4. La ofensiva contra la «Oposición» de las ideologías poíticas...
...y la «Obra Maestra» Tecnológica
No está fuera de lugar, como puede parecer, tratar este tema en este capitulo; en el fondo, la actividad política en el sentido más amplio es la que debería contribuir a la construcción del tercer habitat del hombre, la sociedad. Si las clases políticas actuales cooperasen a este fin, habría hablado de él en el capítulo siguiente; pero las responsabilidades que pesan sobre estos ejemplares de corrupción y de Occidentalismo, de insensibilidad cultural y religiosa, me obligan a hablar de él inmediatamente después del habitat natural y del habitat urbano, pues sus exponentes están próximos al reino de la fauna y de los vegetales y al del cemento y los ladrillos.
No obstante todas las santas alianzas, la tecnocracia no se siente segura y extrapotente mientras tiene que compartir el poder con los «políticos»; de aquí la lenta pero constante obra de marginación de la influencia de la clase política y de las ideologías, operación no difícil por hallarse esta clase en estado de avanzada disolución. Ya por sí misma, la sociedad llamada opulenta atenúa los contrastes sociales: las digestiones laboriosas adormecen los intereses políticos, y no solamente a ellos; los debates, a nivel utilitario-operativo, son puramente técnicos sin ideas que separen, turben y distraigan del hacer, por lo cual sólo hay puesto para los organizadores, los burócratas, los futurólogos, etc., con guarnición de sociólogos y psicólogos: falta asiento para quien piensa, y ni siquiera le está permitido asistir a los debates de pie. Arrinconar las ideologías políticas es evitar los contrastes de opiniones discutibles para ponerse de acuerdo sobre las «cosas» acerca de las cuales la disensión se resuelve por los cálculos basados en datos, que no admiten discusión: también la búsqueda de la «verdad» política separa, como toda búsqueda de verdad; el acuerdo se ha de alcanzar, pues, al nivel práctico de hacer aquellas cosas que favorecen la producción y el consumo, prescindiendo de cualquier otra consideración. Después, el otro sector de la organización, funcionalmente predispuesto, hará lo necesario, adormecido el asentimiento, para arrancar el «consentimiento». Además de las múltiples hambres —de Dios, de espíritu, de cultura, etcétera—, todas sistemáticamente amortiguadas por la superfluidad del obrar en el oscurecimiento de la inteligencia del ser, está hoy el hambre del pensamiento político, por ausencia de políticos que piensen y de pensadores que reflexionen sobre los problemas políticos a nivel filosófico.
Seguir leyendo...Lo mismo que hay moralistas de la «desmoralización» y teólogos de la «desteologización», hay políticos de la «despolitización»; todo ello es parte del programa de la tecnocracia: «hacer vivir la democracia», como escribe Servan-Schreiber, «sin democracia, inyectándole fuertes dosis de tecnocracia pseudodemocrática». De aquí la eliminación gradual de la influencia de los políticos para que el «sistema» sea más eficiente; la tendencia a formar gobiernos de técnicos, burócratas y funcionarios y, cuando no se logra, gobiernos que tengan, sí, un credo político, pero dominado por administradores técnicos; el sueño de una eficiencia productiva, mientras la pera no esté madura, con parlamentos compuestos por tecnólogos, por representantes sindicales y por cuantos cerebros estériles de ideas no sean fríamente funcionales. De aquí, además, el renacimiento de las castas, el totalitarismo, la dictadura tecnocrática, que puede ser ejercida por persona interpuesta, por un jefe de estado portavoz de la eficiencia, cuya «democraticidad» funciona así: los planes se prevén, elaboran y realizan en sede tecnocrática, la única que tiene el poder de decisión; luego hay que «persuadir» con la propaganda y la publicidad a las «masas» trabajadoras y consumidoras; por último, lograda la persuasión, someter los planes a la consulta «democrática», que da el «consentimiento», y ni siquiera a nivel del querido por Rousseau, aunque es su descendiente, en cuanto es «prefabricado» o, mejor dicho, «premeditado». A estas alturas, el duelo es entre falsas conciencias «democráticas», sustancialmente, cada una, totalitaria: la falsa conciencia de la ideología que se presenta como la verdad, y que es, en cambio, su mixtificación por ansia de poder y de predominio; y la de la tecnocracia, que quiere eliminar las posibles perturbaciones del orden constituido y de la tranquilidad social, pero que permite desahogos de «izquierda» o de «derecha», porque son reajustables «racionalmente», integrables en las estructuras, de modo que la perturbación momentánea se resuelva en provecho de la productividad. En el segundo caso, los conflictos políticos racionalizados constituyen, desde luego, una ideología también, pero al servicio de la eficiencia, es decir, de quien, dominando las palancas del poder, dirige el desarrollo económico. ¿Cómo podría un sistema así ensamblado no odiar la inteligencia y la cultura también a nivel político?
Esto hace necesario el funcionamiento del otro aspecto de «democraticidad» de la eficiencia: potenciar la producción a costes cada vez más accesibles, de modo que «democráticamente» todos tengan y consuman las mismas cosas, sin privilegios de clase, y, al mismo tiempo, preocuparse constantemente de que cuanto se hace no incremente la formación intelectual del hombre, sino al nivel querido por la tecnocracia, y esterilice lo más posible la formación espiritual, una y otra peligrosas enemigas del «hacer para tener y consumir», en cuanto despiertan el ser para entender y crear obras reveladoras de valores. Y he aquí que el tecnócrata se interesa por la «modernización» o «funcionalidad» de las «estructuras escolares» y por la escuela «democráticamente» para todos, mas no por la formación o educación de docentes y discentes, que deben ser «como tú quieras»; se interesa por «estructuras» jurídicas, para que se bajen los «costes» de la administración de la justicia, mas no por la bondad de las leyes ni por su conformidad con el derecho; se interesa por los ferrocarriles, para que también ellos sean modernísimos, mas no por los viajeros, etc. Lo mismo que el urbanista está empeñado en construir la «máquina para habitar», así el «experto» escolar está llamado a construir la «máquina para aprender», el «experto» de la ley, la «máquina para regir» los tribunales, etc. ¿Y la cultura, la justicia, la inteligencia? Suprimidas por «corte técnico», según la preclara enseñanza de los medios de comunicación de masas.
La compleja operación exige otros retoques desde el punto de vista político: la colusión con el sindicalismo y la domesticación del comunismo mundial incluso para corromper mejor a aquellos pueblos donde todavía es vigoroso o podría llegar a serlo. Debilitadas las ideologías políticas y reducida cada vez más la influencia de los partidos, el primer retoque es posible con un acercamiento del «poder» industrial al «poder» sindical, y de éste a aquél, no tanto en el plano de las reivindicaciones de clase, tema en vías de agotamiento en los países «desarrollados», sino en el de la administración del poder decisorio, ya que todo debe ponerse en términos de poder, eficiencia, éxito. Industria y sindicato, el gran matrimonio soñado por el tecnócrata, dos grandes «corporaciones» que pueden formar una «unidad» que haga invencible al colectivismo productivístico-consumístico, muerte de cualquier otro «incómodo» ideal: la industria concentrada en muchos potentados, casada con un sindicato unitario, administrado por los mismos trabajadores, uno y otra perfectamente funcionales y burocratizados. Hay lugar para el lujo de salvar las «formas» democráticas: un parlamento elegido por el pueblo soberano y «formalizado», algún centenar de «máscaras» para el doblaje.
Pero, volviendo al principio: para obtener este resultado no basta despolitizar los sindicatos, sustrayéndolos a la influencia de las varias ideologías políticas y de los partidos, sino que es también preciso vaciarlos de las ideologías sociales. De aquí el otro retoque: servirse de los diversos comunismos, incitarlos a renunciar a sus ideologías de modo que, desconectada la carga revolucionaria, se burocraticen, integrándose en el juego, se envilezcan y se achaten en un socialismo incoloro y en un humanitarismo genérico: esto quiere decir la incitación martilleante a hacerse «democráticamente maduros», «modernos», de «rostro humano». La misma invitación es dirigida a todas las instituciones, incluidas las iglesias, de modo que se achaten las llamadas «ideologías» religiosas y se vacíen a través de la más radical secularización; así todo converge a la realización del «óptimum de felicidad» previsto por la sociedad tecnológica con vértice tecnocrático. Llegados a este punto, es idéntico el slogan en boca de socialistas y comunistas, de liberales y curas, de creyentes y ateos: «Felicidad para todos bajo la bandera de la producción y del consumo», mientras que, junto con todo signo que de cualquier modo apunte a un credo religioso, es amainado el zalamero: «Proletarios de todo el mundo, unios».
El liberalismo burgués se oponía al socialismo y al comunismo en nombre de su ideal de libertad, y a las confesiones religiosas, en nombre del «libre pensamiento», herencia iluminística; el socialismo y el comunismo se oponían al liberalismo burgués en nombre de la «justicia social» y de la liberación del trabajo de la alienación, y a las confesiones religiosas, también ellas alienantes de los derechos y poderes del proletariado, capaz de realizar por sí, con la revolución, lo que antes delegaba en un imaginario y tiránico Dios cómplice, a través del conservadurismo de la casta eclesiástica, de los abusos capitalistas; las iglesias, sobre todo la Iglesia católica, se oponían al uno y al otro en nombre de las verdades de fe y del destino del hombre a la salvación eterna. El desarrollo tecnológico industrial, para constituirse en poder tecnocrático totalitario, trata de eliminar las oposiciones, de castrar al liberalismo, al comunismo y a las religiones, de modo que haya una burguesía sin ideal de la libertad y del libre pensamiento, un socialismo-comunismo sin ideal revolucionario para una justicia milenarística, un catolicismo-cristianismo (incluso un islamismo, etc.) sin fe ni ideal de eternidad. Suprimidas las oposiciones que «separan», es fácil hacer resbalar a todos sobre la plataforma del «óptimum de la felicidad para todos» según el modelo tecnológico, amalgamarlos y fundirlos en un amorfo compacto, sin más sueños ideológicos ; ya no hay motivo para que burgueses, ceuranistas y católicos no se «concillen» y entren de bracete en la «habitación del mando».
Para vencer todas las oposiciones , la tecnología se halla empeñada en ostentar su extrapotencia: la máquina perfecta, absolutamente racional e ininteligente, para la que han trabajado y trabajan millares de otras máquinas y centenares de millares de técnicos. Moderno Faraón, construye la pirámide de los «deslumbrantes» fuegos fatuos, la «torre» de la estupidez que sólo se hace ver a sí misma a través de su prosopografía hipertróficamente organizada, y trata de persuadir a negar todo lo que ella no sabe ver; la estupidez armada de todos los cálculos y calculadores, de una multitud de serviles irpocoinoiioioí, soberbia de la potencia que indiferentemente hace considerarse poderoso al poseedor del transistor o de la bomba de hidrógeno, al escritor «comprometido» y al de Estado, armados de premios a cambio de sus servicios: la «torre» de la estupidez completa de todo contra la inteligencia, triunfo del homo calculator, persuadido de que dominar las cosas o el espacio es la libertad o el dominio de sí mismo. El «Apolo» es el triunfo de la tecnología tecnocrática: ésta, por un lado, se halla lanzada al progreso técnico y a la expansión industrial; por otro, como resultado de un trabajo de «equipo» o de «masa de cerebros» , es el «producto» cultural que debe mortificar, hasta la extinción por vergüenza, a la cultura verdaderamente creativa, a los productos de la mente pensante, que son los que quedan y no envejecen. Uno de tantos alabadores de la empresa ha escrito con satisfacción: «hoy, el agente del progreso ya no es el genio, sino la organización, el encuentro entre los hombres en un plano de paridad». Aquí reside el saber humano, sumado todo en la empresa espacial sin espacio para el pensamiento personal y creativo, suma —y proscripción a las «síntesis»— de las especializaciones de una miríada de técnicos; el saber en su más compacta y masiñcada «expresión colectiva», única anónima protagonista, que se burla del «héroe romántico» como demiurgo del saber. Mucha es la fe y la esperanza de la tecnocracia en cuanto a exorcizar con este y otros espectáculos el sentimiento, el pensamiento, la fantasía, el aburrimiento y la muerte para realizar su ideal: la Organización Mundial Tecnológica, es decir, la difusión del Occidentalismo que englobe en una tecnocracia socialista o en un socialismo tecnocrático la explosión comunista, nacida en una fase de su proceso de corrupción, de modo que tal proceso se perpetúe y el Occidente quede enterrado. Éste es el plan de «democratización» de la cultura, coincidente con el de la total reducción del hombre a masa, de suerte que, reducido a número, se puede prever puntualmente su conducta o predeterminar su orientación según el interés de los poderosos, cosa imposible cuando la comunidad consta de personas «formadas», cada una de las cuales es ella misma. La masificación radical permite al poder el dominio sobre la masa; por eso la deja siempre en manos del ama de cría, ocupada en mamar, para tenerla en su poder .
Los filósofos son présbitas: ven mal de cerca, y por eso no saben observar; pero ven bien de lejos y ven lejos, reflexionan —la presbicia es un defecto que comienza con la madurez—; los científicos son miopes: ven bien de cercay sólo de cerca, en efecto observan —y la miopía es defecto de jóvenes inmaduros—; por eso los científicos no pueden sustituir a los filósofos, a los poetas y a los santos, ni éstos a aquéllos. Sólo estos dos «defectos», si la inteligencia del ser es la medida, y si se ejercen según el orden del ser que produce la alteridad por amor y el control de la egoidad por odio, hacen al hombre inteligente; el ojo que sabe observar y reflexionar, sabe ver y no niega o desconoce estúpidamente lo que no ve o no puede ver ; sabe asumir, como su cruz, toda la zona de lo trivial y de lo vulgar, para atravesar, purificándose y rescatándola, su estupidez y la ajena.
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