Seguir leyendo...Esto hace necesario el funcionamiento del otro aspecto de «democraticidad» de la eficiencia: potenciar la producción a costes cada vez más accesibles, de modo que «democráticamente» todos tengan y consuman las mismas cosas, sin privilegios de clase, y, al mismo tiempo, preocuparse constantemente de que cuanto se hace no incremente la formación intelectual del hombre, sino al nivel querido por la tecnocracia, y esterilice lo más posible la formación espiritual, una y otra peligrosas enemigas del «hacer para tener y consumir», en cuanto despiertan el ser para entender y crear obras reveladoras de valores. Y he aquí que el tecnócrata se interesa por la «modernización» o «funcionalidad» de las «estructuras escolares» y por la escuela «democráticamente» para todos, mas no por la formación o educación de docentes y discentes, que deben ser «como tú quieras»; se interesa por «estructuras» jurídicas, para que se bajen los «costes» de la administración de la justicia, mas no por la bondad de las leyes ni por su conformidad con el derecho; se interesa por los ferrocarriles, para que también ellos sean modernísimos, mas no por los viajeros, etc. Lo mismo que el urbanista está empeñado en construir la «máquina para habitar», así el «experto» escolar está llamado a construir la «máquina para aprender», el «experto» de la ley, la «máquina para regir» los tribunales, etc. ¿Y la cultura, la justicia, la inteligencia? Suprimidas por «corte técnico», según la preclara enseñanza de los medios de comunicación de masas.
La compleja operación exige otros retoques desde el punto de vista político: la colusión con el sindicalismo y la domesticación del comunismo mundial incluso para corromper mejor a aquellos pueblos donde todavía es vigoroso o podría llegar a serlo. Debilitadas las ideologías políticas y reducida cada vez más la influencia de los partidos, el primer retoque es posible con un acercamiento del «poder» industrial al «poder» sindical, y de éste a aquél, no tanto en el plano de las reivindicaciones de clase, tema en vías de agotamiento en los países «desarrollados», sino en el de la administración del poder decisorio, ya que todo debe ponerse en términos de poder, eficiencia, éxito. Industria y sindicato, el gran matrimonio soñado por el tecnócrata, dos grandes «corporaciones» que pueden formar una «unidad» que haga invencible al colectivismo productivístico-consumístico, muerte de cualquier otro «incómodo» ideal: la industria concentrada en muchos potentados, casada con un sindicato unitario, administrado por los mismos trabajadores, uno y otra perfectamente funcionales y burocratizados. Hay lugar para el lujo de salvar las «formas» democráticas: un parlamento elegido por el pueblo soberano y «formalizado», algún centenar de «máscaras» para el doblaje.
Pero, volviendo al principio: para obtener este resultado no basta despolitizar los sindicatos, sustrayéndolos a la influencia de las varias ideologías políticas y de los partidos, sino que es también preciso vaciarlos de las ideologías sociales. De aquí el otro retoque: servirse de los diversos comunismos, incitarlos a renunciar a sus ideologías de modo que, desconectada la carga revolucionaria, se burocraticen, integrándose en el juego, se envilezcan y se achaten en un socialismo incoloro y en un humanitarismo genérico: esto quiere decir la incitación martilleante a hacerse «democráticamente maduros», «modernos», de «rostro humano» '. La misma invitación es dirigida a todas las instituciones, incluidas las iglesias, de modo que se achaten las llamadas «ideologías» religiosas y se vacíen a través de la más radical secularización; así todo converge a la realización del «óptimum de felicidad» previsto por la sociedad tecnológica con vértice tecnocrático. Llegados a este punto, es idéntico el slogan en boca de socialistas y comunistas, de liberales y curas, de creyentes y ateos; «Felicidad para todos bajo la bandera de la producción y del consumo», mientras que, junto con todo signo que de cualquier modo apunte a un credo religioso, es amainado el zalamero: «Proletarios de todo el mundo, unios».
El liberalismo burgués se oponía al socialismo y al comunismo en nombre de su ideal de libertad, y a las confesiones religiosas, en nombre del «libre pensamiento», herencia iluminística; el socialismo y el comunismo se oponían al liberalismo burgués en nombre de la «justicia social» y de la liberación del trabajo de la alienación, y a las confesiones religiosas, también ellas alienantes de los derechos y poderes del proletariado, capaz de realizar por sí, con la revolución, lo que antes delegaba en un imaginario y tiránico Dios cómplice, a través del conservadurismo de la casta eclesiástica, de los abusos capitalistas; las iglesias, sobre todo la Iglesia católica, se oponían al uno y al otro en nombre de las verdades de fe y del destino del hombre a la salvación eterna. El desarrollo tecnológico industrial, para constituirse en poder tecnocrático totalitario, trata de eliminar las oposiciones, de castrar al liberalismo, al comunismo y a las religiones, de modo que haya una burguesía sin ideal de la libertad y del libre pensamiento, un socialismo-comunismo sin ideal revolucionario para una justicia milenaristica, un catolicismo-cristianismo (incluso un islamismo, etc.) sin fe ni ideal de eternidad. Suprimidas las oposiciones que «separan», es fácil hacer resbalar a todos sobre la plataforma del «óptimum de la felicidad para todos» según el modelo tecnológico, amalgamarlos y fundirlos en un amorfo compacto, sin más sueños ideológicos '; ya no hay motivo para que burgueses, couranistas y católicos no se «concillen» y entren de bracete en la «habitación del mando».
Para vencer todas las oposiciones, la tecnología se halla empeñada en ostentar su extrapotencia: la máquina perfecta, absolutamente racional e ininteligente, para la que han trabajado y trabajan millares de otras máquinas y centenares de millares de técnicos. Moderno Faraón, construye la pirámide de los «deslumbrantes» fuegos fatuos, la «torre» de la estupidez que sólo se hace ver a si misma a través de su prosopografía hipertróficamente organizada, y trata de persuadir a negar todo lo que ella no sabe ver; la estupidez armada de todos los cálculos y calculadores, de una multitud de serviles itpoacoTtoitoioí, soberbia de la potencia que indiferentemente hace considerarse poderoso al poseedor del transistor o de la bomba de hidrógeno, al escritor «comprometido» y al de Estado, armados de premios a cambio de sus servicios: la «torre» de la estupidez completa de todo contra la inteligencia, triunfo del homo calculator, persuadido de que dominar las cosas o el espacio es la libertad o el dominio de sí mismo. El «Apolo» es el triunfo de la tecnología tecnocrática: ésta, por un lado, se halla lanzada al progreso técnico y a la expansión industrial; por otro, como resultado de un trabajo de «equipo» o de «masa de cerebros»ro, es el «producto» cultural que debe mortificar, hasta la extinción por vergüenza, a la cultura verdaderamente creativa, a los productos de la mente pensante, que son los que quedan y no envejecen. Uno de tantos alabadores de la empresa ha escrito con satisfacción: «hoy, el agente del progreso ya no es el genio, sino la organización, el encuentro entre los hombres en un plano de paridad». Aquí reside el saber humano, sumado todo en la empresa espacial sin espacio para el pensamiento personal y creativo, suma —y proscripción a las «síntesis»— de las especializaciones de una miríada de técnicos; el saber en su más compacta y masiñcada «expresión colectiva», única anónima protagonista, que se burla del «héroe romántico» como demiurgo del saber. Mucha, es la fe y la esperanza de la tecnocracia en cuanto a exorcizar con este y otros espectáculos el sentimiento, el pensamiento, la fantasía, el aburrimiento y la muerte para realizar su ideal: la Organización Mundial Tecnológica, es decir, la difusión del Occidentalismo que englobe en una tecnocracia socialista o en un socialismo tecnocrático la explosión comunista, nacida en una fase de su proceso de corrupción, de modo que tal proceso se perpetúe y el Occidente quede enterrado. Éste es el plan de «democratización» de la cultura, coincidente con el de la total reducción del hombre a masa, de suerte que, reducido a número, se puede prever puntualmente su conducta o predeterminar su orientación según el interés de los poderosos, cosa imposible cuando la comunidad consta de personas «formadas», cada una de las cuales es ella misma. La masificación radical permite al poder el dominio sobre la masa; por eso la deja siempre en manos del ama de cría, ocupada en mamar, para tenerla en su poder.
Los filósofos son présbitas: ven mal de cerca, y por eso no saben observar; pero ven bien de lejos y ven lejos, reflexionan —la presbicia es un defecto que comienza con la madurez—; los científicos son miopes: ven bien de cerca y sólo de cerca, en efecto observan —y la miopía es defecto de jóvenes inmaduros—; por eso los científicos no pueden sustituir a los filósofos, a los poetas y a los santos, ni éstos a aquéllos. Sólo estos dos «defectos», si la inteligencia del ser es la medida, y si se ejercen según el orden del ser que produce la alteridad por amor y el control de la egoidad por odio, hacen al hombre inteligente; el ojo que sabe observar y reflexionar, sabe ver y no niega o desconoce estúpidamente lo que no ve o no puede ver; sabe asumir, como su cruz, toda la zona de lo trivial y de lo vulgar, para atravesar, purificándose y rescatándola, su estupidez y la ajena.
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