DIFFUSÉ LE SAMEDI - LA DISTRIBUCIÓN: Domingo, 20 de abril 2002. Dos noches de seminarios de difusión Cultura de Francia dedicado a Gilles Deleuze Cine 1. La imagen-movimiento (año 1982) y Cine 2. La imagen-tiempo (año 1984). Estos cursos representan el pensamiento y el material incluido en parte en dos libros de cine 1. La imagen-movimiento (Minuit, 1983) y Cine 2. La imagen-tiempo (Minuit, 1985). El primer libro se centra en el cine histórico, ya que Griffith, Eisenstein y Welles de Resnais: Gilles Deleuze se pregunta cómo la mirada, cómo la imagen. No hay imagen sin movimiento, no de cine sin narración, sin memoria, sin la percepción, sin acción.
domingo, 27 de mayo de 2012
Nuit spéciale
Gilles Deleuze
France Culture Séminaire I Et II
DIFFUSÉ LE SAMEDI - LA DISTRIBUCIÓN: Domingo, 20 de abril 2002. Dos noches de seminarios de difusión Cultura de Francia dedicado a Gilles Deleuze Cine 1. La imagen-movimiento (año 1982) y Cine 2. La imagen-tiempo (año 1984). Estos cursos representan el pensamiento y el material incluido en parte en dos libros de cine 1. La imagen-movimiento (Minuit, 1983) y Cine 2. La imagen-tiempo (Minuit, 1985). El primer libro se centra en el cine histórico, ya que Griffith, Eisenstein y Welles de Resnais: Gilles Deleuze se pregunta cómo la mirada, cómo la imagen. No hay imagen sin movimiento, no de cine sin narración, sin memoria, sin la percepción, sin acción.
DIFFUSÉ LE DIMANCHE - LA DISTRIBUCIÓN: Domingo, 21 de abril 2002.
Dos noches de seminarios de difusión Cultura de Francia dedicado a Gilles Deleuze Cine 1. La imagen-movimiento (año 1982) y Cine 2. La imagen-tiempo (año 1984). Estos cursos representan el pensamiento y el material incluido en parte en dos libros de cine 1. La imagen-movimiento (Minuit, 1983) y Cine 2. La imagen-tiempo (Minuit, 1985). El segundo libro interroga el más allá de la historia del cine, es decir, el cine del futuro, inventar el cine, el cine del futuro. Esta es la imagen-tiempo y la cuestión de los autómatas, la noción de falta de claridad, la irracionalidad, el color, la luz, habla de que es una promesa: cómo la película se da la ilusión del mundo?
viernes, 25 de mayo de 2012
Shūji Terayama
寺山 修司 (1935 - 1983)
- Parte 1:
Shūji Terayama, les gens de la famille Chien Dieu.
(Yomiuri Shinbunsha Tokyo 1975)
Clik en las imágenes para ampliar
domingo, 20 de mayo de 2012
Magnetic Ink
..Process video..
Se trata de una documentación basada en vez de cómo se crean las impresiones de tinta magnética. El vector orbital es bastante notable en este video.
sábado, 19 de mayo de 2012
La estupidez "Historizada" (3)
3. El Occidentalismo en sus etapas y la pérdida del Occidente:
El Renacimiento bajo ciertos aspectos, marca el máximo esplendor del Occidente, pero encubre los primeros síntomas del Occidentalismo; diré que representa, con el renacimiento de los valores mundanos, el vigoroso intento de un nuevo equilibrio entre lo humano y lo divino, lo natural y lo sobrenatural, entre la civitas hominis y la Civitas Dei, entre el movimiento horizontal del hombre hacia el hombre en el mundo, y el vertical, propio de la Edad Media, del hombre que prepara al hombre —comunidad de almas— respecto al Reino de Dios, que no es de este mundo. La «ruptura» provocada por la Reforma, no obstante su inicial y equivoco impulso religioso, ocasiona la falta de equilibrio en favor de los intereses terrenos. El siglo XVII inicia la marcha del Occidentalismo, sufre sus primeros laboreos: la risa fácil, la imaginación caprichosa, la sensualidad, la disipación del tiempo, y sobre todo la muerte: comienza el dramático diálogo entre el tiempo y la eternidad, lo visible y lo invisible, cuya nostalgia es fuerte —el Barroco es decadencia y no todavía corrupción, aunque la incuba—, basta que, a excepción de Vico, gran energía no escuchada o adulterada del Occidente, la presa del tiempo tratará de sofocar hasta la nostalgia de la eternidad, y la civitas hominis de sustituir en las mentes y en los corazones la Civitas Dei.
El llamado mundo moderno se presenta con un problema preeminente y casi exclusivo, el del método: no ya el problema del principio del saber, que es también y sobre todo ontológico-metaflsico, sino, prescindiendo de él hasta relegarlo entre los no-problemas, el problema del método para conocer cuanto sucede en este mundo, conocimiento cada vez más limitado a las cosas y a los llamados hechos de experiencia y entendido como medio respecto al fin de mejor dominar el mundo, a su vez medio para construir la Civitas hominis autosuficiente y fin último de los individuos singulares (singoli) y de la historia. Operada esta «reducción» del saber y del pensar a «método» sin «principio» y, por consiguiente, en odio a la verdad hasta la «sustitución» del «principio» por el método, es inevitable la gradual «reducción» de todos los valores a los «prácticos», dominadores tiránicos y sustitutivos de los otros, del conocimiento a criterios pragmatísticos, con fines cada vez más utilitarios, económicos: éste es el camino, coincidente con el gradual oscurecimiento de la inteligencia, recorrido por el Occidentalismo.
Tal movimiento de la razón y de la voluntad desenganchadas de la inteligencia del ser y del signo del límite, por lo que también los sentimientos se embotan y prevalecen las pasiones y los fanatismos fomentados por la gloria (doxa = opinión), que a su vez fomenta la «doxologfa» o manía de gloria y la «doxosofía» o vanidad de saber, entra decididamente en la historia de Occidente con uno de los «filósofos» del método, que vivió bajo el reinado de Isabel y de Jacobo I, del naciente y brillante Imperio británico, Francisco Bacon, el superficial y entusiasta artífice de la restauratio ab imis, consistente en una sistematización de las ciencias, en un «nuevo método», obstétrico prodigioso del partus maximus o masculus del siglo, la nueva ciencia sometida a la finalidad práctica del dominio de la naturaleza: acción y no contemplación; utilidad práctica y no verdad de un principio o de un concepto; física o ciencia de la naturaleza y no metafísica; las tareas y no las virtudes como dignidad moral del hombre. «Saber es poder»; y así el saber, reducido a lo útil y a instrumento de potencia, sale a la plaza y se hace trivial y picotero, eufórico y palabrero en torno a los magníficos y progresivos destinos de la humanidad. Desde este momento —y para todo el Occidentalismo que se mantiene en esta línea— no sólo la filosofía es negada en la ciencia, sino que ésta es puesta al servicio de las ideologías políticas y económicas, único y potentísimo campo de verificación de toda actividad humana. El novum organum es sólo una «técnica» a la que es reducida la razón, un mecanismo aplicable a los datos sensibles observados y verificables con pesas y medidas —aquí es donde reside todo el alcance del problema del conocer— prescindiendo de la verdad o del ser de las cosas y del hombre; el progreso del conocimiento consiste sólo en perfeccionar los instrumentos de observación y el instrumento que es la razón con nuevas técnicas de cálculo respecto al fin del disfrute de las cosas, del dominio del hombre sobre ellas y sobre el hombre mismo: saber es poder de dominio también, sobre todo, de un hombre sobre los otros. No sólo se pierde el límite entre la naturaleza y el hombre derribado desde su «confín» por rechazo de su ser y renuncia a su dignidad ontológica, sino también el ser de todo ente, «tomado en consideración no por ser sino por la utilidad que se puede sacar de él, en cuanto utensilio, decentado con experiencias y cálculos, instrumentos también ellos del hacer, del que el hombre mismo es instrumento. En efecto, el envilecimiento del ser —todo él mundanizado, naturalizado, historizado, secularizado y perdido— es también envilecimiento de las cosas, de la razón, de la experiencia que se pretende revalorizar; perdido el ser, se pierde el saber y el ente: el ens sin el esse es nada (niente), es un sin sentido, lo insignificante; lo es el mismo hacer humano, que triunfalisticamente se pretende que sustituya al ser.
Contemporáneamente, Galileo, el verdadero filósofo del método de la nueva ciencia, marca la distinción entre ésta y la filosofía, las pone en relación, no opera ninguna reducción o sustitución: Galileo renueva la tradición, no la rechaza; es la ciencia la que encuentra su justo puesto en el complejo armónico de los valores en la forma propia del Occidente.
Pero la posición de Bacon —que, heredada por el empirismo y por el iluminismo, por medio de Kant, ha atravesado el siglo XIX y el nuestro— puede ser entendida como corree ción; en efecto, bajo ciertos aspectos, puede ser vista como reacción respecto a cuantos exaltan el puro bien personal, la sola «salvación del alma», como si el hombre no tuviera un cuerpo con mil necesidades, que también son del espíritu; respecto a cuantos desatienden a la civitas hominis. Posición ciertamente fácil para quien tiene, pero que "reduces la ontologia" al ser «invisibles y viola también un precepto cristiano; se empuja a la egoidad por odio cuando es defendida como protección de intereses con la coartada de la «superioridad» de los valores espirituales y el ascético desprecio de los bienes materiales que uno posee y tiene muy cogidos incluso a costa de matanzas. Como hay una opresión de la «materia» sobre el espíritu, así hay una del «espíritu» sobre la materia, dos formas de estupidez opuestas y en el fondo idénticas; en efecto, la segunda es ejercida por quien posee tanta «materia» que está cegado por ella, ya que quien está de verdad a nivel del espíritu y del ser no desprecia cuanto es «bien» material, sino que más bien le tiene un sagrado respeto porque sabe que es al mismo tiempo bien espiritual si es considerado como bien del hombre para su prueba en el mundo.
Esta última posición es la del Occidente auténtico, la de la mejor cultura cristiana desde la Patrística hasta el Renacimiento, la cual, fundada en el principio del ser que empapa de sí incluso al tener, tiene respeto por las formas del ser y por todos los seres. El problema, por lo tanto, planteado explícitamente por el Renacimiento, era, y es todavía, el de corregir la estupidez del «vale sólo lo invisible» sobre el fundamento del ser en todo su proceso dialéctico hasta Dios —de donde la reafirmación de que el fin de cada existente no es sólo social y mundano sino, «a través» de lo mundano y de lo social, la personal purificación del mal en la vida comunitaria— y no el de rechazar el ser por los hechos «visibles» con la insolencia de construir el reino del hombre sobre la negación del reino de Dios. En otros términos: sólo manteniendo y profundizando la cultura occidental y los valores que la constituyen, cuya laboriosísima gestación en pleno Romanismo helenístico requirió nueve siglos desde Tiberio a Carlomagno y cuyo desarrollo se expande por otros seis, hubiera sido posible corregir sus insuficiencias y deficiencias, hacer replegarse en un proceso de perfectibilidad cuanto de estupidez también ella contiene para hacer más operantes todos los valores incluso respecto a los fines de la civitas hominis, consagración, si se prefiere, también de las realidades terrestres y de lo corpóreo, que a fin de cuentas es concepto cristiano siempre presente en la cultura cristiana. En cambio, se ha pretendido revalorizar estas últimas con la opresión de las otras, exiliando asi al Occidente de la historia o insertándolo en ella adulterado y «reducido por una cultura no occidental: con la ruptura del equilibrio renacentista, que, en cambio, era necesario consolidar, ya que se inclinaba del lado del mundo, y con el torcimiento del problema comienza el Occidentalismo y su marcha hacia el nihilismo. Si Bacon y sus descendientes de ayer y de hoy hubieran sido y fueran «filósofos», habrían tenido o tendrían una lejana sospecha de lo que es filosofía, no habrían contrapuesto una «reducción» a otra, sino que, atravesándolas a entrambas, habrían planteado el problema con inteligencia para una profundización adecuada y siempre susceptible de ulteriores desarrollos.
Contemporáneamente a Bacon, otro filósofo del método, Renato Descartes, «reduce» el pensamiento a la razón matemática de las ideas claras y distintas, y ataca a la tradición y a la cultura humanística: matemática y física, aunque Descartes continúa escribiendo metafísica y ensartando pruebas sobre la existencia de Dios, como por lo demás no pocos empiristas e incluso deístas e iluministas. Pascal replantea, contra la reducción cartesiana, el principio dialéctico y la problemática de la cultura occidental, pero queda dentro de la decadencia en curso, en vez de atravesarla con la profundización del problema impostado desde el Renacimiento.
Sustituido el principio del ser por el método y reducido el ser a un quid incognoscible o vacío, inútil al progreso humano, después de un siglo de preparación, en el que todavía el Occidente con escritores significativos resiste al Occidentalismo, éste tiene su afirmación explosiva en el iluminismo, el siglo de las «luces», de la razón humana deificada, diosa que, en último análisis, como «razón natural», se reduce al sentido común, cuyos instrumentos de conocimiento son los sentidos y los instintos, infalibles como en los animales y sustitutivos de la argumentación conceptual, en busca de particulares para fines particulares, útiles al bienestar humano y a la civilización. La inteligencia y la verdad son suplantadas y perseguidas con furor de salón y fanático para liberar al hombre de las supersticiones y de los prejuicios, que en el lenguaje antifilosófico y anticultural de los iluministas son: los principios metafísicos, ontológicos y morales, cualquier verdad sobrenatural y que en cualquier caso no sea reducible al sentido común o a la razón natural, cuyo cometido es el de limitarse a los «hechos» y de rechazar como prejuicio intolerable y tiránico todo lo que no es reducible a este nivel de conocimiento, el único que merece el nombre de «verdad» digna del hombre. De aquí la ruptura con la cultura occidental auténtica, de la que se reniega en bloque, o su reducción, incluido el pensamiento clásico griego y romano, al nivel de la Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et de métiers, donde se habla de filósofos y de filosofía en la medida en que entran en estas tres casillas iluministicamente entendidas; el proceso al Cristianismo como responsable de todas las injusticias, tiranías y miserias de la humanidad —y es el primer clamoroso proceso que el Occidentalismo hace al Occidente, renegando de sus valores, que ya no sabe conocer—; la negación de la libertad, en nombre de la cual funcionaba la guillotina, depurada como dimensión y purificación interior del mal y reducida a capacidad de dominio de las cosas e incluso de los hombres, a la sola «libertad de hacer», es decir, a la remoción de los obstáculos en favor de la espontaneidad animal y humana, correspondencia perfecta entre el determinismo de las leyes naturales y el de las humanas acciones. Sigue la ingenua utopía de que, hecha tabula rasa del pasado, en brazos de la sola razón natural, dirigida a cosas útiles y agradables, según las indicaciones de los humanos instintos y destapadas las más rápidas reformas de todas las estructuras —a excepción de las de las iglesias confesionales, todas para demoler— de golpe, por el prodigio de tantas «luces», la humanidad vendría a ser perfec
ta, realizando el regnum hominis o el paraíso en la tierra, siendo alcahuetas la técnica, la ciencia y la tolerancia intolerable hacia la verdad que no fuera el «sentimiento universal» de los hombres, en nombre del cual, en el Nathan de Lessing, todos los protagonistas, ya no «divididos» por la verdad, se abrazan «unidos» por su ser sin verdad, es decir, por su no-ser ya a ia altura del hombre".
El iluminismo marca una de las etapas fundamentales de la reducción de la filosofía a ideología, que es la negación in toto de la filosofía y de su problemática, de la misma cultura, de donde la reducción a la ideología de la gnoseologia, de la moral, de la estética, de la religión, etc., es decir: métodos y principios cualesquiera que sean, desde los de la búsqueda de la verdad a los propios de la razón, son aceptados o rechazados en el plano social-politico, el banco de la «verificación», como se dice hoy, que inapelablemente «juzga y manda». Pero este plano es caracterizado por el juego de las opiniones, mudables como es mudable la realidad social política económica; por lo inestable de las mayorías y de las tiranías y por sus humores del momento por conveniencias individuales o de grupos o de partidos; por todos aquellos elementos ocasionales, pasionales e irracionales que vuelven a entrar en este juego. Así la «verificación» no tiene nada de «verdadero» ni recibe su verdad de alguna verdad, como tampoco hace verdadero a ningún hecho; es sólo la comprobación del hecho mismo social y político, de hoy y de mañana, verdadero en cuanto hecho; «verdad» del momento a que todo es reducido, asimilado y subordinado incluso con la violencia de los fanatismos de las opiniones en conflicto, ya que ningún «principio» los controla y los limita en la ausencia de la inteligencia. Una cosa es decir que la filosofía, el arte, la religión, etc., obran sobre la política y la vida social y, por consiguiente, deben tener en cuenta tales experiencias y sus problemas, y otra es asignarles como fin la realidad social y política, lo que significa hacer de ellas su instrumento y negarlas. Desde este punto de vista, aparte cuanto ha renovado de estructuras —aportación positiva al «cuerpo» del Occidente, pero ya no positivo ni siquiera para el cuerpo en la medida en que ha envilecido su alma—, el iluminismo es una etapa del oscurecimiento de la inteligencia y del «historizarse» del Occidentalismo en su primera fase «burguesa» o de dominio de una clase social «respetable» democrática y materialista, no obstante algunas oposiciones pronto marginadas o debidamente reducidas por el progresivo proceso de pérdida del Occidente.
El iluminista Kant cree llegado el momento~para la «revolución copernicana» de la filosofía: el mundo gira en torno a la razón, legisladora de la naturaleza; la razón ha alcanzado la mayoría de edad, ha aprendido bien el uso de sí misma y lo aplica a los datos de la experiencia sensorial, haciendo posibles las ciencias matemáticas y físicas; la voluntad se da a sí misma la ley moral e instaura el reino moral de los fines. El ente no se conoce en el ser ni el hombre piensa para el ser, reducido a una de tantas categorías de la razón, órgano funcionante en los límites de la experiencia fenoménica: el conocimiento racional es «representativo» sobre la base de la «aprehensión» sensorial. El ser, reducido a lo que no es el ser, se pierde en el punto de partida; la ontología de discurso sobre el ser revelador del ser o de la verdad de todo ente se resuelve en la gnoseología entendida como representación del ente para expresarlo
La llamada revuelta romántica, que, por un lado, replantea el tema de lo eterno y del misterio en polémica con Kant o con Fichte, pero siempre dentro del kantismo, y, por otro, reanuda con Hegel el discurso sobre el ser o sobre el fundamento, mas para decaer en un historicismo que tiende a hacerse radical, es otra fase de decadencia, aunque, teniendo en cuenta sus otros aspectos culturales, la más vigorosa y rica en despuntes positivos y en fermentos válidos; inescuchado, Schopenhauer entrevé el nihilismo hacia el que el Occidentalismo avanza, pero su solución no lo supera; sólo Rosmini, como ya he dicho, sistematiza una original reanudación del discurso sobre el ser y, en polémica sobre el pensamiento moderno desde Bacon a Hegel y al naciente socialismo, plantea el problema del renacimiento de los valores del Occidente en su complejidad; pero también él es marginado. Los desarrollos del kantismo prevalentemente hacia el positivismo, y los del hegelismo hacia la llamada «izquierda hegeliana», de acuerdo con el progreso científico-técnico y el surgimiento de la cuestión social exasperada por el capitalismo, engendran un nuevo iluminismo, todavía hoy en pleno desarrollo: las fuerzas de la decadencia, a excepción de Nietzsche, se hacen cada vez más débiles hasta llegar a ser expresión de la misma corrupción; cada vez en menor número las antorchas que esta última amenaza y aterroriza".
El avance de lo que globalmente se llama «socialismo», sobre todo en la teorización de Marx, y la consolidación del capitalismo en la teorización liberal han dado lugar al choque de dos puntos de vista, anverso y reverso de una concepción materialista, cara y cruz de la misma medalla iluminista puesta al día respecto a las nuevas situaciones históricas: el Occidentalismo en la forma liberal-capitalista «se estabiliza» y avanza hasta tener en los Estados Unidos de América —ya con la Primera Guerra Mundial— su aceleración y hoy el campeón del llamado Occidente; penetra en Rusia con la Revolución de Octubre en la forma marxista-anticapitalista, hasta hacer de la U. R. S. S. el campeón de la revolución mundial para un nuevo mundo; pero en un caso y en otro con el «pesos de su materialismo, con su método de reducción de todos los valores al de la sociedad del bienestar y de la justicia social, hasta tocar un secularismo tan envilecedor y chato que ya no puede llamarse ni siquiera «horizontal». Y así también los valores del Oriente ruso propios de su tradición y de su siglo XIX, encadenados por el zarismo, son perdidos por el Occidentalismo de importación, que llega a ser una forma de Orientalismo, mientras que el europeo, primero con la ayuda y después con la aplastante prevalencia de los E. E. U. U. de América, entierra también los restos del Occidente y con ellos a los «occidentales» supervivientes, los sepultados vivos que esperan a los excavadores, a los mismos que, también para recuperarle a la inteligencia todas las aportaciones positivas, serán los enterradores del Occidentalismo en todas sus formas, incluso del que ha penetrado en Asia y en otras partes.
El proceso reductivo o anonadador y a la vez triunfalístico —perdido el ser, incluso el particular, el fenómeno, el dato, son sustituidos por fórmulas en función «operativa» o del hacer, y la concepción del hombre sigue la misma suerte— caracteriza dos aspectos significativos de lo que hemos llamado el «optimismo débil». La euforia de rehacerlo todo hoy en vista del mañana masculino —la vida eterna reducida a lo secular perpetuo— da peso al homo faber, todavía orgulloso de ser él el principio de la verdad y de la moral; por eso se exalta hasta autodeclararse el «heredero de Dios»: Kant es el pedante notario de esta transmisión de herencia; y Fichte el primer despreocupado propietario. Pero como todos los arribistas, el forjador, caído del nivel kantiano y fichteano, pasa a insultar al «viejo» Dios «amo» y «tirano» y a exaltar al «nuevo hombre» nacido de la muerte de Dios, pero quiere para sí los atributos de la «buena alma» como decoraciones para las fiestas u. El otro aspecto del optimismo débil, coherencia del primero, no hace al hombre heredero de Dios ni lo pone en su puesto; simplemente habla de Dios filológicamente, sociológicamente, en términos de antropología cultural, etc., como uno de tantos mitos que la humanidad ha ido construyéndose, a estas alturas caído definitivamente en desuso como «superíluo» o «dañoso»; así, de Dios no se plantea ni siquiera el problema, y el hombre puede dedicarse atentísimo a hacer, no molestado ya por ningún tipo de ideales, viejos tabúes de vacía retórica, y disponible en su totalidad para «valores» al día. Este «vacío» es el trampolín de lanzamiento del binomio producción-consumo de las cosas para mínimos usos como las más espectaculares, buena mercancía en la planificación de los gustos para todos los mercados, cuyo ser es sólo el ser usada y tirada; y también el hombre es mercancía. Y cuanto más se produce y consume, más sube la fiebre de la euforia, estimuladas por la propaganda y la publicidad, medidas por los termómetros bien amaestrados de la estadística y la sociología: la mentira orquestada e impuesta.
Esta última forma de optimismo débil ha descendido no poco de nivel respecto a la de los siglos XVIII y XIX, pero no le ha menguado la carga; es más, se considera el definitivo parto masculino, destinado según las previsiones infalibles de los técnicos y de los expertos a un radical secularismo humanitario, al terrestrismo omnicomprensivo, la «nueva fronteras de la felicidad universal y permanente, de que se habla con acentos proféticos; y el profetismo pululante es una de las características constantes de las épocas de corrupción, el portavoz de la desacralización en su aspecto, negado lo sagrado, de consagración de lo profano, que no puede llamarse ni siquiera ídolo o fetiche; en efecto, éstos, en su primitividad, son formas religiosas y sacrales. Así el Occidentalismo coincide con el extremo nihilismo, inconsciente de que comporta la pérdida del ser y también de la nada (nuüa); esa, y no esta o aquella forma de ateísmo, la verdadera corrupción que marcha hacia la edad post-occidentalística, pero en modo alguno postcristiana, como profetizan los secularistas; más bien el Cristianismo, no ligado a ninguna civilización o cultura, precisamente en el post-occidentalismo, continuará
en condiciones más favorables su obra de salvación.
dos a este punto, no hay «discurso» —y en efecto no lo hay— sobre el arte, la moral, la religión, ni tampoco sobre la ciencia, la política, la economía, ya que la pérdida o el desconocimiento total del ser aniquilan todo discurso y diálogo, la comunicación; quedan una cabalgata de cálculos destinados a las varias «especies» de producción para el solo «género», el Consumo, y una avalancha de apetitos apremiantes; la catarata embiste también a los productos intelectuales y morales, que de grado o por fuerza organizada se van al garete.
En el plano filosófico, este nihilismo hace imposible también el discurso sobre la Nada, propio de algunas formas de «pesimismo fuerte». En efecto, aquel discurso sigue siendo filosófico: no puede prescindir del otro sobre el Ser, ni, por consiguiente, del principio dialéctico; es todavía búsqueda del logos, aunque lo niega y lo reduce a la opinión o a lo que no es logos del pensamiento; es antifilosofía, pero en relación a la filosofía. Tal, por ejemplo, el discurso de Gorgias y, en un sentido muy diverso, de Hegel; de algunas páginas de Bacon y de los mejores iluministas, etc. Puede conducir a la construcción de ideologías a las que quedan reducidas la filosofía, la moral y la religión —y en este sentido es antifilosofía, antimoral, antirreligión—, pero sigue siendo un discurso que no puede dejar de tener en cuenta la exigencia filosófica, religiosa, etc., incluso de sufrirla en el momento en que la maltrata, reduce y subroga. En el nihilismo inconsciente hasta el punto de que se presenta como plena conquista del verdadero hombre —y es el máximo de corrupción y a la vez de responsabilidad y de culpa por haberse reducido a ceguera—, el ser se hunde y se produce la oscuridad, y será cometido del post-occidentalismo volver a hallarlo y reeducar las mentes para soportar gradualmente su luz. Con el ser también se ha hundido la nada (nulla); no hay la Nada en lugar del Ser y por consiguiente ontologizada, hay nada (niente), por esencia no entificable ni nulificable. No sólo el filósofo, también el sofista, a pesar de ser tan prolífico, está muriendo en la apretura de la estupidez afilosófica, o mejor anoética tout court. Montones de «barruecos» como «L'Étre et le Néant» son superadlsimos y sustituidos por otros montones, como, por ejemplo, «Les nomes et ríen».
Del Ser que deviene y del hacerse histórico del mismo principio de la verdad y de todos los valores, a la Nada del ser y de los valores; de la Nada (Nulía) a nada (niente), negación del mismo devenir, de la historicidad y de la historia, no queda ni siquiera lo empírico, en el escuálido conformismo que se baraja y estanca: nombres sustituibles, intercambiables, según que sea útil o cómoda o agradable esta o aquella manipulación técnica; queda un cerebro electrónico cada vez más cargado de tantas y tantas palabras, al mando de quien ordena la hipnosis del pensamiento. El nominalismo contemporáneo, a diferencia del de los siglos precedentes, aunque descendiente suyo, es la gnoseologia de nada (niente); de aquí las deformaciones radicales del derecho y de la moral, de la política y de la filosofía, del arte, de la religión y de la teología, que dan lugar al nominalismo jurídico, moral, teológico, etc.; en el límite, se desciende más acá del crimen, del inmoralismo, del ateísmo, y todo viene a ser un montón de etiquetas insignificantes. Y las palabras llenas
de nada (niente) van velocísimas, se persiguen, se amontonan, mezclan y confunden; las ideologías duran un alba de bizantinismo; las vanguardias sin interrupción nacen muertas, y nada hace más ruido que los esqueletos; todo se presenta confuso a la primera mirada, y superado a la segunda; y se nos exalta y se nos glorifica tan vertiginoso «progreso», las rápidas mutaciones y los cambios, que es como decir que no hay nada sólido, estable y verdadero, de lo que nacen los verdaderos cambios profundos, siempre lentos y por eso duraderos. En realidad, no se mueve nada, nada cambia; sólo se destruye cuanto sigue sobreviviendo del Occidente y de sus productos culturales; por lo demás, la parálisis, el inmovilismo en la cadena producción-consumo, al hilo de smog de la facticiencia en que el Occidentalismo va consumando su corrupción. Lo creado natural y humano en esta concepción nihilista, vanificado, «sustituido» por un cúmulo de fiches para la roulette, juego en que todos triunfan fácilmente; pero cuantas más fiches cobran, más los aplasta la insignificancia de nada (niente). Éste es el oscurecimiento de la inteligencia o la ciega rebelión mixtificada del Occidentalismo contra el Occidente.
Contemporáneamente, Galileo, el verdadero filósofo del método de la nueva ciencia, marca la distinción entre ésta y la filosofía, las pone en relación, no opera ninguna reducción o sustitución: Galileo renueva la tradición, no la rechaza; es la ciencia la que encuentra su justo puesto en el complejo armónico de los valores en la forma propia del Occidente.
Pero la posición de Bacon —que, heredada por el empirismo y por el iluminismo, por medio de Kant, ha atravesado el siglo XIX y el nuestro— puede ser entendida como corree ción; en efecto, bajo ciertos aspectos, puede ser vista como reacción respecto a cuantos exaltan el puro bien personal, la sola «salvación del alma», como si el hombre no tuviera un cuerpo con mil necesidades, que también son del espíritu; respecto a cuantos desatienden a la civitas hominis. Posición ciertamente fácil para quien tiene, pero que "reduces la ontologia" al ser «invisibles y viola también un precepto cristiano; se empuja a la egoidad por odio cuando es defendida como protección de intereses con la coartada de la «superioridad» de los valores espirituales y el ascético desprecio de los bienes materiales que uno posee y tiene muy cogidos incluso a costa de matanzas. Como hay una opresión de la «materia» sobre el espíritu, así hay una del «espíritu» sobre la materia, dos formas de estupidez opuestas y en el fondo idénticas; en efecto, la segunda es ejercida por quien posee tanta «materia» que está cegado por ella, ya que quien está de verdad a nivel del espíritu y del ser no desprecia cuanto es «bien» material, sino que más bien le tiene un sagrado respeto porque sabe que es al mismo tiempo bien espiritual si es considerado como bien del hombre para su prueba en el mundo.
Esta última posición es la del Occidente auténtico, la de la mejor cultura cristiana desde la Patrística hasta el Renacimiento, la cual, fundada en el principio del ser que empapa de sí incluso al tener, tiene respeto por las formas del ser y por todos los seres. El problema, por lo tanto, planteado explícitamente por el Renacimiento, era, y es todavía, el de corregir la estupidez del «vale sólo lo invisible» sobre el fundamento del ser en todo su proceso dialéctico hasta Dios —de donde la reafirmación de que el fin de cada existente no es sólo social y mundano sino, «a través» de lo mundano y de lo social, la personal purificación del mal en la vida comunitaria— y no el de rechazar el ser por los hechos «visibles» con la insolencia de construir el reino del hombre sobre la negación del reino de Dios. En otros términos: sólo manteniendo y profundizando la cultura occidental y los valores que la constituyen, cuya laboriosísima gestación en pleno Romanismo helenístico requirió nueve siglos desde Tiberio a Carlomagno y cuyo desarrollo se expande por otros seis, hubiera sido posible corregir sus insuficiencias y deficiencias, hacer replegarse en un proceso de perfectibilidad cuanto de estupidez también ella contiene para hacer más operantes todos los valores incluso respecto a los fines de la civitas hominis, consagración, si se prefiere, también de las realidades terrestres y de lo corpóreo, que a fin de cuentas es concepto cristiano siempre presente en la cultura cristiana. En cambio, se ha pretendido revalorizar estas últimas con la opresión de las otras, exiliando asi al Occidente de la historia o insertándolo en ella adulterado y «reducido por una cultura no occidental: con la ruptura del equilibrio renacentista, que, en cambio, era necesario consolidar, ya que se inclinaba del lado del mundo, y con el torcimiento del problema comienza el Occidentalismo y su marcha hacia el nihilismo. Si Bacon y sus descendientes de ayer y de hoy hubieran sido y fueran «filósofos», habrían tenido o tendrían una lejana sospecha de lo que es filosofía, no habrían contrapuesto una «reducción» a otra, sino que, atravesándolas a entrambas, habrían planteado el problema con inteligencia para una profundización adecuada y siempre susceptible de ulteriores desarrollos.
Contemporáneamente a Bacon, otro filósofo del método, Renato Descartes, «reduce» el pensamiento a la razón matemática de las ideas claras y distintas, y ataca a la tradición y a la cultura humanística: matemática y física, aunque Descartes continúa escribiendo metafísica y ensartando pruebas sobre la existencia de Dios, como por lo demás no pocos empiristas e incluso deístas e iluministas. Pascal replantea, contra la reducción cartesiana, el principio dialéctico y la problemática de la cultura occidental, pero queda dentro de la decadencia en curso, en vez de atravesarla con la profundización del problema impostado desde el Renacimiento.
Sustituido el principio del ser por el método y reducido el ser a un quid incognoscible o vacío, inútil al progreso humano, después de un siglo de preparación, en el que todavía el Occidente con escritores significativos resiste al Occidentalismo, éste tiene su afirmación explosiva en el iluminismo, el siglo de las «luces», de la razón humana deificada, diosa que, en último análisis, como «razón natural», se reduce al sentido común, cuyos instrumentos de conocimiento son los sentidos y los instintos, infalibles como en los animales y sustitutivos de la argumentación conceptual, en busca de particulares para fines particulares, útiles al bienestar humano y a la civilización. La inteligencia y la verdad son suplantadas y perseguidas con furor de salón y fanático para liberar al hombre de las supersticiones y de los prejuicios, que en el lenguaje antifilosófico y anticultural de los iluministas son: los principios metafísicos, ontológicos y morales, cualquier verdad sobrenatural y que en cualquier caso no sea reducible al sentido común o a la razón natural, cuyo cometido es el de limitarse a los «hechos» y de rechazar como prejuicio intolerable y tiránico todo lo que no es reducible a este nivel de conocimiento, el único que merece el nombre de «verdad» digna del hombre. De aquí la ruptura con la cultura occidental auténtica, de la que se reniega en bloque, o su reducción, incluido el pensamiento clásico griego y romano, al nivel de la Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et de métiers, donde se habla de filósofos y de filosofía en la medida en que entran en estas tres casillas iluministicamente entendidas; el proceso al Cristianismo como responsable de todas las injusticias, tiranías y miserias de la humanidad —y es el primer clamoroso proceso que el Occidentalismo hace al Occidente, renegando de sus valores, que ya no sabe conocer—; la negación de la libertad, en nombre de la cual funcionaba la guillotina, depurada como dimensión y purificación interior del mal y reducida a capacidad de dominio de las cosas e incluso de los hombres, a la sola «libertad de hacer», es decir, a la remoción de los obstáculos en favor de la espontaneidad animal y humana, correspondencia perfecta entre el determinismo de las leyes naturales y el de las humanas acciones. Sigue la ingenua utopía de que, hecha tabula rasa del pasado, en brazos de la sola razón natural, dirigida a cosas útiles y agradables, según las indicaciones de los humanos instintos y destapadas las más rápidas reformas de todas las estructuras —a excepción de las de las iglesias confesionales, todas para demoler— de golpe, por el prodigio de tantas «luces», la humanidad vendría a ser perfec
ta, realizando el regnum hominis o el paraíso en la tierra, siendo alcahuetas la técnica, la ciencia y la tolerancia intolerable hacia la verdad que no fuera el «sentimiento universal» de los hombres, en nombre del cual, en el Nathan de Lessing, todos los protagonistas, ya no «divididos» por la verdad, se abrazan «unidos» por su ser sin verdad, es decir, por su no-ser ya a ia altura del hombre".
El iluminismo marca una de las etapas fundamentales de la reducción de la filosofía a ideología, que es la negación in toto de la filosofía y de su problemática, de la misma cultura, de donde la reducción a la ideología de la gnoseologia, de la moral, de la estética, de la religión, etc., es decir: métodos y principios cualesquiera que sean, desde los de la búsqueda de la verdad a los propios de la razón, son aceptados o rechazados en el plano social-politico, el banco de la «verificación», como se dice hoy, que inapelablemente «juzga y manda». Pero este plano es caracterizado por el juego de las opiniones, mudables como es mudable la realidad social política económica; por lo inestable de las mayorías y de las tiranías y por sus humores del momento por conveniencias individuales o de grupos o de partidos; por todos aquellos elementos ocasionales, pasionales e irracionales que vuelven a entrar en este juego. Así la «verificación» no tiene nada de «verdadero» ni recibe su verdad de alguna verdad, como tampoco hace verdadero a ningún hecho; es sólo la comprobación del hecho mismo social y político, de hoy y de mañana, verdadero en cuanto hecho; «verdad» del momento a que todo es reducido, asimilado y subordinado incluso con la violencia de los fanatismos de las opiniones en conflicto, ya que ningún «principio» los controla y los limita en la ausencia de la inteligencia. Una cosa es decir que la filosofía, el arte, la religión, etc., obran sobre la política y la vida social y, por consiguiente, deben tener en cuenta tales experiencias y sus problemas, y otra es asignarles como fin la realidad social y política, lo que significa hacer de ellas su instrumento y negarlas. Desde este punto de vista, aparte cuanto ha renovado de estructuras —aportación positiva al «cuerpo» del Occidente, pero ya no positivo ni siquiera para el cuerpo en la medida en que ha envilecido su alma—, el iluminismo es una etapa del oscurecimiento de la inteligencia y del «historizarse» del Occidentalismo en su primera fase «burguesa» o de dominio de una clase social «respetable» democrática y materialista, no obstante algunas oposiciones pronto marginadas o debidamente reducidas por el progresivo proceso de pérdida del Occidente.
El iluminista Kant cree llegado el momento~para la «revolución copernicana» de la filosofía: el mundo gira en torno a la razón, legisladora de la naturaleza; la razón ha alcanzado la mayoría de edad, ha aprendido bien el uso de sí misma y lo aplica a los datos de la experiencia sensorial, haciendo posibles las ciencias matemáticas y físicas; la voluntad se da a sí misma la ley moral e instaura el reino moral de los fines. El ente no se conoce en el ser ni el hombre piensa para el ser, reducido a una de tantas categorías de la razón, órgano funcionante en los límites de la experiencia fenoménica: el conocimiento racional es «representativo» sobre la base de la «aprehensión» sensorial. El ser, reducido a lo que no es el ser, se pierde en el punto de partida; la ontología de discurso sobre el ser revelador del ser o de la verdad de todo ente se resuelve en la gnoseología entendida como representación del ente para expresarlo
La llamada revuelta romántica, que, por un lado, replantea el tema de lo eterno y del misterio en polémica con Kant o con Fichte, pero siempre dentro del kantismo, y, por otro, reanuda con Hegel el discurso sobre el ser o sobre el fundamento, mas para decaer en un historicismo que tiende a hacerse radical, es otra fase de decadencia, aunque, teniendo en cuenta sus otros aspectos culturales, la más vigorosa y rica en despuntes positivos y en fermentos válidos; inescuchado, Schopenhauer entrevé el nihilismo hacia el que el Occidentalismo avanza, pero su solución no lo supera; sólo Rosmini, como ya he dicho, sistematiza una original reanudación del discurso sobre el ser y, en polémica sobre el pensamiento moderno desde Bacon a Hegel y al naciente socialismo, plantea el problema del renacimiento de los valores del Occidente en su complejidad; pero también él es marginado. Los desarrollos del kantismo prevalentemente hacia el positivismo, y los del hegelismo hacia la llamada «izquierda hegeliana», de acuerdo con el progreso científico-técnico y el surgimiento de la cuestión social exasperada por el capitalismo, engendran un nuevo iluminismo, todavía hoy en pleno desarrollo: las fuerzas de la decadencia, a excepción de Nietzsche, se hacen cada vez más débiles hasta llegar a ser expresión de la misma corrupción; cada vez en menor número las antorchas que esta última amenaza y aterroriza".
El avance de lo que globalmente se llama «socialismo», sobre todo en la teorización de Marx, y la consolidación del capitalismo en la teorización liberal han dado lugar al choque de dos puntos de vista, anverso y reverso de una concepción materialista, cara y cruz de la misma medalla iluminista puesta al día respecto a las nuevas situaciones históricas: el Occidentalismo en la forma liberal-capitalista «se estabiliza» y avanza hasta tener en los Estados Unidos de América —ya con la Primera Guerra Mundial— su aceleración y hoy el campeón del llamado Occidente; penetra en Rusia con la Revolución de Octubre en la forma marxista-anticapitalista, hasta hacer de la U. R. S. S. el campeón de la revolución mundial para un nuevo mundo; pero en un caso y en otro con el «pesos de su materialismo, con su método de reducción de todos los valores al de la sociedad del bienestar y de la justicia social, hasta tocar un secularismo tan envilecedor y chato que ya no puede llamarse ni siquiera «horizontal». Y así también los valores del Oriente ruso propios de su tradición y de su siglo XIX, encadenados por el zarismo, son perdidos por el Occidentalismo de importación, que llega a ser una forma de Orientalismo, mientras que el europeo, primero con la ayuda y después con la aplastante prevalencia de los E. E. U. U. de América, entierra también los restos del Occidente y con ellos a los «occidentales» supervivientes, los sepultados vivos que esperan a los excavadores, a los mismos que, también para recuperarle a la inteligencia todas las aportaciones positivas, serán los enterradores del Occidentalismo en todas sus formas, incluso del que ha penetrado en Asia y en otras partes.
El proceso reductivo o anonadador y a la vez triunfalístico —perdido el ser, incluso el particular, el fenómeno, el dato, son sustituidos por fórmulas en función «operativa» o del hacer, y la concepción del hombre sigue la misma suerte— caracteriza dos aspectos significativos de lo que hemos llamado el «optimismo débil». La euforia de rehacerlo todo hoy en vista del mañana masculino —la vida eterna reducida a lo secular perpetuo— da peso al homo faber, todavía orgulloso de ser él el principio de la verdad y de la moral; por eso se exalta hasta autodeclararse el «heredero de Dios»: Kant es el pedante notario de esta transmisión de herencia; y Fichte el primer despreocupado propietario. Pero como todos los arribistas, el forjador, caído del nivel kantiano y fichteano, pasa a insultar al «viejo» Dios «amo» y «tirano» y a exaltar al «nuevo hombre» nacido de la muerte de Dios, pero quiere para sí los atributos de la «buena alma» como decoraciones para las fiestas u. El otro aspecto del optimismo débil, coherencia del primero, no hace al hombre heredero de Dios ni lo pone en su puesto; simplemente habla de Dios filológicamente, sociológicamente, en términos de antropología cultural, etc., como uno de tantos mitos que la humanidad ha ido construyéndose, a estas alturas caído definitivamente en desuso como «superíluo» o «dañoso»; así, de Dios no se plantea ni siquiera el problema, y el hombre puede dedicarse atentísimo a hacer, no molestado ya por ningún tipo de ideales, viejos tabúes de vacía retórica, y disponible en su totalidad para «valores» al día. Este «vacío» es el trampolín de lanzamiento del binomio producción-consumo de las cosas para mínimos usos como las más espectaculares, buena mercancía en la planificación de los gustos para todos los mercados, cuyo ser es sólo el ser usada y tirada; y también el hombre es mercancía. Y cuanto más se produce y consume, más sube la fiebre de la euforia, estimuladas por la propaganda y la publicidad, medidas por los termómetros bien amaestrados de la estadística y la sociología: la mentira orquestada e impuesta.
Esta última forma de optimismo débil ha descendido no poco de nivel respecto a la de los siglos XVIII y XIX, pero no le ha menguado la carga; es más, se considera el definitivo parto masculino, destinado según las previsiones infalibles de los técnicos y de los expertos a un radical secularismo humanitario, al terrestrismo omnicomprensivo, la «nueva fronteras de la felicidad universal y permanente, de que se habla con acentos proféticos; y el profetismo pululante es una de las características constantes de las épocas de corrupción, el portavoz de la desacralización en su aspecto, negado lo sagrado, de consagración de lo profano, que no puede llamarse ni siquiera ídolo o fetiche; en efecto, éstos, en su primitividad, son formas religiosas y sacrales. Así el Occidentalismo coincide con el extremo nihilismo, inconsciente de que comporta la pérdida del ser y también de la nada (nuüa); esa, y no esta o aquella forma de ateísmo, la verdadera corrupción que marcha hacia la edad post-occidentalística, pero en modo alguno postcristiana, como profetizan los secularistas; más bien el Cristianismo, no ligado a ninguna civilización o cultura, precisamente en el post-occidentalismo, continuará
en condiciones más favorables su obra de salvación.
dos a este punto, no hay «discurso» —y en efecto no lo hay— sobre el arte, la moral, la religión, ni tampoco sobre la ciencia, la política, la economía, ya que la pérdida o el desconocimiento total del ser aniquilan todo discurso y diálogo, la comunicación; quedan una cabalgata de cálculos destinados a las varias «especies» de producción para el solo «género», el Consumo, y una avalancha de apetitos apremiantes; la catarata embiste también a los productos intelectuales y morales, que de grado o por fuerza organizada se van al garete.
En el plano filosófico, este nihilismo hace imposible también el discurso sobre la Nada, propio de algunas formas de «pesimismo fuerte». En efecto, aquel discurso sigue siendo filosófico: no puede prescindir del otro sobre el Ser, ni, por consiguiente, del principio dialéctico; es todavía búsqueda del logos, aunque lo niega y lo reduce a la opinión o a lo que no es logos del pensamiento; es antifilosofía, pero en relación a la filosofía. Tal, por ejemplo, el discurso de Gorgias y, en un sentido muy diverso, de Hegel; de algunas páginas de Bacon y de los mejores iluministas, etc. Puede conducir a la construcción de ideologías a las que quedan reducidas la filosofía, la moral y la religión —y en este sentido es antifilosofía, antimoral, antirreligión—, pero sigue siendo un discurso que no puede dejar de tener en cuenta la exigencia filosófica, religiosa, etc., incluso de sufrirla en el momento en que la maltrata, reduce y subroga. En el nihilismo inconsciente hasta el punto de que se presenta como plena conquista del verdadero hombre —y es el máximo de corrupción y a la vez de responsabilidad y de culpa por haberse reducido a ceguera—, el ser se hunde y se produce la oscuridad, y será cometido del post-occidentalismo volver a hallarlo y reeducar las mentes para soportar gradualmente su luz. Con el ser también se ha hundido la nada (nulla); no hay la Nada en lugar del Ser y por consiguiente ontologizada, hay nada (niente), por esencia no entificable ni nulificable. No sólo el filósofo, también el sofista, a pesar de ser tan prolífico, está muriendo en la apretura de la estupidez afilosófica, o mejor anoética tout court. Montones de «barruecos» como «L'Étre et le Néant» son superadlsimos y sustituidos por otros montones, como, por ejemplo, «Les nomes et ríen».
Del Ser que deviene y del hacerse histórico del mismo principio de la verdad y de todos los valores, a la Nada del ser y de los valores; de la Nada (Nulía) a nada (niente), negación del mismo devenir, de la historicidad y de la historia, no queda ni siquiera lo empírico, en el escuálido conformismo que se baraja y estanca: nombres sustituibles, intercambiables, según que sea útil o cómoda o agradable esta o aquella manipulación técnica; queda un cerebro electrónico cada vez más cargado de tantas y tantas palabras, al mando de quien ordena la hipnosis del pensamiento. El nominalismo contemporáneo, a diferencia del de los siglos precedentes, aunque descendiente suyo, es la gnoseologia de nada (niente); de aquí las deformaciones radicales del derecho y de la moral, de la política y de la filosofía, del arte, de la religión y de la teología, que dan lugar al nominalismo jurídico, moral, teológico, etc.; en el límite, se desciende más acá del crimen, del inmoralismo, del ateísmo, y todo viene a ser un montón de etiquetas insignificantes. Y las palabras llenas
de nada (niente) van velocísimas, se persiguen, se amontonan, mezclan y confunden; las ideologías duran un alba de bizantinismo; las vanguardias sin interrupción nacen muertas, y nada hace más ruido que los esqueletos; todo se presenta confuso a la primera mirada, y superado a la segunda; y se nos exalta y se nos glorifica tan vertiginoso «progreso», las rápidas mutaciones y los cambios, que es como decir que no hay nada sólido, estable y verdadero, de lo que nacen los verdaderos cambios profundos, siempre lentos y por eso duraderos. En realidad, no se mueve nada, nada cambia; sólo se destruye cuanto sigue sobreviviendo del Occidente y de sus productos culturales; por lo demás, la parálisis, el inmovilismo en la cadena producción-consumo, al hilo de smog de la facticiencia en que el Occidentalismo va consumando su corrupción. Lo creado natural y humano en esta concepción nihilista, vanificado, «sustituido» por un cúmulo de fiches para la roulette, juego en que todos triunfan fácilmente; pero cuantas más fiches cobran, más los aplasta la insignificancia de nada (niente). Éste es el oscurecimiento de la inteligencia o la ciega rebelión mixtificada del Occidentalismo contra el Occidente.
viernes, 18 de mayo de 2012
George Sheridan Knowles
Clasicismo victoriano, Inglés, XIX
George Knowles Sheridan (1863-1931) nació en Manchester en 1863. Knowles expuso sus primeras obras en Manchester en 1883
Aprovechando sus dotes artísticas, Knowles especializados en escenas de género contemporáneos sentimentales y piezas de vestuario - Ubicado en la Edad Media o del siglo 18. Sus pinturas de género sentimentales suelen capturar a sus súbditos en un ambiente relajado, o juguetón, momento y son una reminiscencia de las obras de Arthur John Elsley y Frederick Morgan (dos de sus contemporáneos).
A menudo derivan su inspiración para sus pinturas de disfraces de la historia y la literatura y fueron similares en estilo a las obras de Edgar Bundy, Frank Moss Bennett y Arthur D. McCormick.
Imagenes: All painting
sábado, 12 de mayo de 2012
AGP168
Witold Lutoslawski (1913-1994)
Preludes & Fugue (1972)
AGP168 es una transcripción de 24 bits - 44,1 kHz, una hermosa grabación de preludios y fuga para Solo y 13 cuerdas, interpretada por la Orquesta Filarmonica de Cámara de Varsovia, dirigida por el compositor Witold Lutoslawski. Esta grabación fue lanzada el LP en 1977 en la etiqueta de Aurora (AUR 5059) y no parece nunca haber sido lanzado en CD. Preludes & Fugue (1972)
La grabación fue hecha por Polskie Nagrania en Varsovia.
viernes, 11 de mayo de 2012
domingo, 6 de mayo de 2012
Severo Sarduy
"The Concrete Poetry Movement in Brazil"
Desde sus inicios en una pequeña reseña, impreso privadamente en marcha en Sao Paulo en 1952 y el trabajo de sus tres fundadores, los poetas, Haroldo de Campos (nacido Sao Paulo, 1929), su hermano Augusto (1931) y Decio Pignatari (1927), movimiento de poesía concreta de Brasil, concretismo, -que en realidad era una nueva forma de mirar no sólo a la poesía, sino la vida misma- pasó a dejar su marca en el mundo.
La revisión, Noigandres, es ahora una pieza de colección codiciada. Más bien inesperadamente, las ideas estéticas defendió primero tuvieron una respuesta en la República Federal de Alemania, en la obra de Max Bense, que había llegado a la concrete poetry gracias al poeta boliviano suizo Eugen Gomringer, que él mismo se había convertido en un descubridor fundador del movimiento a través de un encuentro casual con Decio Pignatari. El movimiento siguiente encontró un eco en la obra del poeta japonés Kitasono Katsue, antes de conquistar esa tierra nómada y universal, la página impresa.
¿Cómo deberíamos definir Concrete Poetry y itsessence, concretud (concreción)?" En lugar de ser un poema en el sentido convencional, un poema concreto es similar a un diagrama o dibujo, un patrón en la página impresa que enérgicamente y eficiente representa no sólo objetos o conceptos pero la relación entre ellos, las estructuras invisibles de sonido y significado que les unen, sus afinidades ocultas o antagonismos. Lo que es más, como Guillaume Apollinaire, escrito debe ser entendida en términos analíticos y discursivas antes su mensaje ideográfico omnicomprensiva puede entenderse. Por ejemplo, el poema reproducido aquí, epitalamio-II, por el poeta concreto Pedro Xisto, encapsula la historia del paraíso y le permite ser captado un vistazo, consistente en que lo hace de un él, una ella y una "S" que representa la serpiente artero, pero también de una "H" (para homo, en otras palabras Adam) y una "E" de Eva, colocada simétricamente y indisolublemente vinculadas por la serpiente, al igual que en el jardín del Edén. El lector es evidentemente libre de interpretar la escena de su propia manera y así participar en el proceso de creación poética.
Sin embargo, según Haroldo de Campos, el libra como Patriarca del movimiento y su principal teórico, concretismo no es simplemente "un arreglo gráfico hedonista o diseño", ni un calligramme en las palabras que se transforman en imágenes de las cosas que ellos designen (la palabra "Rosa" convertirse realmente en una rosa). En la Concrete Poetry las palabras son desmanteladas y modificados de modo que podemos ver lo que están hechos, como un juguete complejo llevado a pedazos por un niño caprichoso. En resumen, el poeta se convierte en un "diseñador" de significado.
El concretismo término está tomado de la plasticarts y designa composiciones no figurativas, geométricas y racionales en la que la característica principal es la técnica objetiva con que se hayan producido, y una imagen de icono como claramente drenada de cualquier emoción residual o contenido subjetivo, en lugar de cualquier mensaje o percepción de la "otra" realidad, dichas obras podrían han logrado transmitir.
El movimiento poético aprobó los postulados teóricos de este estilo de pintura e incluso ampliado sobre ellos: cuando en 1955 Eugen Gomringer se introdujo a Decio Pignatari por el teórico argentino y profesor Tomas Maldonado, fue Secretario de la artista gráfico suizo, arquitecto y diseñador Max Bill, entonces director de la escuela de diseño en Ulm (Fed. República de Alemania). Por encima de todo, sin embargo, se adentró de nuevo en Concretismo un área en el pasado de Brasil que habían sido pasados por alto o subestimada sin querer. Esta era la tradición subversiva que se inició con los modernistas de todo 1911, alcanzó su clímax en la década de 1930 con Carlos Drummond de Andrade y Murilo Mendes, y continuó en cuanto a Joao Cabral de Melo Neto.
Pero los poetas concretos fueron aún más lejos: tomaron la dicción roto y violento de Oswald y Mario de Andrade, "cannibalist forefathers - antepasados canibalistas", como Haroldo de Campos llamó y volvió a redescubrir la jerga moderna auténticamente revolucionaria de Sousandrade (Joaquim de Sousa Andrade, 1833-1902), un gran poeta que había sido completamente olvidado. En 1877, este contemporáneo de Baudelaire, quien vivió en los Estados Unidos por diez años, escribió cuanto de Haroldo de Campos como foundation stone of concretud: un largo poema titulado o guesa errante, que culmina en una sorprendente secuencia -"Infierno de Wall Street"- que podría ser descrito como marquetería textual o polifonía, en la que diseño, neologismos, montaje verbal y cambios bruscos de tono evocan los periódicos de ese período y el agitado mundo de la bolsa. Es una explosión tipográfica en un universo en expansión pre-Poundiano.
...Esto, entonces, es "Brazilian concrete poetry"...
viernes, 4 de mayo de 2012
U de Uno
El Abecedario de Gilles Deleuze
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jueves, 3 de mayo de 2012
La estupidez "Historizada" (2)
...o el proceso de occidentalismo
"El occidentalismo"
2. Helenismo, Romanismo, Occidentalismo
El principio que preside el producir y el consumir no es el mismo que hace fuertes y valientes ni, por lo demás, con que se gobierna; hay, pues, el principio del saber, propio de quien gobierna, el de quien se ocupa de la defensa del Estado, y el otro, de cuantos se dedican a la producción para las necesidades de todos: el principio intelectivo, el irascible y el apetitivo. El Estado es justo cuando se realiza la oÍKEiOTtpotyta, es decir, cuando cada ciudadano, según su naturaleza y sus capacidades y sin reducir un principio al otro, «se ocupa de lo suyos. Platón ensena a Saint-Simon y a tantos otros del mismo parecer que no se trata de iproducir y no percibir», sino de producir y de percibir; de otro modo se niega el principio del saber, y con él la misma posibilidad de una vida un poco por encima de la de los cerdos: «¿de qué sino de esto se saciaría una ciudad de cerdos?». Y cuando el principio apetitivo prevarica, también la ira generosa se apaga; los guerreros vienen a menos, pero no la violencia, que, perdido el principio del saber, estalla incontrolada al par de los apetitos que indiscriminadamente se quieren satisfacer más allá de la misma saciedad, provocando por rebosadura la rebelión, el falso ascetismo purificador: van a igual paso los pequeños «corredores del Maratón» detrás de cuanto puede satisfacer todos los apetitos —sustitución, o reducción de los otros valores, y por esto violencia, a los de la producción y del consumo por lo que el hombre se reduce a la servidumbre de esta actividad— y los rebeldes a la «integración», los «pies veloces» que de un salto quieren hacer tabula rasa y volver al bienaventurado hombre primitivo. Es la condena que cae sobre el hombre colectivo o todo «hecho» por la sociedad: por un lado, se siente en deuda hacia ésta de todo lo que «tiene»; por otro, está «resentido» por lo que no tiene, a lo que cree tener derecho, y por lo que no «es», ya que la sociedad le ha hecho como lo «colectivo» ha querido: el «satisfecho» y el «insatisfecho», frecuentemente coexistentes en el «compacto» de lo colectivo, en formas diversas tienden a lo «primitivo» —para el uno descivilizado, para el otro civilizado— en la ausencia de lo «originario», es el ser, y, por tanto, de la verdadera cultura y de la verdadera civilización. Las dos posiciones, caras de la misma medalla o de la reducción de todo al «producir y no percibir», se alimentan entre sí y apuntan al mismo resultado: la destrucción de la cultura y de la civilización en nombre de la civilización (inciv fomento) progresiva, o por odio a esta última en el momento mismo que quieren hacer a todos partícipes de ella. Platón diría que nos encontramos en una ciudad con dos clases de «cerdos», la una hacendosa, que produce y consume olvidada de cualquier otro cuidado; la otra ociosa, que añora las cavernas y quiere que la humanidad retome a ellas; ¿y cómo puede ser de otro modo, si se niegan a «percibir», si viven sin medida?
En el «jardín» de su villa, en los alrededores de Atenas, y en el «pórtico pintado» de la misma ciudad, Epicuro, el iniciado en la filosofía de Demócrito, la más «científica» de Grecia, y Zenón de Citio, inspirado por el cínico Cratete, creyeron «filosofar» en la ausencia de la Hélade que ya no sabían ver. Epicúreos y estoicos, una especie de «tecnólogos» de la antigüedad griega; los formuladores de breviarios de la vida feliz en este mundo, y no hay otro para el hombre: la búsqueda de la verdad y su mismo ser verdad, de lo bueno y su mismo ser bueno (y así de lo bello, etc.), van subordinados a la de la felicidad, la única que el hombre debe buscar y a la que debe sacrificarlo todo. La filosofía por la sabiduría, fábrica de recetas del elixir de felicidad que debe presentarse a las farmacias que despachan «tranquilidad» con el seguro premio de la indiferencia pacifista y humanitaria; en la dosificación de la bebida epicúrea predomina la vida sensible según cálculos racionales; en el de la poción estoica, la vida racional como rigorlstica disciplina de los sentidos. Pero toda tecnología empeñada en éstas y otras «técnicas» o «fórmulas», y refractaria hasta el problema de la «forma» de la existencia, por lo que el reformar se reduce para ella a que una fórmula más eficiente sustituya a otra, engendra de su seno a los rebeldes, que no reproponen los verdaderos valores humanos, ni se oponen al dogma de que el fin del hombre es buscar y procurarse la felicidad en esta tierra, pero rechazan las recetas por otras más simplificadas y radicales. Y así los epicúreos del goce de los sentidos sin las trabaderas de los controles racionales, o los herederos de los cirenaicos y los estoicos de la indiferencia total que se remontan a los cínicos, unos y otros enemigos y destructores del vivir culto y civilizado, se hacen los «contestatarios globales» de la tecnología de Epicuro y Crisipo. Sí, sus antepasados, comprendidos los sofistas, son contemporáneos, o casi, de Sócrates, Platón y Aristóteles y de los otros de la gran Hélade, pero en ésta representan el filón secundario, el otro aspecto siempre presente en toda época, ya que Protagoras y Sócrates se dan en cada hombre y en él luchan —no hay tiempo de estupidez sin la presencia de la inteligencia y viceversa, sincronía que no excluye los momentos históricos del prevalecer de la una o de la otra, de la luz o de la oscuridad—; cuando, por los motivos y las causas por los que mueren históricamente las civilizaciones, pero no los valores que han revelado, toman la delantera, el Helenismo sustituye a la Hélade. Y es típico de las civilizaciones en vía de corrupción adulterar o renegar los valores que ellas habían revelado cuando eran creativas; en efecto, por el oscurecimiento de la inteligencia, o no los ven o, no logrando ya soportar su carga y responsabilidad, los recusan como un peso oprimente e inútil; sólo alguno tiene conciencia de la corrupción, y los repropone para después, cuando el cadáver haya sido enterrado.
La difusión de la cultura helenística a través de tres períodos —alejandrino, romano, bizantino— abraza un arco de casi ocho siglos y, desde la muerte de Augusto, viene a coincidir con el Romanismo, corrupción de los valores de la Romanidad. Ya el tipo de educación o de cultura delineado por Quitiliano en el siglo I d.c, en la Institutio oratoria, está fuera del tiempo —los valores culturales tienden a la mera erudición—; la obra lleva los signos de la «decadencia» de la Romanidad, a la que sigue la «corrupción» o la asunción de la decadencia misma como progreso; de aquí el rechazo de los valores de la tradición, acompañado del optimismo por falta de conciencia de la corrupción; la decadencia, en cambio, es pesimista y deplora los valores perdidos; se destroza, y a la vez se consuela, en su nostalgia. En la cultura romana no penetra la Héiade auténtica, aunque se conocen sus autores, sino que, con la conquista de Grecia, se difunde el Helenismo, que provoca el Romanismo, la decadencia y la corrupción lenta de la Romanidad, comenzada con Tiberio; Roma helenizada, «romanística» y ya no romana, difunde con sus conquistas esta cultura y no la de la Hélade y de la Romanidad auténtica, cultura que, poco a poco, se hace cada vez más imitativa y escasamente creativa.
Pero bajo Augusto nace Cristo; nace cuando el logos humano está ofuscado, pero, bajo la ofuscación, ya maduro desde hace tiempo. El Romanismo helenístico continuará su expansión englobando pueblos en sus estructuras, proceso que favorecerá la difusión del Mensaje; pero con Cristo comienza su disolución hasta el enterramiento del cadáver —de donde la oposición tenaz e implacable en todos los frentes al Cristianismo. Los valores de la Hélade y de la Romanidad renacen en una nueva cultura creadora, la que va de Carlo-magno al Renacimiento: el Occidente. Con Agustín, aunque de formación helenlstico-romanistica, de espíritu cristiano-helénico-romano, comienza, en el momento en que Helenismo y Romanismo van hacia la descomposición sin ni siquiera ya el brinco de la decadencia incluso por el «vigor» destructivo con que los bárbaros le asaltan sin dejarse corromper por ella, comienza, repito, el renacimiento del logos, del «principio de verdad» y de los valores de la Hélade y de la Romanidad; pero la tarea es lenta: cuanto más vigorosas y creativas han sido las civilizaciones, tanto más largo es el tiempo para consumar hasta el fondo su corrupción. A través de siglos oscuros —pero si las invasiones no hubieran destruido el obstáculo de la corrupción helenlstico-romanistica no hubiera existido la condición para la silenciosa elevación—, nace una nueva cultura; en efecto, a la corrupción de una civilización, y al hundimiento de una cultura, antes del renacimiento, sigue siempre un período oscuro de gestación. En el momento mismo en que el Cristianismo va venciendo al Romanismo helenístico, se sirve, por un lado, de la potencia de expansión de este último y, por otro, de su desgaste por obra de los bárbaros, vitalidad no corrompida: las civilizaciones corrompidas sirven para favorecer, contra sí mismas, el renacimiento en una nueva cultura de los valores de que han renegado y con ellos también de las aportaciones que han hecho; pero la corrupción continuaría nutriéndose de sí misma si fuerzas frescas y vírgenes no la vencieran.
Las épocas de corrupción brillan: casi siempre coinciden con la potencia militar, política, burocrática, y con la expansión económica; se dedican a apremiantes y frenéticas reformas de «estructuras» y a construir siempre cosas nuevas, confiadas en que basta cambiar los andamiajes para que cambien también las disposiciones interiores: están extinguidas y parece que estallan de vida; y existe la vida, pero sólo «material», dirigida a la posesión, a la expansión incluso violenta, al placer, al desenfreno, al lujo y a la orgía, casi como una mujer en el ocaso de la madurez: se lanza, «bella figura» aún, a la aventura exaltante; pero la juventud está muerta, y la madurez va muriendo. Roma imperial brilla, se expande y reforma, pero la Romanidad ya está perdida; después, los bárbaros y las otras fuerzas entierran el Romanismo, y el trabajo dura hasta el siglo rx.
El Occidente en pleno siglo xvii brilla con la potencia inglesa, pero con Francisco Bacon se huele ya lo dulzarrón del Occidentalismo. La época de deshoj amiento —y después, a través de fases de decadencia, de corrupción de una civilización— comienza casi siempre por la potencia político-económico-militar de una Nación dirigida a prevalentes o exclusivos fines de «organización» para la felicidad terrena, y concluye su proceso corruptivo con otra potencia del mismo tipo: en el momento en que comienza la pérdida de los valores de Occidente, el proceso expansivo de Inglaterra, contrastado por la España de Felipe II, otro síntoma de Occidentalismo —dominio sobre el mundo en nombre de Dios— o de contaminación, contraatacado por la mística, del Catolicismo en el terreno histórico. Este primer oscurecimiento de la inteligencia alcanza su cumbre con el Iluminismo, que celebra su triunfo en la revolución francesa y en empresas de potencia, de «grandeur» de Europa; en el Iluminismo tienen su origen también la independencia y la constitución de los Estados Unidos de América, la potencia que sustituirá a la inglesa y a las otras de la Europa continental. Se sigue que los Estados Unidos, que asimilan y expanden a su vez la civilización preiluminística e iluminística difundida por la potencia inglesa, jamás han sido Occidente, ni jamás han asimilado y difundido sus valores, al igual que la Roma imperial, que no difundió la Romanidad ni la Hélade, sino el Romanismo helenístico; en efecto, cuando nacieron, el Occidente estaba ya oscurecido y maduro el Occidentalismo, que, por lo tanto, no podía dejar de encontrar en ellos la punta avanzada de la corrupción y la potencia político-militar-económica, que concluirá probablemente su proceso cuando nuevos azadones vuelvan a sacar a la luz los valores occidentales soterrados.
El Occidentalismo ya no tiene nada que enseñar ni exportar, excepto técnica y bienestar, datos, números, cálculos, robots, computadoras y corrupción: no tiene para exportar valores morales, religiosos y estéticos, ni siquiera sociales, políticos y jurídicos, a los que en su totalidad ha adulterado y perdido; lo que declara en las fronteras como «occidental», etiqueta para engañar a los funcionarios de aduanas, es mercancía deteriorada, de baja calidad. Incluso el bienestar y sus bizantinos inventos técnicos los produce y exporta no para dar al alma de los suyos y de los otros pueblos las condiciones de vida, sino a costa del alma, que odia en si mismo y en los otros; lo poco de verdadera cultura que todavía resiste, lo sofoca, para que no ejerza ninguna influencia ni eche a perder la orgia de la producción y del consumo, fin de si mismos. Los pueblos que miran al Occidente con la esperanza de ayudas o remedios a su hambre y a sus mil tribulaciones deberán percatarse de que dirigen sus ojos al Occidentalismo avaro, mercader de todo, que todo lo ha reducido a mercancía, al solo principio apetitivo, para decirlo todavía con Platón, y, por consiguiente, es incapaz de valentía y está dispuesto a servirse de armas mortíferas. Su alma, ya sólo intrigante, no tiene escrúpulos, calcula incluso la caridad y especula con el hambre: la egoidad por odio es taimada, astuta, sanguinaria. La pretendida industrialización del llamado «tercer mundo» o de los países subdesarrollados —necia soberbia del que, sin ser primero ni segundo, no es ya siquiera un "mundo", y es zona de creciente subdesarrollo intelectual y espiritual— no tiene, como predica el Occidentalismo, el fin de ayudar a los pueblos a alcanzar una condición humana de vida, sino que se sirve —nueva forma de colonialismo— de esta «operación» para hacer buenos negocios en nuevos mercados; y, sobre todo, arrolladas con la barbarie industrializada las culturas locales, para desarraigar aquellos pueblos de sus tradiciones, a fin de que no germinen, violencia que facilita la venta de los productos «culturales» del Occidentalismo. Así, oscurecido cualquier otro ideal que no sea el del bienestar, monopolio de la industria, la corrupción occidentalística puede penetrar con seguridad antes de que nazca una cultura nueva, quizá heredera del Occidente y su renacimiento: es conjurado el peligro de que la inteligencia pueda amenazar el férreo control ejercido por la tecnocracia a través de la Organización mundial tecnológica sobre la «masa universal».
Estas consideraciones nos permiten poner en evidencia otro equívoco: muchos pueblos son hostiles al Occidente porque, habiéndolo conocido, han sufrido su opresión; pero desde el siglo XVII en adelante, los europeos primero y los norteamericanos después, no han exportado, con la connivencia desgraciada y frecuente de las misiones religiosas cristianas, con sus conquistas coloniales patentes o enmascaradas, los valores y el alma de Occidente, sino el Occidentalismo; no la inteligencia occidental —y donde es inteligencia el vínculo humano es de alteridad por amor—, sino la rapaz estupidez occidentalística, gobernada por la egoidad por odio, humanitaria en regalar alguna escuela, hospital, carretera, para consolidar dominios; humanitarísima y o tolerante» hoy, para facilitar la invasión de sus productos; pero el revés de la muy decorativa medalla del humanitarismo es la violencia en todos los sentidos, principalmente sobre el espíritu, por ausencia de verdadera humanidad. Estos pueblos, en el fondo, no han conocido y no conocen al Occidente: en la medida en que, por necesidad de vida, se dejan invadir por el Occidentalismo o por el neocolonialismo, contribuyen a engrasar el cadáver y a dejar más lejos en el exilio al Occidente, truecan su alma por el bienestar a cuentagotas, corren el peligro, como las clases desheredadas de todos los tiempos, de llegar a ser estúpidos por imposición. Si, en cambio, defienden sus tradiciones culturales y resisten al Occidentalismo de modo que aceleren su disolución, y al mismo tiempo se esfuerzan en conocer mejor y profundizar los perdidos valores culturales de Occidente, a cuya elaboración han contribuido algunos de estos pueblos —y por esto seria también una toma de conciencia de si mismos— podrían ser ellos, aunque les costase la renuncia consciente y madura a algunas comodidades, los allanadores del terreno que lleven a nueva luz al Occidente verdadero; heredarlo y, sobre el fundamento de las tradiciones, dar lugar a nuevas culturas, que no serian occidentales, del mismo modo que las europeas, a través de la asimilación cristiana, en los primeros siglos, de la Hélade y de la Romanidad, no fueron, desde el siglo IX al Renacimiento, griegas ni romanas. No se trata de asimilarse al Occidente o de dejarse asimilar por él, sino más bien de asimilar al Occidente redescubierto para un nuevo ciclo cultural, trabajo profundo que les permitiría, atravesando el Occidentalismo sin dejarse arrollar por él, recuperar toda la aportación técnico-industrial, hoy ciegamente maniobrada por el Occidentalismo mismo que la ha producido, en una verdadera cultura bajo el signo de la inteligencia. Y creo que Iberoamérica podría ponerse a la vanguardia de este movimiento en vez de dejarse llevar por el castrismo-guevarismo o por el kennedismo, dos caras de la misma medalla, que hay que fundir para huir de la corrupción. Pero, repito, antes es preciso que no se dejen «comprar» por el Occidentalismo, por su otomanismo: destrucción de la cultura sin capacidad de crear una nueva y con la presunción y la manía de conquistar el mundo, como hizo el Imperio otomano, y, por consiguiente, adulteración de cuanto de positivo le es propio.
De revolución en revolución desde el siglo jera en adelante; y el contagio se ha propagado con la difusión del Occidentalismo: cada revolución, una herrumbrosa cadena lustrada con sangre, una vieja opresión para nuevos esclavos. «Ayer existía el zar y existían los esclavos; hoy no existe el zar y han quedado los esclavos... Hemos atravesado la época de la opresión de las masas; atravesamos la época de la opresión de la personalidad en nombre de las masas; el mañana traerá la liberación de la personalidad en nombre del hombre». Así Zamiatin. Para este mañana, que cada uno haga su obediencia sin perderse en el cómodo triunfalismo utópico del bien, ya que el mal y el sufrimiento pertenecen a la naturaleza humana, y la estupidez ha estado, está y estará manos a la obra; sin olvidar jamás que el progreso social no es todo, y es nada (niente) si no mira al perfeccionamiento del individuo singular (singólo) y de la comunidad, que es el fin del progreso mismo; pero este mañana será todavía un mañana de nuevos esclavos si se quiere la liberación sólo a base de hechos y de cálculos y no sobre el fundamento del ser, sólo en nombre del hombre y no en nombre de Dios, que es la salvación del hombre. El Occidentalismo ya no comprende este lenguaje filosófico, moral y religioso; lo ridiculiza estúpidamente: ya no tiene un porvenir histórico, sino el de arrastrarse brillando; sólo después de la intervención del sepulturero providencial para el enterramiento del lujoso cadáver junto al orgiástico carro europeo y al brillantísimo y tosco cochero estadounidense, se podrá volver a hablar del Occidente, no importa en qué parte de la tierra.
La difusión de la cultura helenística a través de tres períodos —alejandrino, romano, bizantino— abraza un arco de casi ocho siglos y, desde la muerte de Augusto, viene a coincidir con el Romanismo, corrupción de los valores de la Romanidad. Ya el tipo de educación o de cultura delineado por Quitiliano en el siglo I d.c, en la Institutio oratoria, está fuera del tiempo —los valores culturales tienden a la mera erudición—; la obra lleva los signos de la «decadencia» de la Romanidad, a la que sigue la «corrupción» o la asunción de la decadencia misma como progreso; de aquí el rechazo de los valores de la tradición, acompañado del optimismo por falta de conciencia de la corrupción; la decadencia, en cambio, es pesimista y deplora los valores perdidos; se destroza, y a la vez se consuela, en su nostalgia. En la cultura romana no penetra la Héiade auténtica, aunque se conocen sus autores, sino que, con la conquista de Grecia, se difunde el Helenismo, que provoca el Romanismo, la decadencia y la corrupción lenta de la Romanidad, comenzada con Tiberio; Roma helenizada, «romanística» y ya no romana, difunde con sus conquistas esta cultura y no la de la Hélade y de la Romanidad auténtica, cultura que, poco a poco, se hace cada vez más imitativa y escasamente creativa.
Pero bajo Augusto nace Cristo; nace cuando el logos humano está ofuscado, pero, bajo la ofuscación, ya maduro desde hace tiempo. El Romanismo helenístico continuará su expansión englobando pueblos en sus estructuras, proceso que favorecerá la difusión del Mensaje; pero con Cristo comienza su disolución hasta el enterramiento del cadáver —de donde la oposición tenaz e implacable en todos los frentes al Cristianismo. Los valores de la Hélade y de la Romanidad renacen en una nueva cultura creadora, la que va de Carlo-magno al Renacimiento: el Occidente. Con Agustín, aunque de formación helenlstico-romanistica, de espíritu cristiano-helénico-romano, comienza, en el momento en que Helenismo y Romanismo van hacia la descomposición sin ni siquiera ya el brinco de la decadencia incluso por el «vigor» destructivo con que los bárbaros le asaltan sin dejarse corromper por ella, comienza, repito, el renacimiento del logos, del «principio de verdad» y de los valores de la Hélade y de la Romanidad; pero la tarea es lenta: cuanto más vigorosas y creativas han sido las civilizaciones, tanto más largo es el tiempo para consumar hasta el fondo su corrupción. A través de siglos oscuros —pero si las invasiones no hubieran destruido el obstáculo de la corrupción helenlstico-romanistica no hubiera existido la condición para la silenciosa elevación—, nace una nueva cultura; en efecto, a la corrupción de una civilización, y al hundimiento de una cultura, antes del renacimiento, sigue siempre un período oscuro de gestación. En el momento mismo en que el Cristianismo va venciendo al Romanismo helenístico, se sirve, por un lado, de la potencia de expansión de este último y, por otro, de su desgaste por obra de los bárbaros, vitalidad no corrompida: las civilizaciones corrompidas sirven para favorecer, contra sí mismas, el renacimiento en una nueva cultura de los valores de que han renegado y con ellos también de las aportaciones que han hecho; pero la corrupción continuaría nutriéndose de sí misma si fuerzas frescas y vírgenes no la vencieran.
Las épocas de corrupción brillan: casi siempre coinciden con la potencia militar, política, burocrática, y con la expansión económica; se dedican a apremiantes y frenéticas reformas de «estructuras» y a construir siempre cosas nuevas, confiadas en que basta cambiar los andamiajes para que cambien también las disposiciones interiores: están extinguidas y parece que estallan de vida; y existe la vida, pero sólo «material», dirigida a la posesión, a la expansión incluso violenta, al placer, al desenfreno, al lujo y a la orgía, casi como una mujer en el ocaso de la madurez: se lanza, «bella figura» aún, a la aventura exaltante; pero la juventud está muerta, y la madurez va muriendo. Roma imperial brilla, se expande y reforma, pero la Romanidad ya está perdida; después, los bárbaros y las otras fuerzas entierran el Romanismo, y el trabajo dura hasta el siglo rx.
El Occidente en pleno siglo xvii brilla con la potencia inglesa, pero con Francisco Bacon se huele ya lo dulzarrón del Occidentalismo. La época de deshoj amiento —y después, a través de fases de decadencia, de corrupción de una civilización— comienza casi siempre por la potencia político-económico-militar de una Nación dirigida a prevalentes o exclusivos fines de «organización» para la felicidad terrena, y concluye su proceso corruptivo con otra potencia del mismo tipo: en el momento en que comienza la pérdida de los valores de Occidente, el proceso expansivo de Inglaterra, contrastado por la España de Felipe II, otro síntoma de Occidentalismo —dominio sobre el mundo en nombre de Dios— o de contaminación, contraatacado por la mística, del Catolicismo en el terreno histórico. Este primer oscurecimiento de la inteligencia alcanza su cumbre con el Iluminismo, que celebra su triunfo en la revolución francesa y en empresas de potencia, de «grandeur» de Europa; en el Iluminismo tienen su origen también la independencia y la constitución de los Estados Unidos de América, la potencia que sustituirá a la inglesa y a las otras de la Europa continental. Se sigue que los Estados Unidos, que asimilan y expanden a su vez la civilización preiluminística e iluminística difundida por la potencia inglesa, jamás han sido Occidente, ni jamás han asimilado y difundido sus valores, al igual que la Roma imperial, que no difundió la Romanidad ni la Hélade, sino el Romanismo helenístico; en efecto, cuando nacieron, el Occidente estaba ya oscurecido y maduro el Occidentalismo, que, por lo tanto, no podía dejar de encontrar en ellos la punta avanzada de la corrupción y la potencia político-militar-económica, que concluirá probablemente su proceso cuando nuevos azadones vuelvan a sacar a la luz los valores occidentales soterrados.
El Occidentalismo ya no tiene nada que enseñar ni exportar, excepto técnica y bienestar, datos, números, cálculos, robots, computadoras y corrupción: no tiene para exportar valores morales, religiosos y estéticos, ni siquiera sociales, políticos y jurídicos, a los que en su totalidad ha adulterado y perdido; lo que declara en las fronteras como «occidental», etiqueta para engañar a los funcionarios de aduanas, es mercancía deteriorada, de baja calidad. Incluso el bienestar y sus bizantinos inventos técnicos los produce y exporta no para dar al alma de los suyos y de los otros pueblos las condiciones de vida, sino a costa del alma, que odia en si mismo y en los otros; lo poco de verdadera cultura que todavía resiste, lo sofoca, para que no ejerza ninguna influencia ni eche a perder la orgia de la producción y del consumo, fin de si mismos. Los pueblos que miran al Occidente con la esperanza de ayudas o remedios a su hambre y a sus mil tribulaciones deberán percatarse de que dirigen sus ojos al Occidentalismo avaro, mercader de todo, que todo lo ha reducido a mercancía, al solo principio apetitivo, para decirlo todavía con Platón, y, por consiguiente, es incapaz de valentía y está dispuesto a servirse de armas mortíferas. Su alma, ya sólo intrigante, no tiene escrúpulos, calcula incluso la caridad y especula con el hambre: la egoidad por odio es taimada, astuta, sanguinaria. La pretendida industrialización del llamado «tercer mundo» o de los países subdesarrollados —necia soberbia del que, sin ser primero ni segundo, no es ya siquiera un "mundo", y es zona de creciente subdesarrollo intelectual y espiritual— no tiene, como predica el Occidentalismo, el fin de ayudar a los pueblos a alcanzar una condición humana de vida, sino que se sirve —nueva forma de colonialismo— de esta «operación» para hacer buenos negocios en nuevos mercados; y, sobre todo, arrolladas con la barbarie industrializada las culturas locales, para desarraigar aquellos pueblos de sus tradiciones, a fin de que no germinen, violencia que facilita la venta de los productos «culturales» del Occidentalismo. Así, oscurecido cualquier otro ideal que no sea el del bienestar, monopolio de la industria, la corrupción occidentalística puede penetrar con seguridad antes de que nazca una cultura nueva, quizá heredera del Occidente y su renacimiento: es conjurado el peligro de que la inteligencia pueda amenazar el férreo control ejercido por la tecnocracia a través de la Organización mundial tecnológica sobre la «masa universal».
Estas consideraciones nos permiten poner en evidencia otro equívoco: muchos pueblos son hostiles al Occidente porque, habiéndolo conocido, han sufrido su opresión; pero desde el siglo XVII en adelante, los europeos primero y los norteamericanos después, no han exportado, con la connivencia desgraciada y frecuente de las misiones religiosas cristianas, con sus conquistas coloniales patentes o enmascaradas, los valores y el alma de Occidente, sino el Occidentalismo; no la inteligencia occidental —y donde es inteligencia el vínculo humano es de alteridad por amor—, sino la rapaz estupidez occidentalística, gobernada por la egoidad por odio, humanitaria en regalar alguna escuela, hospital, carretera, para consolidar dominios; humanitarísima y o tolerante» hoy, para facilitar la invasión de sus productos; pero el revés de la muy decorativa medalla del humanitarismo es la violencia en todos los sentidos, principalmente sobre el espíritu, por ausencia de verdadera humanidad. Estos pueblos, en el fondo, no han conocido y no conocen al Occidente: en la medida en que, por necesidad de vida, se dejan invadir por el Occidentalismo o por el neocolonialismo, contribuyen a engrasar el cadáver y a dejar más lejos en el exilio al Occidente, truecan su alma por el bienestar a cuentagotas, corren el peligro, como las clases desheredadas de todos los tiempos, de llegar a ser estúpidos por imposición. Si, en cambio, defienden sus tradiciones culturales y resisten al Occidentalismo de modo que aceleren su disolución, y al mismo tiempo se esfuerzan en conocer mejor y profundizar los perdidos valores culturales de Occidente, a cuya elaboración han contribuido algunos de estos pueblos —y por esto seria también una toma de conciencia de si mismos— podrían ser ellos, aunque les costase la renuncia consciente y madura a algunas comodidades, los allanadores del terreno que lleven a nueva luz al Occidente verdadero; heredarlo y, sobre el fundamento de las tradiciones, dar lugar a nuevas culturas, que no serian occidentales, del mismo modo que las europeas, a través de la asimilación cristiana, en los primeros siglos, de la Hélade y de la Romanidad, no fueron, desde el siglo IX al Renacimiento, griegas ni romanas. No se trata de asimilarse al Occidente o de dejarse asimilar por él, sino más bien de asimilar al Occidente redescubierto para un nuevo ciclo cultural, trabajo profundo que les permitiría, atravesando el Occidentalismo sin dejarse arrollar por él, recuperar toda la aportación técnico-industrial, hoy ciegamente maniobrada por el Occidentalismo mismo que la ha producido, en una verdadera cultura bajo el signo de la inteligencia. Y creo que Iberoamérica podría ponerse a la vanguardia de este movimiento en vez de dejarse llevar por el castrismo-guevarismo o por el kennedismo, dos caras de la misma medalla, que hay que fundir para huir de la corrupción. Pero, repito, antes es preciso que no se dejen «comprar» por el Occidentalismo, por su otomanismo: destrucción de la cultura sin capacidad de crear una nueva y con la presunción y la manía de conquistar el mundo, como hizo el Imperio otomano, y, por consiguiente, adulteración de cuanto de positivo le es propio.
De revolución en revolución desde el siglo jera en adelante; y el contagio se ha propagado con la difusión del Occidentalismo: cada revolución, una herrumbrosa cadena lustrada con sangre, una vieja opresión para nuevos esclavos. «Ayer existía el zar y existían los esclavos; hoy no existe el zar y han quedado los esclavos... Hemos atravesado la época de la opresión de las masas; atravesamos la época de la opresión de la personalidad en nombre de las masas; el mañana traerá la liberación de la personalidad en nombre del hombre». Así Zamiatin. Para este mañana, que cada uno haga su obediencia sin perderse en el cómodo triunfalismo utópico del bien, ya que el mal y el sufrimiento pertenecen a la naturaleza humana, y la estupidez ha estado, está y estará manos a la obra; sin olvidar jamás que el progreso social no es todo, y es nada (niente) si no mira al perfeccionamiento del individuo singular (singólo) y de la comunidad, que es el fin del progreso mismo; pero este mañana será todavía un mañana de nuevos esclavos si se quiere la liberación sólo a base de hechos y de cálculos y no sobre el fundamento del ser, sólo en nombre del hombre y no en nombre de Dios, que es la salvación del hombre. El Occidentalismo ya no comprende este lenguaje filosófico, moral y religioso; lo ridiculiza estúpidamente: ya no tiene un porvenir histórico, sino el de arrastrarse brillando; sólo después de la intervención del sepulturero providencial para el enterramiento del lujoso cadáver junto al orgiástico carro europeo y al brillantísimo y tosco cochero estadounidense, se podrá volver a hablar del Occidente, no importa en qué parte de la tierra.
Capitulos anteriores:
martes, 1 de mayo de 2012
Territorios del Arte Contemporáneo # 27
Arte del Cuerpo
..un recorrido sonoro a través de los Territorios del Arte del Cuerpo..
El término Body Art nació como una noción determinada para denominar un tipo exclusivo de comportamiento artístico, que se concibe como un género artístico o una disciplina en el sentido en el que puede serlo la pintura o la escultura. La principal diferencia entre el Body Art y el arte tradicional es el trabajo en el espacio real con el cuerpo real.
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