Segunda conferencia
Ilustres oyentes, aquellos de vosotros a quienes en este momento saludo como a mis oyentes, y que quizá no hayan oído hablar de mi conferencia, pronunciada hace tres semanas, deberán permitir ahora que los introduzca, sin otros preparativos, en medio de un diálogo serio, que había yo comenzado entonces a referir, y cuyos últimos desarrollos recordaré hoy. El individuo más joven, que acompañaba al filósofo, había debido excusarse un poco antes, de modo lealmente confidencial, ante su importante maestro, y explicar los motivos por los que, presa del desánimo, había abandonado su posición anterior de profesor, y pasaba su tiempo desconsolado, en una soledad escogida espontáneamente. La causa de semejante decisión había que atribuirla a todo menos a una presunción orgullosa.«He oído demasiadas cosas de usted, maestro», había dicho el honrado discípulo, «durante demasiado tiempo he estado junto a usted, para poder abandonarme todavía con confianza a las ordenanzas vigentes de la cultura y de la educación. Siento con demasiada claridad esos errores y esos inconvenientes insalvables que usted solía señalarme: y, sin embargo, me parece que escasea en mí la fuerza con que, luchando más animosamente, podría tener éxito, y con que podría hacer añicos los bastiones de esta presunta cultura. Se ha apoderado de mí un desánimo general: la fuga a la soledad no se debe a orgullo ni a presunción.» A continuación, para disculparse, había descrito de tal modo las características generales de esa situación cultural, que el filósofo no había podido por menos de interrumpirlo con voz compasiva, y tranquilizarlo. «¡Vamos! Detente de una vez, pobre amigo mío», dijo el filósofo. «Ahora te comprendo mejor, y antes no debería haberte dicho palabras tan duras. Tienes razón en todo, menos en tu desánimo. Ahora voy a decirte una cosa para consolarte. ¿Cuánto tiempo crees que durará todavía, en la escuela de nuestra época, semejante actitud cultural, tan difícil de soportar para ti? No quiero ocultarte mi confianza en ese sentido: la época de todo eso ha acabado, sus días están contados. El primero que se atreva a ser honrado en este terreno podrá escuchar el eco de su honradez devuelto por mil almas valientes. Efectivamente, en el fondo existe un acuerdo tácito entre los hombres de esta época que están más generosamente dotados, y que sienten con mayor vehemencia. Cada uno de ellos sabe lo que ha debido soportar por la situación cultural de la escuela, y cada uno de ellos quisiera liberar por lo menos a su descendencia de semejante opresión, aun a costa de sacrificarse personalmente. La triste causa de que, a pesar de todo, no consiga manifestarse por ningún lado una honradez completa es la pobreza espiritual de los profesores de nuestra época: precisamente en ese campo faltan los talentos realmente inventivos, faltan los hombres verdaderamente prácticos, o sea, los que tienen ideas buenas y nuevas, y saben que la auténtica genialidad y la auténtica praxis deben encontrarse necesariamente en el mismo individuo. En cambio, los prácticos prosaicos carecen de ideas precisamente, y, por eso, carecen también de una praxis auténtica. Basta con entrar en contacto con la literatura pedagógica de nuestra época: hay que estar muy corrompido para no asustarse -cuando se estudia ese tema- ante la suprema pobreza espiritual, ante ese desdichado juego infantil del corro. En nuestro caso, la filosofía debe partir, no ya de la maravilla, sino del horror. A quien no esté en condiciones de provocar horror hay que rogarle que deje en paz las cuestiones pedagógicas. Indudablemente, hasta ahora, por lo general ha ocurrido lo contrario: quienes se horrorizaban como tú, querido amigo, escapaban atemorizados, y quienes permanecían impávidos, tranquilos, metían del modo más grosero sus rudas manos en la más delicada de todas las técnicas que pueden corresponder a un arte, es decir, en la técnica de la cultura. Pero eso ya no podrá durar mucho tiempo: tendrá que llegar por fin el hombre honrado que tenga esas ideas buenas y nuevas, y que para realizarlas se atreva a romper con la situación actual. Éste, finalmente, remitiéndose a un ejemplo grandioso, mostrará el modo de hacer lo que esas manos rudas -las únicas que hasta ahora han intervenido- no están en condiciones de imitar: en ese caso, se empezará a distinguir por doquier, y entonces se advertirá al menos el contraste y se podrá reflexionar sobre las causas de ese contraste, mientras que hoy son muchos los que creen todavía, con perfecta buena fe, que para la profesión de pedagogo se necesitan manos rudas.»
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«Quisiera, ilustre maestro», dijo en aquel momento el acompañante, «que usted, mediante un ejemplo concreto, me ayudara a alimentar la esperanza por usted expresada tan audazmente. Los dos conocemos el instituto de bachillerato: ¿también con respecto a esa institución educativa, por ejemplo, cree usted que se podría acabar con las antiguas y tenaces costumbres, con ayuda, de la honradez, y de ideas buenas y nuevas? En mi opinión, en este caso, a los arietes de un asalto no se opone una dura muralla, sino la más fastidiosa rigidez e inasibilidad de todos los principios. El asaltante no debe destruir a un adversario visible y sólido: antes bien, dicho adversario está disfrazado, puede transformarse en cien figuras, y en una de éstas puede escapar a la garra que lo atrape, confundiendo siempre al asaltante con una vil concesión o con un movimiento de retroceso. Precisamente el instituto de bachillerato ha sido el que me ha impulsado a huir desalentado a la soledad, precisamente porque opino que, si en ese campo no concluye la lucha con una victoria, todas las demás instituciones de la cultura deberán ceder, y que, si alguien se desanima con respecto a eso, deberá desanimarse, también con respecto a las cuestiones pedagógicas más serias. Así, pues, le ruego, maestro, que me instruya en relación con el instituto de bachillerato: ¿qué decadencia podemos esperar de él, y qué renacimiento?»
«También yo», dijo el filósofo, «atribuyo al instituto de bachillerato, como tú, una importancia enorme: todas las demás instituciones deben valorarse con el criterio de los fines culturales a que se aspira mediante el instituto; cuando las tendencias de éste sufren desviaciones, todas las demás instituciones sufren las consecuencias de ello, y, mediante la depuración y la renovación del instituto, se depuran y renuevan igualmente las demás instituciones educativas. Ni siquiera la universidad puede pretender ahora tener semejante importancia de fulcro motor. La universidad, en su estructura actual, puede considerarse simplemente -al menos, en un aspecto esencial- como el remate de la tendencia existente en el instituto de bachillerato: después te explicaré claramente este punto. Por el momento, consideremos conjuntamente lo que me inspira una alternativa llena de promesas, en función de la cual, o bien el espíritu del bachillerato hasta ahora cultivado -tan variopinto y tan difícil de captar- se dispersa completamente en el aire, o bien habrá que depurarlo y renovarlo radicalmente. Y para no asustarte con principios universales, pensemos ante todo en una de esas experiencias del bachillerato que todos hemos tenido y que todos sufrimos. ¿Qué es hoy, si la consideramos severamente, la enseñanza del alemán en el bachillerato?
»Antes que nada, voy a decirte cómo debería ser. Hoy todos hablan y escriben naturalmente la lengua alemana con la ineptitud y la vulgaridad propias de una época que aprende el alemán en. los periódicos. Por eso, al adolescente que está creciendo, y está dotado más generosamente, habría que colocarlo por la fuerza bajo la campana de vidrio del buen gusto y de una rígida disciplina lingüística: si eso no es posible, prefiero entonces volver enseguida a hablar en latín, ya que me avergüenzo de una lengua tan desfigurada y deshonrada.
»Una escuela mejor no podrá tener otro objetivo a ese respecto que el de llevar al camino recto, con autoridad y rigor digno, a los jóvenes lingüísticamente corrompidos, y exhortarles así: "¡Tomad en serio vuestra lengua! Quien no consiga sentir un deber sagrado en ese sentido no posee ni siquiera el germen del que pueda surgir una cultura superior. Eso, es decir, vuestro modo de tratar la lengua materna, revelará hasta qué punto apreciáis el arte, con eso se verá hasta qué punto congeniáis con el arte. Si no conseguís obtener ese resultado por vosotros mismos, es decir, sentir un desagrado físico frente a ciertas palabras y a ciertas frases de nuestra jerga periodística, abandonad al instante las aspiraciones a la cultura. Efectivamente, ahí, muy cerca de vosotros, siempre que habláis y escribís, hay una piedra de toque para juzgar lo difícil y descomunal que es la tarea del hombre de cultura, y hasta qué punto es inverosímil que muchos de vosotros alcancéis la auténtica cultura".
»Según el espíritu de semejante discurso, el profesor de alemán en el instituto de bachillerato tendría la obligación de llamar la atención de sus escolares sobre miles de detalles y de prohibir incluso -con toda la seguridad que proporciona el buen gusto- el uso de palabras como, por ejemplo, beanspruchen (reclamar), vereinnahmen (cobrar dinero), einer Sache Rechnung tragen (tener en cuenta una cosa), die Initiative ergreifen (tomar la iniciativa), selbstverstdadlich (evidente), etcétera, cum taedio in infinitum. Además, el mismo profesor, al referirse a nuestros autores clásicos, debería mostrar, renglón a renglón, el enorme cuidado y rigor con que hay que entender todas las expresiones, cuando se tiene un auténtico sentimiento artístico, y cuando se aspira a la completa claridad de lo que se escribe. Obligará a sus alumnos a expresar el mismo pensamiento una vez más y de modo todavía mejor, hasta que los alumnos menos dotados pierdan el terror reverente a la lengua y los alumnos más dotados hayan llegado a sentir un noble sentimiento hacia ella.
»Así, pues, ése es un cometido de la llamada cultura formal: uno de los cometidos más preciosos. ¿Y qué es lo que encontramos ahora en el bachillerato, en lugar de la llamada cultura formal? Quien sepa clasificar en las rúbricas correctas lo que haya encontrado en este terreno, sabrá también que pensar del bachillerato actual, como presunta institución de cultura. Efectivamente, descubrirá que el bachillerato, a partir de su formación originaria, no educa con las miras puestas en la cultura, sino sólo en la erudición, y observará además que en los últimos tiempos de la impresión de no querer siquiera educar con las miras puestas en la erudición, sino sólo preparar para el periodismo. Lo atestigua la forma de impartir la enseñanza de la lengua alemana, que es un ejemplo verdaderamente comprobado. »En lugar de esa instrucción puramente práctica, con la que el profesor debería habituar a sus escolares a educarse severamente en lo relativo a la lengua, vemos por doquier la tendencia a tratar de modo histórico-erudito la lengua materna. En otras palabras, se la trata como si fuera una lengua muerta, y como si no existiera obligación alguna en relación con el presente y el futuro de dicha lengua. El método está tan difundido en nuestra época, que se entrega hasta el cuerpo vivo de la lengua a los estudios anatómicos de la historia. Sin embargo, la cultura comienza precisamente desde el momento en que se sabe tratar lo que está vivo como algo vivo, y la tarea de quien enseña la cultura comienza con la represión del "interés histórico", apremiante por todas partes, cuando antes que nada hay que actuar correctamente, y no ya conocer. Por otra parte, nuestra lengua materna es precisamente una esfera en que el escolar debe aprender a actuar correctamente: y sólo de acuerdo con esta perspectiva práctica resulta necesaria la enseñanza del alemán en nuestras escuelas. Indudablemente, el método histórico parece bastante más fácil y más cómodo para el profesor; asimismo, parece requerir dotes mucho más modestas y en general un ímpetu mucho menor en la voluntad y en las aspiraciones del profesor. Pero podemos hacer esa misma observación en todos los campos de la realidad pedagógica: lo más fácil y más cómodo se envuelve en un manto de pretensiones fastuosas y de títulos orgullosos. El aspecto verdaderamente práctico -es decir, la acción necesaria para la cultura-, dado que en el fondo es la cosa más difícil, renovarlo radicalmente. Y para no asustarte con principios universales, pensemos ante todo en una de esas experiencias del bachillerato que todos hemos tenido y que todos sufrimos.
¿Qué es hoy, si la consideramos severamente, la enseñanza del alemán en el bachillerato? »Antes que nada, voy a decirte cómo debería ser. Hoy todos hablan y escriben naturalmente la lengua alemana con la ineptitud y la vulgaridad propias de una época que aprende el alemán en. los periódicos. Por eso, al adolescente que está creciendo, y está dotado más generosamente, habría que colocarlo por la fuerza bajo la campana de vidrio del buen gusto y de una rígida disciplina lingüística: si eso no es posible, prefiero entonces volver enseguida a hablar en latín, ya que me avergüenzo de una lengua tan desfigurada y deshonrada.
»Una escuela mejor no podrá tener otro objetivo a ese respecto que el de llevar al camino recto, con autoridad y rigor digno, a los jóvenes lingüísticamente corrompidos, y exhortarles así: "¡Tomad en serio vuestra lengua! Quien no consiga sentir un deber sagrado en ese sentido no posee ni siquiera el germen del que pueda surgir una cultura superior. Eso, es decir, vuestro modo de tratar la lengua materna, revelará hasta qué punto apreciáis el arte, con eso se verá hasta qué punto congeniáis con el arte. Si no conseguís obtener ese resultado por vosotros mismos, es decir, sentir un desagrado físico frente a ciertas palabras y a ciertas frases de nuestra jerga periodística, abandonad al instante las aspiraciones a la cultura. Efectivamente, ahí, muy cerca de vosotros, siempre que habláis y escribís, hay una piedra de toque para juzgar lo difícil y descomunal que es la tarea del hombre de cultura, y hasta qué punto es inverosímil que muchos de vosotros alcancéis la auténtica cultura".
»Según el espíritu de semejante discurso, el profesor de alemán en el instituto de bachillerato tendría la obligación de llamar la atención de sus escolares sobre miles de detalles y de prohibir incluso -con toda la seguridad que proporciona el buen gusto- el uso de palabras como, por ejemplo, beanspruchen (reclamar), vereinnahmen (cobrar dinero), einer Sache Rechnung tragen (tener en cuenta una cosa), die Initiative ergreifen (tomar la iniciativa), selbstverstdadlich (evidente), etcétera, cum taedio in infinitum. Además, el mismo profesor, al referirse a nuestros autores clásicos, debería mostrar, renglón a renglón, el enorme cuidado y rigor con que hay que entender todas las expresiones, cuando se tiene un auténtico sentimiento artístico, y cuando se aspira a la completa claridad de lo que se escribe. Obligará a sus alumnos a expresar el mismo pensamiento una vez más y de modo todavía mejor, hasta que los alumnos menos dotados pierdan el terror reverente a la lengua y los alumnos más dotados hayan llegado a sentir un noble sentimiento hacia ella.
»Así, pues, ése es un cometido de la llamada cultura formal: uno de los cometidos más preciosos. ¿Y qué es lo que encontramos ahora en el bachillerato, en lugar de la llamada cultura formal? Quien sepa clasificar en las rúbricas correctas lo que haya encontrado en este terreno, sabrá también que pensar del bachillerato actual, como presunta institución de cultura. Efectivamente, descubrirá que el bachillerato, a partir de su formación originaria, no educa con las miras puestas en la cultura, sino sólo en la erudición, y observará además que en los últimos tiempos de la impresión de no querer siquiera educar con las miras puestas en la erudición, sino sólo preparar para el periodismo. Lo miradas de desaire y de desprecio. Por esa razón el hombre honrado deberá aclararse a sí mismo y a los demás este quid pro quo. »Pero, ¿qué suele dar un profesor de alemán, aparte de esas sugerencias eruditas para un estudio de la lengua? ¿De qué modo sabe conjugar el espíritu de su escuela con el espíritu de los pocos hombres de cultura auténtica que ha tenido el pueblo alemán, con el espíritu de sus poetas y artistas clásicos? Este es un terreno oscuro y peligroso, sobre el que no podemos arrojar luz sin dejar de preocuparnos: tampoco en esto nos ocultaremos nada, ya que un día habrá que renovarlo todo en dicho terreno. En el instituto de bachillerato, se imprimen las repugnantes características de nuestro periodismo estético sobre los espíritus todavía no formados de los adolescentes; en el instituto, es el propio profesor quien esparce las semillas de un grosero y deliberado entendimiento incorrecto de nuestros clásicos: después dicho entendimiento incorrecto se hace pasar por crítica estética, y no es otra cosa que barbarie. Los escolares aprenden allí a hablar de nuestro Schiller, que es único, con una superioridad pueril; en el instituto nos habitúan a sonreír ante sus concepciones más nobles y más alemanas, a sonreír ante el marqués de Posa, ante Max y Tecla: es ésa una sonrisa que provoca la cólera del genio alemán y que hará enrojecer a una posteridad mejor. »E1 último terreno a que suele dedicar su actividad el profesor de alemán en el instituto, y que muchas veces se considera el punto culminante de dicha actividad, y hay quienes lo consideran incluso como el vértice de la cultura de bachillerato, lo constituye la llamada composición en alemán. Del hecho de que en ese terreno se afanen, con particular tesón, los escolares más dotados habría que deducir lo peligrosamente estimulante que puede ser la tarea aquí propuesta. La composición en alemán es una llamada a la individualidad, y, cuanto mayor conciencia tenga un escolar de las cualidades que lo distinguen, tanto más personalmente elaborará su composición en alemán. Además, esa "elaboración personal" la requiere en la mayoría de los institutos la elección de los asuntos: la prueba más válida de ello, en mi opinión, radica en el hecho de que en las clases inferiores se proponen temas -en sí y por sí antipedagógicos- que conducen al escolar a describir su vida y su desarrollo. Basta con hojear las listas de los temas desarrollados en unos cuantos institutos para llegar a convencerse de que verosímilmente la mayor parte de los escolares, sin culpa alguna, deberá sufrir toda su vida a causa de esas composiciones personales, exigidas demasiado pronto, y de esa inmadura producción de pensamiento. ¡Y con cuánta frecuencia toda la posterior obra literaria de un hombre aparece como la consecuencia de aquel pecado original contra la inteligencia!
»Basta con reflexionar en lo que ocurre a esa edad, cuando se requiere producir semejante trabajo. Se trata de la primera producción original: las fuerzas todavía no desarrolladas contribuyen por primera vez a formar una cristalización; el sentimiento embriagador de la autonomía requerida reviste esas producciones con un encanto seductor, que no se había presentado nunca antes y que no volverá a presentarse. Se reclaman todas las audacias de la naturaleza desde sus profundidades, todas las vanidades, ya no contenidas por una barrera bastante potente, pueden adquirir por primera vez una forma literaria: desde ese momento el joven que se ha vuelto maduro, se siente un ser capaz de hablar, de tomar parte en una conversación, o, mejor, invitado a ello. Efectivamente, esos temas le obligan a calificar obras poéticas, o bien a incluir a personajes históricos en la forma de una descripción de caracteres, o bien a exponer de forma autónoma serios problemas éticos, o bien a aclarar también -invirtiendo introspectivamente la antorcha- su desarrollo, y a dar un informe crítico de sí mismo. En resumen, todo un mundo de problemas, que requieren la meditación más profunda, se abre ante el joven estupefacto, hasta aquel momento casi inconsciente, y se confía a su decisión.
»Ahora hemos de tener presente la actitud habitual del profesor ante esas primeras producciones originales, tan ricas de consecuencias. ¿Qué le parece criticable en esos trabajos? ¿Sobre qué llama la atención de sus alumnos? Sobre todos los excesos de la forma y del pensamiento, es decir, sobre todo lo que es individual y característico de esa edad. El profesor critica el aspecto verdaderamente autónomo (que, si se estimula prematuramente, sólo puede manifestarse precisamente en torpezas, en asperezas y en rasgos grotescos), o sea, precisamente el aspecto individual, y lo rechaza a favor de una actitud altiva, mediocre y carente de originalidad. En cambio, la mediocridad vulgar obtiene elogios, prodigados de mala gana: efectivamente, la mediocridad suele fastidiar bastante al profesor, y con buenas razones.
»Quizás existan todavía hombres que vean en toda esa comedia de la composición en alemán en el instituto no sólo el elemento más absurdo, sino también el más peligroso del bachillerato actual. Se exige originalidad y después se rechaza la única originalidad posible a esa edad: en el instituto se presupone una cultura formal, que en la actualidad consiguen alcanzar sólo poquísimos hombres, en edad madura. En el instituto se considera a todos sin más como seres capaces de hacer literatura, que tienen derecho a tener opiniones propias sobre las cosas y los personajes más serios, mientras que una educación auténtica debería reprimir con todos sus esfuerzos las ridiculas pretensiones de una independencia de juicio, y habituar al joven a una rígida obediencia bajo el dominio del genio. En el instituto se presupone la capacidad de representar cuadros muy amplios, a una edad en que cualquier afirmación -pronunciada o escrita- constituye una barbarie. Si pensamos, además, en el peligro que va unido a la autosatisfacción, que surge con facilidad en esos años, si pensamos en el sentimiento de vanidad con que el adolescente ve por primera vez en el espejo su imagen literaria, nadie podrá dudar, abarcando con una sola mirada todas esas consecuencias, de que en el instituto se inculcan continuamente a las nuevas generaciones todos los males de nuestro ambiente literario y artístico, o sea, la tendencia a producir de modo apresurado y vanidoso, la manía despreciable de escribir libros, la completa falta de estilo, un modo de expresarse que no se ha refinado, que carece de carácter o pobremente afectado, la pérdida de cualquier canon estético, el deleite en la anarquía y el caos, en resumen, todos los rasgos literarios de nuestro periodismo y al mismo tiempo de nuestro mundo académico.
»Son muy pocos hoy los que saben que uno solo, quizá, de entre muchos miles está autorizado para sentirse escritor, y que todos los demás que por su cuenta y riesgo intenten seguir ese camino merecen como recompensa por cada frase impresa una carcajada homérica por parte de hombres verdaderamente capaces de juzgar: verdaderamente, el espectáculo de un Hefesto literario que avanza cojeando, para ofrecernos algo de beber, es digno de los dioses. La educación en ese campo, la inculcación de hábitos y de ideas que sean serias y firmes, constituye una de las misiones más altas de la cultura formal, mientras que el hecho de confiarse en general a la llamada "personalidad libre" no podrá ser desde luego otra cosa que la señal distintiva de la barbarie. Sin embargo, por lo que hemos referido anteriormente debería resultar claro que, al menos en la enseñanza del alemán, no se piensa en la cultura, sino en otra cosa, a saber, en dicha "personalidad libre". Y, mientras los institutos de bachillerato alemanes, al ocuparse de la composición en alemán, fomenten la horrible y perversa manía de escribir mucho, mientras no consideren como un deber sagrado la más inmediata disciplina práctica al hablar y al escribir, mientras traten la lengua materna como si fuera únicamente un mal necesario y un cuerpo muerto, no podré incluir esas escuelas entre las instituciones de cultura auténtica.
»Pero, en relación con la lengua es casi imposible observar influencia alguna del modelo clásico: así, pues, ya sólo por esa consideración la llamada, "cultura clásica", que debería salir de nuestros institutos de bachillerato, me parece una cosa bastante dudosa y equívoca. Efectivamente, bastaría con echar una mirada a ese modelo, para vernos obligados a observar la extraordinaria seriedad con que el griego y el romano consideraban y trataban su lengua, desde los años de la adolescencia. Sería imposible no discernir su valor de modelo en relación con ese punto, si el plan educativo de nuestros institutos de bachillerato adoptara todavía realmente, como supremo modelo de enseñanza, el mundo clásico griego y romano. Sobre esto último tengo por lo menos dudas. Con respecto a la pretensión que el instituto tiene de enseñar la "cultura clásica", me parece que se trata, más que nada, de una escapatoria torpe, que se utiliza cuando alguien niega al bachillerato la capacidad para educar en la cultura. ¡Cultura clásica! ¡Una expresión tan cargada de dignidad! Hace avergonzarse al atacante, hace aplazar el ataque: efectivamente, ¿quién podrá descifrar nunca completamente esa fórmula embarazosa? Esa es la táctica del bachillerato, que ha llegado a ser habitual desde hace tiempo: según la dirección de donde proceda la invitación al combate, aquél escribe en su escudo -desde luego, no adornado con distintivos de honor- uno de esos lemas embarazosos: "cultura clásica", "cultura formal", o bien "cultura para la ciencia"; tres cosas gloriosas, pero que desgraciadamente son contradictorias en sí, y que sólo podrán producir un hircocervo de la cultura, cuando se las junte por la fuerza. Efectivamente, una auténtica "cultura clásica" es algo tan increíblemente difícil y raro, y requiere dotes tan complejas, que el hecho de prometerla como resultado alcanzable en el bachillerato está reservado únicamente a la ingenuidad o a la desvergüenza. La designación "cultura formal" forma parte de esa burda fraseología no filosófica, de la que hay que liberarse cuanto sea posible: en realidad, no existe en absoluto una "cultura material". Y quien establece como fin del bachillerato la "cultura para la ciencia" desecha con ello la "cultura clásica" y la llamada "cultura formal", o sea, que abandona en general cualquier clase de fin cultural del bachillerato. En efecto, el hombre científico y el hombre de cultura pertenecen a dos esferas diferentes, que de vez en cuando entran en contacto en un individuo aislado, pero no coincidirán nunca entre sí.
»Si comparamos estos tres presuntos objetivos del bachillerato con la realidad observada por nosotros en relación con la enseñanza del alemán, dichos objetivos suelen reducirse, en el uso común, a escapatorias dictadas por la vergüenza, ideadas para la lucha y el combate, y muchas veces bastante apropiadas incluso para asombrar al adversario. Efectivamente, en la enseñanza del alemán no hemos podido encontrar nada que recordara de algún modo el modelo de la antigüedad clásica, o sea, la grandiosidad antigua en la educación lingüística; además, la "cultura formal" que se recibe mediante dicha enseñanza del alemán se ha reducido a la aprobación de la "personalidad libre", es decir, de la barbarie y la anarquía; y por lo que se refiere a la "cultura que encamina hacia la ciencia", como consecuencia de esa enseñanza, indudablemente nuestros germanistas podrán valorar con equidad lo poco que han contribuido al desarrollo de su ciencia esos principios eruditos en el bachillerato y lo enorme que ha sido, en cambio, la contribución hecha por la personalidad de profesores universitarios particulares.
»En conclusión, el bachillerato ha desatendido hasta ahora el objeto primordial e inmediato, de que arranca la cultura auténtica, es decir, ha desatendido la lengua materna: le falta así el terreno natural y fecundo en el que pueden apoyarse todos los esfuerzos culturales posteriores. En realidad, sólo cuando se utilice como base una disciplina y un uso de la lengua que sean rigurosos y artísticamente esmerados, se podrá fortalecer el sentimiento preciso de la grandeza de nuestros clásicos, cuyo reconocimiento por parte del bachillerato se ha basado hasta ahora casi únicamente en dudosas inclinaciones estetizantes de profesores concretos, o en el efecto puramente material de ciertas tragedias y ciertas novelas. No obstante, hay que saber ya por experiencia directa lo difícil que es la lengua, y hay que especificar, después de largas investigaciones y largas luchas, el camino recorrido por nuestros poetas, para advertir entonces con qué facilidad y qué belleza lo recorrieron, y con qué torpeza y afectación intentan seguirlos los demás.
»Sólo mediante una disciplina semejante puede el joven experimentar desagrado físico ante la "elegancia" estilística -tan popular y alabada- de nuestros asalariados del periodismo y de nuestros novelistas, o bien ante la "dicción selecta" de nuestros literatos. En tal caso, el joven puede librarse de una vez, y definitivamente, de una serie de problemas y de escrúpulos verdaderamente cómicos; por ejemplo, de la cuestión de si Auerbach, o Gutzkow, es realmente un poeta: semejante cuestión quedará zanjada inmediatamente, cuando el desagrado no permita seguir leyendo ni a uno ni a otro. Nadie debe creer que sea fácil educar el sentimiento propio, hasta llevarlo a ese desagrado físico; pero, por otro lado, nadie podrá esperar llegar a un juicio estético por un camino que no sea el espinoso sendero del lenguaje, y no precisamente de la investigación lingüística, sino de la autodisciplina lingüística.
»Quien desee esforzarse seriamente en ese terreno pasará por las mismas experiencias de quien, siendo ya adulto, por ejemplo de soldado, se ve obligado a aprender a caminar, después de haber sido hasta ese momento, en ese sentido, un principiante aficionado y un empírico; son meses de fatiga: tememos que los tendones se rompan; perdemos toda esperanza de poder llegar nunca a ejecutar cómoda y fácilmente los movimientos y a fijar las posiciones de los pies, aprendidos consciente y expresamente; vemos con terror con qué torpeza y tosquedad colocamos un pie delante del otro, y tememos habernos olvidado completamente de caminar y no poder nunca volver a aprender a caminar bien. Después, de improviso nos damos cuenta de que los movimientos aprendidos expresamente se han transformado ya en una nueva costumbre y en una segunda naturaleza, y que la antigua seguridad y la antigua fuerza del paso vuelven fortalecidas, y acompañadas incluso de cierta gracia: ahora sabemos también lo difícil que es caminar, y podemos burlarnos de quien, al caminar, sea un empírico tosco o un aficionado que crea moverse con elegancia. Nuestros llamados escritores "elegantes" no han aprendido nunca a caminar, como demuestra su estilo: y, desde luego, en nuestros institutos de bachillerato, como lo demuestran nuestros escritos, no se aprende a caminar. Pero, junto a la andadura correcta del lenguaje, comienza también la cultura: esta última, una vez que se ha iniciado correctamente, produce a continuación, incluso en relación los escritores "elegantes", una sensación física que se llama "náusea".
»A1 llegar a este punto, reconocemos las consecuencias infaustas de nuestro bachillerato actual: por el hecho de que éste no está en condiciones de enseñar la cultura auténtica y rigurosa, que es ante todo obediencia y hábito por el hecho de que, en el mejor de los casos, cumple su objetivo más que nada estimulando y fecundando los impulsos científicos, se explica esa alianza tan frecuente entre la erudición y la barbarie del gusto, entre la ciencia y el periodismo. Hoy se puede observar, en la mayoría de los casos, que nuestros estudiosos han caído y se han precipitado desde esa altura cultural que la naturaleza alemana había alcanzado gracias a los esfuerzos de Goethe, de Schiller, de Lessing y de Winckelmann: decadencia esta que se revela precisamente en la grosera clase de entendimientos incorrectos a que en medio de nosotros están expuestos esos grandes hombres, ya sea por parte de historiadores de la literatura -llámense Gervinus o Julián Schmidt- ya sea en cualquier ocasión de la vida social, o, mejor, en cualquier conversación entre hombres y mujeres. Pero donde esa decadencia se muestra en la medida más grande y más dolorosa es precisamente en la literatura pedagógica que atañe al bachillerato. Se puede afirmar que el valor incomparable de aquellos hombres, con relación a una auténtica institución de cultura, no se ha enunciado siquiera -y mucho menos reconocido durante más de medio siglo: me refiero al valor de esos hombres como guías y mistagogos que preparan la cultura clásica, los únicos que pueden llevarnos de la mano hasta hacernos encontrar de nuevo el camino correcto que conduce a la antigüedad. En cualquier caso, la llamada cultura clásica tiene un único punto de partida sano y natural, es decir, la costumbre, artísticamente seria y rigurosa, de utilizar la lengua materna. No obstante, es raro que alguien se vea guiado desde dentro -por su propias fuerzas- por el sendero correcto, es decir, a adquirir esa costumbre y a apoderarse del secreto de la forma; en cambio, todos los demás necesitan esos grandes guías y esos grandes maestros, y deben confiarse a su tutela. Por otro lado, no existe una cultura clásica que pueda desarrollarse sin que se haya revelado ya ese sentido de la forma. En este punto, en que se revela gradualmente el sentido que distingue la forma de la barbarie, por primera vez se agita el ala que conducirá hasta la auténtica y única patria de la cultura, hasta la antigüedad griega. Desde luego, con la ayuda exclusiva de esa ala no podríamos llegar muy lejos, ni en el intento de acercarnos a ese castillo del mundo griego, infinitamente remoto y circundado de muros de diamante. Una vez más, necesitamos, más que nada, esos mismos guías, esos mismos maestros, nuestros clásicos alemanes, para que el aletazo de sus aspiraciones a la antigüedad nos eleve también a nosotros y nos arrastre hacia la tierra de la nostalgia, Grecia:
»Esa relación -la única posible- entre nuestros clásicos y la cultura clásica no se ha advertido, desde luego, entre los viejos muros de los institutos de bachillerato. Más que nada, los filólogos se esfuerzan perseverantemente, sin buscar ayuda alguna, para aproximar su Homero y su Sófocles a las almas de los jóvenes, y denominamos sin más el resultado con la expresión eufemística, y que nadie discute, de "cultura clásica". Cada cual podrá comprobar, a partir de sus experiencias, lo que haya aprendido en Homero y en Sófocles, con la guía de esos maestros infatigables. En este terreno se encuentran las ilusiones más frecuentes y más arraigadas, y se difunden amplia e involuntariamente los equívocos. En el instituto alemán no he encontrado todavía nunca ni siquiera el menor vestigio de lo que podría llamarse realmente "cultura clásica"; y no hay por qué extrañarse de ello, si se piensa hasta qué punto se ha independizado el instituto de los clásicos alemanes y de la disciplina de la lengua alemana. Con un salto en el vacío no se podrá llegar nunca hasta la antigüedad: y, sin embargo, todo el modo de tratar en las escuelas a los escritores antiguos, todos los honrados comentarios y las paráfrasis de nuestros profesores de filología no son otra cosa que un salto en el vacío.
»Efectivamente, el sentido de lo que es clásicamente helénico constituye un resultado tan raro de la lucha cultural más encarnizada y de un talento artístico, que actualmente sólo por un grosero equívoco puede tener el instituto la pretensión de despertar ese sentimiento. ¿A qué edad? A una edad que está todavía dominada por las más variadas tendencias del presente, y no tiene todavía el menor presentimiento de que ese sentido del mundo helénico, una vez despertado, se vuelve al instante agresivo, y debe expresarse en una lucha continua contra la presunta cultura del momento actual. Para el estudiante de bachillerato actual, los griegos en cuanto griegos están muertos: indudablemente, se divierte leyendo a Hornero, pero una novela de Spielhagen lo cautiva con mucha más fuerza; engulle con cierto placer la tragedia y la comedia griegas, pero un drama verdaderamente moderno, como Los periodistas de Freitag .lo conmueve de forma muy diferente. Al contrario, siente inclinación a expresarse, con respecto a todos los autores antiguos, de igual modo que el crítico de arte Hermann Grimm, que, en un tortuoso artículo sobre la Venus de Milo, se pregunta al final: "¿Qué es para mí esta figura de diosa? ¿Para qué me sirven los pensamientos que me inspira? Orestes y Edipo, Ingenia y Antígona: ¿Qué tiene en común todo eso con mi corazón?". No, queridos estudiantes de bachillerato, la Venus de Milo no os importa para nada; pero igualmente poco importa a vuestros profesores, y ésa es la desgracia, y ése es el secreto del bachillerato actual. ¿Quién podrá conduciros hasta la patria de la cultura, si vuestros guías están ciegos, aunque se hagan pasar todavía por videntes? Ninguno de vosotros conseguirá llegar a disponer de un auténtico sentido de la sagrada seriedad del arte, ya que se os enseña con mal método a balbucear con independencia, cuando, en realidad, habría que enseñaros a hablar; se os enseña a ensayar la crítica estética de modo independiente, cuando, en realidad, se os debería infundir un respeto hacia la obra de arte; se os habitúa a filosofar de modo independiente, cuando, en realidad, habría que obligaros a escuchar a los grandes pensadores. El resultado de todo eso es que permaneceréis para siempre alejados de la antigüedad, y os convertiréis en los servidores de la moda.
»La cosa más beneficiosa que contiene la institución del bachillerato actual consiste, en cualquier caso, en la seriedad con que se estudian la lengua latina y la lengua griega durante una serie de años. En ese terreno se aprende a respetar una lengua fijada de acuerdo con reglas, se aprende a respetar y a tener en cuenta la gramática y el léxico; en ese dominio, todavía se sabe lo que es un error, y no se fastidia en ningún momento con la pretensión de que se autoricen -como en el estilo alemán de nuestra época- incluso los caprichos y los malos hábitos en la gramática y en la ortografía. Desgraciadamente, ese respeto hacia la lengua carece de un fundamento sólido: se trata, por decirlo así, de un fardo teórico, que se desecha muy pronto, frente a la lengua materna. Más que nada, es el propio profesor de latín o de griego quien rinde pocos honores a dicha lengua materna; desde el principio la considera como un terreno donde se puede recuperar el aliento, después de la severa disciplina del latín y del griego, y donde vuelve a estar permitida la jovialidad negligente con que el alemán trata comúnmente todo lo que es de casa. Los alemanes no han realizado nunca esos magníficos ejercicios de traducción de una lengua a otra, que pueden fomentar del modo más beneficioso también el sentido artístico de la lengua propia, con la debida dignidad categórica y rigurosa que es necesaria sobre todo en este caso, por tratarse de una lengua no disciplinada. En los últimos tiempos incluso esos ejercicios van desapareciendo cada vez más: nos contentamos con conocer las lenguas clásicas extranjeras, pero desechamos la posibilidad de hablarlas.
»Una vez más se manifiesta en eso la tendencia erudita en el modo de concebir el bachillerato: fenómeno este que arroja una luz clarificadora sobre la cultura humanística, en otro tiempo entendida seriamente como objetivo del bachillerato. Era ése el tiempo de nuestros grandes poetas, es decir, de los poetas alemanes verdaderamente cultos; era el tiempo en que el ilustre Friedrich August Wolf dirigió hacia el bachillerato el nuevo espíritu clásico que llegaba desde Grecia y desde Roma por mediación de aquellos grandes hombres: poniendo audazmente los fundamentos, aquél consiguió construir una nueva imagen del bachillerato, que desde aquel momento habría debido convertirse no sólo en un vivero de la ciencia, sino sobre todo en el auténtico santuario de cualquier cultura más noble y más elevada. nunca aspirar a las victorias: en todo eso los avergüenzan los franceses y los italianos y, en lo que se refiere a la imitación ingeniosa de una cultura extranjera, sobre todo los rusos.
»Con tanta mayor razón debemos mantenernos apegados al espíritu alemán, que se manifestó en la Reforma alemana y en la música alemana, y que ha demostrado -con la extraordinaria audacia de la filosofía alemana, y con la fidelidad del soldado alemán, experimentada en los últimos tiempos- esa fuerza resistente, hostil a cualquier apariencia, de que podemos esperar todavía una victoria sobre la pseudocultura de la "época actual". Esperamos que una actividad futura de la escuela consista en hacer participar en dicha lucha a la auténtica escuela de la cultura, y, sobre todo, al bachillerato, en el enardecimiento de la nueva generación, que asciende ahora, con respecto a lo que es verdaderamente alemán: en semejante escuela, hasta la llamada "cultura clásica" acabará teniendo su terreno natural y su punto de partida. Una verdadera renovación y una verdadera depuración del bachillerato sólo surgirán de una renovación y una depuración del espíritu alemán, que sean profundas y potentes. El vínculo que ciñe realmente la naturaleza alemana más íntima al genio griego es algo bastante misterioso y difícil de captar. No obstante, mientras la más noble necesidad del auténtico espíritu alemán no intente coger de la mano ese genio griego, como sólido apoyo en el río de la barbarie, mientras que de dicho espíritu alemán no brote una nostalgia angustiosa por los griegos, mientras la visión en lontananza -penosamente conquistada- de la patria griega no haya llegado a ser la meta del peregrinaje de los hombres mejores y más dotados, el fin de la cultura clásica del bachillerato seguirá revoloteando aquí y allá en el aire sin cesar, y por lo menos no habrá que censurar a quienes, aunque sea con espíritu limitado, quieren introducir en el bachillerato el cientifismo y la erudición, para tener un objetivo verdadero, sólido y aun así ideal, y para salvar a sus escolares de las tentaciones del fantasma brillante que se hace llamar hoy "civilización" y "cultura". Tal es la triste situación del bachillerato actual: las perspectivas más limitadas están en cierto modo justificadas, porque nadie está en condiciones de alcanzar, o al menos indicar, el punto en que todas esas perspectivas se vuelven erróneas.» «¿Nadie?», preguntó el discípulo con cierta emoción en la voz, volviéndose hacia el filósofo: y ambos enmudecieron.
«También yo», dijo el filósofo, «atribuyo al instituto de bachillerato, como tú, una importancia enorme: todas las demás instituciones deben valorarse con el criterio de los fines culturales a que se aspira mediante el instituto; cuando las tendencias de éste sufren desviaciones, todas las demás instituciones sufren las consecuencias de ello, y, mediante la depuración y la renovación del instituto, se depuran y renuevan igualmente las demás instituciones educativas. Ni siquiera la universidad puede pretender ahora tener semejante importancia de fulcro motor. La universidad, en su estructura actual, puede considerarse simplemente -al menos, en un aspecto esencial- como el remate de la tendencia existente en el instituto de bachillerato: después te explicaré claramente este punto. Por el momento, consideremos conjuntamente lo que me inspira una alternativa llena de promesas, en función de la cual, o bien el espíritu del bachillerato hasta ahora cultivado -tan variopinto y tan difícil de captar- se dispersa completamente en el aire, o bien habrá que depurarlo y renovarlo radicalmente. Y para no asustarte con principios universales, pensemos ante todo en una de esas experiencias del bachillerato que todos hemos tenido y que todos sufrimos. ¿Qué es hoy, si la consideramos severamente, la enseñanza del alemán en el bachillerato?
»Antes que nada, voy a decirte cómo debería ser. Hoy todos hablan y escriben naturalmente la lengua alemana con la ineptitud y la vulgaridad propias de una época que aprende el alemán en. los periódicos. Por eso, al adolescente que está creciendo, y está dotado más generosamente, habría que colocarlo por la fuerza bajo la campana de vidrio del buen gusto y de una rígida disciplina lingüística: si eso no es posible, prefiero entonces volver enseguida a hablar en latín, ya que me avergüenzo de una lengua tan desfigurada y deshonrada.
»Una escuela mejor no podrá tener otro objetivo a ese respecto que el de llevar al camino recto, con autoridad y rigor digno, a los jóvenes lingüísticamente corrompidos, y exhortarles así: "¡Tomad en serio vuestra lengua! Quien no consiga sentir un deber sagrado en ese sentido no posee ni siquiera el germen del que pueda surgir una cultura superior. Eso, es decir, vuestro modo de tratar la lengua materna, revelará hasta qué punto apreciáis el arte, con eso se verá hasta qué punto congeniáis con el arte. Si no conseguís obtener ese resultado por vosotros mismos, es decir, sentir un desagrado físico frente a ciertas palabras y a ciertas frases de nuestra jerga periodística, abandonad al instante las aspiraciones a la cultura. Efectivamente, ahí, muy cerca de vosotros, siempre que habláis y escribís, hay una piedra de toque para juzgar lo difícil y descomunal que es la tarea del hombre de cultura, y hasta qué punto es inverosímil que muchos de vosotros alcancéis la auténtica cultura".
»Según el espíritu de semejante discurso, el profesor de alemán en el instituto de bachillerato tendría la obligación de llamar la atención de sus escolares sobre miles de detalles y de prohibir incluso -con toda la seguridad que proporciona el buen gusto- el uso de palabras como, por ejemplo, beanspruchen (reclamar), vereinnahmen (cobrar dinero), einer Sache Rechnung tragen (tener en cuenta una cosa), die Initiative ergreifen (tomar la iniciativa), selbstverstdadlich (evidente), etcétera, cum taedio in infinitum. Además, el mismo profesor, al referirse a nuestros autores clásicos, debería mostrar, renglón a renglón, el enorme cuidado y rigor con que hay que entender todas las expresiones, cuando se tiene un auténtico sentimiento artístico, y cuando se aspira a la completa claridad de lo que se escribe. Obligará a sus alumnos a expresar el mismo pensamiento una vez más y de modo todavía mejor, hasta que los alumnos menos dotados pierdan el terror reverente a la lengua y los alumnos más dotados hayan llegado a sentir un noble sentimiento hacia ella.
»Así, pues, ése es un cometido de la llamada cultura formal: uno de los cometidos más preciosos. ¿Y qué es lo que encontramos ahora en el bachillerato, en lugar de la llamada cultura formal? Quien sepa clasificar en las rúbricas correctas lo que haya encontrado en este terreno, sabrá también que pensar del bachillerato actual, como presunta institución de cultura. Efectivamente, descubrirá que el bachillerato, a partir de su formación originaria, no educa con las miras puestas en la cultura, sino sólo en la erudición, y observará además que en los últimos tiempos de la impresión de no querer siquiera educar con las miras puestas en la erudición, sino sólo preparar para el periodismo. Lo atestigua la forma de impartir la enseñanza de la lengua alemana, que es un ejemplo verdaderamente comprobado. »En lugar de esa instrucción puramente práctica, con la que el profesor debería habituar a sus escolares a educarse severamente en lo relativo a la lengua, vemos por doquier la tendencia a tratar de modo histórico-erudito la lengua materna. En otras palabras, se la trata como si fuera una lengua muerta, y como si no existiera obligación alguna en relación con el presente y el futuro de dicha lengua. El método está tan difundido en nuestra época, que se entrega hasta el cuerpo vivo de la lengua a los estudios anatómicos de la historia. Sin embargo, la cultura comienza precisamente desde el momento en que se sabe tratar lo que está vivo como algo vivo, y la tarea de quien enseña la cultura comienza con la represión del "interés histórico", apremiante por todas partes, cuando antes que nada hay que actuar correctamente, y no ya conocer. Por otra parte, nuestra lengua materna es precisamente una esfera en que el escolar debe aprender a actuar correctamente: y sólo de acuerdo con esta perspectiva práctica resulta necesaria la enseñanza del alemán en nuestras escuelas. Indudablemente, el método histórico parece bastante más fácil y más cómodo para el profesor; asimismo, parece requerir dotes mucho más modestas y en general un ímpetu mucho menor en la voluntad y en las aspiraciones del profesor. Pero podemos hacer esa misma observación en todos los campos de la realidad pedagógica: lo más fácil y más cómodo se envuelve en un manto de pretensiones fastuosas y de títulos orgullosos. El aspecto verdaderamente práctico -es decir, la acción necesaria para la cultura-, dado que en el fondo es la cosa más difícil, renovarlo radicalmente. Y para no asustarte con principios universales, pensemos ante todo en una de esas experiencias del bachillerato que todos hemos tenido y que todos sufrimos.
¿Qué es hoy, si la consideramos severamente, la enseñanza del alemán en el bachillerato? »Antes que nada, voy a decirte cómo debería ser. Hoy todos hablan y escriben naturalmente la lengua alemana con la ineptitud y la vulgaridad propias de una época que aprende el alemán en. los periódicos. Por eso, al adolescente que está creciendo, y está dotado más generosamente, habría que colocarlo por la fuerza bajo la campana de vidrio del buen gusto y de una rígida disciplina lingüística: si eso no es posible, prefiero entonces volver enseguida a hablar en latín, ya que me avergüenzo de una lengua tan desfigurada y deshonrada.
»Una escuela mejor no podrá tener otro objetivo a ese respecto que el de llevar al camino recto, con autoridad y rigor digno, a los jóvenes lingüísticamente corrompidos, y exhortarles así: "¡Tomad en serio vuestra lengua! Quien no consiga sentir un deber sagrado en ese sentido no posee ni siquiera el germen del que pueda surgir una cultura superior. Eso, es decir, vuestro modo de tratar la lengua materna, revelará hasta qué punto apreciáis el arte, con eso se verá hasta qué punto congeniáis con el arte. Si no conseguís obtener ese resultado por vosotros mismos, es decir, sentir un desagrado físico frente a ciertas palabras y a ciertas frases de nuestra jerga periodística, abandonad al instante las aspiraciones a la cultura. Efectivamente, ahí, muy cerca de vosotros, siempre que habláis y escribís, hay una piedra de toque para juzgar lo difícil y descomunal que es la tarea del hombre de cultura, y hasta qué punto es inverosímil que muchos de vosotros alcancéis la auténtica cultura".
»Según el espíritu de semejante discurso, el profesor de alemán en el instituto de bachillerato tendría la obligación de llamar la atención de sus escolares sobre miles de detalles y de prohibir incluso -con toda la seguridad que proporciona el buen gusto- el uso de palabras como, por ejemplo, beanspruchen (reclamar), vereinnahmen (cobrar dinero), einer Sache Rechnung tragen (tener en cuenta una cosa), die Initiative ergreifen (tomar la iniciativa), selbstverstdadlich (evidente), etcétera, cum taedio in infinitum. Además, el mismo profesor, al referirse a nuestros autores clásicos, debería mostrar, renglón a renglón, el enorme cuidado y rigor con que hay que entender todas las expresiones, cuando se tiene un auténtico sentimiento artístico, y cuando se aspira a la completa claridad de lo que se escribe. Obligará a sus alumnos a expresar el mismo pensamiento una vez más y de modo todavía mejor, hasta que los alumnos menos dotados pierdan el terror reverente a la lengua y los alumnos más dotados hayan llegado a sentir un noble sentimiento hacia ella.
»Así, pues, ése es un cometido de la llamada cultura formal: uno de los cometidos más preciosos. ¿Y qué es lo que encontramos ahora en el bachillerato, en lugar de la llamada cultura formal? Quien sepa clasificar en las rúbricas correctas lo que haya encontrado en este terreno, sabrá también que pensar del bachillerato actual, como presunta institución de cultura. Efectivamente, descubrirá que el bachillerato, a partir de su formación originaria, no educa con las miras puestas en la cultura, sino sólo en la erudición, y observará además que en los últimos tiempos de la impresión de no querer siquiera educar con las miras puestas en la erudición, sino sólo preparar para el periodismo. Lo miradas de desaire y de desprecio. Por esa razón el hombre honrado deberá aclararse a sí mismo y a los demás este quid pro quo. »Pero, ¿qué suele dar un profesor de alemán, aparte de esas sugerencias eruditas para un estudio de la lengua? ¿De qué modo sabe conjugar el espíritu de su escuela con el espíritu de los pocos hombres de cultura auténtica que ha tenido el pueblo alemán, con el espíritu de sus poetas y artistas clásicos? Este es un terreno oscuro y peligroso, sobre el que no podemos arrojar luz sin dejar de preocuparnos: tampoco en esto nos ocultaremos nada, ya que un día habrá que renovarlo todo en dicho terreno. En el instituto de bachillerato, se imprimen las repugnantes características de nuestro periodismo estético sobre los espíritus todavía no formados de los adolescentes; en el instituto, es el propio profesor quien esparce las semillas de un grosero y deliberado entendimiento incorrecto de nuestros clásicos: después dicho entendimiento incorrecto se hace pasar por crítica estética, y no es otra cosa que barbarie. Los escolares aprenden allí a hablar de nuestro Schiller, que es único, con una superioridad pueril; en el instituto nos habitúan a sonreír ante sus concepciones más nobles y más alemanas, a sonreír ante el marqués de Posa, ante Max y Tecla: es ésa una sonrisa que provoca la cólera del genio alemán y que hará enrojecer a una posteridad mejor. »E1 último terreno a que suele dedicar su actividad el profesor de alemán en el instituto, y que muchas veces se considera el punto culminante de dicha actividad, y hay quienes lo consideran incluso como el vértice de la cultura de bachillerato, lo constituye la llamada composición en alemán. Del hecho de que en ese terreno se afanen, con particular tesón, los escolares más dotados habría que deducir lo peligrosamente estimulante que puede ser la tarea aquí propuesta. La composición en alemán es una llamada a la individualidad, y, cuanto mayor conciencia tenga un escolar de las cualidades que lo distinguen, tanto más personalmente elaborará su composición en alemán. Además, esa "elaboración personal" la requiere en la mayoría de los institutos la elección de los asuntos: la prueba más válida de ello, en mi opinión, radica en el hecho de que en las clases inferiores se proponen temas -en sí y por sí antipedagógicos- que conducen al escolar a describir su vida y su desarrollo. Basta con hojear las listas de los temas desarrollados en unos cuantos institutos para llegar a convencerse de que verosímilmente la mayor parte de los escolares, sin culpa alguna, deberá sufrir toda su vida a causa de esas composiciones personales, exigidas demasiado pronto, y de esa inmadura producción de pensamiento. ¡Y con cuánta frecuencia toda la posterior obra literaria de un hombre aparece como la consecuencia de aquel pecado original contra la inteligencia!
»Basta con reflexionar en lo que ocurre a esa edad, cuando se requiere producir semejante trabajo. Se trata de la primera producción original: las fuerzas todavía no desarrolladas contribuyen por primera vez a formar una cristalización; el sentimiento embriagador de la autonomía requerida reviste esas producciones con un encanto seductor, que no se había presentado nunca antes y que no volverá a presentarse. Se reclaman todas las audacias de la naturaleza desde sus profundidades, todas las vanidades, ya no contenidas por una barrera bastante potente, pueden adquirir por primera vez una forma literaria: desde ese momento el joven que se ha vuelto maduro, se siente un ser capaz de hablar, de tomar parte en una conversación, o, mejor, invitado a ello. Efectivamente, esos temas le obligan a calificar obras poéticas, o bien a incluir a personajes históricos en la forma de una descripción de caracteres, o bien a exponer de forma autónoma serios problemas éticos, o bien a aclarar también -invirtiendo introspectivamente la antorcha- su desarrollo, y a dar un informe crítico de sí mismo. En resumen, todo un mundo de problemas, que requieren la meditación más profunda, se abre ante el joven estupefacto, hasta aquel momento casi inconsciente, y se confía a su decisión.
»Ahora hemos de tener presente la actitud habitual del profesor ante esas primeras producciones originales, tan ricas de consecuencias. ¿Qué le parece criticable en esos trabajos? ¿Sobre qué llama la atención de sus alumnos? Sobre todos los excesos de la forma y del pensamiento, es decir, sobre todo lo que es individual y característico de esa edad. El profesor critica el aspecto verdaderamente autónomo (que, si se estimula prematuramente, sólo puede manifestarse precisamente en torpezas, en asperezas y en rasgos grotescos), o sea, precisamente el aspecto individual, y lo rechaza a favor de una actitud altiva, mediocre y carente de originalidad. En cambio, la mediocridad vulgar obtiene elogios, prodigados de mala gana: efectivamente, la mediocridad suele fastidiar bastante al profesor, y con buenas razones.
»Quizás existan todavía hombres que vean en toda esa comedia de la composición en alemán en el instituto no sólo el elemento más absurdo, sino también el más peligroso del bachillerato actual. Se exige originalidad y después se rechaza la única originalidad posible a esa edad: en el instituto se presupone una cultura formal, que en la actualidad consiguen alcanzar sólo poquísimos hombres, en edad madura. En el instituto se considera a todos sin más como seres capaces de hacer literatura, que tienen derecho a tener opiniones propias sobre las cosas y los personajes más serios, mientras que una educación auténtica debería reprimir con todos sus esfuerzos las ridiculas pretensiones de una independencia de juicio, y habituar al joven a una rígida obediencia bajo el dominio del genio. En el instituto se presupone la capacidad de representar cuadros muy amplios, a una edad en que cualquier afirmación -pronunciada o escrita- constituye una barbarie. Si pensamos, además, en el peligro que va unido a la autosatisfacción, que surge con facilidad en esos años, si pensamos en el sentimiento de vanidad con que el adolescente ve por primera vez en el espejo su imagen literaria, nadie podrá dudar, abarcando con una sola mirada todas esas consecuencias, de que en el instituto se inculcan continuamente a las nuevas generaciones todos los males de nuestro ambiente literario y artístico, o sea, la tendencia a producir de modo apresurado y vanidoso, la manía despreciable de escribir libros, la completa falta de estilo, un modo de expresarse que no se ha refinado, que carece de carácter o pobremente afectado, la pérdida de cualquier canon estético, el deleite en la anarquía y el caos, en resumen, todos los rasgos literarios de nuestro periodismo y al mismo tiempo de nuestro mundo académico.
»Son muy pocos hoy los que saben que uno solo, quizá, de entre muchos miles está autorizado para sentirse escritor, y que todos los demás que por su cuenta y riesgo intenten seguir ese camino merecen como recompensa por cada frase impresa una carcajada homérica por parte de hombres verdaderamente capaces de juzgar: verdaderamente, el espectáculo de un Hefesto literario que avanza cojeando, para ofrecernos algo de beber, es digno de los dioses. La educación en ese campo, la inculcación de hábitos y de ideas que sean serias y firmes, constituye una de las misiones más altas de la cultura formal, mientras que el hecho de confiarse en general a la llamada "personalidad libre" no podrá ser desde luego otra cosa que la señal distintiva de la barbarie. Sin embargo, por lo que hemos referido anteriormente debería resultar claro que, al menos en la enseñanza del alemán, no se piensa en la cultura, sino en otra cosa, a saber, en dicha "personalidad libre". Y, mientras los institutos de bachillerato alemanes, al ocuparse de la composición en alemán, fomenten la horrible y perversa manía de escribir mucho, mientras no consideren como un deber sagrado la más inmediata disciplina práctica al hablar y al escribir, mientras traten la lengua materna como si fuera únicamente un mal necesario y un cuerpo muerto, no podré incluir esas escuelas entre las instituciones de cultura auténtica.
»Pero, en relación con la lengua es casi imposible observar influencia alguna del modelo clásico: así, pues, ya sólo por esa consideración la llamada, "cultura clásica", que debería salir de nuestros institutos de bachillerato, me parece una cosa bastante dudosa y equívoca. Efectivamente, bastaría con echar una mirada a ese modelo, para vernos obligados a observar la extraordinaria seriedad con que el griego y el romano consideraban y trataban su lengua, desde los años de la adolescencia. Sería imposible no discernir su valor de modelo en relación con ese punto, si el plan educativo de nuestros institutos de bachillerato adoptara todavía realmente, como supremo modelo de enseñanza, el mundo clásico griego y romano. Sobre esto último tengo por lo menos dudas. Con respecto a la pretensión que el instituto tiene de enseñar la "cultura clásica", me parece que se trata, más que nada, de una escapatoria torpe, que se utiliza cuando alguien niega al bachillerato la capacidad para educar en la cultura. ¡Cultura clásica! ¡Una expresión tan cargada de dignidad! Hace avergonzarse al atacante, hace aplazar el ataque: efectivamente, ¿quién podrá descifrar nunca completamente esa fórmula embarazosa? Esa es la táctica del bachillerato, que ha llegado a ser habitual desde hace tiempo: según la dirección de donde proceda la invitación al combate, aquél escribe en su escudo -desde luego, no adornado con distintivos de honor- uno de esos lemas embarazosos: "cultura clásica", "cultura formal", o bien "cultura para la ciencia"; tres cosas gloriosas, pero que desgraciadamente son contradictorias en sí, y que sólo podrán producir un hircocervo de la cultura, cuando se las junte por la fuerza. Efectivamente, una auténtica "cultura clásica" es algo tan increíblemente difícil y raro, y requiere dotes tan complejas, que el hecho de prometerla como resultado alcanzable en el bachillerato está reservado únicamente a la ingenuidad o a la desvergüenza. La designación "cultura formal" forma parte de esa burda fraseología no filosófica, de la que hay que liberarse cuanto sea posible: en realidad, no existe en absoluto una "cultura material". Y quien establece como fin del bachillerato la "cultura para la ciencia" desecha con ello la "cultura clásica" y la llamada "cultura formal", o sea, que abandona en general cualquier clase de fin cultural del bachillerato. En efecto, el hombre científico y el hombre de cultura pertenecen a dos esferas diferentes, que de vez en cuando entran en contacto en un individuo aislado, pero no coincidirán nunca entre sí.
»Si comparamos estos tres presuntos objetivos del bachillerato con la realidad observada por nosotros en relación con la enseñanza del alemán, dichos objetivos suelen reducirse, en el uso común, a escapatorias dictadas por la vergüenza, ideadas para la lucha y el combate, y muchas veces bastante apropiadas incluso para asombrar al adversario. Efectivamente, en la enseñanza del alemán no hemos podido encontrar nada que recordara de algún modo el modelo de la antigüedad clásica, o sea, la grandiosidad antigua en la educación lingüística; además, la "cultura formal" que se recibe mediante dicha enseñanza del alemán se ha reducido a la aprobación de la "personalidad libre", es decir, de la barbarie y la anarquía; y por lo que se refiere a la "cultura que encamina hacia la ciencia", como consecuencia de esa enseñanza, indudablemente nuestros germanistas podrán valorar con equidad lo poco que han contribuido al desarrollo de su ciencia esos principios eruditos en el bachillerato y lo enorme que ha sido, en cambio, la contribución hecha por la personalidad de profesores universitarios particulares.
»En conclusión, el bachillerato ha desatendido hasta ahora el objeto primordial e inmediato, de que arranca la cultura auténtica, es decir, ha desatendido la lengua materna: le falta así el terreno natural y fecundo en el que pueden apoyarse todos los esfuerzos culturales posteriores. En realidad, sólo cuando se utilice como base una disciplina y un uso de la lengua que sean rigurosos y artísticamente esmerados, se podrá fortalecer el sentimiento preciso de la grandeza de nuestros clásicos, cuyo reconocimiento por parte del bachillerato se ha basado hasta ahora casi únicamente en dudosas inclinaciones estetizantes de profesores concretos, o en el efecto puramente material de ciertas tragedias y ciertas novelas. No obstante, hay que saber ya por experiencia directa lo difícil que es la lengua, y hay que especificar, después de largas investigaciones y largas luchas, el camino recorrido por nuestros poetas, para advertir entonces con qué facilidad y qué belleza lo recorrieron, y con qué torpeza y afectación intentan seguirlos los demás.
»Sólo mediante una disciplina semejante puede el joven experimentar desagrado físico ante la "elegancia" estilística -tan popular y alabada- de nuestros asalariados del periodismo y de nuestros novelistas, o bien ante la "dicción selecta" de nuestros literatos. En tal caso, el joven puede librarse de una vez, y definitivamente, de una serie de problemas y de escrúpulos verdaderamente cómicos; por ejemplo, de la cuestión de si Auerbach, o Gutzkow, es realmente un poeta: semejante cuestión quedará zanjada inmediatamente, cuando el desagrado no permita seguir leyendo ni a uno ni a otro. Nadie debe creer que sea fácil educar el sentimiento propio, hasta llevarlo a ese desagrado físico; pero, por otro lado, nadie podrá esperar llegar a un juicio estético por un camino que no sea el espinoso sendero del lenguaje, y no precisamente de la investigación lingüística, sino de la autodisciplina lingüística.
»Quien desee esforzarse seriamente en ese terreno pasará por las mismas experiencias de quien, siendo ya adulto, por ejemplo de soldado, se ve obligado a aprender a caminar, después de haber sido hasta ese momento, en ese sentido, un principiante aficionado y un empírico; son meses de fatiga: tememos que los tendones se rompan; perdemos toda esperanza de poder llegar nunca a ejecutar cómoda y fácilmente los movimientos y a fijar las posiciones de los pies, aprendidos consciente y expresamente; vemos con terror con qué torpeza y tosquedad colocamos un pie delante del otro, y tememos habernos olvidado completamente de caminar y no poder nunca volver a aprender a caminar bien. Después, de improviso nos damos cuenta de que los movimientos aprendidos expresamente se han transformado ya en una nueva costumbre y en una segunda naturaleza, y que la antigua seguridad y la antigua fuerza del paso vuelven fortalecidas, y acompañadas incluso de cierta gracia: ahora sabemos también lo difícil que es caminar, y podemos burlarnos de quien, al caminar, sea un empírico tosco o un aficionado que crea moverse con elegancia. Nuestros llamados escritores "elegantes" no han aprendido nunca a caminar, como demuestra su estilo: y, desde luego, en nuestros institutos de bachillerato, como lo demuestran nuestros escritos, no se aprende a caminar. Pero, junto a la andadura correcta del lenguaje, comienza también la cultura: esta última, una vez que se ha iniciado correctamente, produce a continuación, incluso en relación los escritores "elegantes", una sensación física que se llama "náusea".
»A1 llegar a este punto, reconocemos las consecuencias infaustas de nuestro bachillerato actual: por el hecho de que éste no está en condiciones de enseñar la cultura auténtica y rigurosa, que es ante todo obediencia y hábito por el hecho de que, en el mejor de los casos, cumple su objetivo más que nada estimulando y fecundando los impulsos científicos, se explica esa alianza tan frecuente entre la erudición y la barbarie del gusto, entre la ciencia y el periodismo. Hoy se puede observar, en la mayoría de los casos, que nuestros estudiosos han caído y se han precipitado desde esa altura cultural que la naturaleza alemana había alcanzado gracias a los esfuerzos de Goethe, de Schiller, de Lessing y de Winckelmann: decadencia esta que se revela precisamente en la grosera clase de entendimientos incorrectos a que en medio de nosotros están expuestos esos grandes hombres, ya sea por parte de historiadores de la literatura -llámense Gervinus o Julián Schmidt- ya sea en cualquier ocasión de la vida social, o, mejor, en cualquier conversación entre hombres y mujeres. Pero donde esa decadencia se muestra en la medida más grande y más dolorosa es precisamente en la literatura pedagógica que atañe al bachillerato. Se puede afirmar que el valor incomparable de aquellos hombres, con relación a una auténtica institución de cultura, no se ha enunciado siquiera -y mucho menos reconocido durante más de medio siglo: me refiero al valor de esos hombres como guías y mistagogos que preparan la cultura clásica, los únicos que pueden llevarnos de la mano hasta hacernos encontrar de nuevo el camino correcto que conduce a la antigüedad. En cualquier caso, la llamada cultura clásica tiene un único punto de partida sano y natural, es decir, la costumbre, artísticamente seria y rigurosa, de utilizar la lengua materna. No obstante, es raro que alguien se vea guiado desde dentro -por su propias fuerzas- por el sendero correcto, es decir, a adquirir esa costumbre y a apoderarse del secreto de la forma; en cambio, todos los demás necesitan esos grandes guías y esos grandes maestros, y deben confiarse a su tutela. Por otro lado, no existe una cultura clásica que pueda desarrollarse sin que se haya revelado ya ese sentido de la forma. En este punto, en que se revela gradualmente el sentido que distingue la forma de la barbarie, por primera vez se agita el ala que conducirá hasta la auténtica y única patria de la cultura, hasta la antigüedad griega. Desde luego, con la ayuda exclusiva de esa ala no podríamos llegar muy lejos, ni en el intento de acercarnos a ese castillo del mundo griego, infinitamente remoto y circundado de muros de diamante. Una vez más, necesitamos, más que nada, esos mismos guías, esos mismos maestros, nuestros clásicos alemanes, para que el aletazo de sus aspiraciones a la antigüedad nos eleve también a nosotros y nos arrastre hacia la tierra de la nostalgia, Grecia:
»Esa relación -la única posible- entre nuestros clásicos y la cultura clásica no se ha advertido, desde luego, entre los viejos muros de los institutos de bachillerato. Más que nada, los filólogos se esfuerzan perseverantemente, sin buscar ayuda alguna, para aproximar su Homero y su Sófocles a las almas de los jóvenes, y denominamos sin más el resultado con la expresión eufemística, y que nadie discute, de "cultura clásica". Cada cual podrá comprobar, a partir de sus experiencias, lo que haya aprendido en Homero y en Sófocles, con la guía de esos maestros infatigables. En este terreno se encuentran las ilusiones más frecuentes y más arraigadas, y se difunden amplia e involuntariamente los equívocos. En el instituto alemán no he encontrado todavía nunca ni siquiera el menor vestigio de lo que podría llamarse realmente "cultura clásica"; y no hay por qué extrañarse de ello, si se piensa hasta qué punto se ha independizado el instituto de los clásicos alemanes y de la disciplina de la lengua alemana. Con un salto en el vacío no se podrá llegar nunca hasta la antigüedad: y, sin embargo, todo el modo de tratar en las escuelas a los escritores antiguos, todos los honrados comentarios y las paráfrasis de nuestros profesores de filología no son otra cosa que un salto en el vacío.
»Efectivamente, el sentido de lo que es clásicamente helénico constituye un resultado tan raro de la lucha cultural más encarnizada y de un talento artístico, que actualmente sólo por un grosero equívoco puede tener el instituto la pretensión de despertar ese sentimiento. ¿A qué edad? A una edad que está todavía dominada por las más variadas tendencias del presente, y no tiene todavía el menor presentimiento de que ese sentido del mundo helénico, una vez despertado, se vuelve al instante agresivo, y debe expresarse en una lucha continua contra la presunta cultura del momento actual. Para el estudiante de bachillerato actual, los griegos en cuanto griegos están muertos: indudablemente, se divierte leyendo a Hornero, pero una novela de Spielhagen lo cautiva con mucha más fuerza; engulle con cierto placer la tragedia y la comedia griegas, pero un drama verdaderamente moderno, como Los periodistas de Freitag .lo conmueve de forma muy diferente. Al contrario, siente inclinación a expresarse, con respecto a todos los autores antiguos, de igual modo que el crítico de arte Hermann Grimm, que, en un tortuoso artículo sobre la Venus de Milo, se pregunta al final: "¿Qué es para mí esta figura de diosa? ¿Para qué me sirven los pensamientos que me inspira? Orestes y Edipo, Ingenia y Antígona: ¿Qué tiene en común todo eso con mi corazón?". No, queridos estudiantes de bachillerato, la Venus de Milo no os importa para nada; pero igualmente poco importa a vuestros profesores, y ésa es la desgracia, y ése es el secreto del bachillerato actual. ¿Quién podrá conduciros hasta la patria de la cultura, si vuestros guías están ciegos, aunque se hagan pasar todavía por videntes? Ninguno de vosotros conseguirá llegar a disponer de un auténtico sentido de la sagrada seriedad del arte, ya que se os enseña con mal método a balbucear con independencia, cuando, en realidad, habría que enseñaros a hablar; se os enseña a ensayar la crítica estética de modo independiente, cuando, en realidad, se os debería infundir un respeto hacia la obra de arte; se os habitúa a filosofar de modo independiente, cuando, en realidad, habría que obligaros a escuchar a los grandes pensadores. El resultado de todo eso es que permaneceréis para siempre alejados de la antigüedad, y os convertiréis en los servidores de la moda.
»La cosa más beneficiosa que contiene la institución del bachillerato actual consiste, en cualquier caso, en la seriedad con que se estudian la lengua latina y la lengua griega durante una serie de años. En ese terreno se aprende a respetar una lengua fijada de acuerdo con reglas, se aprende a respetar y a tener en cuenta la gramática y el léxico; en ese dominio, todavía se sabe lo que es un error, y no se fastidia en ningún momento con la pretensión de que se autoricen -como en el estilo alemán de nuestra época- incluso los caprichos y los malos hábitos en la gramática y en la ortografía. Desgraciadamente, ese respeto hacia la lengua carece de un fundamento sólido: se trata, por decirlo así, de un fardo teórico, que se desecha muy pronto, frente a la lengua materna. Más que nada, es el propio profesor de latín o de griego quien rinde pocos honores a dicha lengua materna; desde el principio la considera como un terreno donde se puede recuperar el aliento, después de la severa disciplina del latín y del griego, y donde vuelve a estar permitida la jovialidad negligente con que el alemán trata comúnmente todo lo que es de casa. Los alemanes no han realizado nunca esos magníficos ejercicios de traducción de una lengua a otra, que pueden fomentar del modo más beneficioso también el sentido artístico de la lengua propia, con la debida dignidad categórica y rigurosa que es necesaria sobre todo en este caso, por tratarse de una lengua no disciplinada. En los últimos tiempos incluso esos ejercicios van desapareciendo cada vez más: nos contentamos con conocer las lenguas clásicas extranjeras, pero desechamos la posibilidad de hablarlas.
»Una vez más se manifiesta en eso la tendencia erudita en el modo de concebir el bachillerato: fenómeno este que arroja una luz clarificadora sobre la cultura humanística, en otro tiempo entendida seriamente como objetivo del bachillerato. Era ése el tiempo de nuestros grandes poetas, es decir, de los poetas alemanes verdaderamente cultos; era el tiempo en que el ilustre Friedrich August Wolf dirigió hacia el bachillerato el nuevo espíritu clásico que llegaba desde Grecia y desde Roma por mediación de aquellos grandes hombres: poniendo audazmente los fundamentos, aquél consiguió construir una nueva imagen del bachillerato, que desde aquel momento habría debido convertirse no sólo en un vivero de la ciencia, sino sobre todo en el auténtico santuario de cualquier cultura más noble y más elevada. nunca aspirar a las victorias: en todo eso los avergüenzan los franceses y los italianos y, en lo que se refiere a la imitación ingeniosa de una cultura extranjera, sobre todo los rusos.
»Con tanta mayor razón debemos mantenernos apegados al espíritu alemán, que se manifestó en la Reforma alemana y en la música alemana, y que ha demostrado -con la extraordinaria audacia de la filosofía alemana, y con la fidelidad del soldado alemán, experimentada en los últimos tiempos- esa fuerza resistente, hostil a cualquier apariencia, de que podemos esperar todavía una victoria sobre la pseudocultura de la "época actual". Esperamos que una actividad futura de la escuela consista en hacer participar en dicha lucha a la auténtica escuela de la cultura, y, sobre todo, al bachillerato, en el enardecimiento de la nueva generación, que asciende ahora, con respecto a lo que es verdaderamente alemán: en semejante escuela, hasta la llamada "cultura clásica" acabará teniendo su terreno natural y su punto de partida. Una verdadera renovación y una verdadera depuración del bachillerato sólo surgirán de una renovación y una depuración del espíritu alemán, que sean profundas y potentes. El vínculo que ciñe realmente la naturaleza alemana más íntima al genio griego es algo bastante misterioso y difícil de captar. No obstante, mientras la más noble necesidad del auténtico espíritu alemán no intente coger de la mano ese genio griego, como sólido apoyo en el río de la barbarie, mientras que de dicho espíritu alemán no brote una nostalgia angustiosa por los griegos, mientras la visión en lontananza -penosamente conquistada- de la patria griega no haya llegado a ser la meta del peregrinaje de los hombres mejores y más dotados, el fin de la cultura clásica del bachillerato seguirá revoloteando aquí y allá en el aire sin cesar, y por lo menos no habrá que censurar a quienes, aunque sea con espíritu limitado, quieren introducir en el bachillerato el cientifismo y la erudición, para tener un objetivo verdadero, sólido y aun así ideal, y para salvar a sus escolares de las tentaciones del fantasma brillante que se hace llamar hoy "civilización" y "cultura". Tal es la triste situación del bachillerato actual: las perspectivas más limitadas están en cierto modo justificadas, porque nadie está en condiciones de alcanzar, o al menos indicar, el punto en que todas esas perspectivas se vuelven erróneas.» «¿Nadie?», preguntó el discípulo con cierta emoción en la voz, volviéndose hacia el filósofo: y ambos enmudecieron.
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