya para palabras como «pudor, virtud», «deber», «renuncia», «amor», en el sentido propio de los términos: su pérdida es considerada «irreversible», el usarlas se tolera sólo en anacronisticos «matusas» o en pobres «neuróticos». Y no pocos católicos ven en este progreso un buen signo del avance de la caridad cristiana, finalmente desmitificada. Desde luego: las virtudes no favorecen ni los deshagos ni los consumos y, por consiguiente, se oponen a la felicidad y dañan al incremento de la producción: ¿es caritativo hacer infelices y provocar una recesión económica por aquellos pobres diablos del pudor, la tímida esquivez y la acomplejada abstinencia, agrias gatitas muertas?
Naturalmente —noblesse obliga—, la operación es conducida a nivel técnico y científico, a la altura de «expertos», sobre todo en lo que atañe al «amor» sexual, confiado al vértice de los escritores «comprometidos», con no avaras bendiciones de curas y frailes: movilizadas en masa la pseudociencia, la pseudoliteratura y la pseudorreligión con el macizo apoyo de rotativos, filmes, documentales, condes, etc., que son los ejércitos tecnológicos. En todas las épocas de corrupción, junto a la arrogancia de poder hacerlo todo contra todo derecho, la soberanía corresponde al sexo; ella impone que el amor como acto natural y de sentimiento sea puesto en berlina y con él también la familia: sólo existe el placer, que, como tal, nunca es vicio ni enfermedad; es siempre salud, porque, satisfecho, da el goce sosegante y liberador. El sexo, que procede de la creación, y en este sentido tiene algo sagrado al igual que la vida, cuando enloquece y, sobre todo, se corrompe, parece irrumpir desde los lugares oscuros de la devastación y de la catástrofe, romper hasta el punto de cegar y de parecer él la luz y la plenitud de la felicidad.
De aquí la promoción de todos los incentivos a la invasión del erotismo y de la pornografía, etiquetados como sexualidad; y la malicia en mantener en la oscuridad —logradísimo «oscurantismo»— que no voypaso? es el pintor o el escritor de cosas obscenas, de nópvoi o sodomitas y de nópvat o rameras, y significa a la vez «fornicación», «adulterio» e «incesto», pero también, en sentido figurado, en el griego neotestamentario, «idolatría» o adoración de lo pornográfico, el fetiche (facticius) que da el «divino» placer. Elevar el erotismo y la pornografía a la sexualidad, es perseguir con consciente malicia la corrupción de esta última, hacer públicos no sólo los actos sexuales —cuya característica es la intimidad— sino también los vicios, las anomalías, las perversiones, invadir el mercado de falso oro, de suerte que el oro sea desechado en nombre de una «tolerancia» que cualifica ciertas casas, embalaje «liberal» de mercancía equívoca para el proselitismo del vicio. Modo también éste —como el capitalista, marcado por Marx, de disimular con la religión el orden público, etc., sus ganancias por explotación del trabajo ajeno— de disimular con la libertad y la tolerancia conspicuos negocios; pero Marx la emprende también con la religión, la moral, etc., implicando en los delitos de los hombres también los principios, y por esto se encuentra teniendo como legítimos herederos a los neomarxistas, más o menos freudianos, nuevos negociantes a expensas de la libertad entendida como «todo está permitido» desde niños.
No comprimir ni reprimir los instintos y el inconsciente, dejarlos a su espontaneidad, para no crear inhibiciones peligrosas y no acumular en el fondo fango explosivo, puede ser una terapia, aunque no milagrera, que tiene sus ventajas individuales y sociales, a condición de que esté preparado el orden moral según el cual, a medida que son liberados, son orientados, guiados y educados, de forma que la operación ayude a la salud del hombre en su integralidad de cuerpo y espíritu. Pero si se desencadenan el inconsciente y los instintos o, mejor dicho, se provocan y se excitan a propósito y artificialmente, de modo que se produzca la «exacerbación cerebral», y se deja correr la naturaleza espontánea, «liberada», según soplen los odres abiertos sin el control de la libertad, que no es si no es según la ley moral, el hombre es arrojado fuera del subterráneo de sus inhibiciones y del inconsciente y aprisionado en la «dulce» jaula de la corrupción, sin luz de conciencia moral. Por eso el problema no consiste en comprimir los instintos o disimular el vicio «privado» con el decoro «público», ni en «poner en público» todos los vicios privados —la hipocresía interesada del primer caso vale la desvergüenza no menos interesada del segundo— sino en «liberarse de», de lo cual es maestra la libertad según el orden del ser, el mismo de la inteligencia y coincidente con el principio objetivo de la moral; consiste en la educación sexual, en el caso del sexo, no separada de una educación moral vigorizada y aligerada de la pesadez de prejuicios consuetudinarios, de sermones y de censuras. Pero en época de corrupción, cuyo punto de mira es la pérdida del sentido moral y la derrota de todas las virtudes con la reducción de la moral misma a la pura costumbre y a las costumbres de toda época, revueltas y repetidas como si no hubieran sido jamás expresiones o revelaciones de los principios o contrarias a ellos y, por tanto, moralmente evaluables precisamente por esta medida inmutable; en una época semejante, digo, con el reclutamiento de domesticados sociólogos, psicólogos, pedagogos y otros agregados a la fábrica, urge «persuadir» de lo contrario: que la moral es la esclavitud de los «tabúes», la «Justine» o «les malheurs de la vertu», la infelicidad, mientras que el desahogo de los instintos, cualesquiera que sea y como mejor y más agrade, es la inapreciable «Juliette» o «les délices de l'Amour», la felicidad, que concluye un «pacto» con el ministro Saint-Foud, el maestro que la instruye acerca de su «sistema político».
Sentado esto, también el Iluminismo, Marx y Freud, expresiones del Occidentalismo, son trastornados por la nueva base de corrupción que se reconoce en De Sade. La lucha misma entre burguesía y proletariado está subordinada a la lucha entre «moral represiva» y «libertad del sexo» para la felicidad sexual: la socialística «invención de la felicidad», ironizada por Nietzsche, se ha casi trocado por la invención de la felicidad sexual, panacea que sanará definitivamente del espíritu autoritario —institución represiva por esencia, la familia, cuya conservación no es «sociológicamente» autorizada por nada—; liberará a los hombres de la neurosis, llenándolos de iniciativas; los liberará de las tendencias militaristas y agresivas, promoverá el internacionalismo, realizando la Organización mundial y la paz perpetua. En esta concepción ha saltado —y no podía dejar de saltar una vez historizados y naturalizados el principio y el fin de la historia— la concepción marxista de la historia misma como fundamento de los valores y la realización del Absoluto al final del proceso histórico (Marx es un hegeliano); ha saltado la tesis de Stalin y del stalinismo, que ve en la libertad sexual un fenómeno despreciable de la «burguesía decadente» y de la «alienación capitalista» —y el comunismo occidentalístico se ha asociado hoy a la condena de la «moral represiva», mientras vuelve a la actualidad para los fines de la disolución de la moral la tesis de Trotzki y de Lenin de que no hay límites morales, cualesquiera que sean, para la acción revolucionaria—; ha saltado el mismo Freud, que no teoriza ni propone el Ubre desahogo de la sexualidad, sino sólo la toma de conciencia de los deseos sexuales reprimidos para quitar la inhibición, pero también para controlarlos.
La mezcla de hoy, técnica y científicamente reunida, es simplista y maliciosísima a la vez: no hay fines superiores ni valores morales, y el hombre no es más que. un conjunto de necesidades físicas; entre ellas, la libre satisfacción sexual es la más importante respecto a los fines de su salud psíquica, de su felicidad y de la paz social y universal; pero tal satisfacción es posible en caso de que se eliminen la «moral represivas y las instituciones autoritarias que la imponen. Por consiguiente, es posible la felicidad, y no se tenga en cuenta el rédito de sentimientos que producen los sacrificios ni la auténtica y sólida felicidad que frecuentemente dan. Por lo tanto: la abstinencia, la fidelidad, el pudor, etc., no son valores, sino «tabú»; la desnudez es alentada, al igual que la publicidad de todos los actos sexuales; las uniones homosexuales o lésbicas son licitas; cualquier interferencia religiosa es intolerable5; una alcoba tranquila y confortable y anticonceptivos al alcance de la mano bastan para la felicidad de una pareja. No hay sociedad «democrática» sin la completa libertad sexual, cuya represión hace infelices y destruye la vida. Los países más preparados para la explosión de esta corrupción eran los tecnológicamente más avanzados y gobernados por la tecnocracia, los del más avanzado socialismo tecnocrático o neocapitalismo socialista; de aquí la nueva «moral sueca» y la nueva «moral americana».
Es cierto: todos los valores pueden hacerse «tabú», y se hacen en cada hombre o sociedad todas las veces que dejan de ser vida interior, orden objetivo sobre el que fundar la conducta, la confianza y la esperanza; casi una piedra sobre la conciencia, un obstáculo intocable respecto al cual el hombre se siente extraño y enemigo, y, sin embargo, sometido por superstición. En tal caso, no se trata de liberarse de ellos, sino de reconquistarlos como vida interior, liberándolos de lo viejo y caduco; de hacer que dejen de ser «tabú», estrechándolos dentro de nosotros, cual alimento para nuestra vida integral, y transformándolos de obstáculos o impedimentos inhibitorios en agua viva y fresca para los canales de nuestra purificación. No es el valor, cualquiera que sea, el que es «tabú»; somos nosotros quienes lo convertimos en tal, haciéndonos extraños a él, no renovándolo en formas nuevas, perdiendo su significado, no tocándolo porque nos resulta cómodo «conservarlo» distante de nosotros; somos nosotros los que nos hacemos momias, no el valor, que nos apremia a hacernos nuevamente «vivos». Pero, cuando los hombres mueren a los valores, en vez de poner en una fosa la carroña de su mala conciencia para renacer a la conciencia, encienden las hogueras y se divierten en torno, felices de haberse liberado de los «tabúes», de los viejos «monigotes» malditos de la moral y de la religión; y los fuegos fatuos de la estupidez se prolongan en la cuaresma de la inteligencia.
Las censuras, los sermones y los prejuicios consuetudinarios son frecuentemente responsables de la incomunicabilidad entre conciencia y valores morales por «ruptura» provocada; de aquí que precisamente estos valores, que deberían ser los filtros para la purificación de los instintos, devienen su impedimento y provocan su acumulación, de donde la incubación de un odio sordo hacia ellos. El comportamiento «aparece» irreprensible y «más allá de toda sospecha», ¡pero dentro, y cuando los otros no ven... Cierta concepción del sexo y la exagerada importancia que en el mundo católico y cristiano en general se ha dado en el pasado, en menoscabo de otros, a los llamados «pecados mortales» a él unidos y frecuente y simplemente a cierta costumbre, en vez de moralizar interiormente, han dado lugar a ciertas formas «espirituales» y «puritanas» que pueden calificarse de indecoroso «decoro» exterior y de «pornografía interior», que no ha perdido la oportunidad, con el avance del Occidentalismo, de mostrarse en público. Y como aquel moralismo no tenia ninguna intrínseca fuerza moral, hoy, por la misma coherencia que lo hacía de manga estrecha, cree defenderse y poner diques haciéndose tolerante y de manga ancha, en vez de testimoniar una verdadera vida moral; como antes colaboraba con la moralística hipocresía burguesa, hoy colabora con el desbordante descaro de la sociedad del bienestar para acaparar el derecho a la tajada.
Pero asi se favorece la operación «inserción del vicio y de las anomalías en la sociedad», de modo que se provoca, como hemos dicho, su «imitación social», haciendo de ellos una mercancía de amplio consumo para una nueva industria y una defensa de la tecnocracia respecto de la oposición moral. Desgraciadamente, los gastos los paga esta última y no cierta sociedad responsable de considerar más inmoral una falda corta que la usura, un beso en público que la explotación del trabajo; de condenar a muerte civil a una madre-soltera y de guiñar el ojo a los espasmos amorosos de las «señoras»; de marcar con el desprecio a la prostituta o al invertido y de exaltar el enriquecimiento de personajes indiscutibles sólo por enriquecidos, etc., echando siempre al ruedo esta o aquella pobre y maltratada virtud. Pero una cosa es exigir cuidados amorosos y ayuda para los que caen —y caemos todos— y para los anormales, y otra llevar a las candilejas, para el aplauso, todas las caídas y anomalías; una cosa es 1» condena, por fines morales, del moralismo hipócrita y conservador por intereses laxistas y materiales, y otra la persecución de todas las virtudes para exaltar toda forma de vicio e incluso de enfermedades sexuales, por intereses todavía más materiales y con el fin de disgregar todas las instituciones sociales, vendiendo además esta mercancía como la obra maestra de la sociedad finalmente «democrática». Se critica el triunfalismo «burgués» y se le opone su gemelo, el triunfalismo amoral de todos los vicios, como liberación del hombre e igualdad en el sentido meramente aritmético: a la desmesura burguesa de los «buenos sólo somos nosotros» se opone la desmesura colectivizada de los «sinceros y libres sólo somos nosotros» que ponemos en público todos los vicios —como si el vicio se hiciera virtud pasando de «privado» a «públicos—, no nos avergonzamos de ninguna vergüenza y ensalzamos sus beneméritas cualidades sociales. Son dos formas —una el progreso de la otra— de «razón ética» funcional, que se oponen a la «inteligencia moral» creativa.
De esta corrupción, que es un elemento esencial del Occidentalismo, somos todos más o menos responsables: el modelo ideal que él ha sabido proponer al mundo desde el siglo XVIII en adelante, aparte los sermones y la sordidez hacia los pocos que pensando han dicho y testimoniado, es sólo el de la felicidad mundana a través del bienestar, de la «ciudad mundana», «Políticos» e «intelectuales» se han preocupado de elevar a mito, «desmitizando» lo demás, la cultura técnica y científica para la eficiencia de la industria, y de trocar por «humanismo» un mundo inhumano. Todas las abdicaciones han sido consumadas ante el dinero, ante la carrera, el éxito, el «prestigio» sólo conferido por las adquisiciones y por los consumos, ante los placeres más toscos o refinados, la pacotilla de fingidos valores; todo ha sido dado a la sociedad, y a los jóvenes en particular, desde la moto a los consejos de astucia para la escalada social, menos una educación moral tanto más necesaria precisamente por la irrupción del bienestar; menos una gula amorosa y segura entre tanta «protección» de conforts. Y así se ha creado el «vacío» de los valores, según el programa «racional» que la tecnocracia va perfeccionando desde hace casi dos siglos, vacío artificiosamente llenado por valores aparentes y falsos, habiendo dado por descontada y «utilizable» la confusa rebelión juvenil o de viejos que se disfrazan de jóvenes. Se tocan los timbres de alarma por la devastación de la naturaleza y de las conciencias, por lo demás prevista e igualmente perseguida con fingida ignorancia; pero se sabe anticipadamente que o son autorizados para tranquilizar los ánimos con proyectos de reparación de los estragos, o sofocados por el silenciador, de modo que la avidez y la especulación puedan continuar la obra destructora, que puede llegar al punto de irreparabilidad, es decir, al momento en que, para reparar un estrago, se hagan dos. Por lo demás, es sabido que la estupidez, como lo que está privado de medida, desencadena los excesos y la insensatez; y los «obsesos», como serpiertes en un foso, se devoran unos a otros.
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