Cuarta conferencia
¡Ilustres oyentes! Después de que hayáis seguido fielmente hasta aquí mi relato, y juntos hayamos escuchado hasta el final aquel coloquio solitario, apartado, de vez en cuando ofensivo, entre el filosofo y su acompañante, puedo esperar ahora que deseéis, como valientes nadadores, superar también la segunda meta de nuestra ruta, tanto más cuanto que puedo prometeros que en el pequeño teatro de marionetas de esta experiencia mía se mostrarán ahora algunos títeres más, y sobre todo, en caso de que hayáis resistido hasta aquí, que las olas del relato deberán llevarnos ahora más fácil y más rápidamente hasta el fin. En realidad, ya hemos llegado a un punto crucial; así, pues, sería aconsejable comprobar una vez más, con una rápida mirada retrospectiva, los resultados que pensamos haber alcanzado a través de aquella conversación tan variada.
«Sigue en tu puesto», así había dicho el filósofo a su acompañante, «ya que puedes abrigar esperanzas. Efectivamente, cada vez resulta más claro que no tenemos instituciones de cultura, pero que debemos tenerlas. Nuestros institutos de bachillerato, predestinados por su naturaleza a ese objetivo elevado, o se han convertido en lugares en que se cultiva una cultura peligrosa, que rechaza con odio profundo la educación auténtica, o sea, aristocrática, basada en una selección sabia de los ingenios, o bien cultivan una erudición micrológica y estéril, que en cualquier caso permanece alejada de la educación, y cuyo mérito consista quizás en tapar por lo menos ojos y oídos contra las tentaciones de esa cultura equívoca.» El filósofo había llamado la atención de su acompañante por encima de todo sobre la singular degeneración que debe haber entrado hasta lo más profundo de una cultura, si el Estado puede creer que domina a esta última, si a través de dicha cultura puede alcanzar fines políticos, si dicho Estado puede combatir, aliado a ella, contra otras fuerzas hostiles y, al mismo tiempo, contra el espíritu que el filósofo había osado llamar «verdaderamente alemán». Dicho espíritu, ligado a los griegos por la más noble de las necesidades, tenaz y valiente como demostró serlo en un difícil pasado, puro y sublime en sus fines, capacitado por su arte para afrontar la misión más alta, es decir, la de liberar al hombre moderno de la maldición de la modernidad, dicho espíritu -digo- está condenado a vivir aparte, alejado de la herencia que le aguarda: pero, cuando su voz quejosa y oprimida resuena a través de los desiertos del presente, entonces siente terror la caravana cultural -rebosante y cargada de perifollos variopintos- de esta nuestra época. Debemos inspirar, no sólo asombro, sino también terror: tal era la opinión del filósofo. No debemos huir atemorizados, sino que debemos atacar: tal era su consejo. Pero, sobre todo, exhortaba a su acompañante a no preocuparse y a no reflexionar demasiado con respecto a la persona individual de la que, por un instinto superior, brote esa aversión contra la barbarie actual. «Ése podrá resultar también destruido: el dios pítico no vacilaba a la hora de encontrar un nuevo trípode, o una segunda Pitia, mientras de las profundidades seguía saliendo el humo místico.»
Y, una vez más, el filósofo alzó su voz: «Estad bien atentos, amigos míos; no debéis confundir dos cosas distintas. Para vivir, para librar su lucha por la existencia, el hombre debe aprender muchísimo, pero todo lo que a ese fin aprende y hace como individuo no tiene nada que ver con la cultura. Al contrario, ésta comienza sólo en un nivel, que está situado mucho más arriba de ese mundo de las necesidades, de la lucha por la existencia, de la miseria. El problema estriba ahora en ver en qué medida valora el hombre su existencia subjetiva frente a la de los demás, en qué medida consume sus fuerzas para esa lucha individual de la vida. Algunos, limitando estoicamente sus necesidades, se elevarán bastante pronto y fácilmente en una esfera en la que podrán olvidar su subjetividad, sacudiéndosela, por decirlo así, de encima, para gozar de una juventud eterna en un sistema solar de intereses extraños al tiempo y a su persona. En cambio, otros extienden tanto la acción y las necesidades de su subjetividad, y edifican en proporciones tan asombrosas el mausoleo de dicha subjetividad, que parecen en condiciones de superar en la batalla a su terrible adversario, el tiempo. También en ese impulso se revela un deseo de inmortalidad: riqueza y energía, sagacidad, presencia de ánimo, elocuencia, una reputación floreciente, un nombre importante, todo eso constituye únicamente el medio con que la insaciable voluntad personal de vivir tiende a una nueva vida, con que anhela una eternidad, ilusoria en definitiva.
Seguir leyendo...
»Pero ni siquiera en esa forma más alta de subjetividad, ni siquiera en la necesidad incrementada al máximo de semejante individuo más amplio, colectivo, por decirlo así, encontramos un contacto con la cultura auténtica: y, si partiendo de esa perspectiva, tendemos hacia el arte, entonces tenemos en cuenta sus efectos dispersivos o estimulantes, es decir, aquellos que el arte puro y sublime no sabe provocar, y que, corresponden, en cambio, a un arte degradado y corrompido. Efectivamente, quien se comporte así, por sublime que pueda parecer al espectador, no se liberará nunca, en toda su actividad, de su codiciosa e inquieta subjetividad. Ese etéreo espacio luminoso de la contemplación no subjetiva escapa delante de él, y, por eso, deberá vivir eternamente alejado de la cultura auténtica, desterrado de ella, por mucho que aprenda, viaje y acumule. En efecto, la cultura auténtica desdeña contaminarse con un individuo necesitado y lleno de deseos: sabe escurrirse astutamente de las manos de quien quiera apoderarse de la cultura como de un medio para sus fines egoístas. Y, cuando alguien cree haberla apresado, para sacar provecho de ella, de algún modo, y, al utilizarla, satisfacer las necesidades de su vida, entonces aquélla se escapa súbitamente, con pasos imperceptibles y con actitud desdeñosa.
»Por consiguiente, amigos míos, no cambiéis esta cultura, esta diosa etérea, de pie ligero, por esa útil doméstica que a veces recibe incluso la denominación de “la cultura”, pero que no es sino la sierva y la consejera intelectual de las necesidades de la vida, de la ganancia y de la miseria. Por lo demás, una educación que haga vislumbrar al fin de su recorrido un empleo, o una ganancia material, no es en absoluto una educación con vistas a esa cultura a que nosotros nos referimos, sino simplemente una indicación de los caminos que se pueden recorrer para salvarse y defenderse en la lucha por la existencia. Indudablemente, semejante indicación tiene una importancia máxima e inmediata para la gran mayoría de los hombres: cuanto más difícil es la lucha, tanto más debe aprender el joven y tanto más debe poner en tensión sus fuerzas.
»Pero nadie debe creer que las instituciones que lo incitan a esa lucha y lo capacitan para combatir pueden considerarse como instituciones de cultura. Se trata de instituciones que se proponen superar las necesidades de la vida: así, pues, pueden hacer la promesa de formar a empleados, o a comerciantes, o a oficiales, o a mayoristas, o a agricultores, o a médicos, o a técnicos. Sin embargo, en esas instituciones se aplican, en cualquier caso, leyes y criterios diferentes de los necesarios para fundar una institución de cultura: lo que en el primer caso está permitido, podría ser en el segundo caso un error delictivo.
»Os pondré un ejemplo, amigos míos. Si queréis guiar a un joven por el camino recto de la cultura, guardaos de turbar su actitud ingenua, llena de fe en la naturaleza: se trata casi de una relación personal inmediata. Deberán hablarle, en sus diferentes lenguas, el bosque y la roca, la tempestad, el buitre, la flor aislada, la mariposa, el prado, los precipicios de los montes; en cierto modo deberá reconocerse en todo eso, en esas imágenes y en esos reflejos, dispersos e innumerables, en ese tumulto variopinto de apariencias mutables: sentirá entonces inconscientemente, a través del gran símbolo de la naturaleza, la unidad metafísica de todas las cosas, y al mismo tiempo se calmará, inspirado por la eterna permanencia y necesidad de la naturaleza. Pero, ¿cuántos son los jóvenes a los que está permitido crecer tan cerca de la naturaleza, en una relación casi personal con ella? Los otros deben aprender pronto una verdad diferente, a saber, la de cómo se puede someter a la naturaleza. En este caso se deja de lado esa ingenua metafísica: la fisiología de las plantas y de los animales, la geología, la química inorgánica obligan a los escolares a considerar la naturaleza de modo totalmente diferente. Lo que se ha perdido, a través de esa consideración nueva e impuesta, no es, desde luego, una fantasmagoría poética, sino la comprensión instintiva, auténtica e incomparable de la naturaleza: en su lugar ha intervenido ahora una actitud astuta, calculadora, que intenta engañar a la naturaleza. Así, a quien es verdaderamente culto se le concede el bien inestimable de poder permanecer fiel, sin trasgresión alguna, a los instintos contemplativos de la niñez, con lo que alcanza una tranquilidad, una unidad, una coherencia y una armonía, que un hombre educado en la lucha por la vida no podrá ni siquiera presentir.
»Sin embargo, no creáis, amigos míos, que desee escatimar elogios a nuestras escuelas técnicas y a las escuelas primarias superiores: respeto los lugares donde se aprende correctamente la aritmética, se llega a dominar una lengua, se aprende en serio la geografía y se provee uno de los sorprendentes conocimientos de la ciencia natural. También estoy dispuesto a admitir que los escolares preparados en las mejores escuelas técnicas de nuestra época están perfectamente autorizados a hacer valer los mismos derechos que suelen corresponder a los bachilleres, y, desde luego, no está lejano el día en que se abrirán a esos escolares las puertas de la universidad y de los empleos estatales, con la misma largueza con que se han beneficiado de ellos hasta ahora los alumnos de bachillerato exclusivamente: ¡los alumnos del bachillerato actual, por supuesto! No he podido por menos de añadir esta última frase dolorosa: si bien es cierto que la escuela técnica y el instituto de bachillerato casi coinciden en líneas generales en sus fines actuales, y se distinguen entre sí por elementos tan tenues, que pueden contar con una plena igualdad de derechos ante el foro del Estado, aun así carecemos completamente de una especie de instituciones educativas: la de las instituciones de cultura. Desde luego, esto no es un reproche para las escuelas técnicas, que han seguido hasta ahora, tan feliz como honorablemente, tendencias bastante más modestas, pero extraordinariamente necesarias; sin embargo, en la esfera del bachillerato las cosas van mucho menos honorablemente, y también mucho menos, felizmente: en efecto, en ella encontramos todavía cierto sentimiento instintivo de vergüenza, cierta conciencia oscura de que la institución en conjunto está vilmente degradada, y de que las sonoras palabras educativas de profesores sagaces y apologéticos contrastan con la barbárica, desolada y estéril realidad. Así, pues, ¡no existe ninguna institución de cultura! Y quienes, decaídos y descontentos, simulan todavía sus actitudes, carecen de esperanzas más que quienes forman parte de los hatos del llamado “realismo”. Por lo demás, observad, amigos míos, a qué extremo de tosquedad y de falta de instrucción se ha llegado en el ambiente de los profesores, desde el momento en que se ha podido entender erróneamente el riguroso término filosófico “real”, o “realismo”, hasta el punto de olfatear dentro de él la antítesis entre materia y espíritu y de interpretar el “realismo” como “la tendencia a conocer, configurar, dominar lo real”.
»Por mi parte, conozco una sola antítesis auténtica, la existente entre instituciones para la cultura e instituciones para las necesidades de la vida. A la segunda especie pertenecen todas las instituciones presentes; en cambio, la primera especie es aquella de la que estoy hablando yo».
Podían haber transcurrido unas dos horas desde el momento en que los dos amigos filósofos habían iniciado su coloquio sobre cuestiones tan singulares. Entre tanto, había descendido la noche: si ya en el crepúsculo la voz del filósofo había resonado en la espesura del bosque como una música natural, en la completa oscuridad de la noche, cuando hablaba con excitación, o incluso con pasión, el sonido de su voz se quebraba -a través de los troncos de los árboles y de las rocas que se perdían abajo en el valle- en mil tonos, estallidos y silbidos. De repente, enmudeció; apenas había acabado de repetir, con actitud casi compasiva: «¡No tenemos ninguna institución de cultura, no tenemos ninguna institución de cultura!», cuando algo, tal vez una piña de abeto, cayó justo delante de él, mientras el perro del filósofo se arrojaba encima ladrando. Al verse interrumpido de ese modo, el filósofo alzó la cabeza y sintió a un tiempo la noche, el frescor, la soledad. «Pero, ¿qué hacemos aquí?», dijo a su acompañante. «Ya ha oscurecido. Hemos esperado tanto tiempo inútilmente. Ya sabes a quién esperábamos aquí: pero ahora ya no vendrá nadie. Hemos esperado tanto tiempo inútilmente: vayámonos.» Ahora, ilustres oyentes, debo comunicaros las impresiones experimentadas por mí y por mi amigo, mientras seguíamos desde nuestro escondrijo, escuchando ávidamente aquel coloquio claramente perceptible. Ya os he contado que en aquel lugar y en aquella hora de la noche éramos conscientes de estar celebrando solemnemente un aniversario: dicho aniversario no se refería a otra cosa que a los frutos.
De la cultura y de la educación, de los cuales, de acuerdo con nuestra fe juvenil, habíamos recogido una rica y feliz mies en nuestra vida anterior. Así, pues, éramos especialmente propensos a recordar con gratitud aquella institución que en otro tiempo y en aquel lugar habíamos proyectado con el fin, como ya he dicho antes, de estimular y vigilar recíprocamente, en un pequeño círculo de compañeros, nuestros vivos impulsos culturales. Y, de repente, sobre todo aquel pasado caía una luz completamente inesperada, mientras escuchábamos en silencio, abandonándonos a los enérgicos discursos del filósofo. Nos sentíamos como personas que, caminando a tontas y a locas, se encuentran de repente al borde de un abismo: nos parecía que, más que haber escapado a los peligros mayores, lo que habíamos hecho había sido correr a su encuentro. En aquel lugar tan memorable para nosotros, oíamos entonces la orden: «¡Atrás! ¡No deis un paso más! ¿Sabéis dónde os llevan vuestros pasos, dónde os conduce engañosamente este camino brillante?».
Nos parecía que ahora ya lo sabíamos, y un sentimiento desbordante de gratitud nos impulsaba tan irresistiblemente hacia el serio amonestador y el fiel Eckart, que los dos nos pusimos en pie de un salto para correr a abrazar al filósofo. Éste estaba a punto de irse, y ya se había vuelto. Mientras con paso ruidoso nos lanzábamos por sorpresa hacia, él y el perro se tiraba contra nosotros ladrando furiosamente, él y su acompañante debieron de pensar en un asalto de bandidos más que en un abrazo entusiasta. Evidentemente, nos había olvidado. En un instante se escapó. Y, cuando conseguimos alcanzarlo, nuestro abrazo falló completamente. Efectivamente, en aquel momento mi amigo gritó, pues el perro le había mordido, y el acompañante se echó sobre mí con tal furia, que ambos caímos a tierra. Entre perro y hombre se entabló una pelea inquietante que duró algunos instantes, hasta que mi amigo consiguió gritar con voz potente, parodiando las palabras del filósofo: «¡En nombre de toda cultura y pseudocultura! ¿Qué quiere de nosotros este estúpido perro? ¡Maldito perro! ¡Fuera de aquí, tú que no estás iniciado ni podrás estarlo nunca, lejos de nosotros y de nuestras vísceras, hazte atrás en silencio, callado y confuso!».
Después de aquella alocución, la escena se aclaró un poco, al menos en la medida en que podía aclararse en la completa oscuridad del bosque. «¡Son ellos!», exclamó el filósofo, «¡nuestros tiradores de pistola! Verdaderamente, nos habéis asustado. ¿Qué os impulsa a precipitaros así sobre mí, a estas horas de la noche?»
«Nos impulsa la alegría, la gratitud, la admiración», fue nuestra respuesta. Y, mientras el perro ladraba lleno de comprensión, nosotros estrechamos las manos del viejo. «No queríamos dejarle irse sin decírselo. Para poder explicarle todo, es necesario que no se vaya usted todavía: queremos preguntarle muchas cosas que nos oprimen el corazón. Así que, quédese: conocemos punto por punto este camino; más tarde les acompañaremos hasta abajo. Tal vez llegue todavía el huésped que usted espera. Mire allí abajo, sobre el Rin: ¿qué es lo que se agita con ese claror, como si estuviera iluminado por muchas antorchas? Creo que allí en medio está su amigo; más aún: tengo el presentimiento de que subirá hasta aquí junto con todas aquellas antorchas.»
Dejamos así estupefacto al viejo, con nuestras súplicas, nuestras promesas y nuestros fantásticos espejismos, hasta que finalmente el propio acompañante aconsejó al filósofo pasear un poco más allí arriba en la cima de la colina, con el suave aire nocturno, «liberados de cualquier bruma del saber», como añadió él.
«Avergonzaos», dijo el filósofo, «si queréis hacer una cita, no sois capaces de citar otra cosa que el Fausto. Pero cederé ante vuestros deseos, con o sin citas, con tal de que nuestros jóvenes permanezcan, y no escapen de improviso, como han venido. En realidad, son semejantes a los fuegos fatuos: nos asombran cuando aparecen y nos asombran cuando desaparecen.»
Y, al instante, mi amigo recitó:
«Espero que, movidos por la veneración, podamos
Forzar nuestra ligera naturaleza:
De ordinario avanzamos en zigzag».
El filósofo se detuvo asombrado. «Vosotros me maravilláis», dijo, «señores fuegos fatuos: no estamos en un pantano. ¿Qué os parece este lugar? ¿Qué significa para vosotros la proximidad de un filósofo? Aquí el aire es fresco y límpido, el terreno es seco y duro. Para vuestra inclinación a avanzar en zigzag, debéis escoger una razón más fantástica.»
«Si no recuerdo mal», intervino entonces el acompañante, «los señores ya nos han dicho que están vinculados a este lugar, en esta hora, por una promesa: no obstante, me parece que también han escuchado -como un coro- nuestra comedia de cultura, como auténticos “espectadores ideales”. Efectivamente, no nos han molestado, y hemos creído que estábamos solos.»
«Sí», dijo el filósofo, «eso es verdad: no se les puede negar ese elogio, pero me parece que merecen otro mayor.»
En aquel momento, yo tomé la mano del filósofo, y dije: «Hay que ser obtuso como un reptil, que arrastra el vientre por la tierra y la cabeza por el fango, para escuchar discursos como los suyos sin volverse serio y reflexivo o, mejor, excitado y ardiente. Alguno podría tal vez enojarse por todo eso, al sentirse llevado con gran despecho a acusarse a sí mismo. Nuestra impresión ha sido muy diferente: sin embargo, no sé cómo describirla. Esta hora era para nosotros precisamente algo exquisito, nuestro estado de ánimo estaba ansiosamente preparado, estábamos sentados ahí abajo como recipientes vacíos; ahora nos parece estar llenos hasta el borde de esa nueva sabiduría, pues ya no sé qué partido tomar, y, si alguien me preguntara qué pretendo hacer mañana, en general, qué me propongo hacer de ahora en adelante, la verdad es que no sabría qué responder. Efectivamente, es evidente que hasta ahora hemos vivido de un modo que no es el correcto: pero ¿cómo haremos para superar el abismo que separa el hoy del mañana?».
«Sí», confirmó mi amigo, «lo mismo me ocurre a mí: la pregunta que hago es la misma: pero casi me parece que ese punto de vista, tan alto e ideal, con respecto a la misión de la cultura alemana me coge alejado de ella, atemorizado, y me parece que no soy digno de participar también yo en la construcción de su obra. Veo sólo un espléndido cortejo de las naturalezas más ricas avanzando hacia ese objetivo: preveo los abismos sobre los que pasará dicho cortejo, y las tentaciones que dejará tras sí. ¿Quién puede ser tan audaz como para asociarse a dicho cortejo?»
En aquel momento también el acompañante se dirigió de nuevo al filósofo, y dijo: «Le ruego que no me censure, por sentir también yo algo semejante y declararlo ahora ante usted. Cuando hablo con usted, me ocurre con frecuencia que me siento elevado por encima de mí mismo, y me enfervorizo con su valor y sus esperanzas hasta olvidarme de mí mismo. Después llega un momento de frialdad, un viento que azota desde la realidad me lleva a reflexionar sobre mí mismo, y sólo entonces veo el vasto abismo que se abre entre nosotros y que usted me había hecho salvar como en un sueño. En ese caso, lo que usted llama cultura se agita en torno a mí o descansa pesadamente sobre mi pecho: es como una coraza que me oprime, y una espada que no sé blandir».
De repente, nos encontramos los tres de acuerdo, frente al filósofo: estimulándonos y animándonos mutuamente, pronunciamos en colaboración el siguiente discurso, mientras paseábamos lentamente para arriba y para abajo, con el filósofo, por aquel espacio sin árboles que en el mismo día nos había servido de campo de tiro, en la noche completamente silenciosa, y bajo un cielo estrellado que se extendía plácidamente sobre la tierra. «Ha hablado usted mucho del genio», tal fue poco más o menos nuestro discurso, «de su solitario y penoso peregrinar a través del mundo, como si la naturaleza produjera sólo las antítesis extremas, es decir, por un lado la masa obtusa, torpe, que se multiplica por instinto, y, por otro lado, a una distancia enorme, los grandes individuos contemplativos capaces de creaciones eternas. Ahora bien, también usted llama a éstos el vértice de la pirámide intelectual; por otra parte, parece que entre los amplios y sobrecargados cimientos y la cumbre excelsa son necesarios innumerables grados intermedios, y que precisamente ahí debe ser válido el principio: natura non facit saltus. Pero, adónde comienza lo que usted llama cultura, cuáles son las losas de piedra que separan esa parte de la pirámide que está gobernada por abajo de la parte que está gobernada por arriba? Y, en caso de que se pueda hablar verdaderamente de “cultura” sólo a propósito de esas naturalezas más remotas, ¿es posible, entonces, hacer basarse ciertas instituciones en la existencia problemática de dichas naturalezas?, ¿es lícito, entonces, pensar en instituciones de cultura que sean provechosas sólo para esos elegidos? Nosotros pensamos, más que nada, que precisamente ésos saben encontrar su camino, y que su fuerza se manifiesta precisamente en el hecho de poder avanzar sin esos puentes educativos, necesarios para todos los demás, y en el de poder abrirse paso, sin estorbos, a través de la muchedumbre de la historia del mundo, casi como un fantasma que pase a través de una densa reunión de gente.»
Juntos pronunciamos poco más o menos estas palabras, sin mucha gracia ni orden; el acompañante del filósofo fue aún más lejos y dijo a su maestro: «Así, pues, piense en todos los grandes genios, de que solemos estar orgullosos, por considerarlos como guías o jefes -auténticos y fieles- del verdadero espíritu alemán, y cuya memoria honramos con ceremonias y estatuas, cuyas obras contraponemos, seguros de nosotros, a lo que se ha hecho en el extranjero: ¿cuándo encontraron aquéllos una cultura como la que usted desea, y en qué medida se mostraron alimentados y maduros por un sol patrio de la cultura? A pesar de eso, fueron posibles, y han llegado a ser lo que debemos honrar hasta tal punto; más aún: tal vez sus obras justifiquen precisamente la forma de desarrollo adquirido por aquellas nobles naturalezas, y quizás incluso una falta de cultura como la que debemos admitir también en su época y en su pueblo. ¿Qué podía sacar Lessing, o Winckelmann, de una cultura alemana ya existente? Nada, o, por lo menos, tan poco como Beethoven, como Schiller, como Goethe, como todos nuestros grandes artistas y poetas. Quizá corresponda a una ley natural el hecho de que sólo las generaciones siguientes deben tomar conciencia de los dones celestiales que han marcado a una generación anterior».
En aquel momento, el viejo filósofo se irritó violentamente, y gritó a su acompañante: «¡Oh, cordero del conocimiento cándido! ¡Oh, vosotros todos, que no sois sino mamíferos! ¿Qué argumentaciones patituertas, torpes, limitadas, gibosas y tullidas son ésas? Sí, justamente ahora he escuchado la cultura de nuestros días, y en mis oídos resuenan todavía con esas cosas históricas simples y “evidentes”, puro sentido común sabiondo y despiadado, propio de historiadores. Recuérdalo, tú, naturaleza no profanada: tú has envejecido, y desde hace milenios este cielo estrellado se extiende por encima de ti, pero ¡todavía no has oído nunca una habladuría culta, y en el fondo maligna, como la predilecta de nuestra época! Así, que, ¿vosotros, mis queridos alemanes, estáis orgullosos de vuestros poetas y de vuestros artistas? ¿Los indicáis con el dedo, y alardeáis de ellos ante los extranjeros? Y, como no os ha costado ningún esfuerzo tenerlos entre vosotros, de eso deducís entonces la graciosísima teoría de que tampoco más adelante tendréis necesidad alguna de esforzaros por ellos. Pero, indudablemente, queridos niños inexpertos, aquéllos vienen por sí solos: os los trae la cigüeña. ¿Quién va a querer hablar de comadronas? Ahora bien, queridos amigos, os espera una severa lección. ¡Cómo! ¿Deberéis estar orgullosos por el hecho de que todos los citados espíritus ilustres y nobles fueran prematuramente sofocados, agotados, matados por vosotros, por vuestra barbarie? ¿Cómo podéis pensar, sin avergonzaros, en Lessing, que murió por vuestra torpeza, al luchar contra vuestros ridículos y necios ídolos, destruido por vuestros teatros, por vuestros estudiosos, por vuestros teólogos, sin poder aventurarse ni siquiera una vez en ese vuelo eterno para el que había nacido? ¿Y qué sentís al recordar a Winckelmann, el cual, para liberar su mirada de vuestras grotescas necedades, fue a pedir ayuda a los jesuitas? Su ignominiosa conversión recae sobre vosotros, y sobre vosotros pesará como una mancha indeleble. ¿Acaso tendréis derecho a nombrar a Schiller sin ruborizaros? ¡Mirad su imagen! Su mirada inflamada y centelleante que se aleja desdeñosamente de vosotros, está su mejilla sonrojada. ¿No os dice nada todo eso? Para vosotros era un juguete magnífico y divino, y habéis hecho pedazos dicho juguete. Y si exceptuamos la amistad de Goethe de aquella vida triste, apresurada, mortalmente atormentada, en lo demás, en lo que depende de vosotros, habréis contribuido a extinguirla más rápidamente. No habéis echado una mano a ninguno de nuestros genios, ¿y ahora queréis sacar de eso el dogma de que ya no hace falta ayudar a nadie? Para cada uno de aquéllos, hasta este momento, habéis representado más que nada la “resistencia del mundo obtuso”, como dice explícitamente Goethe, en el epílogo a La Campana; para cada uno de ellos, vosotros habéis sido precisamente los hombres perezosos y apáticos, envidiosos y ruines, malvados y egoístas. A pesar vuestro, ellos crearon aquellas obras, contra vosotros dirigieron sus ataques, y gracias a vosotros morirán demasiado pronto, sin haber realizado la labor de su jornada, destrozados y entorpecidos por las luchas. Nadie puede adivinar qué era lo que estaban destinados a alcanzar aquellos hombres heroicos, si ese auténtico espíritu alemán los hubiera cubierto con la bóveda protectora de una institución potente, ese espíritu, digo, que sin dicha institución arrastra su existencia aislado, disgregado y degenerado. Todos esos hombres están condenados a perecer, y es necesaria una fe fanática en la racionalidad de todo lo que ocurre, para pretender excusar vuestra culpa. Y no se trata sólo de esos hombres. Desde todos los campos de la eminencia intelectual comparecen los acusadores contra vosotros: si considero todos los talentos poéticos, o filosóficos, o pictóricos, o plásticos, y no sólo los talentos de primerísimo orden, por doquier observo la imposibilidad de madurar, el exceso de estímulo o una precoz lasitud, el agostamiento o la congelación antes de la floración, por doquier olfateo esa “resistencia del mundo obtuso”, o sea, vuestra culpa. A eso me refiero precisamente, cuando anhelo instituciones de cultura y cuando considero lastimoso el estado de las instituciones que hoy reciben ese nombre. Quien pretenda llamarlo un “deseo ideal”, y hablar de “idealismo” en general, y crea haberme hecho callar así, con un elogio, merece como respuesta que la situación actual sea precisa y sencillamente algo vulgar y vergonzoso, y que quien tirita de frío y desea el calor se enfurezca, cuando alguien llame a eso un “deseo ideal”. En este caso se trata de realidades presentes y efectivas que se imponen y saltan a la vista: quien siente algo de eso sabe que en este caso existe una condición miserable, como, por ejemplo, la del frío y del hambre. En cambio, quien no sienta nada de eso, tendrá por lo menos un criterio para juzgar en qué punto cesa lo que yo llamo “cultura”, y sobre qué piedra de la pirámide recae la separación entre la esfera que está gobernada por abajo y la esfera que está gobernada por arriba».
El filósofo parecía haberse acalorado mucho: nosotros lo invitamos a pasear un poco más. Efectivamente, había pronunciado sus últimos discursos erguido y en pie, cerca de aquel tronco de árbol que nos había servido de blanco para nuestros ejercicios de tiro. Por un tiempo todo permaneció tranquilo entre nosotros. Caminábamos hacia adelante y hacia atrás lenta y penosamente. Sentíamos bastante menos la vergüenza de haber expuesto argumentos tan necios, sentíamos casi como cierta reintegración de nuestra personalidad; precisamente después de aquellas alocuciones ardientes, nada lisonjeras para nosotros, creíamos sentirnos más próximos al filósofo, en una relación más personal con él. En efecto, el hombre es tan miserable, que se aproxima con la mayor rapidez a un extraño precisamente cuando éste deja traslucir una debilidad, un defecto. El hecho de que nuestro filósofo se hubiera enojado y hubiese usado palabras injuriosas nos hacía superar algo la tímida actitud de reverencia que hasta entonces había sido la única que habíamos sentido. Para quien pueda considerar chocante semejante observación, debemos añadir que con frecuencia ese puente conduce de una lejana veneración hasta el amor personal o la piedad. Y dicha piedad se presentaba poco a poco cada vez más fuerte, a partir de esa sensación de restitución de nuestra personalidad. ¿Con qué fin llevábamos de paseo de noche, entre árboles y rocas, a aquel hombre viejo? Y, dado que él nos había concedido aquello, ¿por qué no encontrábamos una forma más tranquila y más modesta para instruirnos?, ¿por qué debíamos expresar nuestro desacuerdo los tres juntos, y de modo tan inoportuno? Efectivamente, en aquel momento habíamos notado hasta qué punto carecían nuestras objeciones de experiencia, de preparación y de reflexión, y hasta qué punto resonaba en ellas precisamente el eco del presente, cuya voz, en el campo de la cultura, no quería escuchar el viejo. Además de eso, nuestras objeciones no habían brotado de forma pura del intelecto: el auténtico fundamento, excitado por los discursos del filósofo y estimulado a la resistencia, parecía ser otro. Tal vez se expresara en nosotros simplemente el ansia instintiva de saber si a partir de las opiniones manifestadas por el filósofo se tomaban en consideración ventajosa precisamente nuestras individualidades: tal vez todas aquellas fantasías anteriores, que habíamos acariciado con respecto a nuestra propia cultura, se encontraban entonces en dificultad y se esforzaban por encontrar a toda costa razones que oponer a un modo de considerar, a través del cual indudablemente quedaba denegado fundamentalmente nuestro presunto derecho a alcanzar una cultura. Pero con adversarios que sienten de modo tan personal la violencia de una argumentación no se debe contender; o incluso, para nuestro caso la moraleja podía ser la siguiente: semejantes adversarios no deben contender, no deben contradecir.
Caminábamos así junto al filósofo, avergonzados, compasivos, descontentos de nosotros mismos, y más convencidos que nunca de que el viejo debía de tener razón y de que habíamos sido injustos con él. Verdaderamente, estaba muy lejos el sueño juvenil de nuestra institución de cultura, y nosotros reconocíamos ya con toda claridad el peligro de que nos habíamos librado hasta entonces sólo por casualidad, es decir, el peligro de vendernos en cuerpo y alma al reglamento cultural que desde aquellos años de la niñez, y ya en nuestro instituto de bachillerato, nos había hablado lisonjeramente. Así, pues, ¿de qué dependía que no hubiéramos entrado todavía en el coro público de sus admiradores? Quizás únicamente del hecho de que éramos todavía estudiantes realmente y de que, por tanto, para huir de aquel codicioso gentío del arribismo, de aquellas incesantes e impetuosas olas de la vida pública, todavía podíamos retirarnos a una isla que dentro de poco también sería barrida.
Dominados por aquellos pensamientos, estábamos a punto de dirigirnos al filósofo, cuando repentinamente él se volvió hacia nosotros, y empezó a hablar con voz más dulce: «No debo maravillarme de que os comportéis de modo juvenil, imprevisor y apresurado. En efecto, es difícil que hayáis reflexionado nunca seriamente sobre lo que ahora me habéis escuchado. Tomaos tiempo, llevaos con vosotros el problema, pero pensad en él día y noche. En efecto, hoy estáis ante la encrucijada, y hoy sabéis adónde conducen los dos caminos. Si tomáis uno de ellos, agradaréis a vuestra época y ésta no os escatimará las coronas y los signos de la victoria: partidos inmensos os apoyarán, y tanto a vuestras espaldas como frente a vosotros habrá hombres con vuestros mismos sentimientos. Y, cuando el que va delante, pronuncie una consigna, resonará a través de todas las filas. En este caso el primer deber es: combatir en fila y cada cual en su puesto, y el segundo es el siguiente: aniquilar a todos aquellos que no quieran entrar en la formación. Por el otro camino tendréis pocos compañeros, es más difícil, más tortuoso y más escarpado. Los que recorren el primer camino se burlan de vosotros, pues vosotros camináis con mayor fatiga; también intentan induciros a que os paséis a su bando. Si en alguna ocasión se cruzan los dos caminos, os maltratarán, os apartarán a un lado, o incluso os evitarán recelosamente y os aislarán.
»¿Y qué debería significar, para los viandantes tan distintos de esos dos caminos, una institución de cultura? Esa enorme escuadra que avanza hacia sus metas por el primer camino entiende por eso una institución mediante la cual pueda encontrar sus filas, y quede separada y liberada de todo lo que puede tender hacia fines más altos y más remotos. Indudablemente, éstos saben poner en circulación palabras pomposas para designar sus tendencias: hablan, por ejemplo, del “desarrollo total de la personalidad libre en el marco de convicciones sólidas, comunes, nacionales, éticas y humanas”, o bien designan como su objetivo “la fundación del Estado popular, que se basa en la razón, la cultura y la justicia”.
»Para la otra hilera menos numerosa, una institución de cultura es algo completamente diferente. En la defensa de una organización sólida, quiere impedir que sea barrida y apartada por aquella turba, y que sus individuos, prematuramente debilitados o extraviados, degenerados, destruidos, pierdan de vista su noble y sublime objetivo. Dichos individuos deben llevar a cabo su obra -ése es el sentido de su institución común-: y precisamente una obra depurada, en la que no queden, por decirlo así, vestigios de la subjetividad, y que, como puro reflejo de la esencia eterna e inmutable de las cosas, supere el juego mutable de las épocas. Y todos aquellos que participen en esa institución deben preocuparse también de preparar, con esa eliminación depuradora de lo subjetivo, el nacimiento del genio y la producción de su obra. No son pocos los que, incluso en la serie de las actitudes de segundo y tercer orden, están destinados a esa labor auxiliar, y sólo al servir a semejante institución de cultura auténtica pueden llegar a sentir que viven cumpliendo con su deber. En cambio, ahora esas actitudes precisamente resultan desviadas de su camino por obra de las incesantes artes de seducción de esa “cultura” de moda, con lo que quedan alejados de su instinto. A los gestos egoístas de éstos, a sus debilidades y vanidades, va dirigida esa tentación, y precisamente ese espíritu de la época les susurra: “Seguidme. Ahí abajo, sois servidores, auxiliares, instrumentos, oscurecidos por naturalezas superiores, movidos por hilos, encadenados, como esclavos o, mejor, como autómatas; aquí, cerca de mí, seréis dueños de vuestra personalidad libre y gozaréis de ella, vuestras dotes pueden resaltar de forma autónoma y con ellas iréis, oportunamente, en cabeza; un enorme séquito os acompañará y la voz de la opinión pública os dará mayor placer que un elogio concedido aristocráticamente desde la altura del genio”. Hoy los mejores sucumben víctimas de esos halagos, y, en el fondo, es difícil que el hecho de ser receptivo o no a semejantes voces dependa del grado de talento; más que nada, lo decisivo es el grado y el nivel de cierta elevación moral, el instinto para el heroísmo y el sacrificio, y, por último, una necesidad auténtica de cultura, introducida por una educación correcta y convertida en un hábito: como ya he dicho, aquélla es sobre todo obediencia y acostumbramiento a la disciplina del genio. Pero precisamente de semejante disciplina y de semejante hábito podemos decir que no saben nada las instituciones que hoy se llaman “de cultura”, si bien a mí no me cabe duda de que, originariamente, el instituto de bachillerato se concebía como una auténtica institución de cultura de esa clase -al menos como institución preparatoria- y que en los tiempos maravillosos y profundamente agitados de la Reforma dio realmente los primeros pasos audaces en esa dirección. Y yo estoy seguro igualmente de que en la época de nuestro Schiller y de nuestro Goethe se pudo notar un primer indicio, vilmente desviado o marginado, de esa necesidad; un germen, por decirlo así, de esa ala de que habla Platón en el Fedro y que eleva el alma, en cualquier contacto con lo bello, haciéndola volar hacia el reino de los modelos inmutables y puros de las cosas».
«Mi venerado y admirable maestro», comenzó a hablar entonces el acompañante, «después de que usted ha citado al divino Platón y el mundo de las ideas, ya no creo que esté usted enojado conmigo, a pesar de haber merecido verdaderamente, por mi discurso anterior, su desaprobación y su ira. Apenas habla usted, se agita en mí esa ala platónica, y sólo en las pausas debo luchar, como auriga de mi alma, con el caballo recalcitrante, selvático y rebelde, que también Platón describió como zambo, zafio, de cuello fuerte y corto y hocico achatado, de pelo negro, de ojos grises e inyectados en sangre, con las orejas hirsutas y los oídos torpes, siempre listo para los crímenes y las atrocidades, a duras penas domable con la fusta y la vara. Le ruego, además, que piense en el mucho tiempo que he vivido alejado de usted y en que precisamente sobre mí han podido aplicarse todas esas artes de la seducción -de las que ya he hablado- quizá no sin cierto éxito, aunque yo mismo no lo advirtiera. Precisamente ahora comprendo más que nunca lo necesaria que es una institución que haga posible la vida en común con los escasos hombres de auténtica cultura, para que se puedan encontrar en ellos guías y estrellas que muestren el camino. Ahora siento intensamente el peligro de viajar solo. Y cuando yo, como le he dicho, creí salvarme con la huida de la muchedumbre y del contacto directo con el espíritu de nuestra época, también esa huida era un engaño. Continuamente, a través de canales infinitos y a cada aliento, esa atmósfera llega hasta nosotros, y no hay soledad bastante solitaria y apartada donde no pueda alcanzarnos con sus nieblas y sus nubes. Las imágenes de esa civilización, disfrazadas de duda, de ganancia, de esperanza, de virtud, nos van rodeando lentamente, bajo los disfraces más variados: e incluso aquí, cerca de usted, esa impostura ha sabido seducirnos. ¡Con qué constancia y fidelidad deberá hacer guardia esa pequeña escuadra de una cultura que casi se puede llamar sectaria! ¡Y cómo deberán reforzarse mutuamente sus componentes! ¡Con qué rigor habrá que censurar el paso en falso, y con qué piedad habrá que perdonarlo! Así, que perdóneme también usted, maestro, después de haberme reprendido tan seriamente.»
«Querido amigo, usas un lenguaje», dijo el filósofo, «que no puedo tolerar, y que me recuerda las camarillas religiosas. No tengo nada que ver con eso. Pero tu caballo platónico me ha gustado, y por eso es por lo que se te debe perdonar. Quiero permutar mi mamífero por ese caballo. Por otro lado, tengo poco deseo de seguir paseando aquí al fresco con vosotros. El amigo que estoy esperando está bastante loco, desde luego, para llegar hasta aquí a medianoche, una vez que ha prometido venir. Pero yo estoy esperando en vano la señal acordada entre nosotros: no comprendo qué puede haberlo entretenido hasta ahora. Suele ser puntual y preciso, como estamos acostumbrados a serlo los viejos, cosa que hoy la juventud considera anticuada. Esta vez me ha dado un plantón: es molesto. Ahora seguidme. Es hora de irnos.»
En aquel instante se presentó algo nuevo.
»Por consiguiente, amigos míos, no cambiéis esta cultura, esta diosa etérea, de pie ligero, por esa útil doméstica que a veces recibe incluso la denominación de “la cultura”, pero que no es sino la sierva y la consejera intelectual de las necesidades de la vida, de la ganancia y de la miseria. Por lo demás, una educación que haga vislumbrar al fin de su recorrido un empleo, o una ganancia material, no es en absoluto una educación con vistas a esa cultura a que nosotros nos referimos, sino simplemente una indicación de los caminos que se pueden recorrer para salvarse y defenderse en la lucha por la existencia. Indudablemente, semejante indicación tiene una importancia máxima e inmediata para la gran mayoría de los hombres: cuanto más difícil es la lucha, tanto más debe aprender el joven y tanto más debe poner en tensión sus fuerzas.
»Pero nadie debe creer que las instituciones que lo incitan a esa lucha y lo capacitan para combatir pueden considerarse como instituciones de cultura. Se trata de instituciones que se proponen superar las necesidades de la vida: así, pues, pueden hacer la promesa de formar a empleados, o a comerciantes, o a oficiales, o a mayoristas, o a agricultores, o a médicos, o a técnicos. Sin embargo, en esas instituciones se aplican, en cualquier caso, leyes y criterios diferentes de los necesarios para fundar una institución de cultura: lo que en el primer caso está permitido, podría ser en el segundo caso un error delictivo.
»Os pondré un ejemplo, amigos míos. Si queréis guiar a un joven por el camino recto de la cultura, guardaos de turbar su actitud ingenua, llena de fe en la naturaleza: se trata casi de una relación personal inmediata. Deberán hablarle, en sus diferentes lenguas, el bosque y la roca, la tempestad, el buitre, la flor aislada, la mariposa, el prado, los precipicios de los montes; en cierto modo deberá reconocerse en todo eso, en esas imágenes y en esos reflejos, dispersos e innumerables, en ese tumulto variopinto de apariencias mutables: sentirá entonces inconscientemente, a través del gran símbolo de la naturaleza, la unidad metafísica de todas las cosas, y al mismo tiempo se calmará, inspirado por la eterna permanencia y necesidad de la naturaleza. Pero, ¿cuántos son los jóvenes a los que está permitido crecer tan cerca de la naturaleza, en una relación casi personal con ella? Los otros deben aprender pronto una verdad diferente, a saber, la de cómo se puede someter a la naturaleza. En este caso se deja de lado esa ingenua metafísica: la fisiología de las plantas y de los animales, la geología, la química inorgánica obligan a los escolares a considerar la naturaleza de modo totalmente diferente. Lo que se ha perdido, a través de esa consideración nueva e impuesta, no es, desde luego, una fantasmagoría poética, sino la comprensión instintiva, auténtica e incomparable de la naturaleza: en su lugar ha intervenido ahora una actitud astuta, calculadora, que intenta engañar a la naturaleza. Así, a quien es verdaderamente culto se le concede el bien inestimable de poder permanecer fiel, sin trasgresión alguna, a los instintos contemplativos de la niñez, con lo que alcanza una tranquilidad, una unidad, una coherencia y una armonía, que un hombre educado en la lucha por la vida no podrá ni siquiera presentir.
»Sin embargo, no creáis, amigos míos, que desee escatimar elogios a nuestras escuelas técnicas y a las escuelas primarias superiores: respeto los lugares donde se aprende correctamente la aritmética, se llega a dominar una lengua, se aprende en serio la geografía y se provee uno de los sorprendentes conocimientos de la ciencia natural. También estoy dispuesto a admitir que los escolares preparados en las mejores escuelas técnicas de nuestra época están perfectamente autorizados a hacer valer los mismos derechos que suelen corresponder a los bachilleres, y, desde luego, no está lejano el día en que se abrirán a esos escolares las puertas de la universidad y de los empleos estatales, con la misma largueza con que se han beneficiado de ellos hasta ahora los alumnos de bachillerato exclusivamente: ¡los alumnos del bachillerato actual, por supuesto! No he podido por menos de añadir esta última frase dolorosa: si bien es cierto que la escuela técnica y el instituto de bachillerato casi coinciden en líneas generales en sus fines actuales, y se distinguen entre sí por elementos tan tenues, que pueden contar con una plena igualdad de derechos ante el foro del Estado, aun así carecemos completamente de una especie de instituciones educativas: la de las instituciones de cultura. Desde luego, esto no es un reproche para las escuelas técnicas, que han seguido hasta ahora, tan feliz como honorablemente, tendencias bastante más modestas, pero extraordinariamente necesarias; sin embargo, en la esfera del bachillerato las cosas van mucho menos honorablemente, y también mucho menos, felizmente: en efecto, en ella encontramos todavía cierto sentimiento instintivo de vergüenza, cierta conciencia oscura de que la institución en conjunto está vilmente degradada, y de que las sonoras palabras educativas de profesores sagaces y apologéticos contrastan con la barbárica, desolada y estéril realidad. Así, pues, ¡no existe ninguna institución de cultura! Y quienes, decaídos y descontentos, simulan todavía sus actitudes, carecen de esperanzas más que quienes forman parte de los hatos del llamado “realismo”. Por lo demás, observad, amigos míos, a qué extremo de tosquedad y de falta de instrucción se ha llegado en el ambiente de los profesores, desde el momento en que se ha podido entender erróneamente el riguroso término filosófico “real”, o “realismo”, hasta el punto de olfatear dentro de él la antítesis entre materia y espíritu y de interpretar el “realismo” como “la tendencia a conocer, configurar, dominar lo real”.
»Por mi parte, conozco una sola antítesis auténtica, la existente entre instituciones para la cultura e instituciones para las necesidades de la vida. A la segunda especie pertenecen todas las instituciones presentes; en cambio, la primera especie es aquella de la que estoy hablando yo».
Podían haber transcurrido unas dos horas desde el momento en que los dos amigos filósofos habían iniciado su coloquio sobre cuestiones tan singulares. Entre tanto, había descendido la noche: si ya en el crepúsculo la voz del filósofo había resonado en la espesura del bosque como una música natural, en la completa oscuridad de la noche, cuando hablaba con excitación, o incluso con pasión, el sonido de su voz se quebraba -a través de los troncos de los árboles y de las rocas que se perdían abajo en el valle- en mil tonos, estallidos y silbidos. De repente, enmudeció; apenas había acabado de repetir, con actitud casi compasiva: «¡No tenemos ninguna institución de cultura, no tenemos ninguna institución de cultura!», cuando algo, tal vez una piña de abeto, cayó justo delante de él, mientras el perro del filósofo se arrojaba encima ladrando. Al verse interrumpido de ese modo, el filósofo alzó la cabeza y sintió a un tiempo la noche, el frescor, la soledad. «Pero, ¿qué hacemos aquí?», dijo a su acompañante. «Ya ha oscurecido. Hemos esperado tanto tiempo inútilmente. Ya sabes a quién esperábamos aquí: pero ahora ya no vendrá nadie. Hemos esperado tanto tiempo inútilmente: vayámonos.» Ahora, ilustres oyentes, debo comunicaros las impresiones experimentadas por mí y por mi amigo, mientras seguíamos desde nuestro escondrijo, escuchando ávidamente aquel coloquio claramente perceptible. Ya os he contado que en aquel lugar y en aquella hora de la noche éramos conscientes de estar celebrando solemnemente un aniversario: dicho aniversario no se refería a otra cosa que a los frutos.
De la cultura y de la educación, de los cuales, de acuerdo con nuestra fe juvenil, habíamos recogido una rica y feliz mies en nuestra vida anterior. Así, pues, éramos especialmente propensos a recordar con gratitud aquella institución que en otro tiempo y en aquel lugar habíamos proyectado con el fin, como ya he dicho antes, de estimular y vigilar recíprocamente, en un pequeño círculo de compañeros, nuestros vivos impulsos culturales. Y, de repente, sobre todo aquel pasado caía una luz completamente inesperada, mientras escuchábamos en silencio, abandonándonos a los enérgicos discursos del filósofo. Nos sentíamos como personas que, caminando a tontas y a locas, se encuentran de repente al borde de un abismo: nos parecía que, más que haber escapado a los peligros mayores, lo que habíamos hecho había sido correr a su encuentro. En aquel lugar tan memorable para nosotros, oíamos entonces la orden: «¡Atrás! ¡No deis un paso más! ¿Sabéis dónde os llevan vuestros pasos, dónde os conduce engañosamente este camino brillante?».
Nos parecía que ahora ya lo sabíamos, y un sentimiento desbordante de gratitud nos impulsaba tan irresistiblemente hacia el serio amonestador y el fiel Eckart, que los dos nos pusimos en pie de un salto para correr a abrazar al filósofo. Éste estaba a punto de irse, y ya se había vuelto. Mientras con paso ruidoso nos lanzábamos por sorpresa hacia, él y el perro se tiraba contra nosotros ladrando furiosamente, él y su acompañante debieron de pensar en un asalto de bandidos más que en un abrazo entusiasta. Evidentemente, nos había olvidado. En un instante se escapó. Y, cuando conseguimos alcanzarlo, nuestro abrazo falló completamente. Efectivamente, en aquel momento mi amigo gritó, pues el perro le había mordido, y el acompañante se echó sobre mí con tal furia, que ambos caímos a tierra. Entre perro y hombre se entabló una pelea inquietante que duró algunos instantes, hasta que mi amigo consiguió gritar con voz potente, parodiando las palabras del filósofo: «¡En nombre de toda cultura y pseudocultura! ¿Qué quiere de nosotros este estúpido perro? ¡Maldito perro! ¡Fuera de aquí, tú que no estás iniciado ni podrás estarlo nunca, lejos de nosotros y de nuestras vísceras, hazte atrás en silencio, callado y confuso!».
Después de aquella alocución, la escena se aclaró un poco, al menos en la medida en que podía aclararse en la completa oscuridad del bosque. «¡Son ellos!», exclamó el filósofo, «¡nuestros tiradores de pistola! Verdaderamente, nos habéis asustado. ¿Qué os impulsa a precipitaros así sobre mí, a estas horas de la noche?»
«Nos impulsa la alegría, la gratitud, la admiración», fue nuestra respuesta. Y, mientras el perro ladraba lleno de comprensión, nosotros estrechamos las manos del viejo. «No queríamos dejarle irse sin decírselo. Para poder explicarle todo, es necesario que no se vaya usted todavía: queremos preguntarle muchas cosas que nos oprimen el corazón. Así que, quédese: conocemos punto por punto este camino; más tarde les acompañaremos hasta abajo. Tal vez llegue todavía el huésped que usted espera. Mire allí abajo, sobre el Rin: ¿qué es lo que se agita con ese claror, como si estuviera iluminado por muchas antorchas? Creo que allí en medio está su amigo; más aún: tengo el presentimiento de que subirá hasta aquí junto con todas aquellas antorchas.»
Dejamos así estupefacto al viejo, con nuestras súplicas, nuestras promesas y nuestros fantásticos espejismos, hasta que finalmente el propio acompañante aconsejó al filósofo pasear un poco más allí arriba en la cima de la colina, con el suave aire nocturno, «liberados de cualquier bruma del saber», como añadió él.
«Avergonzaos», dijo el filósofo, «si queréis hacer una cita, no sois capaces de citar otra cosa que el Fausto. Pero cederé ante vuestros deseos, con o sin citas, con tal de que nuestros jóvenes permanezcan, y no escapen de improviso, como han venido. En realidad, son semejantes a los fuegos fatuos: nos asombran cuando aparecen y nos asombran cuando desaparecen.»
Y, al instante, mi amigo recitó:
«Espero que, movidos por la veneración, podamos
Forzar nuestra ligera naturaleza:
De ordinario avanzamos en zigzag».
El filósofo se detuvo asombrado. «Vosotros me maravilláis», dijo, «señores fuegos fatuos: no estamos en un pantano. ¿Qué os parece este lugar? ¿Qué significa para vosotros la proximidad de un filósofo? Aquí el aire es fresco y límpido, el terreno es seco y duro. Para vuestra inclinación a avanzar en zigzag, debéis escoger una razón más fantástica.»
«Si no recuerdo mal», intervino entonces el acompañante, «los señores ya nos han dicho que están vinculados a este lugar, en esta hora, por una promesa: no obstante, me parece que también han escuchado -como un coro- nuestra comedia de cultura, como auténticos “espectadores ideales”. Efectivamente, no nos han molestado, y hemos creído que estábamos solos.»
«Sí», dijo el filósofo, «eso es verdad: no se les puede negar ese elogio, pero me parece que merecen otro mayor.»
En aquel momento, yo tomé la mano del filósofo, y dije: «Hay que ser obtuso como un reptil, que arrastra el vientre por la tierra y la cabeza por el fango, para escuchar discursos como los suyos sin volverse serio y reflexivo o, mejor, excitado y ardiente. Alguno podría tal vez enojarse por todo eso, al sentirse llevado con gran despecho a acusarse a sí mismo. Nuestra impresión ha sido muy diferente: sin embargo, no sé cómo describirla. Esta hora era para nosotros precisamente algo exquisito, nuestro estado de ánimo estaba ansiosamente preparado, estábamos sentados ahí abajo como recipientes vacíos; ahora nos parece estar llenos hasta el borde de esa nueva sabiduría, pues ya no sé qué partido tomar, y, si alguien me preguntara qué pretendo hacer mañana, en general, qué me propongo hacer de ahora en adelante, la verdad es que no sabría qué responder. Efectivamente, es evidente que hasta ahora hemos vivido de un modo que no es el correcto: pero ¿cómo haremos para superar el abismo que separa el hoy del mañana?».
«Sí», confirmó mi amigo, «lo mismo me ocurre a mí: la pregunta que hago es la misma: pero casi me parece que ese punto de vista, tan alto e ideal, con respecto a la misión de la cultura alemana me coge alejado de ella, atemorizado, y me parece que no soy digno de participar también yo en la construcción de su obra. Veo sólo un espléndido cortejo de las naturalezas más ricas avanzando hacia ese objetivo: preveo los abismos sobre los que pasará dicho cortejo, y las tentaciones que dejará tras sí. ¿Quién puede ser tan audaz como para asociarse a dicho cortejo?»
En aquel momento también el acompañante se dirigió de nuevo al filósofo, y dijo: «Le ruego que no me censure, por sentir también yo algo semejante y declararlo ahora ante usted. Cuando hablo con usted, me ocurre con frecuencia que me siento elevado por encima de mí mismo, y me enfervorizo con su valor y sus esperanzas hasta olvidarme de mí mismo. Después llega un momento de frialdad, un viento que azota desde la realidad me lleva a reflexionar sobre mí mismo, y sólo entonces veo el vasto abismo que se abre entre nosotros y que usted me había hecho salvar como en un sueño. En ese caso, lo que usted llama cultura se agita en torno a mí o descansa pesadamente sobre mi pecho: es como una coraza que me oprime, y una espada que no sé blandir».
De repente, nos encontramos los tres de acuerdo, frente al filósofo: estimulándonos y animándonos mutuamente, pronunciamos en colaboración el siguiente discurso, mientras paseábamos lentamente para arriba y para abajo, con el filósofo, por aquel espacio sin árboles que en el mismo día nos había servido de campo de tiro, en la noche completamente silenciosa, y bajo un cielo estrellado que se extendía plácidamente sobre la tierra. «Ha hablado usted mucho del genio», tal fue poco más o menos nuestro discurso, «de su solitario y penoso peregrinar a través del mundo, como si la naturaleza produjera sólo las antítesis extremas, es decir, por un lado la masa obtusa, torpe, que se multiplica por instinto, y, por otro lado, a una distancia enorme, los grandes individuos contemplativos capaces de creaciones eternas. Ahora bien, también usted llama a éstos el vértice de la pirámide intelectual; por otra parte, parece que entre los amplios y sobrecargados cimientos y la cumbre excelsa son necesarios innumerables grados intermedios, y que precisamente ahí debe ser válido el principio: natura non facit saltus. Pero, adónde comienza lo que usted llama cultura, cuáles son las losas de piedra que separan esa parte de la pirámide que está gobernada por abajo de la parte que está gobernada por arriba? Y, en caso de que se pueda hablar verdaderamente de “cultura” sólo a propósito de esas naturalezas más remotas, ¿es posible, entonces, hacer basarse ciertas instituciones en la existencia problemática de dichas naturalezas?, ¿es lícito, entonces, pensar en instituciones de cultura que sean provechosas sólo para esos elegidos? Nosotros pensamos, más que nada, que precisamente ésos saben encontrar su camino, y que su fuerza se manifiesta precisamente en el hecho de poder avanzar sin esos puentes educativos, necesarios para todos los demás, y en el de poder abrirse paso, sin estorbos, a través de la muchedumbre de la historia del mundo, casi como un fantasma que pase a través de una densa reunión de gente.»
Juntos pronunciamos poco más o menos estas palabras, sin mucha gracia ni orden; el acompañante del filósofo fue aún más lejos y dijo a su maestro: «Así, pues, piense en todos los grandes genios, de que solemos estar orgullosos, por considerarlos como guías o jefes -auténticos y fieles- del verdadero espíritu alemán, y cuya memoria honramos con ceremonias y estatuas, cuyas obras contraponemos, seguros de nosotros, a lo que se ha hecho en el extranjero: ¿cuándo encontraron aquéllos una cultura como la que usted desea, y en qué medida se mostraron alimentados y maduros por un sol patrio de la cultura? A pesar de eso, fueron posibles, y han llegado a ser lo que debemos honrar hasta tal punto; más aún: tal vez sus obras justifiquen precisamente la forma de desarrollo adquirido por aquellas nobles naturalezas, y quizás incluso una falta de cultura como la que debemos admitir también en su época y en su pueblo. ¿Qué podía sacar Lessing, o Winckelmann, de una cultura alemana ya existente? Nada, o, por lo menos, tan poco como Beethoven, como Schiller, como Goethe, como todos nuestros grandes artistas y poetas. Quizá corresponda a una ley natural el hecho de que sólo las generaciones siguientes deben tomar conciencia de los dones celestiales que han marcado a una generación anterior».
En aquel momento, el viejo filósofo se irritó violentamente, y gritó a su acompañante: «¡Oh, cordero del conocimiento cándido! ¡Oh, vosotros todos, que no sois sino mamíferos! ¿Qué argumentaciones patituertas, torpes, limitadas, gibosas y tullidas son ésas? Sí, justamente ahora he escuchado la cultura de nuestros días, y en mis oídos resuenan todavía con esas cosas históricas simples y “evidentes”, puro sentido común sabiondo y despiadado, propio de historiadores. Recuérdalo, tú, naturaleza no profanada: tú has envejecido, y desde hace milenios este cielo estrellado se extiende por encima de ti, pero ¡todavía no has oído nunca una habladuría culta, y en el fondo maligna, como la predilecta de nuestra época! Así, que, ¿vosotros, mis queridos alemanes, estáis orgullosos de vuestros poetas y de vuestros artistas? ¿Los indicáis con el dedo, y alardeáis de ellos ante los extranjeros? Y, como no os ha costado ningún esfuerzo tenerlos entre vosotros, de eso deducís entonces la graciosísima teoría de que tampoco más adelante tendréis necesidad alguna de esforzaros por ellos. Pero, indudablemente, queridos niños inexpertos, aquéllos vienen por sí solos: os los trae la cigüeña. ¿Quién va a querer hablar de comadronas? Ahora bien, queridos amigos, os espera una severa lección. ¡Cómo! ¿Deberéis estar orgullosos por el hecho de que todos los citados espíritus ilustres y nobles fueran prematuramente sofocados, agotados, matados por vosotros, por vuestra barbarie? ¿Cómo podéis pensar, sin avergonzaros, en Lessing, que murió por vuestra torpeza, al luchar contra vuestros ridículos y necios ídolos, destruido por vuestros teatros, por vuestros estudiosos, por vuestros teólogos, sin poder aventurarse ni siquiera una vez en ese vuelo eterno para el que había nacido? ¿Y qué sentís al recordar a Winckelmann, el cual, para liberar su mirada de vuestras grotescas necedades, fue a pedir ayuda a los jesuitas? Su ignominiosa conversión recae sobre vosotros, y sobre vosotros pesará como una mancha indeleble. ¿Acaso tendréis derecho a nombrar a Schiller sin ruborizaros? ¡Mirad su imagen! Su mirada inflamada y centelleante que se aleja desdeñosamente de vosotros, está su mejilla sonrojada. ¿No os dice nada todo eso? Para vosotros era un juguete magnífico y divino, y habéis hecho pedazos dicho juguete. Y si exceptuamos la amistad de Goethe de aquella vida triste, apresurada, mortalmente atormentada, en lo demás, en lo que depende de vosotros, habréis contribuido a extinguirla más rápidamente. No habéis echado una mano a ninguno de nuestros genios, ¿y ahora queréis sacar de eso el dogma de que ya no hace falta ayudar a nadie? Para cada uno de aquéllos, hasta este momento, habéis representado más que nada la “resistencia del mundo obtuso”, como dice explícitamente Goethe, en el epílogo a La Campana; para cada uno de ellos, vosotros habéis sido precisamente los hombres perezosos y apáticos, envidiosos y ruines, malvados y egoístas. A pesar vuestro, ellos crearon aquellas obras, contra vosotros dirigieron sus ataques, y gracias a vosotros morirán demasiado pronto, sin haber realizado la labor de su jornada, destrozados y entorpecidos por las luchas. Nadie puede adivinar qué era lo que estaban destinados a alcanzar aquellos hombres heroicos, si ese auténtico espíritu alemán los hubiera cubierto con la bóveda protectora de una institución potente, ese espíritu, digo, que sin dicha institución arrastra su existencia aislado, disgregado y degenerado. Todos esos hombres están condenados a perecer, y es necesaria una fe fanática en la racionalidad de todo lo que ocurre, para pretender excusar vuestra culpa. Y no se trata sólo de esos hombres. Desde todos los campos de la eminencia intelectual comparecen los acusadores contra vosotros: si considero todos los talentos poéticos, o filosóficos, o pictóricos, o plásticos, y no sólo los talentos de primerísimo orden, por doquier observo la imposibilidad de madurar, el exceso de estímulo o una precoz lasitud, el agostamiento o la congelación antes de la floración, por doquier olfateo esa “resistencia del mundo obtuso”, o sea, vuestra culpa. A eso me refiero precisamente, cuando anhelo instituciones de cultura y cuando considero lastimoso el estado de las instituciones que hoy reciben ese nombre. Quien pretenda llamarlo un “deseo ideal”, y hablar de “idealismo” en general, y crea haberme hecho callar así, con un elogio, merece como respuesta que la situación actual sea precisa y sencillamente algo vulgar y vergonzoso, y que quien tirita de frío y desea el calor se enfurezca, cuando alguien llame a eso un “deseo ideal”. En este caso se trata de realidades presentes y efectivas que se imponen y saltan a la vista: quien siente algo de eso sabe que en este caso existe una condición miserable, como, por ejemplo, la del frío y del hambre. En cambio, quien no sienta nada de eso, tendrá por lo menos un criterio para juzgar en qué punto cesa lo que yo llamo “cultura”, y sobre qué piedra de la pirámide recae la separación entre la esfera que está gobernada por abajo y la esfera que está gobernada por arriba».
El filósofo parecía haberse acalorado mucho: nosotros lo invitamos a pasear un poco más. Efectivamente, había pronunciado sus últimos discursos erguido y en pie, cerca de aquel tronco de árbol que nos había servido de blanco para nuestros ejercicios de tiro. Por un tiempo todo permaneció tranquilo entre nosotros. Caminábamos hacia adelante y hacia atrás lenta y penosamente. Sentíamos bastante menos la vergüenza de haber expuesto argumentos tan necios, sentíamos casi como cierta reintegración de nuestra personalidad; precisamente después de aquellas alocuciones ardientes, nada lisonjeras para nosotros, creíamos sentirnos más próximos al filósofo, en una relación más personal con él. En efecto, el hombre es tan miserable, que se aproxima con la mayor rapidez a un extraño precisamente cuando éste deja traslucir una debilidad, un defecto. El hecho de que nuestro filósofo se hubiera enojado y hubiese usado palabras injuriosas nos hacía superar algo la tímida actitud de reverencia que hasta entonces había sido la única que habíamos sentido. Para quien pueda considerar chocante semejante observación, debemos añadir que con frecuencia ese puente conduce de una lejana veneración hasta el amor personal o la piedad. Y dicha piedad se presentaba poco a poco cada vez más fuerte, a partir de esa sensación de restitución de nuestra personalidad. ¿Con qué fin llevábamos de paseo de noche, entre árboles y rocas, a aquel hombre viejo? Y, dado que él nos había concedido aquello, ¿por qué no encontrábamos una forma más tranquila y más modesta para instruirnos?, ¿por qué debíamos expresar nuestro desacuerdo los tres juntos, y de modo tan inoportuno? Efectivamente, en aquel momento habíamos notado hasta qué punto carecían nuestras objeciones de experiencia, de preparación y de reflexión, y hasta qué punto resonaba en ellas precisamente el eco del presente, cuya voz, en el campo de la cultura, no quería escuchar el viejo. Además de eso, nuestras objeciones no habían brotado de forma pura del intelecto: el auténtico fundamento, excitado por los discursos del filósofo y estimulado a la resistencia, parecía ser otro. Tal vez se expresara en nosotros simplemente el ansia instintiva de saber si a partir de las opiniones manifestadas por el filósofo se tomaban en consideración ventajosa precisamente nuestras individualidades: tal vez todas aquellas fantasías anteriores, que habíamos acariciado con respecto a nuestra propia cultura, se encontraban entonces en dificultad y se esforzaban por encontrar a toda costa razones que oponer a un modo de considerar, a través del cual indudablemente quedaba denegado fundamentalmente nuestro presunto derecho a alcanzar una cultura. Pero con adversarios que sienten de modo tan personal la violencia de una argumentación no se debe contender; o incluso, para nuestro caso la moraleja podía ser la siguiente: semejantes adversarios no deben contender, no deben contradecir.
Caminábamos así junto al filósofo, avergonzados, compasivos, descontentos de nosotros mismos, y más convencidos que nunca de que el viejo debía de tener razón y de que habíamos sido injustos con él. Verdaderamente, estaba muy lejos el sueño juvenil de nuestra institución de cultura, y nosotros reconocíamos ya con toda claridad el peligro de que nos habíamos librado hasta entonces sólo por casualidad, es decir, el peligro de vendernos en cuerpo y alma al reglamento cultural que desde aquellos años de la niñez, y ya en nuestro instituto de bachillerato, nos había hablado lisonjeramente. Así, pues, ¿de qué dependía que no hubiéramos entrado todavía en el coro público de sus admiradores? Quizás únicamente del hecho de que éramos todavía estudiantes realmente y de que, por tanto, para huir de aquel codicioso gentío del arribismo, de aquellas incesantes e impetuosas olas de la vida pública, todavía podíamos retirarnos a una isla que dentro de poco también sería barrida.
Dominados por aquellos pensamientos, estábamos a punto de dirigirnos al filósofo, cuando repentinamente él se volvió hacia nosotros, y empezó a hablar con voz más dulce: «No debo maravillarme de que os comportéis de modo juvenil, imprevisor y apresurado. En efecto, es difícil que hayáis reflexionado nunca seriamente sobre lo que ahora me habéis escuchado. Tomaos tiempo, llevaos con vosotros el problema, pero pensad en él día y noche. En efecto, hoy estáis ante la encrucijada, y hoy sabéis adónde conducen los dos caminos. Si tomáis uno de ellos, agradaréis a vuestra época y ésta no os escatimará las coronas y los signos de la victoria: partidos inmensos os apoyarán, y tanto a vuestras espaldas como frente a vosotros habrá hombres con vuestros mismos sentimientos. Y, cuando el que va delante, pronuncie una consigna, resonará a través de todas las filas. En este caso el primer deber es: combatir en fila y cada cual en su puesto, y el segundo es el siguiente: aniquilar a todos aquellos que no quieran entrar en la formación. Por el otro camino tendréis pocos compañeros, es más difícil, más tortuoso y más escarpado. Los que recorren el primer camino se burlan de vosotros, pues vosotros camináis con mayor fatiga; también intentan induciros a que os paséis a su bando. Si en alguna ocasión se cruzan los dos caminos, os maltratarán, os apartarán a un lado, o incluso os evitarán recelosamente y os aislarán.
»¿Y qué debería significar, para los viandantes tan distintos de esos dos caminos, una institución de cultura? Esa enorme escuadra que avanza hacia sus metas por el primer camino entiende por eso una institución mediante la cual pueda encontrar sus filas, y quede separada y liberada de todo lo que puede tender hacia fines más altos y más remotos. Indudablemente, éstos saben poner en circulación palabras pomposas para designar sus tendencias: hablan, por ejemplo, del “desarrollo total de la personalidad libre en el marco de convicciones sólidas, comunes, nacionales, éticas y humanas”, o bien designan como su objetivo “la fundación del Estado popular, que se basa en la razón, la cultura y la justicia”.
»Para la otra hilera menos numerosa, una institución de cultura es algo completamente diferente. En la defensa de una organización sólida, quiere impedir que sea barrida y apartada por aquella turba, y que sus individuos, prematuramente debilitados o extraviados, degenerados, destruidos, pierdan de vista su noble y sublime objetivo. Dichos individuos deben llevar a cabo su obra -ése es el sentido de su institución común-: y precisamente una obra depurada, en la que no queden, por decirlo así, vestigios de la subjetividad, y que, como puro reflejo de la esencia eterna e inmutable de las cosas, supere el juego mutable de las épocas. Y todos aquellos que participen en esa institución deben preocuparse también de preparar, con esa eliminación depuradora de lo subjetivo, el nacimiento del genio y la producción de su obra. No son pocos los que, incluso en la serie de las actitudes de segundo y tercer orden, están destinados a esa labor auxiliar, y sólo al servir a semejante institución de cultura auténtica pueden llegar a sentir que viven cumpliendo con su deber. En cambio, ahora esas actitudes precisamente resultan desviadas de su camino por obra de las incesantes artes de seducción de esa “cultura” de moda, con lo que quedan alejados de su instinto. A los gestos egoístas de éstos, a sus debilidades y vanidades, va dirigida esa tentación, y precisamente ese espíritu de la época les susurra: “Seguidme. Ahí abajo, sois servidores, auxiliares, instrumentos, oscurecidos por naturalezas superiores, movidos por hilos, encadenados, como esclavos o, mejor, como autómatas; aquí, cerca de mí, seréis dueños de vuestra personalidad libre y gozaréis de ella, vuestras dotes pueden resaltar de forma autónoma y con ellas iréis, oportunamente, en cabeza; un enorme séquito os acompañará y la voz de la opinión pública os dará mayor placer que un elogio concedido aristocráticamente desde la altura del genio”. Hoy los mejores sucumben víctimas de esos halagos, y, en el fondo, es difícil que el hecho de ser receptivo o no a semejantes voces dependa del grado de talento; más que nada, lo decisivo es el grado y el nivel de cierta elevación moral, el instinto para el heroísmo y el sacrificio, y, por último, una necesidad auténtica de cultura, introducida por una educación correcta y convertida en un hábito: como ya he dicho, aquélla es sobre todo obediencia y acostumbramiento a la disciplina del genio. Pero precisamente de semejante disciplina y de semejante hábito podemos decir que no saben nada las instituciones que hoy se llaman “de cultura”, si bien a mí no me cabe duda de que, originariamente, el instituto de bachillerato se concebía como una auténtica institución de cultura de esa clase -al menos como institución preparatoria- y que en los tiempos maravillosos y profundamente agitados de la Reforma dio realmente los primeros pasos audaces en esa dirección. Y yo estoy seguro igualmente de que en la época de nuestro Schiller y de nuestro Goethe se pudo notar un primer indicio, vilmente desviado o marginado, de esa necesidad; un germen, por decirlo así, de esa ala de que habla Platón en el Fedro y que eleva el alma, en cualquier contacto con lo bello, haciéndola volar hacia el reino de los modelos inmutables y puros de las cosas».
«Mi venerado y admirable maestro», comenzó a hablar entonces el acompañante, «después de que usted ha citado al divino Platón y el mundo de las ideas, ya no creo que esté usted enojado conmigo, a pesar de haber merecido verdaderamente, por mi discurso anterior, su desaprobación y su ira. Apenas habla usted, se agita en mí esa ala platónica, y sólo en las pausas debo luchar, como auriga de mi alma, con el caballo recalcitrante, selvático y rebelde, que también Platón describió como zambo, zafio, de cuello fuerte y corto y hocico achatado, de pelo negro, de ojos grises e inyectados en sangre, con las orejas hirsutas y los oídos torpes, siempre listo para los crímenes y las atrocidades, a duras penas domable con la fusta y la vara. Le ruego, además, que piense en el mucho tiempo que he vivido alejado de usted y en que precisamente sobre mí han podido aplicarse todas esas artes de la seducción -de las que ya he hablado- quizá no sin cierto éxito, aunque yo mismo no lo advirtiera. Precisamente ahora comprendo más que nunca lo necesaria que es una institución que haga posible la vida en común con los escasos hombres de auténtica cultura, para que se puedan encontrar en ellos guías y estrellas que muestren el camino. Ahora siento intensamente el peligro de viajar solo. Y cuando yo, como le he dicho, creí salvarme con la huida de la muchedumbre y del contacto directo con el espíritu de nuestra época, también esa huida era un engaño. Continuamente, a través de canales infinitos y a cada aliento, esa atmósfera llega hasta nosotros, y no hay soledad bastante solitaria y apartada donde no pueda alcanzarnos con sus nieblas y sus nubes. Las imágenes de esa civilización, disfrazadas de duda, de ganancia, de esperanza, de virtud, nos van rodeando lentamente, bajo los disfraces más variados: e incluso aquí, cerca de usted, esa impostura ha sabido seducirnos. ¡Con qué constancia y fidelidad deberá hacer guardia esa pequeña escuadra de una cultura que casi se puede llamar sectaria! ¡Y cómo deberán reforzarse mutuamente sus componentes! ¡Con qué rigor habrá que censurar el paso en falso, y con qué piedad habrá que perdonarlo! Así, que perdóneme también usted, maestro, después de haberme reprendido tan seriamente.»
«Querido amigo, usas un lenguaje», dijo el filósofo, «que no puedo tolerar, y que me recuerda las camarillas religiosas. No tengo nada que ver con eso. Pero tu caballo platónico me ha gustado, y por eso es por lo que se te debe perdonar. Quiero permutar mi mamífero por ese caballo. Por otro lado, tengo poco deseo de seguir paseando aquí al fresco con vosotros. El amigo que estoy esperando está bastante loco, desde luego, para llegar hasta aquí a medianoche, una vez que ha prometido venir. Pero yo estoy esperando en vano la señal acordada entre nosotros: no comprendo qué puede haberlo entretenido hasta ahora. Suele ser puntual y preciso, como estamos acostumbrados a serlo los viejos, cosa que hoy la juventud considera anticuada. Esta vez me ha dado un plantón: es molesto. Ahora seguidme. Es hora de irnos.»
En aquel instante se presentó algo nuevo.
Primera conferencia
Segunda conferencia
Tercera conferencia
0 comentarios:
Solo se publicarán mensajes que:- Sean respetuosos y no sean ofensivos.
- No sean spam.
- No sean off topics.
- Siguiendo las reglas de netiqueta.
Publicar un comentario