Tercera conferencia
¡Ilustres presentes! En el punto en que dejé mi relato la última vez, una pausa larga y grave había interrumpido la conversación, oída por mí tiempo atrás y cuyos elementos esenciales, que quedaron profundamente grabados en mi memoria, intento delinear aquí frente a vosotros. El filósofo y su acompañante estaban sentados, inmersos en un profundo silencio. Sobre el alma de ambos gravitaba la singular situación de angustia -discutida poco antes- de la escuela más importante, el instituto de bachillerato, como un peso que el individuo bien intencionado es demasiado débil para poder eliminar, y que la masa no es suficientemente bien intencionada para eliminar.
Sobre todo, dos cosas turbaban a nuestros pensadores solitarios: por un lado, la comprensión clara de que lo que habría derecho a llamar «cultura clásica» no es hoy otra cosa que un ideal cultural fluctuante e inconsistente, que no está en condiciones de crecer sobre el terreno de nuestros órganos educativos, y, por otro lado, la comprensión de que lo que hoy se llama, con un eufemismo corriente e indiscutido, «cultura clásica», tiene simplemente el valor de una ilusión pretenciosa, cuyo efecto más notable es la circunstancia de que la propia expresión «cultura clásica» continúa subsistiendo y no ha perdido todavía su tono patético. Aquellos dos hombres honrados, al referirse después a la enseñanza del alemán, habían llegado juntos a aclarar que todavía no se ha encontrado el verdadero punto de partida para una cultura superior, que se apoye en los pilares de la antigüedad: la corrupción de la instrucción lingüística, la intrusión de tendencias eruditas e históricas en el lugar de una disciplina y hábito prácticos, la conexión de ciertos ejercicios exigidos en los institutos de bachillerato con el peligroso espíritu de nuestro ambiente periodístico, todos esos fenómenos, perceptibles en la enseñanza del alemán, les habían comunicado la certeza de que en los institutos ni siquiera se presienten las fuerzas más beneficiosas procedentes de la antigüedad clásica: me refiero a esas fuerzas que preparan para combatir contra la barbarie del presente y que quizá transformen algún día los institutos en arsenales y laboratorios de esa lucha.
Les parecía incluso que el espíritu de la antigüedad estaba ahora destinado a ser expulsado sistemáticamente de los umbrales del instituto, y que también en éste se deseaba abrir lo más posible las puertas a ese ente mal educado por las adulaciones que es la presunta «cultura alemana» de hoy día. Y, si había todavía una esperanza, para nuestros interlocutores solitarios, era la de que las cosas debían empeorar todavía, que muy pronto debería resultar llamativamente claro para muchos lo que hasta ahora habían advertido pocos, y que no debía ya estar lejana la época de las personas honradas y decididas, incluso en relación con la seria esfera de la educación del pueblo.
Sobre todo, dos cosas turbaban a nuestros pensadores solitarios: por un lado, la comprensión clara de que lo que habría derecho a llamar «cultura clásica» no es hoy otra cosa que un ideal cultural fluctuante e inconsistente, que no está en condiciones de crecer sobre el terreno de nuestros órganos educativos, y, por otro lado, la comprensión de que lo que hoy se llama, con un eufemismo corriente e indiscutido, «cultura clásica», tiene simplemente el valor de una ilusión pretenciosa, cuyo efecto más notable es la circunstancia de que la propia expresión «cultura clásica» continúa subsistiendo y no ha perdido todavía su tono patético. Aquellos dos hombres honrados, al referirse después a la enseñanza del alemán, habían llegado juntos a aclarar que todavía no se ha encontrado el verdadero punto de partida para una cultura superior, que se apoye en los pilares de la antigüedad: la corrupción de la instrucción lingüística, la intrusión de tendencias eruditas e históricas en el lugar de una disciplina y hábito prácticos, la conexión de ciertos ejercicios exigidos en los institutos de bachillerato con el peligroso espíritu de nuestro ambiente periodístico, todos esos fenómenos, perceptibles en la enseñanza del alemán, les habían comunicado la certeza de que en los institutos ni siquiera se presienten las fuerzas más beneficiosas procedentes de la antigüedad clásica: me refiero a esas fuerzas que preparan para combatir contra la barbarie del presente y que quizá transformen algún día los institutos en arsenales y laboratorios de esa lucha.
Les parecía incluso que el espíritu de la antigüedad estaba ahora destinado a ser expulsado sistemáticamente de los umbrales del instituto, y que también en éste se deseaba abrir lo más posible las puertas a ese ente mal educado por las adulaciones que es la presunta «cultura alemana» de hoy día. Y, si había todavía una esperanza, para nuestros interlocutores solitarios, era la de que las cosas debían empeorar todavía, que muy pronto debería resultar llamativamente claro para muchos lo que hasta ahora habían advertido pocos, y que no debía ya estar lejana la época de las personas honradas y decididas, incluso en relación con la seria esfera de la educación del pueblo.
«Tanto más tenazmente», había dicho el filósofo, «debemos mantenernos apegados al espíritu alemán, que se manifestó en la Reforma alemana y en la música alemana, y que ha demostrado -con la extraordinaria audacia y el rigor de la filosofía alemana, y con la fidelidad del soldado alemán, probada en los últimos años- esa fuerza resistente, hostil a cualquier apariencia, de que podemos esperar todavía una victoria sobre la pseudocultura de la "época actual". Esperamos que una actividad futura de la escuela consista en hacer participar en esa lucha a la auténtica escuela de la cultura, y, sobre todo, al bachillerato, en el entusiasmo de la nueva generación, que ahora asciende, por lo verdaderamente alemán: en semejante escuela, hasta la llamada "cultura clásica" acabará teniendo su terreno natural y su punto de partida. Una verdadera renovación y una verdadera depuración del espíritu alemán, que sean profundas y potentes. El vínculo que ciñe realmente la naturaleza alemana más íntima al genio griego es algo bastante misterioso y difícil de captar. No obstante, mientras la más noble necesidad del auténtico espíritu alemán no intente coger de la mano ese genio griego, como sólido apoyo en el río de la barbarie, mientras de dicho espíritu alemán no brote una nostalgia angustiosa por los griegos, mientras la visión en lontananza -penosamente conquistada- de la patria griega no haya llegado a ser la meta del peregrinaje de los hombres mejores y más dotados, el fin de la cultura clásica del bachillerato seguirá revoloteando aquí y allá en el aire sin cesar, y por lo menos no habrá que censurar a quienes, aunque sea con espíritu limitado, quieren introducir en el bachillerato el cientifismo y la erudición, para tener presente un objetivo verdadero, sólido y aun así ideal, y para salvar a sus escolares de las tentaciones de ese fantasma brillante que se hace llamar hoy "civilización" y "cultura".»
Después de algún tiempo de silenciosa reflexión, el acompañante se dirigió al filósofo y le dijo: «Ha querido usted darme esperanzas, maestro, pero también ha aumentado mi comprensión, y, por tanto, mis fuerzas, mi valor. En realidad, ahora miro con mayor denuedo hacia el campo de batalla, y ya desapruebo mi huida demasiado rápida. Desde luego, no queremos nada para nosotros: no debemos preocuparnos de saber cuántos individuos caerán en esta lucha, ni debemos pensar que puede que caigamos nosotros mismos entre los primeros. Precisamente porque no tomamos en serio esta cuestión, no deberíamos tomar en serio nuestra pobre individualidad: en el instante en que caigamos, indudablemente otro cogerá la bandera en cuyos colores creemos. No quiero preguntarme siquiera si soy bastante fuerte para semejante lucha, si resistiré durante mucho tiempo; en cualquier caso, tendrá que ser una muerte honrosa, la de caer entre las risotadas de escarnio de los enemigos, cuya seriedad tantas veces nos ha parecido algo ridicula. Si pienso en el modo en que mis coetáneos se han preparado para mi misma misión, para la misión suprema de profesor, me convenzo de que casi siempre hemos reído precisamente de cosas opuestas, y hemos tomado en serio las cosas más diferentes...».
«Amigo mío», le interrumpió riendo el filósofo, «hablas como quien desee lanzarse al agua sin saber nadar y, al hacerlo, más que ahogarse, tema no ahogarse y verse escarnecido. Por cierto, lo último que debemos temer es vernos escarnecidos: efectivamente, nos encontramos en un terreno en el que son tantas las verdades que hay que decir -verdades terribles, tormentosas, imperdonables-, que desde luego no faltará contra nosotros el odio más puro. En ciertas ocasiones será solamente el furor el que sugerirá una risa incómoda. Basta con que pienses en las inmensas escuadras de los profesores, que con la mejor buena fe han adoptado el sistema educativo anterior, para seguir aplicándolo de buena gana, y sin la menor duda seria: ¿cómo crees que se lo tomarán, cuando oigan hablar de proyectos de los que estén excluidos y, además, beneficio naturae, de exigencias que superen con mucho sus mediocres capacidades, de esperanzas que no tienen resonancia en ellos, de luchas cuyo grito de guerra ni siquiera comprenden, y en las que intervienen sólo como masa sorda, recalcitrante, plúmbea? Por lo demás, ésa tendrá que ser, sin exageración, la posición inevitable de la mayoría de los profesores en las escuelas superiores; más aún: si consideramos el modo como surge la mayoría de dichos profesores, y el modo como llegan a ser profesores de una cultura superior, ni siquiera nos asombraremos ya de la posición citada. Hoy en día, casi por doquier existe un número tan exagerado de escuelas superiores, que continuamente se necesita un número de profesores infinitamente mayor del que la naturaleza de un pueblo, aunque esté notablemente dotado, está en condiciones de producir. Llegan así a esas escuelas una cantidad excesiva de incompetentes, quienes, con su superioridad numérica y con el instinto del similis simili gaudet, determinan gradualmente el espíritu de dichas escuelas. Pero, manténganse alejados sin esperanza alguna de las cuestiones pedagógicas quienes piensen que la notoria abundancia -consistente en el número- de nuestros institutos y de nuestros profesores pueda transformarse, mediante alguna ley o alguna norma, en una auténtica abundancia, en una ubertas ingenii sin que disminuya el número. En cambio, con respecto a un punto debemos asentir, a saber, el de que la naturaleza como tal destina a un desarrollo cultural auténtico sólo a un número extraordinariamente pequeño de hombres, y que para promover felizmente el desarrollo de ellos es suficiente también un número bastante limitado de hombres, en tanto que en las escuelas actuales, destinadas a grandes masas, deben de sentirse los menos favorecidos de todos precisamente aquellos para quienes, en resumidas cuentas, puede tener sentido el establecimiento de algo semejante.
»Lo mismo se puede decir también con respecto a los profesores. Precisamente los mejores, los que en general, según un criterio superior, son dignos de ese nombre honorífico, quizá sean los menos aptos, en el estado actual del bachillerato, para educar a esta juventud no selecta, escogida, amontonada, y, más que nada, deben ocultarle, en cierto modo, lo mejor que podrían ofrecer. Por el contrario, la inmensa mayoría de los profesores se siente en su ambiente en esas escuelas, ya que sus dotes están en cierta relación armónica con el bajo nivel y la insuficiencia de esos escolares. Esa mayoría exige ruidosa e insistentemente la fundación de nuevos institutos y nuevos centros superiores: vivimos en una época en que con esas continuas exigencias, que resuenan con un ritmo ensordecedor, provoca indudablemente la impresión de que hoy una necesidad desmesurada de cultura intenta afanosamente satisfacerse. Pero precisamente ésta es la ocasión en que hay que saber entender bien, en que hay que mirar a la cara -sin dejarse turbar por el efecto pomposo de las palabras culturales- a quienes hablan tan incansablemente de la necesidad cultural de su época. Se experimentará entonces una extraña decepción, la misma que nosotros, mi querido amigo, hemos experimentado con tanta frecuencia: de repente esos chillones heraldos de la necesidad cultural se transformarán, si los miramos seriamente y de cerca, en adversarios ardientes -o, mejor, fanáticos- de la cultura auténtica, es decir, de la que es partidaria de la naturaleza aristocrática del espíritu. Efectivamente, aquéllos piensan en el fondo que su objetivo consiste en emancipar a las masas del dominio de los grandes individuos, y, en el fondo, tienden a destruir la ordenanza más sagrada del reino del intelecto, es decir, la sujeción de la masa, su obediencia sumisa, su instinto de fidelidad al servir bajo el cetro del genio.
»Desde hace mucho tiempo me he acostumbrado a considerar con circunspección a todos aquellos que hablan ardientemente a favor de la llamada "formación del pueblo", tal como se la entiende comúnmente. Efectivamente, en la mayoría de los casos desean consciente o inconscientemente conquistarse, en las epidémicas Saturnales de la barbarie, la desenfrenada libertad que no les concederá nunca el sagrado orden de la naturaleza: han nacido para servir, para obedecer y cualquier instante en que se agitan sus pensamientos serviles o débiles o con las alas tullidas, confirma de qué arcilla los ha formado la naturaleza o qué marca de fábrica ha impreso en dicha arcilla. Así, pues, nuestro objetivo no puede ser la cultura de la masa, sino la cultura de los individuos, de hombres escogidos, equipados para obras grandes y duraderas: nosotros sabemos ahora que una posteridad equitativa juzgará el estado cultural de conjunto de un pueblo únicamente en función de los grandes héroes de una época, que avanzan en solitario, y dará su veredicto según que dichos héroes hayan sido reconocidos, ayudados, honrados, o bien segregados, marginados, maltratados, aniquilados. Lo que se llama formación del pueblo se puede proporcionar, pero de modo totalmente exterior y rudimentario, por ejemplo consiguiendo para todos la instrucción elemental. Las auténticas regiones más profundas, en que la gran masa entra en contacto con la cultura, es decir, donde el pueblo cultiva sus instintos religiosos, donde sigue extrayendo poesía de sus imágenes míticas, donde se mantiene fiel a sus costumbres, a su derecho, a su suelo patrio, a su lengua, todas esas regiones son difíciles de alcanzar por vía directa, y, en cualquier caso, eso sólo es posible mediante violencias y destrucciones: promover verdaderamente la formación del pueblo en esas cosas serias significa precisamente limitarse a mantener alejadas esas violencias y esas destrucciones, a mantener esa saludable inconsciencia, esa placidez del pueblo, que constituyen el contrapeso y el remedio sin el cual la cultura, con la devoradora tensión y exasperación de sus efectos, no podría subsistir.
Pero nosotros sabemos cuál es el fin de quienes quieren interrumpir ese sueño sano y beneficioso del pueblo, quienes le gritan continuamente: "¡Despierta, sé consciente, sé sagaz!". Nosotros sabemos a qué aspiran quienes pretenden satisfacer una poderosa necesidad de formación, aumentando extraordinariamente todas las escuelas y produciendo de tal modo una clase de profesores conscientes de su posición. Son éstos precisamente -y precisamente con esos medios- quienes combaten contra la jerarquía natural del reino del intelecto: son ésos precisamente quienes destruyen las raíces de esas fuerzas educativas supremas y más nobles que manan de la inconsciencia del pueblo, y que encuentran su destino maternal en la procreación del genio y después en su educación correcta y en su cuidado. Sólo utilizando esta comparación de la madre podremos comprender lo importante y justa que es, en relación con el genio, la auténtica formación de un pueblo. Propiamente, el genio no surge de semejante formación: tiene, por decirlo así, un origen metafísico únicamente, una patria metafísica. Pero su aparición, su surgimiento a partir de un pueblo, el hecho de que represente casi la imagen refleja, el oscuro juego cromático de todas las fuerzas peculiares de dicho pueblo, el hecho de que revele el destino supremo de un pueblo mediante la naturaleza simbólica de un individuo y mediante una obra eterna, con lo que liga a su pueblo a la eternidad y lo libera de la esfera mutable de lo momentáneo, todo eso podrá hacerlo el genio sólo cuando madure y se alimente en el regazo materno de la cultura de un pueblo. Sin esa patria, que pueda defenderlo y darle calor, no conseguirá, en cambio, desplegar las alas para su vuelo eterno, y tristemente deberá irse temprano -como un extranjero impelido a una soledad invernal- lejos de esa tierra inhóspita.»
«Maestro», dijo en aquel momento el acompañante, «me asombra usted con esa metafísica del genio, y sólo vagamente consigo advertir la pertinencia de esas comparaciones. En cambio, comprendo plenamente lo que ha dicho con respecto al número excesivo de los institutos y al consiguiente número excesivo de enseñanzas superiores. Precisamente en este terreno he recogido experiencias, que me confirman que la tendencia educativa del bachillerato debe amoldarse a la inmensa mayoría de esos profesores. En el fondo, éstos no tienen nada que ver con la cultura, y, sólo porque se los necesitaba, han escogido ese camino, haciendo valer sus pretensiones. Todos los hombres que en un momento fulgurante de iluminación han llegado a convencerse de la singularidad y de la inaccesibilidad del antiguo mundo griego, y con luchas penosas han defendido ante sí mismos semejante convicción, todos esos, repito, saben que el acceso a semejantes iluminaciones no estará abierto nunca a muchas personas, y consideran un comportamiento absurdo, o, mejor, indigno, el de ocuparse de los griegos -como si se tratara de un instrumento artesanal cotidiano- por motivos profesionales y con el fin de ganarse el pan, y el de tocar esas reliquias con manos de artesano, sin el menor respeto. Y precisamente en la clase de que procede la mayoría de los profesores de instituto, o sea, en la clase de los filólogos, ese modo de sentir burdo e irrespetuoso es la regla: por ese motivo la propagación y la transmisión de semejante modo de sentir no deberá extrañar siquiera.
»Basta con observar a la nueva generación de filólogos: es muy raro ver en ellos ese sentimiento de vergüenza por el que nosotros, frente a un mundo como el griego, no tenemos siquiera el derecho de existir; en cambio, esa joven nidada construye con la máxima indiferencia y descaro sus nidos sobre los templos más grandiosos. Sería necesario que desde todos los ángulos una voz potente se dirigiera a los infinitos individuos que desde sus años universitarios se mueven satisfechos de sí mismos, sin el menor respeto, entre las maravillosas ruinas de aquel mundo: "¡Fuera de aquí, vosotros que no sois iniciados y no lo seréis nunca, huid en silencio de este santuario, mudos y avergonzados!". Pero esa voz sonaría en vano, ya que, hasta para poder simplemente comprender una maldición y un anatema griegos, hay que poseer ya en cierta medida la naturaleza griega. En cambio, aquéllos son tan bárbaros, que se instalan cómodamente, como es costumbre en ellos, entre esas ruinas: llevan consigo todas sus comodidades y sus manías modernas, y después esconden todo eso entre columnas antiguas y monumentos fúnebres antiguos. A continuación se elevan altos gritos de júbilo, al encontrar en ese ambiente antiguo lo que previamente se había introducido astutamente. Puede ocurrir que uno de esos filólogos escriba versos, por saber consultar el léxico de Hesiquio: con eso sólo se convencerá de que está destinado a continuar la poesía de Esquilo, y encontrará incluso partidarios, que sostendrán que aquél -el ladrón que escribe poesías- es "congenial" a Esquilo. En cambio, otro, con el ojo receloso de un policía, va buscando todas las contradicciones -y hasta la sombra de las contradicciones- de que se haya vuelto culpable Hornero: desperdicia su vida arrancando y cosiendo juntos jirones homéricos, que anteriormente ha robado, sustrayéndolos a un traje espléndido. Un tercero se encuentra a disgusto ante los aspectos mistéricos y orgiásticos de la antigüedad: se decide de una vez por todas a admitir solamente al ilustrado Apolo, al considerar al ateniense como un individuo apolíneo, sereno y sensato, pero algo inmoral. ¡Qué profundamente respira éste, cuando consigue conducir un ángulo oscuro de la antigüedad hasta la altura de su sabiduría, al descubrir, por ejemplo en el viejo Pitágoras a un honrado colega, que tiene sus mismas convicciones políticas ilustradas! Otro más se pregunta angustiado por qué condenó el destino a Edipo a realizar acciones tan pérfidas, a tener que matar a su padre y casarse con su madre. Pero, ¿de quién es la culpa? Dónde está la justicia poética? De repente, llega a descubrirlo: a decir verdad, Edipo fue un individuo apasionado, absolutamente carente de mansedumbre cristiana; cuando Tiresias lo llama el monstruo y la maldición de su tierra, se enfurece incluso de modo totalmente inconveniente. "¡Sed mansos!", quizá fuera ésta la enseñanza de Sófocles, o, de lo contrario, os casaréis con vuestra madre y mataréis a vuestro padre." Otros más pasan toda su vida haciendo cálculos sobre los versos de los poetas griegos o romanos, gozando con la proporción 7: 13 = 14: 26. Por último, existen quienes prometen resolver una cuestión como la homérica, partiendo de las preposiciones, y creen sacar la verdad del poco utilizado. Pero todos, según sus diferentes tendencias, excavan y sondean el terreno griego con tal inquietud, con tal impericia desmañada, que un amigo serio de la antigüedad tiene verdaderamente que preocuparse. Así que me gustaría coger de la mano a cualquier hombre -dotado o no dotado- que haga presagiar cierta inclinación profesional hacia la antigüedad, y me gustaría dirigirme a él con la siguiente peroración: "¿Sabes qué peligros te amenazan, joven que emprendes el viaje con un modesto equipaje de conocimientos escolares? ¿Has oído que, según la opinión de Aristóteles, la de ser aplastado por una estatua no es una muerte trágica ? Y, sin embargo, ésa es precisamente la muerte que te amenaza. ¿Te sorprendes? Has de saber, entonces, que desde hace siglos los filólogos se afanan -pero hasta ahora con fuerzas insuficientes- para levantar de nuevo la estatua de la antigüedad griega, caída a tierra y aquí desplomada: efectivamente, se trata de un coloso sobre el que esos hombres, semejantes a enanos, intentan trepar. Enormes esfuerzos conjuntados, y todas las palancas de la cultura moderna, se aplican a ese fin: en todas las ocasiones la estatua, apenas alzada de tierra, vuelve a caer, y al precipitarse tritura a los hombres situados debajo de ella. Todo eso podría tolerarse incluso, ya que todos los seres deben perecer por alguna causa: pero ¿quién puede garantizar que esos intentos no acaben por hacer añicos también la estatua? Los filólogos perecen a causa de los griegos -de eso podríamos consolarnos-, pero ¡la propia antigüedad queda hecha pedazos a manos de los filólogos! Reflexiona sobre eso, joven atolondrado, y vuelve atrás, si no eres un 'iconoclasta'".»
«En realidad», dijo el filósofo riendo, «existen hoy numerosos filólogos que han vuelto atrás, como tú deseas, y yo advierto un gran contraste con respecto a las experiencias de mi juventud. Un gran número de aquéllos, consciente o inconscientemente, llega al convencimiento de que el contacto directo con la civilización clásica es inútil para ellos y que no abre perspectiva alguna: por esa razón, ahora la mayoría de los propios filólogos considera ese estudio estéril, superado, digno de epígonos. Con ímpetu tanto mayor esa escuadra se ha lanzado sobre la lingüística: aquí, en una extensión infinita de terreno cultivable, recién removido, donde hoy día se pueden aplicar todavía de modo rentable las dotes más modestas, o donde una cierta sensatez se considera ya como señal de talento positivo, dada la novedad e inseguridad de los métodos y el continuo peligro de falsificaciones fantásticas, aquí, donde un trabajo ordenado y orgánico constituye la cosa más deseable, aquí, en resumen, quien se aproxima no se ve sorprendido por esa voz solemne que resuena desde el mundo en ruinas de la antigüedad, repeliendo a todo el mundo. Aquí se acoge con brazos abiertos a todos, e incluso a quien ante Sófocles y Aristóteles no ha conseguido nunca recibir una impresión insólita, tener un pensamiento decente, lo colocan en el telar de la etimología con cierto éxito, lo invitan a recoger residuos de dialectos muertos, y pasar así sus días, uniendo y separando, recogiendo y esparciendo, corriendo aquí y allá y consultando libros. Pero ¡un lingüista empleado tan útilmente debe hacer también de profesor! En tal caso, de acuerdo con sus obligaciones, y por el bien de la juventud del bachillerato, debe enseñar algo sobre esos autores antiguos que no han dejado en él ni impresiones ni, menos aún, conocimientos. ¡Qué incomodidad! La antigüedad no le dice nada, y, en consecuencia, no tiene nada que decir con respecto a la antigüedad. Pero, de repente, todo se le aclara. ¿Para qué sirve un lingüista? ¿Por qué escribieron aquellos autores en griego y en latín? Comienza sin más, y alegremente, desde Homero, buscando etimologías y utilizando como ayuda el lituano o el eslavo eclesiástico, pero sobre todo el sagrado sánscrito, como si las horas asignadas para la enseñanza del griego no fueran otra cosa que un pretexto para proporcionar una introducción general al estudio del lenguaje, y como si el único error de principio cometido por Homero hubiera sido el de no haber escrito en indoeuropeo primitivo. Quien conozca los institutos de bachillerato modernos sabrá también hasta qué punto se han alejado sus profesores de la tendencia clásica, y hasta qué punto ha determinado precisamente la sensación de esa ausencia semejante predominio de trabajos eruditos en relación con la lingüística comparada.»
«No obstante, yo considero», dijo el acompañante, «que lo esencial, para quien quiera enseñar la cultura clásica, consiste precisamente en no substituir a los griegos y a los romanos por los otros pueblos, por los pueblos bárbaros, y en el hecho de que para él el griego y el latín no podrán ser nunca lenguas que se puedan colocar junto a otras lenguas. Para su tendencia clásica, debe ser indiferente que el esqueleto de esas lenguas coincida con el de otras lenguas, o que sea afín a ellas: las coincidencias no deben importarle en absoluto. Realmente debe interesarse de modo especial -en la medida en que quiere iniciarse en la cultura y desea remodelarse a sí mismo a partir del sublime arquetipo del mundo clásico- precisamente por lo que no es común, precisamente por lo que hace que no se considere bárbaros a esos pueblos y que se los coloque por encima de todos los demás pueblos.»
«Y quisiera engañarme», dijo el filósofo, «pero tengo la sospecha de que con el modo como hoy se enseña el latín y el griego en los institutos debe perderse precisamente el dominio de la lengua, que se expresa en el habla y en la escritura, o sea, algo que distinguía a mi generación, que desde luego ahora ya está muy avejentada y ha enflaquecido bastante. En cambio, me parece que los profesores actuales tratan a sus escolares con un método tan genético y tan histórico, que en definitiva lo que saldrá de todo eso, en el mejor de los casos, serán otros pequeños estudiosos de sánscrito, u otros brillantes diablillos en busca de etimologías, u otros desenfrenados inventores de conjeturas, sin que, a pesar de todo, ninguno de ellos esté en condiciones de leer por placer, como hacemos nosotros los viejos, su Platón o su Tácito. Así, pues, los institutos pueden ser también ahora lugares en que se siembre la erudición, pero no esa erudición que es únicamente el efecto colateral -natural e involuntario- de una cultura encaminada a los fines más nobles, sino esa erudición que se podría comparar con la hinchazón hipertrófica de un cuerpo no sano. Los institutos son los lugares donde se trasplanta esa obesidad erudita, cuando no han degenerado hasta el punto de convertirse en las palestras de esa elegante barbarie, que hoy suele pavonearse con el nombre de "cultura alemana de la época actual".»
«Pero, ¿adonde deberán huir», volvió a hablar el acompañante, «esos pobres y numerosos profesores, a quienes la naturaleza no ha concedido las dotes que les permitan alcanzar una auténtica cultura, y que, más que nada, tienen la pretensión de aparentar que se encaminan hacia la cultura, sólo porque los impulsa una necesidad, para ganarse el pan y porque el número excesivo de escuelas exige un número excesivo de profesores? ¿Adonde deberán huir, si la antigüedad los rechaza perentoriamente? ¿No deberán caer tal vez víctimas de esos poderes de la época presente, que se dirigen a ellos todos los días desde los órganos de la prensa, incansables en su propaganda: "¡Nosotros somos la cultura! ¡Nosotros estamos en la cúspide! ¡Nosotros somos el vértice de la pirámide! ¡Nosotros somos la meta de la historia del mundo!", cuando escuchan las promesas seductoras, cuando se ensalzan ante ellos los signos más abyectos de la incivilidad, el público ambiente plebeyo de los llamados "intereses culturales" del periodismo, como los fundamentos de la forma más nueva, más elevada y más madura de la cultura? ¿Adonde podrán huir esos pobres individuos, cuando presientan, aunque sólo sea vagamente, que semejantes promesas son totalmente falaces? Tendrán por fuerza que refugiarse en el más obtuso, en el más micrológico y estéril cientifismo, sólo por no escuchar más ese incansable griterío en favor de la cultura. Al verse perseguidos de ese modo, ¿no acabarán tal vez escondiendo, como avestruces, su cabeza en un montón de arena? ¿No será tal vez para ellos una auténtica suerte el hecho de poder llevar una vida de hormigas, sepultados entre dialectos, etimologías y conjeturas, y de poder permanecer por lo menos con los oídos tapados, cerrados en sí mismos y sordos a la voz de la elegante civilización de nuestro tiempo, si bien mil millas alejados de la auténtica cultura?» «Tienes razón, amigo mío», dijo el filósofo, «pero, ¿existe verdaderamente una absoluta necesidad de que haya un número excesivo de escuelas de cultura, y de que, por consiguiente, resulte también inevitable un número excesivo de profesores, cuando, en realidad, comprendemos claramente que la exigencia de ese número excesivo procede de una esfera hostil a la cultura, y que las consecuencias de ese exceso sólo serán ventajosas para la falta de cultura? En realidad, se puede hablar de semejante necesidad absoluta, sólo en la medida en que el Estado moderno está acostumbrado a intervenir en esas cuestiones y suele presentar sus exigencias, mientras hace tintinear su armadura: indudablemente, ese fenómeno impresiona a la mayoría, exactamente como si a ella se dirigiera una necesidad eterna y absoluta, la ley primordial de las cosas. Por otro lado, un "Estado cultural", como se dice hoy, que tenga semejantes pretensiones constituye un fenómeno reciente, y sólo en los últimos cincuenta años ha llegado a ser algo "evidente", es decir, en un periodo en que -por usar una vez más esa expresión favorita- suceden muchísimas cosas "evidentes" pero que en sí mismas, a decir verdad, no se comprenden del todo inmediatamente. Precisamente el Estado moderno más fuerte, Prusia, se ha tomado tan en serio ese derecho a mantener una suprema tutela sobre la cultura y sobre la escuela, que ese peligroso principio así adoptado, dada la osadía que caracteriza a dicho Estado, adquiere un significado universalmente amenazador y peligroso para el auténtico espíritu alemán. Por ese lado encontramos sistematizada de modo formal la tendencia a elevar el instituto de bachillerato hasta la "altura de nuestro tiempo"; en Prusia están en auge todos los mecanismos que sirven para incitar a una educación de bachillerato al mayor número posible de escolares; allí el Estado ha aplicado incluso su medio más potente, es decir, la concesión de ciertos privilegios en relación con el servicio militar, con el resultado de que, según el testimonio imparcial de los funcionarios de estadísticas, son precisa y exclusivamente esos recursos los que permiten explicar la completa saturación de todos los institutos prusianos de bachillerato y la imperiosa y continua necesidad de nuevas escuelas. ¿Qué más puede hacer el Estado a favor de un número excesivo de escuelas, además de establecer una relación estricta del instituto con todos los cargos más altos de la clase de los funcionarios, así como con la mayoría de los inferiores, con el acceso a la universidad, e incluso con los más acreditados privilegios militares, y todo eso en un país en que tanto el servicio militar obligatorio para todos, aprobado con el completo apoyo popular, como la más desenfrenada ambición política de los funcionarios impulsan inconscientemente en esa dirección a todos los individuos dotados? En Prusia el bachillerato está considerado ante todo como una especie de grado honorífico, y todos aquellos que se sientan impulsados a entrar en la esfera del gobierno seguirán el camino del bachillerato. Ese es un fenómeno nuevo y, en cualquier caso, original: el Estado se muestra como un mistagogo de la cultura, y, al tiempo que persigue sus fines, obliga a todos sus servidores a comparecer ante él con la antorcha de la cultura universal de Estado en las manos: a la luz inquieta de dicha antorcha, deben reconocerlo de nuevo como el fin supremo, como lo que recompensa todos sus esfuerzos culturales. Ahora bien, este último fenómeno debería volverlos perplejos, debería recordarles, por ejemplo, esa tendencia afín, comprendida poco a poco, de una filosofía favorecida tiempo atrás por el Estado y destinada a promover los fines del Estado, o sea, la tendencia de la filosofía hegeliana; más aun: quizá no fuera exagerado sostener que Prusia, al subordinar todos los esfuerzos culturales a los fines del Estado, se ha apropiado con éxito de la parte en que la herencia de la filosofía hegeliana es prácticamente utilizable: la apoteosis del Estado, por obra de dicha filosofía llega a su apogeo indudablemente en esa subordinación.»
«Pero, ¿qué fin puede tener el Estado», preguntó el acompañante, «al sostener una tendencia tan inquietante? Que se trata de fines políticos resulta ya evidente del hecho de que otros Estados admiran, consideran ponderadamente y aquí y allá imitan semejante reglamento escolar de Prusia. Evidentemente, esos otros Estados suponen que eso beneficia a la estabilidad y a la fuerza de un Estado, como ocurre con esa famosa conscripción general, que ha llegado a ser tan popular. Cuando se ve que todos llevan periódicamente y con orgullo el uniforme militar, cuando se ve que casi todos han recibido en los institutos de bachillerato una cultura nivelada de Estado, se puede hablar entonces, con exageración, casi de un reglamento digno de la antigüedad, de una omnipotencia del Estado alcanzada sólo en la antigüedad, y que el instituto y la educación estimulan a los jóvenes a considerar semejante Estado como la cima y el fin supremo de la existencia humana.»
«Esa comparación», dijo el filósofo, «sería indudablemente exagerada, y cojearía de las dos piernas. Efectivamente, el Estado antiguo se mantuvo muy alejado precisamente de ese fin utilitario, que consiste en admitir la cultura sólo en la medida en que beneficia al estado, y en aniquilar los impulsos que no resulten utilizables sin más para sus fines. En lo más profundo de su alma los griegos experimentaban hacia el Estado ese fuerte sentimiento -casi escandaloso para el hombre moderno- de admiración y de gratitud, precisamente porque reconocía que sin esa institución, que satisface las necesidades y se ocupa de la defensa, no puede desarrollarse ningún germen de cultura, y sabía que toda la cultura griega -inimitable y única en toda la historia- creció tan lozana precisamente bajo la protección primorosa y prudente de las instituciones políticas destinadas a las necesidades y a la defensa. El Estado no era para su cultura un guardián de fronteras, un regulador, un superintendente, sino un compañero de viaje, un camarada sólido, musculoso, equipado para combatir, que acompañaba a través de realidades rudas al amigo más noble, casi divino, y a cambio recibía su admiración y su gratitud. En cambio, cuando el Estado moderno pretende esa gratitud entusiasta, eso no ocurre porque sea consciente de haber intervenido caballerosamente a favor de la cultura y del arte alemán más altos: efectivamente, en este aspecto su pasado es tan vergonzoso como su presente, si pensamos en la forma como se conmemora, en las ciudades alemanas más importantes, la memoria de nuestros grandes poetas y artistas, y en el modo como dicho Estado ha apoyado los más altos proyectos artísticos de esos maestros alemanes.
»Así, pues, nos encontramos ante circunstancias particulares, ya sea con respecto a esa tendencia estatal que favorece de todos modos lo que se desea llamar "cultura", ya sea con respecto a una cultura favorita semejante, que se someta a esa tendencia estatal. Dicha tendencia está en guerra -declarada o no- con el auténtico espíritu alemán y con una cultura que de él pueda emanar, semejante a la que te he delineado, amigo mío, con rasgos vacilantes: el espíritu de la cultura, que es beneficioso para esa tendencia estatal, y que ésta sostiene con una participación tan activa (a causa de dicho espíritu despierta admiración en el extranjero su reglamento escolar), debe proceder, por tanto, de una esfera que no tiene ningún punto de contacto con el auténtico espíritu alemán, o sea, con el espíritu que nos habla tan maravillosamente de la esencia íntima de la Reforma alemana, de la música alemana, de la filosofía alemana, y al que esa cultura pujante por inspiración estatal considera con tanta indiferencia y tanta insolencia, como si fuera un noble desterrado. Es un extranjero que se aleja con solitaria melancolía, mientras se agita el incensario ante esa pseudocultura que entre las aclamaciones de los profesores y de los periodistas "cultos" ha usurpado el nombre y la dignidad del auténtico espíritu alemán, y bromea abiertamente con la palabra "alemán". ¿Por qué necesita el Estado ese número excesivo de escuelas y de profesores? ¿Con qué objeto esa cultura popular y esa educación popular, tan ampliamente difundidas? Porque se odia al espíritu alemán auténtico, porque se teme la naturaleza aristocrática de la cultura auténtica, porque propagando y alimentando las, pretensiones culturales en la multitud se quiere incitar a los grandes individuos a buscar un exilio voluntario, porque se intenta escapar a la severa y dura disciplina de los grandes guías, haciendo creer a la masa que encontrará por sí sola el camino, guiada por el Estado, auténtica estrella polar. ¡Ahí tenemos un fenómeno nuevo! ¡El Estado como estrella polar de la cultura! No obstante, hay una cosa que me consuela: ese espíritu alemán, que se ve combatido hasta ese punto, que ha sido substituido por un vicario cargado de decoraciones variopintas, ese espíritu -digo- es valiente: luchando, conseguirá salvarse, abrirse camino hacia una época más pura, y conservará -siendo como es noble y consiguiendo como conseguirá la victoria- cierto sentido de compasión hacia el Estado, y lo excusará de su alianza con semejante pseudocultura, ya que la situación del Estado es extraordinariamente penosa y embarazosa. Efectivamente, ¿quién puede hacerse idea, en definitiva, de lo difícil que es la misión de gobernar a los hombres, es decir, de conservar la ley, el orden, la tranquilidad y la paz, entre muchos millones de individuos, pertenecientes a una casta que en su inmensa mayoría es descomedida, egoísta, injusta, irracional, inmoral, envidiosa, malvada y, por si fuera poco, bastante limitada y extravagante, y, además, defender continuamente, contra vecinos codiciosos y bandidos insidiosos, las posesiones que el Estado ha conseguido adquirir? Un Estado en condiciones tan tristes se une a cualquier aliado: y, cuando un aliado se ofrece espontáneamente, con frases pomposas, cuando, como ha hecho Hegel por ejemplo, lo llama "organismo ético absolutamente perfecto", y establece como misión de la cultura que cada cual encuentre el lugar y la situación en que pueda servir del modo mejor al Estado, ¿quién va a tener derecho a asombrarse en tal caso de que el Estado salte al instante al cuello de semejante aliado espontáneo, y lo salude con plena convicción y con su profunda voz barbárica: "¡Eso es! ¡Tú eres la cultura, tú eres la civilización!"»
Después de algún tiempo de silenciosa reflexión, el acompañante se dirigió al filósofo y le dijo: «Ha querido usted darme esperanzas, maestro, pero también ha aumentado mi comprensión, y, por tanto, mis fuerzas, mi valor. En realidad, ahora miro con mayor denuedo hacia el campo de batalla, y ya desapruebo mi huida demasiado rápida. Desde luego, no queremos nada para nosotros: no debemos preocuparnos de saber cuántos individuos caerán en esta lucha, ni debemos pensar que puede que caigamos nosotros mismos entre los primeros. Precisamente porque no tomamos en serio esta cuestión, no deberíamos tomar en serio nuestra pobre individualidad: en el instante en que caigamos, indudablemente otro cogerá la bandera en cuyos colores creemos. No quiero preguntarme siquiera si soy bastante fuerte para semejante lucha, si resistiré durante mucho tiempo; en cualquier caso, tendrá que ser una muerte honrosa, la de caer entre las risotadas de escarnio de los enemigos, cuya seriedad tantas veces nos ha parecido algo ridicula. Si pienso en el modo en que mis coetáneos se han preparado para mi misma misión, para la misión suprema de profesor, me convenzo de que casi siempre hemos reído precisamente de cosas opuestas, y hemos tomado en serio las cosas más diferentes...».
«Amigo mío», le interrumpió riendo el filósofo, «hablas como quien desee lanzarse al agua sin saber nadar y, al hacerlo, más que ahogarse, tema no ahogarse y verse escarnecido. Por cierto, lo último que debemos temer es vernos escarnecidos: efectivamente, nos encontramos en un terreno en el que son tantas las verdades que hay que decir -verdades terribles, tormentosas, imperdonables-, que desde luego no faltará contra nosotros el odio más puro. En ciertas ocasiones será solamente el furor el que sugerirá una risa incómoda. Basta con que pienses en las inmensas escuadras de los profesores, que con la mejor buena fe han adoptado el sistema educativo anterior, para seguir aplicándolo de buena gana, y sin la menor duda seria: ¿cómo crees que se lo tomarán, cuando oigan hablar de proyectos de los que estén excluidos y, además, beneficio naturae, de exigencias que superen con mucho sus mediocres capacidades, de esperanzas que no tienen resonancia en ellos, de luchas cuyo grito de guerra ni siquiera comprenden, y en las que intervienen sólo como masa sorda, recalcitrante, plúmbea? Por lo demás, ésa tendrá que ser, sin exageración, la posición inevitable de la mayoría de los profesores en las escuelas superiores; más aún: si consideramos el modo como surge la mayoría de dichos profesores, y el modo como llegan a ser profesores de una cultura superior, ni siquiera nos asombraremos ya de la posición citada. Hoy en día, casi por doquier existe un número tan exagerado de escuelas superiores, que continuamente se necesita un número de profesores infinitamente mayor del que la naturaleza de un pueblo, aunque esté notablemente dotado, está en condiciones de producir. Llegan así a esas escuelas una cantidad excesiva de incompetentes, quienes, con su superioridad numérica y con el instinto del similis simili gaudet, determinan gradualmente el espíritu de dichas escuelas. Pero, manténganse alejados sin esperanza alguna de las cuestiones pedagógicas quienes piensen que la notoria abundancia -consistente en el número- de nuestros institutos y de nuestros profesores pueda transformarse, mediante alguna ley o alguna norma, en una auténtica abundancia, en una ubertas ingenii sin que disminuya el número. En cambio, con respecto a un punto debemos asentir, a saber, el de que la naturaleza como tal destina a un desarrollo cultural auténtico sólo a un número extraordinariamente pequeño de hombres, y que para promover felizmente el desarrollo de ellos es suficiente también un número bastante limitado de hombres, en tanto que en las escuelas actuales, destinadas a grandes masas, deben de sentirse los menos favorecidos de todos precisamente aquellos para quienes, en resumidas cuentas, puede tener sentido el establecimiento de algo semejante.
»Lo mismo se puede decir también con respecto a los profesores. Precisamente los mejores, los que en general, según un criterio superior, son dignos de ese nombre honorífico, quizá sean los menos aptos, en el estado actual del bachillerato, para educar a esta juventud no selecta, escogida, amontonada, y, más que nada, deben ocultarle, en cierto modo, lo mejor que podrían ofrecer. Por el contrario, la inmensa mayoría de los profesores se siente en su ambiente en esas escuelas, ya que sus dotes están en cierta relación armónica con el bajo nivel y la insuficiencia de esos escolares. Esa mayoría exige ruidosa e insistentemente la fundación de nuevos institutos y nuevos centros superiores: vivimos en una época en que con esas continuas exigencias, que resuenan con un ritmo ensordecedor, provoca indudablemente la impresión de que hoy una necesidad desmesurada de cultura intenta afanosamente satisfacerse. Pero precisamente ésta es la ocasión en que hay que saber entender bien, en que hay que mirar a la cara -sin dejarse turbar por el efecto pomposo de las palabras culturales- a quienes hablan tan incansablemente de la necesidad cultural de su época. Se experimentará entonces una extraña decepción, la misma que nosotros, mi querido amigo, hemos experimentado con tanta frecuencia: de repente esos chillones heraldos de la necesidad cultural se transformarán, si los miramos seriamente y de cerca, en adversarios ardientes -o, mejor, fanáticos- de la cultura auténtica, es decir, de la que es partidaria de la naturaleza aristocrática del espíritu. Efectivamente, aquéllos piensan en el fondo que su objetivo consiste en emancipar a las masas del dominio de los grandes individuos, y, en el fondo, tienden a destruir la ordenanza más sagrada del reino del intelecto, es decir, la sujeción de la masa, su obediencia sumisa, su instinto de fidelidad al servir bajo el cetro del genio.
»Desde hace mucho tiempo me he acostumbrado a considerar con circunspección a todos aquellos que hablan ardientemente a favor de la llamada "formación del pueblo", tal como se la entiende comúnmente. Efectivamente, en la mayoría de los casos desean consciente o inconscientemente conquistarse, en las epidémicas Saturnales de la barbarie, la desenfrenada libertad que no les concederá nunca el sagrado orden de la naturaleza: han nacido para servir, para obedecer y cualquier instante en que se agitan sus pensamientos serviles o débiles o con las alas tullidas, confirma de qué arcilla los ha formado la naturaleza o qué marca de fábrica ha impreso en dicha arcilla. Así, pues, nuestro objetivo no puede ser la cultura de la masa, sino la cultura de los individuos, de hombres escogidos, equipados para obras grandes y duraderas: nosotros sabemos ahora que una posteridad equitativa juzgará el estado cultural de conjunto de un pueblo únicamente en función de los grandes héroes de una época, que avanzan en solitario, y dará su veredicto según que dichos héroes hayan sido reconocidos, ayudados, honrados, o bien segregados, marginados, maltratados, aniquilados. Lo que se llama formación del pueblo se puede proporcionar, pero de modo totalmente exterior y rudimentario, por ejemplo consiguiendo para todos la instrucción elemental. Las auténticas regiones más profundas, en que la gran masa entra en contacto con la cultura, es decir, donde el pueblo cultiva sus instintos religiosos, donde sigue extrayendo poesía de sus imágenes míticas, donde se mantiene fiel a sus costumbres, a su derecho, a su suelo patrio, a su lengua, todas esas regiones son difíciles de alcanzar por vía directa, y, en cualquier caso, eso sólo es posible mediante violencias y destrucciones: promover verdaderamente la formación del pueblo en esas cosas serias significa precisamente limitarse a mantener alejadas esas violencias y esas destrucciones, a mantener esa saludable inconsciencia, esa placidez del pueblo, que constituyen el contrapeso y el remedio sin el cual la cultura, con la devoradora tensión y exasperación de sus efectos, no podría subsistir.
Pero nosotros sabemos cuál es el fin de quienes quieren interrumpir ese sueño sano y beneficioso del pueblo, quienes le gritan continuamente: "¡Despierta, sé consciente, sé sagaz!". Nosotros sabemos a qué aspiran quienes pretenden satisfacer una poderosa necesidad de formación, aumentando extraordinariamente todas las escuelas y produciendo de tal modo una clase de profesores conscientes de su posición. Son éstos precisamente -y precisamente con esos medios- quienes combaten contra la jerarquía natural del reino del intelecto: son ésos precisamente quienes destruyen las raíces de esas fuerzas educativas supremas y más nobles que manan de la inconsciencia del pueblo, y que encuentran su destino maternal en la procreación del genio y después en su educación correcta y en su cuidado. Sólo utilizando esta comparación de la madre podremos comprender lo importante y justa que es, en relación con el genio, la auténtica formación de un pueblo. Propiamente, el genio no surge de semejante formación: tiene, por decirlo así, un origen metafísico únicamente, una patria metafísica. Pero su aparición, su surgimiento a partir de un pueblo, el hecho de que represente casi la imagen refleja, el oscuro juego cromático de todas las fuerzas peculiares de dicho pueblo, el hecho de que revele el destino supremo de un pueblo mediante la naturaleza simbólica de un individuo y mediante una obra eterna, con lo que liga a su pueblo a la eternidad y lo libera de la esfera mutable de lo momentáneo, todo eso podrá hacerlo el genio sólo cuando madure y se alimente en el regazo materno de la cultura de un pueblo. Sin esa patria, que pueda defenderlo y darle calor, no conseguirá, en cambio, desplegar las alas para su vuelo eterno, y tristemente deberá irse temprano -como un extranjero impelido a una soledad invernal- lejos de esa tierra inhóspita.»
«Maestro», dijo en aquel momento el acompañante, «me asombra usted con esa metafísica del genio, y sólo vagamente consigo advertir la pertinencia de esas comparaciones. En cambio, comprendo plenamente lo que ha dicho con respecto al número excesivo de los institutos y al consiguiente número excesivo de enseñanzas superiores. Precisamente en este terreno he recogido experiencias, que me confirman que la tendencia educativa del bachillerato debe amoldarse a la inmensa mayoría de esos profesores. En el fondo, éstos no tienen nada que ver con la cultura, y, sólo porque se los necesitaba, han escogido ese camino, haciendo valer sus pretensiones. Todos los hombres que en un momento fulgurante de iluminación han llegado a convencerse de la singularidad y de la inaccesibilidad del antiguo mundo griego, y con luchas penosas han defendido ante sí mismos semejante convicción, todos esos, repito, saben que el acceso a semejantes iluminaciones no estará abierto nunca a muchas personas, y consideran un comportamiento absurdo, o, mejor, indigno, el de ocuparse de los griegos -como si se tratara de un instrumento artesanal cotidiano- por motivos profesionales y con el fin de ganarse el pan, y el de tocar esas reliquias con manos de artesano, sin el menor respeto. Y precisamente en la clase de que procede la mayoría de los profesores de instituto, o sea, en la clase de los filólogos, ese modo de sentir burdo e irrespetuoso es la regla: por ese motivo la propagación y la transmisión de semejante modo de sentir no deberá extrañar siquiera.
»Basta con observar a la nueva generación de filólogos: es muy raro ver en ellos ese sentimiento de vergüenza por el que nosotros, frente a un mundo como el griego, no tenemos siquiera el derecho de existir; en cambio, esa joven nidada construye con la máxima indiferencia y descaro sus nidos sobre los templos más grandiosos. Sería necesario que desde todos los ángulos una voz potente se dirigiera a los infinitos individuos que desde sus años universitarios se mueven satisfechos de sí mismos, sin el menor respeto, entre las maravillosas ruinas de aquel mundo: "¡Fuera de aquí, vosotros que no sois iniciados y no lo seréis nunca, huid en silencio de este santuario, mudos y avergonzados!". Pero esa voz sonaría en vano, ya que, hasta para poder simplemente comprender una maldición y un anatema griegos, hay que poseer ya en cierta medida la naturaleza griega. En cambio, aquéllos son tan bárbaros, que se instalan cómodamente, como es costumbre en ellos, entre esas ruinas: llevan consigo todas sus comodidades y sus manías modernas, y después esconden todo eso entre columnas antiguas y monumentos fúnebres antiguos. A continuación se elevan altos gritos de júbilo, al encontrar en ese ambiente antiguo lo que previamente se había introducido astutamente. Puede ocurrir que uno de esos filólogos escriba versos, por saber consultar el léxico de Hesiquio: con eso sólo se convencerá de que está destinado a continuar la poesía de Esquilo, y encontrará incluso partidarios, que sostendrán que aquél -el ladrón que escribe poesías- es "congenial" a Esquilo. En cambio, otro, con el ojo receloso de un policía, va buscando todas las contradicciones -y hasta la sombra de las contradicciones- de que se haya vuelto culpable Hornero: desperdicia su vida arrancando y cosiendo juntos jirones homéricos, que anteriormente ha robado, sustrayéndolos a un traje espléndido. Un tercero se encuentra a disgusto ante los aspectos mistéricos y orgiásticos de la antigüedad: se decide de una vez por todas a admitir solamente al ilustrado Apolo, al considerar al ateniense como un individuo apolíneo, sereno y sensato, pero algo inmoral. ¡Qué profundamente respira éste, cuando consigue conducir un ángulo oscuro de la antigüedad hasta la altura de su sabiduría, al descubrir, por ejemplo en el viejo Pitágoras a un honrado colega, que tiene sus mismas convicciones políticas ilustradas! Otro más se pregunta angustiado por qué condenó el destino a Edipo a realizar acciones tan pérfidas, a tener que matar a su padre y casarse con su madre. Pero, ¿de quién es la culpa? Dónde está la justicia poética? De repente, llega a descubrirlo: a decir verdad, Edipo fue un individuo apasionado, absolutamente carente de mansedumbre cristiana; cuando Tiresias lo llama el monstruo y la maldición de su tierra, se enfurece incluso de modo totalmente inconveniente. "¡Sed mansos!", quizá fuera ésta la enseñanza de Sófocles, o, de lo contrario, os casaréis con vuestra madre y mataréis a vuestro padre." Otros más pasan toda su vida haciendo cálculos sobre los versos de los poetas griegos o romanos, gozando con la proporción 7: 13 = 14: 26. Por último, existen quienes prometen resolver una cuestión como la homérica, partiendo de las preposiciones, y creen sacar la verdad del poco utilizado. Pero todos, según sus diferentes tendencias, excavan y sondean el terreno griego con tal inquietud, con tal impericia desmañada, que un amigo serio de la antigüedad tiene verdaderamente que preocuparse. Así que me gustaría coger de la mano a cualquier hombre -dotado o no dotado- que haga presagiar cierta inclinación profesional hacia la antigüedad, y me gustaría dirigirme a él con la siguiente peroración: "¿Sabes qué peligros te amenazan, joven que emprendes el viaje con un modesto equipaje de conocimientos escolares? ¿Has oído que, según la opinión de Aristóteles, la de ser aplastado por una estatua no es una muerte trágica ? Y, sin embargo, ésa es precisamente la muerte que te amenaza. ¿Te sorprendes? Has de saber, entonces, que desde hace siglos los filólogos se afanan -pero hasta ahora con fuerzas insuficientes- para levantar de nuevo la estatua de la antigüedad griega, caída a tierra y aquí desplomada: efectivamente, se trata de un coloso sobre el que esos hombres, semejantes a enanos, intentan trepar. Enormes esfuerzos conjuntados, y todas las palancas de la cultura moderna, se aplican a ese fin: en todas las ocasiones la estatua, apenas alzada de tierra, vuelve a caer, y al precipitarse tritura a los hombres situados debajo de ella. Todo eso podría tolerarse incluso, ya que todos los seres deben perecer por alguna causa: pero ¿quién puede garantizar que esos intentos no acaben por hacer añicos también la estatua? Los filólogos perecen a causa de los griegos -de eso podríamos consolarnos-, pero ¡la propia antigüedad queda hecha pedazos a manos de los filólogos! Reflexiona sobre eso, joven atolondrado, y vuelve atrás, si no eres un 'iconoclasta'".»
«En realidad», dijo el filósofo riendo, «existen hoy numerosos filólogos que han vuelto atrás, como tú deseas, y yo advierto un gran contraste con respecto a las experiencias de mi juventud. Un gran número de aquéllos, consciente o inconscientemente, llega al convencimiento de que el contacto directo con la civilización clásica es inútil para ellos y que no abre perspectiva alguna: por esa razón, ahora la mayoría de los propios filólogos considera ese estudio estéril, superado, digno de epígonos. Con ímpetu tanto mayor esa escuadra se ha lanzado sobre la lingüística: aquí, en una extensión infinita de terreno cultivable, recién removido, donde hoy día se pueden aplicar todavía de modo rentable las dotes más modestas, o donde una cierta sensatez se considera ya como señal de talento positivo, dada la novedad e inseguridad de los métodos y el continuo peligro de falsificaciones fantásticas, aquí, donde un trabajo ordenado y orgánico constituye la cosa más deseable, aquí, en resumen, quien se aproxima no se ve sorprendido por esa voz solemne que resuena desde el mundo en ruinas de la antigüedad, repeliendo a todo el mundo. Aquí se acoge con brazos abiertos a todos, e incluso a quien ante Sófocles y Aristóteles no ha conseguido nunca recibir una impresión insólita, tener un pensamiento decente, lo colocan en el telar de la etimología con cierto éxito, lo invitan a recoger residuos de dialectos muertos, y pasar así sus días, uniendo y separando, recogiendo y esparciendo, corriendo aquí y allá y consultando libros. Pero ¡un lingüista empleado tan útilmente debe hacer también de profesor! En tal caso, de acuerdo con sus obligaciones, y por el bien de la juventud del bachillerato, debe enseñar algo sobre esos autores antiguos que no han dejado en él ni impresiones ni, menos aún, conocimientos. ¡Qué incomodidad! La antigüedad no le dice nada, y, en consecuencia, no tiene nada que decir con respecto a la antigüedad. Pero, de repente, todo se le aclara. ¿Para qué sirve un lingüista? ¿Por qué escribieron aquellos autores en griego y en latín? Comienza sin más, y alegremente, desde Homero, buscando etimologías y utilizando como ayuda el lituano o el eslavo eclesiástico, pero sobre todo el sagrado sánscrito, como si las horas asignadas para la enseñanza del griego no fueran otra cosa que un pretexto para proporcionar una introducción general al estudio del lenguaje, y como si el único error de principio cometido por Homero hubiera sido el de no haber escrito en indoeuropeo primitivo. Quien conozca los institutos de bachillerato modernos sabrá también hasta qué punto se han alejado sus profesores de la tendencia clásica, y hasta qué punto ha determinado precisamente la sensación de esa ausencia semejante predominio de trabajos eruditos en relación con la lingüística comparada.»
«No obstante, yo considero», dijo el acompañante, «que lo esencial, para quien quiera enseñar la cultura clásica, consiste precisamente en no substituir a los griegos y a los romanos por los otros pueblos, por los pueblos bárbaros, y en el hecho de que para él el griego y el latín no podrán ser nunca lenguas que se puedan colocar junto a otras lenguas. Para su tendencia clásica, debe ser indiferente que el esqueleto de esas lenguas coincida con el de otras lenguas, o que sea afín a ellas: las coincidencias no deben importarle en absoluto. Realmente debe interesarse de modo especial -en la medida en que quiere iniciarse en la cultura y desea remodelarse a sí mismo a partir del sublime arquetipo del mundo clásico- precisamente por lo que no es común, precisamente por lo que hace que no se considere bárbaros a esos pueblos y que se los coloque por encima de todos los demás pueblos.»
«Y quisiera engañarme», dijo el filósofo, «pero tengo la sospecha de que con el modo como hoy se enseña el latín y el griego en los institutos debe perderse precisamente el dominio de la lengua, que se expresa en el habla y en la escritura, o sea, algo que distinguía a mi generación, que desde luego ahora ya está muy avejentada y ha enflaquecido bastante. En cambio, me parece que los profesores actuales tratan a sus escolares con un método tan genético y tan histórico, que en definitiva lo que saldrá de todo eso, en el mejor de los casos, serán otros pequeños estudiosos de sánscrito, u otros brillantes diablillos en busca de etimologías, u otros desenfrenados inventores de conjeturas, sin que, a pesar de todo, ninguno de ellos esté en condiciones de leer por placer, como hacemos nosotros los viejos, su Platón o su Tácito. Así, pues, los institutos pueden ser también ahora lugares en que se siembre la erudición, pero no esa erudición que es únicamente el efecto colateral -natural e involuntario- de una cultura encaminada a los fines más nobles, sino esa erudición que se podría comparar con la hinchazón hipertrófica de un cuerpo no sano. Los institutos son los lugares donde se trasplanta esa obesidad erudita, cuando no han degenerado hasta el punto de convertirse en las palestras de esa elegante barbarie, que hoy suele pavonearse con el nombre de "cultura alemana de la época actual".»
«Pero, ¿adonde deberán huir», volvió a hablar el acompañante, «esos pobres y numerosos profesores, a quienes la naturaleza no ha concedido las dotes que les permitan alcanzar una auténtica cultura, y que, más que nada, tienen la pretensión de aparentar que se encaminan hacia la cultura, sólo porque los impulsa una necesidad, para ganarse el pan y porque el número excesivo de escuelas exige un número excesivo de profesores? ¿Adonde deberán huir, si la antigüedad los rechaza perentoriamente? ¿No deberán caer tal vez víctimas de esos poderes de la época presente, que se dirigen a ellos todos los días desde los órganos de la prensa, incansables en su propaganda: "¡Nosotros somos la cultura! ¡Nosotros estamos en la cúspide! ¡Nosotros somos el vértice de la pirámide! ¡Nosotros somos la meta de la historia del mundo!", cuando escuchan las promesas seductoras, cuando se ensalzan ante ellos los signos más abyectos de la incivilidad, el público ambiente plebeyo de los llamados "intereses culturales" del periodismo, como los fundamentos de la forma más nueva, más elevada y más madura de la cultura? ¿Adonde podrán huir esos pobres individuos, cuando presientan, aunque sólo sea vagamente, que semejantes promesas son totalmente falaces? Tendrán por fuerza que refugiarse en el más obtuso, en el más micrológico y estéril cientifismo, sólo por no escuchar más ese incansable griterío en favor de la cultura. Al verse perseguidos de ese modo, ¿no acabarán tal vez escondiendo, como avestruces, su cabeza en un montón de arena? ¿No será tal vez para ellos una auténtica suerte el hecho de poder llevar una vida de hormigas, sepultados entre dialectos, etimologías y conjeturas, y de poder permanecer por lo menos con los oídos tapados, cerrados en sí mismos y sordos a la voz de la elegante civilización de nuestro tiempo, si bien mil millas alejados de la auténtica cultura?» «Tienes razón, amigo mío», dijo el filósofo, «pero, ¿existe verdaderamente una absoluta necesidad de que haya un número excesivo de escuelas de cultura, y de que, por consiguiente, resulte también inevitable un número excesivo de profesores, cuando, en realidad, comprendemos claramente que la exigencia de ese número excesivo procede de una esfera hostil a la cultura, y que las consecuencias de ese exceso sólo serán ventajosas para la falta de cultura? En realidad, se puede hablar de semejante necesidad absoluta, sólo en la medida en que el Estado moderno está acostumbrado a intervenir en esas cuestiones y suele presentar sus exigencias, mientras hace tintinear su armadura: indudablemente, ese fenómeno impresiona a la mayoría, exactamente como si a ella se dirigiera una necesidad eterna y absoluta, la ley primordial de las cosas. Por otro lado, un "Estado cultural", como se dice hoy, que tenga semejantes pretensiones constituye un fenómeno reciente, y sólo en los últimos cincuenta años ha llegado a ser algo "evidente", es decir, en un periodo en que -por usar una vez más esa expresión favorita- suceden muchísimas cosas "evidentes" pero que en sí mismas, a decir verdad, no se comprenden del todo inmediatamente. Precisamente el Estado moderno más fuerte, Prusia, se ha tomado tan en serio ese derecho a mantener una suprema tutela sobre la cultura y sobre la escuela, que ese peligroso principio así adoptado, dada la osadía que caracteriza a dicho Estado, adquiere un significado universalmente amenazador y peligroso para el auténtico espíritu alemán. Por ese lado encontramos sistematizada de modo formal la tendencia a elevar el instituto de bachillerato hasta la "altura de nuestro tiempo"; en Prusia están en auge todos los mecanismos que sirven para incitar a una educación de bachillerato al mayor número posible de escolares; allí el Estado ha aplicado incluso su medio más potente, es decir, la concesión de ciertos privilegios en relación con el servicio militar, con el resultado de que, según el testimonio imparcial de los funcionarios de estadísticas, son precisa y exclusivamente esos recursos los que permiten explicar la completa saturación de todos los institutos prusianos de bachillerato y la imperiosa y continua necesidad de nuevas escuelas. ¿Qué más puede hacer el Estado a favor de un número excesivo de escuelas, además de establecer una relación estricta del instituto con todos los cargos más altos de la clase de los funcionarios, así como con la mayoría de los inferiores, con el acceso a la universidad, e incluso con los más acreditados privilegios militares, y todo eso en un país en que tanto el servicio militar obligatorio para todos, aprobado con el completo apoyo popular, como la más desenfrenada ambición política de los funcionarios impulsan inconscientemente en esa dirección a todos los individuos dotados? En Prusia el bachillerato está considerado ante todo como una especie de grado honorífico, y todos aquellos que se sientan impulsados a entrar en la esfera del gobierno seguirán el camino del bachillerato. Ese es un fenómeno nuevo y, en cualquier caso, original: el Estado se muestra como un mistagogo de la cultura, y, al tiempo que persigue sus fines, obliga a todos sus servidores a comparecer ante él con la antorcha de la cultura universal de Estado en las manos: a la luz inquieta de dicha antorcha, deben reconocerlo de nuevo como el fin supremo, como lo que recompensa todos sus esfuerzos culturales. Ahora bien, este último fenómeno debería volverlos perplejos, debería recordarles, por ejemplo, esa tendencia afín, comprendida poco a poco, de una filosofía favorecida tiempo atrás por el Estado y destinada a promover los fines del Estado, o sea, la tendencia de la filosofía hegeliana; más aun: quizá no fuera exagerado sostener que Prusia, al subordinar todos los esfuerzos culturales a los fines del Estado, se ha apropiado con éxito de la parte en que la herencia de la filosofía hegeliana es prácticamente utilizable: la apoteosis del Estado, por obra de dicha filosofía llega a su apogeo indudablemente en esa subordinación.»
«Pero, ¿qué fin puede tener el Estado», preguntó el acompañante, «al sostener una tendencia tan inquietante? Que se trata de fines políticos resulta ya evidente del hecho de que otros Estados admiran, consideran ponderadamente y aquí y allá imitan semejante reglamento escolar de Prusia. Evidentemente, esos otros Estados suponen que eso beneficia a la estabilidad y a la fuerza de un Estado, como ocurre con esa famosa conscripción general, que ha llegado a ser tan popular. Cuando se ve que todos llevan periódicamente y con orgullo el uniforme militar, cuando se ve que casi todos han recibido en los institutos de bachillerato una cultura nivelada de Estado, se puede hablar entonces, con exageración, casi de un reglamento digno de la antigüedad, de una omnipotencia del Estado alcanzada sólo en la antigüedad, y que el instituto y la educación estimulan a los jóvenes a considerar semejante Estado como la cima y el fin supremo de la existencia humana.»
«Esa comparación», dijo el filósofo, «sería indudablemente exagerada, y cojearía de las dos piernas. Efectivamente, el Estado antiguo se mantuvo muy alejado precisamente de ese fin utilitario, que consiste en admitir la cultura sólo en la medida en que beneficia al estado, y en aniquilar los impulsos que no resulten utilizables sin más para sus fines. En lo más profundo de su alma los griegos experimentaban hacia el Estado ese fuerte sentimiento -casi escandaloso para el hombre moderno- de admiración y de gratitud, precisamente porque reconocía que sin esa institución, que satisface las necesidades y se ocupa de la defensa, no puede desarrollarse ningún germen de cultura, y sabía que toda la cultura griega -inimitable y única en toda la historia- creció tan lozana precisamente bajo la protección primorosa y prudente de las instituciones políticas destinadas a las necesidades y a la defensa. El Estado no era para su cultura un guardián de fronteras, un regulador, un superintendente, sino un compañero de viaje, un camarada sólido, musculoso, equipado para combatir, que acompañaba a través de realidades rudas al amigo más noble, casi divino, y a cambio recibía su admiración y su gratitud. En cambio, cuando el Estado moderno pretende esa gratitud entusiasta, eso no ocurre porque sea consciente de haber intervenido caballerosamente a favor de la cultura y del arte alemán más altos: efectivamente, en este aspecto su pasado es tan vergonzoso como su presente, si pensamos en la forma como se conmemora, en las ciudades alemanas más importantes, la memoria de nuestros grandes poetas y artistas, y en el modo como dicho Estado ha apoyado los más altos proyectos artísticos de esos maestros alemanes.
»Así, pues, nos encontramos ante circunstancias particulares, ya sea con respecto a esa tendencia estatal que favorece de todos modos lo que se desea llamar "cultura", ya sea con respecto a una cultura favorita semejante, que se someta a esa tendencia estatal. Dicha tendencia está en guerra -declarada o no- con el auténtico espíritu alemán y con una cultura que de él pueda emanar, semejante a la que te he delineado, amigo mío, con rasgos vacilantes: el espíritu de la cultura, que es beneficioso para esa tendencia estatal, y que ésta sostiene con una participación tan activa (a causa de dicho espíritu despierta admiración en el extranjero su reglamento escolar), debe proceder, por tanto, de una esfera que no tiene ningún punto de contacto con el auténtico espíritu alemán, o sea, con el espíritu que nos habla tan maravillosamente de la esencia íntima de la Reforma alemana, de la música alemana, de la filosofía alemana, y al que esa cultura pujante por inspiración estatal considera con tanta indiferencia y tanta insolencia, como si fuera un noble desterrado. Es un extranjero que se aleja con solitaria melancolía, mientras se agita el incensario ante esa pseudocultura que entre las aclamaciones de los profesores y de los periodistas "cultos" ha usurpado el nombre y la dignidad del auténtico espíritu alemán, y bromea abiertamente con la palabra "alemán". ¿Por qué necesita el Estado ese número excesivo de escuelas y de profesores? ¿Con qué objeto esa cultura popular y esa educación popular, tan ampliamente difundidas? Porque se odia al espíritu alemán auténtico, porque se teme la naturaleza aristocrática de la cultura auténtica, porque propagando y alimentando las, pretensiones culturales en la multitud se quiere incitar a los grandes individuos a buscar un exilio voluntario, porque se intenta escapar a la severa y dura disciplina de los grandes guías, haciendo creer a la masa que encontrará por sí sola el camino, guiada por el Estado, auténtica estrella polar. ¡Ahí tenemos un fenómeno nuevo! ¡El Estado como estrella polar de la cultura! No obstante, hay una cosa que me consuela: ese espíritu alemán, que se ve combatido hasta ese punto, que ha sido substituido por un vicario cargado de decoraciones variopintas, ese espíritu -digo- es valiente: luchando, conseguirá salvarse, abrirse camino hacia una época más pura, y conservará -siendo como es noble y consiguiendo como conseguirá la victoria- cierto sentido de compasión hacia el Estado, y lo excusará de su alianza con semejante pseudocultura, ya que la situación del Estado es extraordinariamente penosa y embarazosa. Efectivamente, ¿quién puede hacerse idea, en definitiva, de lo difícil que es la misión de gobernar a los hombres, es decir, de conservar la ley, el orden, la tranquilidad y la paz, entre muchos millones de individuos, pertenecientes a una casta que en su inmensa mayoría es descomedida, egoísta, injusta, irracional, inmoral, envidiosa, malvada y, por si fuera poco, bastante limitada y extravagante, y, además, defender continuamente, contra vecinos codiciosos y bandidos insidiosos, las posesiones que el Estado ha conseguido adquirir? Un Estado en condiciones tan tristes se une a cualquier aliado: y, cuando un aliado se ofrece espontáneamente, con frases pomposas, cuando, como ha hecho Hegel por ejemplo, lo llama "organismo ético absolutamente perfecto", y establece como misión de la cultura que cada cual encuentre el lugar y la situación en que pueda servir del modo mejor al Estado, ¿quién va a tener derecho a asombrarse en tal caso de que el Estado salte al instante al cuello de semejante aliado espontáneo, y lo salude con plena convicción y con su profunda voz barbárica: "¡Eso es! ¡Tú eres la cultura, tú eres la civilización!"»
Primera conferencia
Segunda conferencia
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