domingo, 8 de julio de 2007

El cuerpo de la Pintura...

... y la Pintura del cuerpo (Lucien Freud)

Título: Corpus delicity
Ténica: Acrílico; s/Lienzo
Medidas: 175 X 210 ctm
Año: 2006

«Nadie ha determinado hasta el presente lo que puede el Cuerpo. Se
dirá que es imposible atribuir únicamente a las leyes de la Naturaleza,
considerada sólo corporalmente, las causas de los edificos, de las pinturas
y demás cosas de esta especie que hacen sólo por el arte del hombre,
y que el cuerpo humano, si no estuviese determinado y dirigido por el
alma, no hubiera podido edificar un templo. He demostrado ya que no
se sabe lo que puede el Cuerpo, o de lo que se puede sacar de la consideración
de su naturaleza propia...».
B. Espinosa: Etica, Parte III, prop. 2.


Libre ahora de la coyuntural respuesta a la ya lejana exposición de la
obra excelente de Lucien Freud habida en Madrid, me propongo desarrollar
algunas reflexiones, al respecto, para mi de especial significación a la
pintura.
Ya en otra ocasión pude manifestar mi interés por reflexionar sobre las
intrínsecas relaciones, de un orden o de otro, entre la realidad de la pintura
y la realidad del cuerpo; y ello fue, sin duda, motivado por aquella observación
de M. Ponty en la que recordaba que el pintor pone su propio cuerpo en
la pintura. El autor de la Fenomenología de la percepción manifiesta en su
obra la consideración de la mediación del cuerpo como determinación presente
de conocimiento.
En esa mediación el cuerpo posee la dignidad espontánea y dócil del querer
ser lo que ya es, parafraseando aquella visión de lo sagrado y las artes
que expresara María Zambrano. No cosa y no instrumento, el cuerpo se funde
en la acción creadora que lo reconoce. Con ser todo, en efecto, no es nada;
y sólo escapa a esa indiferenciación que constantemente lo amenaza entregándose
(en «cuerpo y alma» nos recuerda el énfasis de la expresión) a la
acción liberadora del acto creador, quien a su vez asume su disponibilidad
en neutro. En este sentido podríamos enunciar que el cuerpo resume el ori-
gen de la significación. y por lo mismo, en otra dirección, la significación
del origen: lo que “ in illo tempore” tuvo lugar. Éste es el espacio del mito.
El cuerpo sólo toma lugar, es decir, plenitud de su acción significante, en
La encarnación de lo que no tiene lugar: esto es la definición de utopía. Cuando
el hombre refleja su utopía toma conciencia de su condición: la realidad
del cuerpo se muestra equivalente a la utopía de la creación. Esto es, asimismo.
lo que permitirá. en todas las culturas, retomar el cuerpo como símbolo,
no sólo de lo finito, sino del devenir infinito: hierofanía. El cuerpo
muestra lo inefable.
Recuperar el enigma es recuperar el enigma del cuerpo, es revivir el reconocimiento
arquetípico de su realidad en la creación: el cuerpo se torna simbolo
en la acción creadora y la obra metáfora del cuerpo. En este aspecto la
obra de las últimas décadas de Lucien Freud lo ilustra especialmente.
La ambigüedad de la experiencia estética, referida desde la desnudez.
remite a la ambigüedad en que experimentamos nuestro cuerpo: ni objeto ni
sujeto, aun cuando lo expresemos siempre del lado de éste, él es siempre otro
de lo que es y habla siempre a otro que si mismo: ésta es la sorpresa de Narciso.
Que la pintura muestre señeramente la condición corporal no ha sido el
signo definitorio de su lenguaje en la modernidad que se inicia desde el manierismo;
habría que citar en este sentido, especialmente, la obra de Rembrandt.
La condición temporal. nombrando ahora el cuerpo en su verdadero signo
de lo que no tiene lugar, el inundo moderno de la determinación abstracta la
anexiona, en un medio puramente espacial como es la pintura, a la visión
unitaria de una mirada intelectual que se ajusta a una visión «retenida» y el
cuerpo se mide temporalmente sólo por el instante y no por la duración. Explicitar
la duración ha significado siempre mantener un cierto escepticismo organicista,
popular, frente al optimismo ilustrado en los valores absolutos llamados
siempre a posponer la realidad del aquí y el ahora. Esa manera de
explicitar, que en ocasiones refiere aspectos del naturalismo realista ajeno a
formalismos, conforma siempre una crítica de la ficción de los valores separados,
tachada, siempre que ha tenido lugar; de gusto rústico y arcaico (pensemos,
asimismo, en la respuesta dada a las exaltaciones populares abiertas
en el romanticismo y centradas en el naturalismo hasta reseñar las simpatías
por los valores expresivos de lo caricaturesco e ingenuo. Véase, al respecto,
el ensayo de M. Schapiro en torno a Courbet y la imaginería popular
).
Una crítica, decimos, que en nuestro tiempo, unida a la resolución deconstructiva
de otros criterios historicistas, fluye en paralelo a lo más considerable
de un pensamiento nombrado como posmoderno, y. que desde esta perspectiva
naturalista, puede definirse como posible corrector del desvío de la
voluntad propia del pensamiento moderno, cuyas raíces primeras podrían ya
apuntarse en la sofística griega.
El naturalismo realista presente en Lucien Freud refiere la «duración» y
la obra desde un existencialismo humanista y un «eclepticismo» espontáneo.
que le permite subrayar en la desmesura de su manifestación plástica el sentido mismo de la realidad del cuerpo. Sus figuras asumen la condición humana,
no precisamente desde la resignación, sino desde esa afirmación de su
realidad que excede en el límite la lógica de lo necesario. Su emocionable
afirmación presenta asimismo la voluntad de afirmar la emoción: en el principio
fue la emoción, parece querer corregir también, ontológicamente, la
obra de Lucien Freud.
Que la pintura sea como la carne, que la pintura funcione como la carne’
que la representación del modelo sea presentación, «sea como persona», son
todas ellas expresiones que definen no sólo la pasión del cuerpo, sino asimismo
la pasión de pintar: la carne habitada en el habla, el cuerpo a solas
con su sombra. Una pretensión, por lo demás, que nos recuerda sensiblemente
la afirmación de Frank Auerbach, un cómplice generacional en la pintura
contemporánea británica, como lo fueron también, a su manera, Francis
Bacon y Michel Andrews: «El fin de la pintura es éste: captar para el arte
una experiencia en carne viva

Lo que en el orden general de la crítica en su tiempo se definió peyorativamente
como el gusto de lo horrible, y el pintor que retrata desnudos flácidos
no es sino la respuesta de una visión anclada en una estética meramente
idealista, unidireccional en su ascenso tras el logos platónico empeñada en
la escisión de lo abstracto. La belleza, parece decirnos la obra de Lucien
Freud, se halla al margen de un ideal restrictivo, se circunda desde lo singular,
lo extraño común (la elección como objeto, no ya del cuerno solamente,
sino de la corporalidad misma acotada desde la fuerza de la visión proyectiva
de la representación
), lo ambiguo, cierta desmesura (referida en este caso
a la exclusividad con que la pintura se exalta, técnicamente, coincidiendo en
la configuración del cuerpo «presentado», modelando mutuamente la afirmación
de su identidad
) y, sobre todo, en esa condensación latente de la que
manifiestamente vive. Signos todos ellos de confluencia en la definición de
manierismo, por otra parte, desde el que, a su vez, nos cabe apuntar el símil
que Umberto Eco señala entre éste y posmodernidad.
La crítica de Robert Storr mencionaba, de forma excluyente, lo nula que
es la participación de la pintura de Freud a la modernidad, encajándolo más
bien como premoderno: hoy, en muchos aspectos, podemos entenderlo, desde
su explícita ambigüedad estética y su manifiesta voluntad de mostrar la «aparición
» de la desnudez, como un signo de especial mención para la significación
de lo neutro, y en ello un gesto de significación crítica en orden a una
estética adepta a optimismos historicistas que tratan de centrarse a si mismas
como único sentido de modernidad, cuando ésta bien podría definirse como
la quiebra del sentido único.
Sorprende la pintura de un pintor que busca un lugar de asombro para la
pintura: el habla muda del cuerpo; una pintura en la que lo inactivo y lo simbólico
se dan cita en la imagen para conmocionar. La paradoja es ésta: el
reforzamiento denotante que hace que la connotación cuerpo se identifique
con el reforzamiento inverso que hace de la «pintura», y esta transferencia
posibilita el ver a ésta como existente y al cuerpo como reflexionante. Un
giro onomatopéyico para la revitalización significante. La metáfora del objeto,
pintura-cuerpo, traspasa la retórica al «encarnar» una idea y una experiencia.
Este es su signo «popular».
Todo ello, es obligado decirlo nuevamente, no es tanto debido a un proceso
simple de empatía, sino a esa reflexión sensible con que se dispone el
modelo, se organiza el espacio, se proyecta la visión, se exalta la luz quebrando
y fragilizando la unidad del cuerpo, tal como presentan los desnudos
de la joven rubia de los años sesenta y seis, sesenta y nueve; en ellos, como
en los hombres desnudos sobre la cama de los años ochenta, el eros ambiguo
de la desnudez última nos intima en la reflexión respecto a nuestro estar
en el mundo. Declaraciones recientes del pintor nos recordaban la voluntad
de transmitir «la noción de algo infinitamente amable, que sufre infinitamente
», y añadiriamos que en un silencio incontestable.
Una deíctica pues, la suya, que remite literalmente al cuerpo y se constituye
en oración corporal, inscrita en los signos propios de un lenguaje ecléptico
en su conformación plástica. Un lenguaje que asume, por una parte, esa
visión holandesa dispuesta a la descripción, como recuerda E. Alpers, desarrollada
inicialmente desde sutiles influencias de la Nueva Objetividad que
buscaba la «autonormativa del mundo de las cosas», con especial referencia
-a la nitidez técnica de George Grosz; también, a nuestro modo de ver, especialmente
el espacio imaginista y la factura cromática del Balthus del final
de los años treinta. Pero al mismo tiempo la exploración nos lleva a la observación
sensible de un Chardin, a la sensualidad veneciana inscrita en Velázquez,
referido todo ello desde la vocación formal de un dibujo deudor de
Ingres. En definitiva, un amplio espectro en el que persiste una coherencia,
yo diría semántica, que define una concepción estética que promueve desde
la imagen visible el pensamiento visible, sentido.
Esa semántica se resume en la significativa importancia del reconocimiento
entre el motivo y el pintor; la necesaria presencia del modelo en el
desarrollo de la obra para reafirmar la presencia en ausencia, proceso esencial
de la metáfora plástica misma, busca el efecto y el símbolo en el interés
de revelar la emoción: «El efecto que causan en el espacio está ligado a ellos
lo mismo que su color o su olor
», afirmaba ya el pintor en los años cincuenta.
Esta necesidad, este reconocimiento entre el modelo y el pintor se convierte
en Lucien Freud en complicidad: no alcanzamos a comprender la violación
de la intimidad de los cuerpos en su más puro «estar en si» sí no
pensamos en el juego cómplice de los actores que se ofrecen a la representación
de ser quien son entre bambalinas, y al afirmar esto describimos casi
literalmente And dic bridegroom (1993). Nuestra mirada se intuye privilegiada,
pero no es la de un «voyeur» (aunque si parece, podríamos decir, transferirnos
en la voluntad de «testigos oculistas», no para un ejercicio de óptica,
pero sí de testimonio
); sentimos la desnudez no precisamente como un
instante subrepticio, sino corno una vivencia temporal que afirma la duración. En este sentido comprendemos lo afinado de las manifestaciones de John Russell (1974), cuando trata de definir la turbación del espectador: «Freud va tan lejos en la emoción, que a veces nos preguntamos si tenemos derecho a estar ahí.» He aquí una meta —representación de orden inverso,
y por ello de especial afinidad, tal como hemos insinuado, del Etant donnés...,
de Duchamp, en donde la representación encarna en la ficción voyeurista
de un instante.
En general, la persistencia de una visión de intención cenital por parte de
Lucien Freud permite reincidir en los signos más íntimos de la realidad del
cuerpo: la indolencia y la afirmación metafórica de sus miembros, el silencio
de la ensoñación del cuerpo mismo dormido, agotado y asombrado, pero
también afirmado e interrogante. Una afirmación sensual que genitaliza todo
el cuerpo en un intento de metamorfosear tanto cuerno y pintura como libido
y creación. Señalemos ahora tanto los desnudos de Leigh Bowery como
los desnudos femeninos sobre la cama del final de los años ochenta que nos
resuenan en el orden de otras significativas manifestaciones artísticas precedentes,
algunas de explícita influencia estética para Lucien Freud: nos referimos
al ya nombrado, en otro orden, naturalismo de Courbet centrado en su
~<Origen del mundo>, o, singularmente, a las sensuales esculturas de Rodin,
especialmente «Isis, Mensajera de los dioses>~, que Freud ha coleccionado
personalmente, como nos recuerda Catherine Lampert, en la presentación del
catálogo de la exposición de Madrid en 1994, para subrayarnos los valores
ápticos y los aspectos esculturales de las pinturas referidas de la última década
a la actualidad.
La mirada minuciosa de Lucien Freud, unificando y dispersando en el
espacio del cuadro la totalidad de la realidad del cuerpo, no se resume, por
tanto, en abstracto; sus imágenes son «construcciones» tanto de la pintura
como del modelo. Una mirada que (sirviéndonos de las observaciones de
quien más recientemente nos ha llamado la atención respecto a la realidad
de una deictica de la duración en la pintura, como lo es la obra de Norman
Bryson «Visión y pintura. La lógica de la mirada
»), se define como espiritual por su carácter sobrio, profundo, incisivo, pero que no desestima la piel misma de la realidad. Su mirada en ocasiones es desconsiderada, es decir, desconstruye el orden sideral, la geometría celeste del ideal separado que de forma abstracta quiere imponerse desde arriba. Una mirada subversiva que
no excluye la violencia corpórea del «vistazo», una piedad apasionada que
tiende a lo de abajo y busca siempre un horizonte para el suelo y la desolación,
afirmante de una estética de la mediación y del encuentro entre la corporalidad
y el cuerpo como símbolo, entre naturaleza y libertad.
Sus autorretratos ilustran, finalmente, de manera especial, la propuesta de
nuestro enunciado. Ponen de manifiesto esa labor del mirar y del ver afuera
del mirar; en ellos se muestra así mismo como medio, como lugar de la creación:
la paleta cargada de pintura habla el mismo lenguaje silencioso que el
cuerpo desnudo en la acción de pintar en su autorretrato de 1993.
da del yo haciéndose visible a la mirada «de los otros o del Otro» se añade
el cuerpo hecho pintura en la acción de pintar. Sabemos dónde mira, por su pintura, Lucien Freud; pero si queremos ver su mirada, para completar el horizonte y aun nuestro sentido de él, tenemos,
también, como muestra, el autorretrato de la colección Thyssen, que mirar
hacia arriba: he aquí como, también, el ascenso se muestra a las profundidades...
En 1963 manifestaba el pintor que la realidad de los tiempos que
corren le situaban en un campo pesimista, pero estimulante: «Cuando el hombre
sella finalmente su destino al inventar su propia e inevitable destrucción,
proporciona también al arte una absoluta gravedad, añadiéndole una nueva
dimensión: esta dimensión nueva, al tener el fin a la vista, puede dar al artista
un control tan grande y tal conciencia de sus sufrimientos y pruebas a lo
largo de su existencia, que (en palabras de Nietzsche) creará las condiciones
bajo las cuales “un millar de secretos del pasado se arrastran fuera de sus
escondrijos —hacia el sol—”».
Un estímulo de afirmación significante para
el arte es lo que promueve también su pintura.

Javier Díez Álvarez
Arte, Individuo y Sociedad, nº7. Servicio de Publicaciones. Universidad Complutense. Madrid. 1995