2. El «Atravesamiento» de la impiedad religiosa.
Como hemos puesto de relieve, la Iglesia católica, en sus aspectos históricos, no podía dejar de ser herida por dentro y por fuera por la corrupción occidentalística, que persigue el fin preciso de reducirla a su plan, para aboliría. Tal impiedad religiosa, por un lado, ha apremiado a la Iglesia a una revisión interna, a dejar lo viejo y a abandonar ciertos compromisos y otras tantas bendiciones por lo menos inoportunas; por otro, ha intentado por todos los medios y sin reparar en gastos, causarle dificultades, incluso sobre los puntos doctrinales esenciales e irrenunciables. De aquí el problema: revisión y abandono de lo viejo para conseguir una Iglesia presente y operante en el mundo de hoy tal como es y como se va haciendo, pero realizados de modo que, quedando intacto el depósito de las verdades reveladas, puedan purificarla incluso a través del sufrimiento de su trabajo, y a fin de que, así purificada y sufriente incluso a causa de los hijos que se le rebelan y la odian, pueda atravesar toda la impiedad que se le opone y recuperar dentro de sí, también con motivo de tal oposición, un nuevo impulso apostólico y misionero. La renovación de la Iglesia por el renacimiento y el fortalecimiento de la fe mantenida en su integridad ayudará a la Iglesia misma a ser, como en cada momento de la historia y de la vida de cada hombre, «contemporánea» de la nueva cultura creadora, que heredará al Occidente y al Oriente redescubiertos, una vez disuelto el Occidentalismo, el cual, por su parte, y en vista del peligro, trata por todos los medios de extender y perpetuar su corrupción.
Desgraciadamente, se han intentado todas las revoluciones menos "una, la interior, el «cambio» radical de las propias convicciones, sentimientos y decisiones, consecuencia del estar en condición de «ver» y, por consiguiente, de «reconocer después» (uetcc-voíco), liberación de la estupidez. De nada sirve alterar las cosas sin el renacimiento interior, operación y responsabilidad personales: «no son las instituciones más o menos transformadas las que salvarán a la Iglesia, sino el espíritu que animará sus estructuras. Y el mismo Cardenal Léger precisa que «hay puntos firmes sobre los que la Iglesia tiene necesidad de certezas y de ejemplos, y no de opiniones, como la fidelidad al Vicario de Cristo, la unión de los Obispos y de los Cardenales en torno a la Cátedra de Pedro. El Papa puede ser exhortado, hasta reprendido, como reprendió Santa Catalina a los Papas de Aviñón, a condición de que se lo considere como lo definía aquella grandísima italiana, 'el dulce Cristo en la tierra'». La Iglesia, por consiguiente, tiene necesidad de fe y de oraciones, de recogimiento y de silencio, mucho menos de asambleas a chorro, hada de la itpooconoitoiia de curas y cardenales que se malgastan en conferencias de prensa y en entrevistas televisivas, en la redacción repetida y perfeccionada de la magna charta del progresismo católico mundial.
Seguir leyendo... Es estúpido repetir incluso en este caso la «sugerencia» maliciosa del secularismo impío, que ya no es tiempo de recogimiento, de silencio, de oración contemplativa, actitudes que es mejor «sustituir» por el compromiso social y la protesta contra las guerras y el hambre, cuando no sólo no se requiere y es contraproducente aquella sustitución, sino que Se tiene tiempo para todas las diversiones más bobas y vulgares y para los desahogos más aberrantes; es más honesto confesar, dejando de anunciar nuevos y amenazantes mensajes proféticos, que la oración y la contemplación no se comprenden por impiedad, y por eso mismo se odian y se niegan. Hay que tener el valor —y un católico que no es capaz de tenerlo no confía en la oración ni en la gracia— de desagradar a quien sea todas las veces que sea necesario, de no sustituir por una prudencia demasiado humana el gran fuego del amor de Dios y de saber orar para que esta llama, si falta, se reencienda por maduración de gracia, única fuente de maduración cristiana. Inútil fabricarse ilusiones o pretextos no piadosos, como el de vencer la indiferencia o el odio hacia la Palabra de Cristo con el compromiso terreno en todos los frentes, si falta el frente de la fe y de su contenido intangible de verdad: se trata de un paso más hacia la otra orilla, hacia la de quienes quieren «crucificara a Cristo «otra vez y no dejarle ningún lugar donde posar la cabeza»; de abandonar, continúa la Santa, toda esperanza de salvación, toda esperanza de atravesar el compromiso mundano con la fidelidad a la fe, el valor de testimoniarla en toda su pureza, incluso con la santidad de la vida. Y entonces, ¿qué llama purificadora es la fe si se la diluye o apaga en las mismas aguas contaminadas que han de ser regeneradas?
Mas, para tener tanta fuerza, es necesaria la gracia, ciertamente; pero la gracia desciende a través de la oración y el recogimiento, el «silencio» válido para «provocar» a Dios si es «grito» prepotente del amor por Dios mismo y que, como tal, se transforma para el católico en oración por la Iglesia. Y no se diga —repitiendo la estupidez de «dados los tiempos y las transformaciones», como si la esencia del Mensaje de Cristo fuera reducible a este o aquel contexto social, a esta o aquella situación en vía de no se sabe qué «avance»— que hoy la oración y la contemplación no se actúan en el vinculo de amor entre Dios y el alma singular: como cristiana es siempre comunitaria, ya que este vinculo es la vocación «originaria» y, como tal, eterna y no sólo primitiva del cristiano; ni se apele a documentos conciliares o postconciliares «reducidos» o «sustituidos» a propósito para la propia comodidad, los cuáles dicen inequívocamente, no obstante las confusiones de ciertos escribas, que «el aspecto más sublime de la dignidad humana consiste en su vocación a la comunión con Dios»a: comunión es oración contemplativa, penetración de la Palabra de Dios por interior iluminación del Espíritu Santo, que «penetra todas las cosas, incluso las profundidades de Dios». Y cuando el amor arde en la contemplación, el alma, sigue diciendo Santa Teresa, se inflama en las obras para el servicio de Dios y del prójimo, atraviesa todo el mundo de la impiedad —a quien está en alto descubre muchas eos asi— y, transformada por la Gracia, transforma toda cosa, grande aun en las acciones más vulgares, en cada palabra: su misma presencia es una revelación de Dios.
«Veritatem autem facientes in charitate, crescamus in illo per omnia, qui est caput Christus; ex quo totum corpus compactum; et connexum per omnem iuncturam subministrationis secundum operationem in ménsuram uniuscuiusque membri, augmentum corporis facit in aedifícationem sui in charitate». El cristiano «crece» en toda virtud teniendo constantemente unida, en el pensamiento y en la acción, la verdad con la caridad, y crece en gracia hasta la correspondencia que él y cada miembro deben tener con Cristo, que a todos los miembros reúne, dispone, ordena y liga entre sí y consigo mismo por medio de la fe, de los sacramentos, de los dones del Espíritu Santo, de las vocaciones y de cuantas funciones hay en la Iglesia; vínculos de unión que son canales de comunicación de los miembros con Cristo y entre sí, los cuales recíprocamente se ayudan: el «cuerpo» todo recibe su completamiento y su construcción mediante la caridad, que edifica: ensanchar el espacio de la verdad en la caridad. De aquí la exhortación y la amonestación de no caminar, como las naciones no cristianas, «in vanitate sensus sui, tenebris obscuratum habentes intellectum, alienati a vita Dei per ignorantiam, quae est in ülis, propter caecitatem cordis ipsorum, qui desperantes, semetipsos tradíderunt impudicitiae, in operationem immunditiae omnis, in avaritiam» ". No «clausura» hacia los «oscurecidos en el intelecto», sino enseñanza para no hacer como ellos y para hacer «la verdad en la caridad», un ecumenismo auténtico; y hoy sólo la Iglesia católica hace ecumenismo incluso hacia las otras religiones; pero entenderlo como «acomodación» o «tolerancia», en la línea del quieto vivir y del pacifismo, es su reducción a uno de los mitos de la impiedad, sustitutivo de la verdadera caridad unida a la verdad, el camino real «abierto» al futuro de la Iglesia.
Mas precisamente en esta impostación del problema gravita el peso de las dificultades que comporta: integridad del patrimonio de la fe y, contemporáneamente, su traducción a un lenguaje que no lo altere, o revivificación del lenguaje fijado y que forma cuerpo con el dogma, limitando la innovación a nuevos modos explicativos para una renovada comprensión suya; difusión del bienestar, a fin de que todos los pueblos participen de él sin discriminación y sin sujeción a nuevos colonialismos, pero rescatando al mismo tiempo el bienestar en una concepción que no lo haga fin de sí mismo y, por tanto, purificándolo a través de la recuperación de todos los valores, de modo que aquellos pueblos sean y se sientan católicos, no porque la Iglesia se haga propugnadora del bienestar poniéndose tal acción como fin, sino porque es la Iglesia de Cristo, que es la salvación, la vía que «no conduce a especular» o a la organización del mundo como fin de sí misma; y, en cuanto tal, implícitamente sostenedora de la dignidad del hombre también en el plano económico, político y social. Naturalmente, el Occidentalismo continuará oponiéndose a semejante solución, que implica su muerte. Cerca de cinco mil millones de almas del «Tercer mundo» se prevén para antes de fin de siglo, contra los setecientos millones aproximados del Occidente: pero si el núcleo de creyentes —no importa su importancia numérica, sino más bien la intensidad de fe y el impulso apostólico— sabe mantener integro y firme el Mensaje, será la levadura que hará crecer la nueva civilización heredera del Occidente reencontrado, el remedio «inteligente» que no se ilusiona en reparar los males y en sanar las contradicciones con medios técnicos o en sustituir la fe en Dios por la fe en la civilización.
El Occidentalismo, en sus dos formas, neocapitalista y comunista, en avanzada vía de convergencia hacia una Sociedad universal tecnológica, provoca y alimenta la secularización de todas las grandes religiones y, con la impiedad, la pérdida de todos los valores o su reducción a los vitales, que pueden bastar para la felicidad en la tierra. Pero el esfuerzo común a la Iglesia católica y a las otras puede ser providencial: por un lado, purifica a la primera, poniendo manifiesto cuanto de occidentalístico cobijaba, y la obliga a una sufrida renovación interior; por otro, debilita y desbroza en las otras religiones la fuerza de resistencia de todos aquellos aportes históricos y culturales de diversa naturaleza que han constituido el obstáculo a la comprensión del mensaje católico. De ese modo, y ya desde ahora en lo posible, el Catolicismo podrá encontrarse con aquellos «elementos de verdad y de gracia.», con aquellas «semillas del Verbo» y aquellos valores ético-espirituales presentes en las religiones no cristianas, ya que el «Dios vivo, que hizo el cielo y la Tierra y el mar y todo lo que hay en ellos, en las edades pasadas permitió que todas las gentes anduvieran sus caminos», pero «no se dejó a sí mismo sin testimonio» y na llamado a todos a buscarlo y a encontrarlo! «aun cuando él no esté lejos de cada uno de nosotros» u. Pero el encuentro con las asemillas del Verbo», con «las riquezas dadas por Dios a las gentes», tiene un fin inequívoco, el mismo de la evangelización, que no es el concordismo o el sincretismo o el oportunismo, fenómenos de corrupción, sino el de «conocerte a Ti, único y verdadero Dios, y a Aquel que has enviado, Jesucristo». Este nuevo y grandioso cometido que la Providencia parece indicar a la Iglesia, como una etapa nueva de su largo camino terreno, hace todavía más urgente el mantenimiento a cualquier costa de la integridad de la fe; el empeño de vivificarla para que sea fecunda en gracia y en obras que testimonien fraternidad y ayuda recíproca entre personas, comunidades y pueblos; la oración para que sea alegría de cada creyente el estrecharse con la Iglesia docente y militante, ejército de Cristo, sufrir sus errores históricos, que luego son los errores de cada fiel y que cada uno tiene la obligación de atravesar por la purificación de sus impiedades.
Y el problema ya planteado se vuelve a proponer: atravesar el «sistema de la estupidez» y el nihilismo que tal sistema comporta como consecuencia del método de la reducción y de la egoidad por odio, sustitutivos del principio dialéctico y de la alteridad por amor, con toda la inteligencia del ser de que cada hombre es capaz sin milenarismos siempre llenos de nada (niente); hasta disolver la corrupción occidentalista para arrancar al hombre y a los valores humanos del «aislamiento» a que el Occidentalismo, persiguiéndolos y ridiculizándolos, los ha condenado y restituirlo al pensamiento, a los sentimientos, a la fantasía y a la libertad.
No se trata de destruir en bloque el «sistema», operación fácil y cómoda tanto si se hace en nombre de lo que del pasado ha muerto como en el de un porvenir que «cínicamente» se propone comenzar desde cero; se trata de la asunción de todo el peso del «sistema» para hacer humanamente válidas sus mismas conquistas; y no hay otra vía que la redescubierta del ser, es decir, el hacernos nosotros presentes a su «parusía», nuestro «retorno» a la inteligencia, cuyo signo es el limite. De aquí toda la pietas necesaria, no hacia aquella masa de «opiniones aberrantes» que desde hace casi tres siglos se sirven del progreso, cualquiera que sea, para marginar todos los valores tradicionales con el pretexto de que han muerto, sino hacia este progreso que, en cuanto tal, no tiene ninguna responsabilidad en la determinación de los caracteres de la sociedad que gradualmente ha conducido a la actual tecnológica y tecnocrática; hacia las víctimas de tal sociedad —y son innumerables— a fin de que los hombres, en los límites de su naturaleza, capaz siempre del mal, puedan tener la verdadera paz en lugar del falso pacifismo, una sociedad humana en lugar del vacío humanitarismo. Pero esto es posible en una «nueva síntesis» de los valores, de donde una cultura nueva, en una nueva armonía de todas las «virtudes», desde las vitales a las ascéticas y místicas sin reducciones, sustituciones ni disociaciones, más allá de todas las «falsas conciencias» de «derecha» o de «izquierda», siempre prontas a «conciliarse» a escondidas con tal de permanecer falsas. No se trata de una cuestión de poder, de dominio, de mando, que en el fondo es siempre una cuestión mezquina, sino el gran problema de ser; sin la inteligencia y el reconocimiento del «ser todos hombres», cada uno con su ser que debe realizar íntegramente, no hay ni personas ni comunidad, sino máscaras crueles y feroces, que odian por nada (niente). La disolución del Occidentalismo es una empresa de la humanidad, pero las semillas son católicas; y de ellas bastan sólo doce: de la calidad de «aquéllas», aunque otro Matías deba sustituir a otro Judas Iscariote.
Capitulos anteriores:
- La inteligencia y el límite