jueves, 17 de octubre de 2013

El Gobierno de sí y de los otros (2º hora)

Michel Foucault  

Curso en el Collège de France 
Ciclo lectivo (1982-1983)



Clase del 19 de enero de 1983 
Segunda hora

Ion: don Nadie, hijo de don Nadie — Tres categorías de ciudadanos
— Consecuencias de una intrusión política de Ion: odios privados y tiranía pública — En busca de una madre — La parrhesía, irreductible al ejercicio efectivo del poder y a la condición estatutaria de ciudadano — El juego agonístico del decir veraz: libre y arriesgado
— Contexto histórico: el debate entre Cleón y Nicias — La ira de Creúsa.

Retomemos la lectura de este texto. [...]
En torno de Ion, de su nacimiento, hemos visto a Creúsa que efectúa un leve desplazamiento de la verdad al pretender que la seducida por Apolo es su hermana; al dios que, por vergüenza, no ha querido dar la respuesta verdadera y ha indicado a Juto un hijo que en realidad no es suyo, y a Juto que, en cierto modo por negligencia, se contenta con verdades que, en rigor, son verosímiles, pero no están realmente establecidas. Y entonces, lo que Ion rechaza es ese juego de mentiras a medias, verdades a medias, aproximaciones. Lo rechaza y quiere la verdad. Y, como lo muestra toda la tirada en la cual vamos a detenernos un poco ahora, quiere la verdad porque quiere fundar el derecho. Quiere fundar su derecho, fundar su derecho político en Atenas. Quiere tener derecho a hablar en esa ciudad, a decirlo todo, a hablar con veracidad y utilizar su hablar franco. Para fundar su parrbesía, necesita que por fin se diga la verdad, una verdad que podría fundar ese derecho. Por eso, entonces, luego del caluroso abrazo de Juto y de que éste lo convenza en mayor o menor medida de que, en suma, él es su hijo, Ion dice: sí, pero algo anda mal. "Las cosas, padre mío, tienen otra apariencia cuando se las mira a la distancia que cuando se las contempla de cerca ['de cerca': creo que hay que tomarlo en un sentido muy local, o sea en Atenas; desde Delfos se puede, en resumidas cuentas, decir que soy tu hijo y que voy a volver para ejercer el poder, pero en Atenas <es otra cosa>; Michel Foucault]; bendigo, ciertamente, la aventura que me hace encontrar un padre en tu persona, pero escucha la idea que se me acaba de ocurrir". Y a la sazón se tratará justamente del lugar mismo donde debe ejercerse el poder: Atenas.

Se afirma que el glorioso y autóctono pueblo de Atenas está limpio de toda mezcla extranjera. Ahora bien, voy a caer allí afectado por una doble desgracia, ser hijo de un intruso y bastardo. Mancillado por esa fama, si carezco de poder, seré el don Nadie, hijo de don Nadie del refrán. Si, en cambio, procuro alcanzar la suprema jerarquía, si aspiro a ser alguien, la muchedumbre incapaz me detestará: siempre es odiosa la superioridad. En cuanto a aquellos que, buenos a la vez que capaces, se callen por sabiduría y rehuyan la política, ésos me considerarán bien necio y ridículo por no quedarme quieto en la ciudad inquieta. Por último, quienes casan política y razón votarán aun con mayor motivo contra mí, si llego a los honores; pues así, padre mío, funcionan las cosas. Ésos, que están provistos de poder y cargos, son quienes más se enconan contra sus competidores. Llegado como intruso a la casa de otro, cerca de una mujer sin hijos, que ha compartido durante mucho tiempo tu pena, y que, decepcionada y solitaria, cargará no sin amargura con su destino, seré, con justa razón, víctima de su odio.

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Volveré a este pasaje. Querría releer la primera parte del texto y de la réplica. ¿Qué vemos en las objeciones que Ion plantea a su cuasi padre, su pseudopadre Juto? En primer lugar, dice, Atenas es autóctona. Es la vieja reivindicación de Atenas: a diferencia de los otros pueblos griegos, los atenienses siempre vivieron en el Ática, nacieron en ese mismo suelo y Erecteo, originario del propio suelo de la ciudad, es el garante de ello. En segundo lugar, Atenas no sólo es autóctona, sino que está limpia de toda mezcla extranjera. Esto se refiere también a un tema importante, que encomiamos en Eurípides, por ejemplo, en un fragmento de una obra perdida que se llama Erecteo. En las otras ciudades, dice Eurípides, la gente va a vivir como fichas que se desplazan en el chaquete o el juego de los palillos; se introducen constantemente nuevos elementos como una clavija mal fijada en un pedazo de madera. En realidad, esto se refiere a una legislación muy precisa. Desde mediados del siglo V a. C, desde 450-451, una ley propia de Atenas y con escasos paralelos en la mayoría de las demás ciudades griegas, no reconocía el derecho a la ciudadanía a los niños nacidos de un padre ateniense, pero de una madre no ateniense. En otras palabras, desde mediados del siglo V se exigía que ambos padres fueran atenienses. Esta legislación extremadamente estricta, típica, insistamos, de Atenas, tenía el objetivo de evitar la inflación de la cantidad de ciudadanos. Por otra parte, su efecto también consistió, desde luego, en ralearlos. Y justamente en la segunda parte de la guerra del Peloponeso, cuando Atenas, debilitada por la peste, la guerra y las derrotas, necesite ciudadanos, la legislación será derogada. Pero en la época en que Eurípides escribe lón, en 418, eso todavía no ha sucedido y se sigue viviendo bajo el signo de esa ley. Y, de acuerdo con un procedimiento habitual en las reelaboraciones legendarias, se la destaca como extremadamente antigua, cuando en realidad es muy reciente. Y aquí se presume que Ion se refiere a una tradición absolutamente originaria de Atenas y dice: Atenas está limpia de toda mezcla extranjera, es decir que para ser ciudadano es preciso tener padre y madre también ciudadanos. Entonces agrega: "Voy a caer allí afectado por una doble desgracia, ser hijo de un intruso y bastardo". O sea que ni siquiera es hijo de un ateniense y una mujer extranjera. Es hijo de un no ateniense, Juto, y de una muchacha encontrada no se sabe dónde. Por lo tanto: "Mancillado por esa fama, si catezco de poder, seré don Nadie, hijo de don Nadie". Hijo de nadie, nada: no será nada de nada.

Ahí comienza entonces un segundo desarrollo. La traducción, me parece, no hace del todo justicia y no restituye con claridad un texto cuya discursividad, empero, es bastante legible. Ion dice: si quiero alcanzar el primer rango (eis toprotón zygón: para el primer rango) —presten atención, no se trata de] ejercer el poder tiránico, el poder monárquico, el poder de uno solo; estar en el primer rango es formar parte de esos pocos que están en las primeras filas de la ciudad-, voy a encontrarme (esquematizo, pero el texto está construido así) frente a tres categorías de ciudadanos. El texto dice: "La muchedumbre incapaz me detestará [...]. En cuanto a aquellos que, buenos a la vez que capaces, se callen por sabiduría y rehuyan la política, ésos me considerarán bien necio y ridículo por no quedarme quieto en la ciudad inquieta. Por último, quienes casan política y razón.De hecho se mencionan tres categorías de ciudadanos. En otro texto de Eurípides, Las suplicantes, también se trata de tres categorías de ciudadanos: los ricos, los pobres y los medianos. Hay asi mismo una distinción de tres términos, pero aquí es muy diferente. Pues se trata de tres categorías de ciudadanos que se reparten, no en relación con la riqueza, sino en relación con lo que lón define como su objeto, o su objetivo hipotético: estar en la primera fila de la ciudad. [Con respecto a] la distribución del poder, de la autoridad, de la influencia concreta en la ciudad, hay tres categorías de ciudadanos. Creo entonces que es preciso entenderlo bien: no se trata de tres categorías, si se quiere, legales de ciudadanos que no tienen el mismo estatus censatario. Estamos en la democracia ateniense. La cuestión es, en cambio, el reparto efectivo de la autoridad política, del ejercicio del poder entre y dentro de la masa o el conjunto constituido por los ciudadanos de derecho. Ni siquiera se trata de quienes carecen de derechos, sea en su carácter de esclavos, por supuesto, de metecos o de extranjeros. No, estamos entre ciudadanos, y entre ellos hay tres categorías.

Ton trien adynaton: del lado de quienes son adynaton ("impotentes"). Creo que para aclarar este texto es menester recurrir a otro que también está en Las suplicantes [y] donde se trata de los ciudadanos que son capaces, que son poderosos, que por sí mismos y por sus riquezas pueden hacer algo por la ciudad. La primera categoría evocada por Ion es la de quienes no tienen siquiera esa capacidad, ese poder de hacer, por sí mismos o por sus riquezas, algo por la ciudad. Es decir: por sí mismos carecen incluso de medios para comprar un arma, una armadura para participar en la guerra, y no se cuentan entre aquellos que incorporan riquezas a la ciudad o la hacen próspera. Esa muchedumbre incapaz, esa masa de ciudadanos que jurídicamente son ciudadanos con todas las de la ley, pero no tienen esa especie de "plus" que caracteriza a la autoridad política, pues bien, ésos, frente a alguien como lón que, llegado como intruso y marcado por su bastardía, quisiera tomar el poder, no podrían sino manifestar envidia e ira. Esa gente, de todas formas, siempre detesta a los más fuertes, cualesquiera sean. Por lo tanto, [dice lón,] me vería expuesto a una hostilidad general de los impotentes o de aquellos que no tienen autoridad política en nuestro país. Tropezaría con su hostilidad a causa de mi nacimiento, una hostilidad más fuerte aun debido a mi nacimiento.
La segunda categoría de ciudadanos -y esto es muy interesante- está constituida por las personas khrestóiy dynámenoi. Dynámenoi, es decir: quienes pueden algo, a quienes el nacimiento, el estatus, la riqueza, dan los medios de ejercer el poder. Khrestói, es decir que se trata de "gente de pro", gente moralmente estimable. En suma, es ia élite, y en efecto es el término khrestói el que Jenofonte, por ejemplo, o mejor dicho el Pseudo Jenofonte, emplea en La república de los atenienses para designar a la élite. Y bien, entre esas personas, entre esos dynámenoiy khrestói, hay algunos que son al mismo tiempo sophói (que son sabios). Y ésos "sigosin kon spédousin eis taprdgmata y se callan y no se ocupan [de] taprágrnata (los asuntos de la ciudad). Tenemos por tanto esta segunda categoría de ciudadanos que pertenecen a la gente de pro, a los poderosos, a los poseedores de la riqueza, el nacimiento, el estatus, pero su sabiduría hace que no se ocupen de la política. No ocuparse de la política, no ocuparse de los negocios, es igualmente callarse. ¿Cómo van a reaccionar éstos cuando vean a un intruso bastardo tratar de elevarse a las primeras filas? Pues bien, van a considerar su actitud simplemente ridicula. Les va a parecer ridículo que ese intruso bastardo no se quede tranquilo en la ciudad (hesykhazeiri). Es manifiesto que tenemos aquí, entonces, un tema filosófico concerniente a la forma de pertenencia a una ciudad, que consiste, a la vez que uno es rico, poderoso, bien nacido, etc., en ser un sophós, ser un sabio que no se ocupa de los negocios y se mantiene en la hesykhía, la tranquilidad, el ocio, lo que los latinos llamarán otium.

La tercera categoría de ciudadanos [está] compuesta asimismo de los ricos y poderosos, ta gente de pro. Pero a diferencia de quienes son sophói (sabios), que se callan y se ocupan de sus asuntos, estos "logo te khromenon te tepolei" manejan la política y la razón khromenon, [del] verbo khrestbai: valerse de, ejercer, ocuparse de; a la vez logos y polis: manejan el logos y la polis, y son ellos, desde luego, quienes representan la autoridad polírica). Como ven, esta tercera categoría de ciudadanos se opone en forma absoluta y término a término a la categoría precedente, [a la vez que] ellos también [pertenecen] a la categoría de la gente de pro. Tenemos la categoría de la gente de pro que se calla y no se ocupa de los prágmata [y] la categoría de las personas que se valen, se ocupan, manipulan, se relacionan, practican el logos (es decir que no se callan, hablan) y la polis (se ocupan de los asuntos de la ciudad). La oposición se da, creo, término a término. Esos, dice además el texto, tienen la ciudad, poseen la ciudad, controlan la ciudad y ganan los honores. Entonces, es con ellos con los que [uno] corre el riesgo de tropezar en una relación de rivalidad: éstos, dice lón, no toleran que se les haga competencia, y mediante su voto procuran condenar o excluir a quienes les hacen sombra.

Por lo tanto, en la ciudad y con respecto a esas tres categorías de personajes que son, insisto, tres categorías de ciudadanos legales —los pobres sin poder, y, entre los poderosos, quienes se callan y no se ocupan de los asuntos de la ciudad, y quienes se valen del logos y la polis—, [Ion,] de todas maneras como intruso, extranjero y bastardo, va a estar de más, en exceso. ¿Con [qué] consecuencias? [La respuesta está en] el texto que había empezado a leerles. En el hogar mismo donde va a residir (es decir, en la casa de juto y Creúsa), va a sentirse de más, por ser el hijo bastardo de un padre extranjero. Creúsa, que por un lado es ateniense de nacimiento, hija de Erecteo, y por otro la esposa legítima, no va a tolerarlo. Y, en consecuencia, habrá odio en la residencia de los soberanos, en la residencia del rey, del monarca y su esposa, o en todo caso en esa casa cuya armonía, cuyo buen entendimiento, son absolutamente indispensables para la armonía misma de la ciudad. O bien Juto tomará partido por su hijo ilegítimo contra su mujer, yeso acarreará la destrucción de la paz en la pareja, o bien tomata partido por su mujer contra su hijo, y por consiguiente traicionará a Ion. De uno u otro modo, éste estará de más con respecto a esa estructura de la casa del jefe, cuya armonía es imprescindible para el bien público y la paz de la ciudad entera. Y por otra parte, en la escena pública, pues bien, va a estar de más. Dado que, procedente del exterior e impuesto a la fuerza con su nacimiento ilegítimo, no podrá —y esto es lo que se deja ver al final del texto— ejercer más que un solo poder, el de la tiranía. Será como esos tiranos que se imponían desde afuera a las ciudades griegas, al amparo de la protección de Zeus. Ahora bien, resulta que Juto es justamente descendiente de Zeus, por lo cual las referencias al poder tiránico son bastante claras. [Ion] sólo podrá llegar, estar allí como tirano. Pero la existencia del tirano, dice, es una existencia detestable, y él no quiere en ningún caso llevar esa vida. Prefiere permanecer junto al dios y tener allí una existencia calma y tranquila. Por eso, tras haber aceptado la paternidad que le señalaba Juto, Ion termina por decir: no, finalmente no quiero ir a Atenas, por las razones expuestas.

En ese momento, Juto insiste y subraya que aún es posible arreglarse (con él siempre estamos en el orden del arreglo), y agrega: es muy simple, no vamos a decir enseguida que eres mi hijo, mi heredero, y que voy a otorgarte el poder; lo haremos lenta, gradualmente. Y escogeremos la ocasión, el momento de decírselo a Creúsa, de manera tal que pueda aceptarlo sin pesar ni problemas. Y Ion acepta el arreglo. Tan bien lo acepta, que consiente en participar con Juto en un banquete donde se agradecerá al dios la revelación (en realidad, la revelación mentirosa) que ha hecho. Y después partirán hacia Atenas y poco a poco impondrán la presencia de Ion en el hogar de Creúsa y Juto. Ion acepta no sin agregar lo siguiente, que es el texto que quería explicarles: iré, pues, pero el destino (tykhe) aún no me ha dado todo. Acepta ir a Atenas, pero
si no hallo a quien me dio a lur., la vida me será imposible [abloton hemirr. nos es imposible vivir; Michel Foucault]; y, si me hiera permitido hacer un voto, pueda esa mujer ser ateniense a fin de que yo tenga de mi madre el derecho a hablar libremente. Entre un extranjero a una ciudad donde la raza se mantiene sin tacha y, aun cuando la ley lo convierta en ciudadano, su lengua seguirá siendo sierva.
No tendrá la parrhesía: ouk ekheiparrhesían. ¿Por que, entonces, quiere con tanto ahínco la parrhesía! ¿Por qué su ausencia hace fracasar la maniobra aproximada urdida por Juto? ¿Por qué, en todo caso, aun en el momento en que acepta dicha combinación, Ion no está satisfecho y quiere saber por añadidura quién es su madre para obtener la parrhesía! Me parece que en esa falta de la parrhesía que se expresa de tal modo y que molesta tanto a Ion podemos ver un [...].

Como podrán advertir con toda nitidez, la parrhesía no se confunde con el ejercicio del poder. Puesto que el poder mismo, la autoridad sobre la ciudad, la soberanía —una soberanía de tipo monárquico o tiránico—, están en posesión de Juto, plenamente dispuesto a transmitirlos a su hijo. La ascendencia magnífica que se remonta hasta Zeus, el poder real que ejerce en Atenas, las riquezas que ha acumulado, todo esto no basta y no bastaría para dar a Ion la parrhesía. No se trata, por tanto, del ejercicio del poder mismo. Pero podrán ver igualmente que no se trata tampoco del mero estatus de ciudadano. Es cierto, de acuerdo con la legislación ateniense -la de 451 a. O, pero a la que se atribuye estar ya en vigencia—, como Ion no es de madre ateniense, no puede ser ciudadano. Sin embargo, lo interesante en el texto es que dice precisamente: aun cuando la ley haga de alguien un ciudadano, aun cuando éste, en consecuencia, sea ciudadano desde un punto de vista legal, no contará pese a ello con la parrhesía. En otras palabras, Ion no puede tener la parrhesía ni por parte de su padre que le da el poder, ni por parte de una ley, si la hubiera, que le otorgue el estatus de ciudadano. Demanda esa parrhesía a. su madre. ¿Significa esto que estamos frente al vestigio o la expresión de un derecho matrilineal? No, creo que de ningún modo es así. Hay que recordar, en efecto, cuál es la situación particular de Ion. Tiene un padre, un padre que ha sido recibido en suelo ateniense pero que no es griego de origen. Segundo, no sabe quién es su madre. Y tercero, quiere ejercer un poder, quiere pertenecer al primer rango de la ciudad. Podrá recibir el poder tiránico de su padre, pero ese poder tiránico no le basta para lo que quiere hacer. Y lo que quiere hacer es, pues, pertenecer al primer rango de la ciudad. Y para pertenecer a él—o, mejor: para estar implicado por ese primer rango de la ciudad, ligado a ese primer rango de la ciudad- necesita la parrhesía. Esta parrhesia es entonces otra cosa que el puro y simple estatus de ciudadano, y tampoco es algo dado por el poder tiránico. ¿Qué es?
Pues bien, me parece que la parrhesía es en cierta manera una palabra que está arriba, por encima del estatus de ciudadano, diferente del ejercicio liso y llano del poder. Es una palabra que ejercerá el poder en el marco de la ciudad, pero, claro, en condiciones no titánicas, es decir, con libertad para las demás palabras, la libertad de aquellos que también quieten y pueden alcanzar el primer rango en esa suerte de juego agonístico que caracteriza la vida política en Gtecia, y sobre todo en Atenas. Se trata, por tanto, de una palabta de arriba, pero que admite la libertad de otras palabras y la de quienes tienen que obedecer, que les deja la libertad, al menos en el sentido de que sólo obedecerán si pueden convencerse.

El ejercicio de una palabra que persuade a aquellos a quienes se manda y que, en un juego agonístico, deja la libertad a los otros que también quieren mandar es, creo, lo que constituye la parrhesía. Con todos los efectos, por supuesto, que se asocian a una lucha y una situación semejantes. Primero: que la palabra que pronunciamos no persuada y la muchedumbre se vuelva contra nosotros. E incluso que la palabra de los otros, a la que dejamos lugar junto a la propia, se imponga a la nuestra. Ese riesgo político de la palabra que da libertad a otras y que se asigna la tarea, no de someter a los otros a su propia voluntad, sino [de] persuadirlos, constituye el campo propio de la parrhesía. ¿Qué significa hacer actuar esa parrhesía en el marco de la ciudad, como no sea precisamente, y de conformidad con lo que dijimos hace un momento, manipular, tratar a la vez, tener relación a la vez con el logos y con la polín Hacer actuar el logos en la polis—logos en el sentido de palabra verdadera, palabra racional, palabra que persuade, palabra que puede confronrarse con las otras palabras y que sólo ha de imponerse en virtud del peso de su verdad y de la eficiencia de su persuasión—, hacer actuar esa palabra verdadera, racional, agonística, esa palabra de discusión en el campo de la polis: en eso consiste la parrhesía. Y ésta, reiterémoslo, no puede set dada ni por el ejercicio concreto de un poder tiránico ni por el mero estatus de ciudadano.

¿Quién puede entonces darla? En este punto Eurípides hace valer, si no su solución, sí al menos su sugerencia. Dice: debe venir de la madre. Pero, digámoslo una vez más, no lo hace con referencia a ningún derecho matrilineal, sino en función de la situación misma de Ion , un Ion que hasta ahora, si bien tiene un padre resplandeciente porque desciende de Zeus, y un padre poderoso porque ejerce el poder en Atenas, no ha nacido en esta ciudad. Sólo la pertenencia a la tierra, la autoctonía, el arraigo en el suelo, esta continuidad histórica basada en un territorio, puede dar la parrhesía. En otras palabras, la cuestión de la parrhesía responde a un problema histórico, a un problema político extremadamente preciso en la época en que Eurípides escribe Ion. Estamos en la Atenas democrática, la Atenas donde Pericies ha desaparecido unos diez años antes, esa Atenas democrática donde todo el pueblo, claro está, tiene derecho al voto y, a la vez, los mejores y el mejor (Pericies) ejercen de hecho la autoridad y el poder políticos. En esa Atenas posterior a Pericies se plantea el problema de saber quién, en el marco de la ciudadanía legal, va a ejercer efectivamente el poder. Habida cuenta de que la ley es igual para todos (principio de la isonomía), habida cuenta de que cada uno disfruta del derecho a votar y expresar su opinión (isegoría), ¿quién va a tener la posibilidad y el derecho de la parrhesía, es decir de ponerse de pie, tomar la palabra, tratar de persuadir al pueblo, tratar de imponerse sobre sus rivales —a riesgo, además, de perder con ello el derecho a vivir en Atenas, como ocurre cuando se decreta el exilio, el ostracismo de un jefe político— o evcntualmente arriesgar su propia vida? En todo caso, ¿quién debe correr ese riesgo de la palabra política, con la autoridad ligada a ella? Tal fue el contenido de todo el debate en la Atenas de esa época, entre Cleón, el demócrata, demagogo, etc., que pretendía que todos debían estar en condiciones de tener la parrhesía, y, digamos, el movimiento de tendencia aristocrática en torno de Nicias, que consideraba que la parrhesía debía estar reservada de hecho a cierta élite. En la gran crisis que la segunda etapa de la guerra del Peloponeso suscitará en Atenas se intentarán diferentes soluciones. En la época en que escribe Eurípides, la crisis todavía no ha estallado de manera manifiesta, pero el problema se plantea. Y más o menos en la misma época vemos que en la ciudad se formula una serie de nuevos proyectos constitucionales. Eurípides no quiere en modo alguno proponer en Ion una solución constitucional para decir quién debe ejercer la parrhesía, pero vemos con mucha claridad cuál es el contexto en que plantea la cuestión: una situación, como muy bien lo muestra el texto, en que la parrhesía no puede ser heredada como un poder violento y tiránico, tampoco la implica simplemente el mero estatus de ciudadano, debe estar reservada a algunos y no puede obtenerse así como así. Y lo que Eurípides sugiere es que la pertenencia a la tierra, la autoctonía, el arraigo histórico en un territorio, van a asegurar al individuo el ejercicio de esa parrhesía.
Lo que digo sobre el contexto inmediato, político del problema y el tema de la parrhesiatn Ion, no lo digo como deducción de lo que les señalaba hace un rato, cuando mencionaba el carácter fundamental de esta tragedia como tragedia, drama del decir veraz, y como una especie de representación fundacional del decir veraz. Creo, en efecto, que esta pieza respondía directamente a un problema político preciso [y] que es al mismo tiempo el drama griego sobre la historia política del decir veraz., sobre la fundación, legendaria y real a la vez, del decir veraz en el orden de la política. Que lo esencial, lo fundamental de la historia pasa por el hilo delgado y tenue de los acontecimientos es algo, me parece, [que] hay que resolverse a aceptar o, más bien, [que es preciso] afrontar con valor. La historia, y lo esencial de la historia, pasa por el ojo de una aguja. Fue entonces en ese pequeño conflicto constitucional del ejercicio del poder en Atenas donde se planteó el gran drama de Ion como drama de la formulación de la verdad y de la fundación del decir veraz político en función del decir veraz oracular. ¿Cómo se puede pasar de ese decir veraz oracular al decir veraz político?

Es eso, entonces, lo que va a aparecer de manera aun más clara en la segunda parte de la obra. En ella, quien debería decir la verdad es el dios. Les he mostrado porqué y cómo se negaba a decirla. ¿Cómo superar esa verdad aproximada que Juto ha propuesto a Ion y ante la cual éste se muestra tan vacilante? ¿Cómo penetrar el secreto en que persiste el dios, a causa de su ambigüedad oracular y, también, de la vergüenza que le provoca la confesión de su falta? Pues bien, es preciso acudir precisamente a los hombres, porque el dios va a mantenerse mudo, va a seguir siendo ambiguo y va a seguir sintiendo vergüenza. Y son los hombres quienes van a recorrer el trayecto hacia el decir veraz, ese decir veraz del nacimiento de Ion que pueda fundar por fin su derecho a decir la verdad en la ciudad.

¿Cómo suceden las cosas? Me gustaría tratar de apresurarme un poco e iniciar al menos el análisis de esa segunda parte. Así como en Edipo la verdad se revelaba por mitades, vamos a ver aquí un juego de mitades o, mejor, dos juegos de mitades. Ya tuvimos un primer juego, cuando vimos a Creúsa hacer su pregunta capciosa, a Juto hacer su pregunta ingenua y al dios dar una respuesta tergiversada. Ése es el primer aspecto. Ahora, Ion ha aceptado en la práctica participar er. ese juego de la verdad tergiversada o la mentira a medias. Lo ha aceptado a medias, pero no está del todo satisfecho. Le queda aún ese resto, esa necesidad de fundar la parrhesta que no ha logrado establecer. También en este caso el último trayecto se salvará en dos etapas. Por una parte el lado de la mujer, y por otra el decir veraz -ya verán qué reticente y alusivo- del dios.

En primer lugar, por el lado de la mujer. Para que el nacimiento de Ion se revele en su verdad, es menester que los dos miembros de la pareja de la que él proviene, a saber Creúsa y Apolo, digan la verdad. Entonces, esto es lo que pasa por el lado de Creúsa: Ion, tras aceptar mal que bien la solución de Juto, decide ir con él al banquete de agradecimiento. Deja por tanto la escena, no sin haber recomendado al coro guardar silencio, porque, en su convención, se entiende que Ion volverá así a Atenas, pero la verdad se dirá poco a poco y además se indicará que, en efecto, él es el heredero de Juto, todo eso para no herir a Creúsa. Es preciso, pues, que todo el mundo calle lo que cree verdad, y por io tanto se recomienda al coro hacer lo mismo. Ahora bien, ¿quiénes componen ese coro? Criadas de Creúsa, que la han acompañado desde Atenas hasta Delfos en su consulta. El coro, que evidentemente está del lado de Creúsa, cuando ésta reaparece en escena, no tiene preocupación más acuciante que decirle: escucha, esto es lo que ha pasado, no quieren decírtelo, pero Juto ha encontrado un hijo. Y ese hijo, desde luego, no es tuyo, es un hijo que él ha tenido; va a meterlo en tu casa y tratará de imponértelo. Tras lo cual Creúsa, como es lógico, hace una escena. Se encoleriza, y en su furia es acompañada por su pedagogo, el anciano que ha venido con ella a Delfos y que, dice el texto, es el pedagogo de los hijos de Erecteo. ¿Por qué se enfurece Creúsa? En este punto —hay que señalarlo, aunque sea un poco marginal con respecto a nuestro objetivo, pero coincide con cosas que hemos dicho—, la furia no es en absoluto, si se quiere, de orden sentimental o sexual: mi marido me ha engañado. Es la furia de la mujer que, en cuanto heredera de un linaje y casada con alguien, ve aparecer a un hijo de su marido, un hijo que va a instalarse en la casa y, como heredero, por un lado ejercerá, por supuesto, un poder en ella, pero sobre todo despojará a Creúsa de su papel de dueña de casa y madre, su papel de origen del linaje. Y por consiguiente, despojada de sus derechos, ella va a llevar una vida solitaria, miserable y sin amparo. Ése es el motivo de su furia, y ésta la incitará a decir lo siguiente, que a mi juicio es esencial: como mi marido quiere imponerme contra mi voluntad, sin decírmelo, un hijo que ni siquiera es mío y me humilla, soy la víctima de su injusticia; ¿y debido a qué soy la víctima de su injusticia? Debido a que el dios, debido a que Apolo le ha señalado ese hijo (puesto que en ese momento Creúsa aún cree, como Juto, que el así designado Ion es el hijo natural de éste). Mi marido me impone un hijo que no es mío a indicación del dios, ese mismo dios que me ha hecho un hijo a mí, un hijo que no puedo recuperar. Y ahora me encuentro atrapada entre dos injusticias: la del marido que, aunque extranjero, lleva a Atenas un hijo que ni siquiera es ateniense, pero que va a ejercer el poder en la ciudad y me va a despojar de mi estatus de hija, de heredera, de hija epiclera de Erecteo; y por otro lado, todo esto a causa de un dios del que he sido víctima, porque, luego de haberme hecho un hijo, me abandonó.

Y arrebatada por esa ira, Creúsa va a hablar, y lo hará en una escena que es en rigor una doble escena, una escena de confesión en dos registros: la confesión blasfematoria, la confesión acusatoria pronunciada contra Apolo, y por otra parte la confesión en cierto modo humana, la confesión penosamente arrancada palabra por palabra, en un diálogo con el pedagogo. Esa doble confesión va a constituir uno de los elementos esenciales de la pieza. Es decir que, para pasar de la reticencia del dios oracular que se niega a hablar al discurso verdadero que fundará la posibilidad de Ion de valerse de la parrhesía en Atenas, el necesario descubrimiento de la verdad atravesará un momento singular, muy diferente en su estructura, su función, su organización, su práctica discursiva, del oráculo y el discurso político. Ese elemento medio, ese elemento necesario, ese elemento -de doble cara, además- de la confesión, es la escena en la cual Creúsa dice al dios o, mejor, dice públicamente, recuerda públicamente al dios la falta que han cometido juntos: confesión pública. Y volviéndose hacia el pedagogo, le cuenta a media voz la falta que ha cometido. Esa doble confesión en partes va a constituir el eje de la obra, y por desdicha deberé hablar de eso la vez que viene, porque hoy no me queda tiempo para terminar. [...]



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