Friedrich Nietzsche
Editado por "Ediciones La Cueva"
- Estado griego
Los modernos tenemos respecto de los griegos dos prejuicios que son como recursos de consolación de un mundo que ha nacido esclavo y. que por lo mismo, oye la palabra esclavo con angustia: me refiero a esas dos frases la diemdad del hombre y la disnidad del trabajo. Todo se conjura para peipetuar una vida de miseria, esta terrible necesidad nos fuerza a un trabajo aniquilador, que el hombre (o mejor dicho, el intelecto humano), seducido por la Voluntad considera como algo sagrado. Pero para que el trabajo pudiera ostentar legítimamente este carácter sagrado, seria ante todo necesario que la vida misma de cuyo sostenimiento es un penoso medio, tuviera alguna mayor dignidad y algún valor mas que el que las religiones y las graves filosofías le atribuyen. ¿Y qué hemos de ver nosotros en la necesidad del trabajo de tantos millones de hombres, sino el instinto de conservar la existencia, el mismo instinto omnipotente por el cual algunas plantas raquíticas quieren afianzar sus raices en un suelo roquizo?
En esta horrible lucha por la existencia sólo sobrenadan aquellos individuos exaltados por la noble quimera de una cultura artística, que les preserva del pesimismo práctico, enemigo de la naturaleza como algo verdaderamente antinatural. En el mundo moderno que, en comparación con el mundo griego, no produce casi sino monstruos y centauros, y en el cual el hombre individual, como aquel extraño compuesto de que nos habla Horacio al empezar su Arte Poética, está hecho de fragmentos incoherentes, comprobamos a veces, en un mismo individuo, el instinto de la lucha por la existencia y la necesidad del arte de esta amalgama artificial ha nacido la necesidad de justificar y disculpar ante el concepto del arte aquel primer instinto de conservación. Por esto creemos en la dignidad del hombre y en la dignidad del trabajo.
Seguir leyendo... Los griegos no inventaban para su uso estos conceptos alucinatorios; ellos confesaban, con franqueza que hoy nos espantara, que el trabajo es vergonzoso, y una sabiduría más oculta y más rara, pero viva por doquiera, añadía que el hombre mismo era algo vergonzoso y lamentable, una nada. La sombra de un sueño. El trabajo es una vergüenza porque la existencia no une ningún valor en sí: pero si adornamos esta existencia por medio de ilusiones artísticas seductoras, y le conferimos de este modo un valor aparente, aún así podemos repetir nuestra afirmación de que el trabajo es una vergüenza, y por cierto en la seguridad de que el hombre que se esfuerza únicamente por conservar la existencia, no puede ser un artista. En los tiempos modernos, las conceptuaciones generales no han sido establecidas por el hombre artista, sino por el esclavo: y éste, por su propia naturaleza, necesita, para vivir, designar con nombres engañosos todas sus relaciones con la naturaleza. Fantasmas de este género, como dignidad del hombre y la dignidad del trabajo, son engendros miserables de una humanidad esclavizada que se quiere ocultar a si misma su esclavitud Miseros tiempos en que el esclavo usa de tales conceptos y necesita reflexionar sobre sí mismo y sobre su porvenir ¡Miserables seductores, vosotros, los que habéis emponzoñado el estado de inocencia del esclavo, con el fruto del árbol de la ciencia! Desde ahora, todos los días resonarán en sus oídos esos pomposos tópicos de la igualdad de todos, o de los derechos fundamentales del hombre, del hombre como tal, o de la dignidad del trabajo, mentiras que no pueden engañar a un entendimiento perspicaz. Y eso se lo diréis a quien no puede comprender a qué altura hay que elevarse para hablar de dignidad, a saber, a esa altura en que el individuo, completamente olvidado de si mismo y emancipado del servicio de su existencia individua!, debe crear y trabajar.
Y aún en este grado de elevación del trabajo, los griegos experimentaban un sentimiento muy parecido al de la vergüenza. Plutarco dice en una de sus obras, con instinto de neto abolengo griego, que ningún joven de familia noble habría sentido el deseo de ser un Fidias al admirar en Pisa el Júpiter de este escultor ni de ser un Policleto cuando contemplaba la Hera de Argos: m tampoco habría quendo ser un Anacreonte. ni un Fílelas, ni un Arquiloco, por mucho que se recrease en sus poesías. La creación artística, como cualquier otro oficio manual, caía para los griegos bajo el concepto poco significado de trabajo. Pero cuando la inspiración artística se manifestaba en el griego, tenia que crear y doblegarse a la necesidad del trabajo. Y así como un padre admira y se recrea en la belleza y en la gracia de sus hijos, pero cuando piensa en el acto de la generación experimenta un sentimiento de vergüenza, igual le sucedía al griego. La gozosa contemplación de lo bello no le engañó nunca sobre su destino, que consideraba como el de cualquiera otra matura de la naturaleza, como una violenta necesidad, como una lucha por la existencia. Lo que no era otro sentimiento que el que le llevaba a ocultar el acto de la generación como algo vergonzoso, si bien, ai el hombre, este acto tenía una finalidad mucho más elevada que Los actos de conservación de su existencia individual: este mismo sentimiento era el que velaba el nacimiento de las grandes obras de arte, a pesar de que para ellos estas obras inauguraban una forma más alta de existencia, como por el acto genésico se inaugura una nueva generación. La vergüenza parece, pues, que nace allí donde el hombre se siente mero instrumento de formas o fenómenos infinitamente más grandes que él mismo como individuo
Y con esto hemos conseguido apoderamos del concepto general dentro del que debemos agrupar los sentimientos que los griegos experimentaban respecto del trabajo y de la esclavitud Ambos eran para ellos una necesidad vergonzosa ante la cual se sentía rubor, necesidad y oprobio a la vez. En este sentimiento de rubor se ocultaba el reconocimiento inconsciente de que su propio fin necesita de aquellos supuestos, pero que precisamente en esta necesidad estriba el carácter espantoso y de rapiña que ostenta la esfinge de la naturaleza, a quien el arte ha representado con tanta elocuencia en la figura de una virgen. La educación, que ante todo es una verdadera necesidad artística, se basa en una razón espantosa; y esta razón se oculta bajo el sentimiento crepuscular del pudor. Con el fin de que haya un terreno amplio, profundo y fértil para el desarrollo del arte, la inmensa mayoría, al servicio de una minoría v más allá de sus necesidades individuales, ha de someterse como esclava a la necesidad de la vida a sus expensas, por su plus de trabajo, la calase privilegiada ha de ser sustraída a La lucha por la existencia, para que cree y satisfaga un nuevo mundo de necesidades.
Por eso hemos de aceptar como verdadero, aunque suene horriblemente, el hecho de que la esclavitud pertenece a la esencia de una cultura: ésta es una verdad, ciertamente, que no deja ya duda alguna sobre el absoluto valor de la existencia. Es el buitre que roe las entrañas de todos los Prometeos de la cultura. La miseria del hombre que uve en condiciones difíciles debe ser aumentada, para que un pequeño número de hombres olímpicos pueda acometer La creación de un mundo artístico. Aquí esta la fuente de aquella rabia que los comunistas y socialistas, así como sus pálidos descendientes, la blanca raza de los "liberales" de todo tiempo, han alimentado contra todas las artes, pero también contra la Antigüedad clásica. Si realmente La cultura quedase al capricho de un pueblo, si en esta punto no actuasen fuerzas ineludibles que pusieran coto al libre albedho de los individuos, entonces el menosprecio de la cultura, la apoteosis de los pobres de espíritu, la iconoclasta destrucción de las aspiraciones artísticas seria algo más que La insurrección de las masas oprimidas contra las individualidades amenazadoras; seria el grito de compasión que derribara los muros de la cultura; el anhelo de justicia, de igualdad en el sufrimiento superaría a todos los demás anhelos. De hecho, en vahos momentos de la historia un exceso de compasión ha roto todos los diques de la cultura; un iris de misericordia y de paz empieza a lucir con los primeros fulgores del cristianismo, y su mas bello ñuto, el Evangelio de San Juan nace a esta luz. Pero se dan también casos en que, durante largos periodos, el poder de la religión ha petrificado todo un estadio de cultura, cortando con despiadada Ojera todos los retoños que querían brotar. Pero no debemos olvidar una cosa: la misma crueldad que encontramos en el fondo de toda cultura, yace también en el fondo de toda religión y en general en todo poder, que siempre es malvado; y asi lo comprendemos claramente cuando vemos que una cultura destroza o destruye, con el grito de libertad o por lo menos de justicia, el baluarte fortificado de las reivindicaciones religiosas. Lo que en esta terrible constelación de cosas quiere vivir, o mejor, debe vivir, es, en el fondo, un trasunto del entero contraste primordial, del dolor primordial que a nuestros ojos terrestres y mundanos debe aparecer insaciable apetito de la existencia y eterna contradicción en el tiempo, es decir: como devenir. Cada momento devora al anterior, cada nacimiento es la muerte de innumerables seres, engendrar la vida y matar es una misma cosa. Por esto también debemos comparar la cultura con el guerrero victorioso y ando de sangre que unce a su carro triunfal, como esclavos, a los vencidos, a qiuenes un poder bienhechor ha cegado hasta el punto de que. casi despedazados por las niedas del carro, exclaman aún: ¡dignidad del trabajo! ¡Dignidad del hombre! La adtura, como exuberante Cleopatra, echa perlas de incalculable valor en su copa: estas perlas son las lágrimas de compasión derramadas por los esclavos y por la miseria de los esclavos. Las mismas sociales de la época actual han nacido de ese carácter de niño mimado del hombre moderno, no de la verdadera y profunda piedad por los que sufren y si fuera verdad que los griegos perecieron por la esclavitud, es mucho más cierto que nosotros pereceremos por la falta de esclavitud: esclavitud que ni al cristianismo primitivo, a los mismos germanos les pareció extraña, ni mucho maros reprobable. Cuán digna nos parece ahora la servidumbre de la Edad Media, con sus relaciones jurídicas de subordinación al señor, en el fondo fuertes y delicadas, con aquel sabio acotamiento de su estrecha existencia - cuán digna-, y cuan reprensible!
Así pues, el que reflexione sm prejuicios sobre la estructura de la socredad. el que se La imagine como el parto doloroso y progresivo de aquel privilegiado hombre de la cultura a cuyo servicio se deben inmolar todos los demás, ese ya no será victima del falso esplendor con que los modernos han embellecido el ongen y la significación del Estado. ¿Qué puede significar para nosotros el Estado, sino el medio de realizar el proceso social antes descrito, asegurándole un libre desarrollo? Por fuerte que sea el instinto social del hombre, sólo la fuerte grapa del Estado sirve para organizar, a las masas de modo que se pueda evitar la descomposición quimica de la sociedad con su moderna estructura piramidal. ¿Pero de dónde surge este poder repentino del Estado cuyos fines escapan a la previsión y al egoísmo de los individuos? ¿Cómo nace el esclavo, ese topo de la cultura? Los griegos nos lo revelaron con su certero instinto político, que aun en los estadios más elevados de su civilización y humanidad no cesó de advertirles con acento broncineo: "el vencido dicho, el vínculo de acero que nge el proceso social; porque sin Estado, en natural bellum omnium contra omnes. la sociedad poco puede hacer y apenas rebasa el circulo familiar. Pero cuando poco a poco va formándose el Estado, aquel instinto del bellum omnium contra omnes se concentra en frecuentes güeras entre los pueblos y se descarga en tempestades no tan frecuentes, pero más poderosas. En los intervalos de estas guerras, la sociedad disciplinada por sus efectos, va desarrollando sus gérmenes, para hace florece, en épocas apropiadas, la exuberante flor del genio.
Ante el mundo político de los helenos, yo no quiero ocultar los recelos que me asaltan de posibles perturbaciones para el arte y la sociedad en ciertos fenómenos semejantes de la esfera política. Si imagináramos la existencia de ciertos hombres, que por su nacimiento estuvieran por encima de los instintos populares y estatales, y que. por consiguiente, concibieran el Estado solo en su propio interés, estos hombres considerarían necesariamente como última finalidad del Estado la convivencia armónica de srandes comunidades políticas, en las cuales se les permitiera, sin limitación de ninguna clase, abandonarse a sus propias iniciativas. Imbuidos de estas ideas fomentarían aquella política que mayor posibilidad de triunfo ofreciera a estas iniciativas, siendo, por el contrario, increíble que se sacrificaran por algo contrario a sus ideales; por ejemplo, por un instinto inconsciente, porque en realidad carecerían de tal instinto. Todos los demás ciudadanos del Estado siguen ciegamente su instinto estatal; sólo aquellos que señorean este instinto saben lo que quieren del Estado y lo que a ellos debe proporcionar el Estado. Por esto es completamente inevitable que tales hombres adquieran un gran influjo, mientras que todos los deniás sometidos al yugo de los fines inconscientes del Estado no son sino meros instrumentos de tales fines. Ahora bien, para poder conseguir por medio del Estado la consecución de sus fines individuales, es ante todo necesario que el Estado se vea libre de las convulsiones de la guerra, cuyas consecuencias incalculables son espantosas, para de este modo poder gozar de sus beneficios: y por esto procuran del modo más consciente posible, hacer imposible la guerra. Para esto es preciso, en pnmer término, debilitar y cercenar las distintas tendencias políticas particulares, creando agrupaciones que se equilibren y aseguren el buen éxito de una acción bélica, para hacer de este modo altamente improbable la guerra; por otra parte, tratan de sustraer la decisión de la paz y de la guerra a los poderes políticos, para dejarla entregada al egoísmo de las masas o de sus representantes, por lo que a su vez tienen necesidad de ir sofocando paulatinamente los instintos monárquicos de los pueblos. Para estos fines, utilizan la concepción liberal-optimista hoy tan extendida dondequiera que tiene sus raíces en el enciclopedismo francés y en la Revolución francesa, es decir, en una filosofía completamente antigermana, netamente latina, vulgar y desprovista de toda metafísica. Yo no puedo menos de ver. en el actual movimiento dominante de las nacionalidades, y ai la coetánea difusión del sufragio universal, los efectos predominantes del miedo a la guerra; y en el fondo de estos movimientos, los verdaderos medrosos, esos solitarios del dinero, hombres internacionales, sin patria, que dada su natural carencia de instinto estatal han aprendido a utilizar la política como instrumento bursátil, y el Estado y la sociedad como aparato de enriquecimiento. Contra los que de este lado quieren convertir la tendencia estatal, en tendencia económica, sólo hay un medio de defensa: la guerra y cien veces la guerra. En estos conflictos se pone de mam fiesto que el Estado no ha nacido por el miedo a la guerra y como una institución protectora de intereses individuales egoístas, sino que inspirado en el amor de la patna y del príncipe, constituye, por su naturaleza eminentemente ética, la aspiración hacia los más altos ideales. Si por consiguiente, señalo como peligro característico de la política actual el empleo de la idea revolucionaria al servicio de una aristocracia del dinero egoísta y sin sentimiento del Estado, y la enorme difusión del optimismo liberal igualmente como resultado de la concentración en algunas manos de la economía moderna y todos los males del actual estado de cosas, juntamente con la necesaria decadencia del arte, nacidas de aquellas raíces o creciendo con ellas, he de verme obligado a entonar el correspondiente Pean ai honor de la guerra. Su arco sibilante resuena temblé, y aunque aparezca como la noche, es, sin embargo, Apolo, el dios consagrador y purificador del Estado. Pero primero, como sucede al principio de la Diada, ensaya sus flechas disparando sobre los mulos y los perros. Luego derriba a los hombres, y de pronto las hogueras elevan su llama al cielo repletas de cadáveres. Por consiguiente, debemos confesar que la guara es para el Estado una necesidad tan apremiante como la esclavitud para la sociedad; y quién podría desconocer esta verdad al indagar la causa del incomparable florecimiento del arte griego o El que considere la guerra y su posibilidad uniformada. La profesión militar, respecto de la naturaleza del Estado, que acabamos de describir, debe llegar al convencimiento de que por ta guerra y en la profesión militar se nos da una imagen, o mejor dicho, un modelo del Estado. Aquí vemos, como efecto, el más general de la tendencia guerrera, una inmediata separación y desmembración de la masa caótica en castas militares, sobre la cual se eleva, en forma de pirámide, sobre una capa inmensa de hombres verdaderamente esclavizados, el edificio de la sociedad guerrera- El fin inconsciente que mueve a todos ellos los somete al yugo y engendra a la vez en las más heterogéneas naturalezas una especie de transformación química de sus cualidades singulares, hasta ponerlas en afinidad con dicho, en las castas superiores se observa ya algo más, a saber, aquello mismo que forma la médula de este proceso interior, la génesis del gano militar, en el cual hemos reconocido el verdadero creador del Estado en algunos Estados, por ejemplo, en la constitución que Licurgo dio a Esparta, podemos ya observar la aparición de esta idea fundamental, la génesis del genio militar.