Seguir leyendo... Otra alarma la suscitó en el Occidentalismo el anuncio del Concilio Vaticano II; entró inmediatamente en guerra durante y después de su desarrollo: por un lado, nuevo temor por el impulso renovador respecto a la revigorización de la fe; por otro, nueva y más vigorosa ofensiva (el temor al comunismo había disminuido mucho) para desnaturalizarlo, para convertirlo en instrumento de liquidación de la fe misma, y de reducción primero, y de destrucción después, de la Iglesia Católica. En otros términos, forzar la mano a fin de que la renovación de las llamadas estructuras se convirtiese en una subversión tal que atacase a las mismas verdades reveladas; impedir el despertar de la fe dentro de la sociedad del bienestar, que la transformaría de ñn último en simple condición; hace pasar por verdadero mensaje cristiano, revelador de la «nueva fe», las tablas redactadas por la comisión mixta de tecnócratas, marxistas y freudianos con el auxilio fervoroso de cristianos católicos y, variablemente, protestantes o disidente. El tema de la lograda «madurez» del hombre moderno, en la versión iluminística actualizada durante todo el siglo pasado y el nuestro, ha vuelto a cobrar plena actualidad: reconquista de los poderes de la razón, alienados en Dios, de modo que se sustituya el dañoso prejuicio de la Providencia por el benéfico orden racional, descubierto y dominado por el hombre o impuesto por éste a la naturaleza para dominarla; rescate del trabajo alienado en el amo-explotador, y capacidad del hombre, una vez despertada y madurada la conciencia social, de construir por sí un orden perfecto de justicia, que antes alienaba en un Dios amo y tirano, invención del hombre mismo, explotada por las clases pudientes y dirigentes para conservar privilegios e injusticias; conciencia totalmente desplegada de la potencia de los medios cognoscitivos y operativos, que, gracias al desarrollo irresistible de la ciencia y de la técnica, hacen al hombre cada día más autónomo y autosuficiente. Llegados a este punto, no se trata sólo de racionalizar la fe (religión natural que se remonta a la antigua Gnosis), de «purificarla» de lo sobrenatural, del misterio y de toda profundidad mística y ascética, sino de firmar el destierro o la defunción de la religión entendida como el conjunto de vínculos del hombre con Dios, para sustituirla por la socialidad o el conjunto de las relaciones de los hombres entre sí; no se tiende a difundir el ateísmo, sino a eliminar también éste, incompatible, igual que la afirmación de Dios, con la sociedad humana universal y autosuficiente por evolución hasta la cumbre de su madurez.
Como hemos dicho, la sociedad del bienestar fin de sí misma —al grito de «caza al ladrón», que es Dios, «y a sus encubridores», que son la «Ecclesia»— tiene una sola chance que imponer, la misma que el Occidentalismo ha comenzado a jugar desde su nacimiento: ideal común a la humanidad en él unificada es precisamente este tipo de sociedad, no ya una utopía, sino una realidad que cada día se va rápidamente realizando y se realizará del todo, cuando el plan tecnológico y los cuadros tecnocráticos sean perfectamente funcionales. En este programa, que ni siquiera es una ideo* logia, no se tienen en cuenta los limites del hombre, siendo él el producto de la pérdida del limite por el oscurecimiento de la inteligencia; no se atienden las contradicciones profundas internas al programa mismo por el hecho de que en la ausencia del principio dialéctico no se pueden ver: se afirma y se impone infaliblemente que la sociedad del bienestar es la felicidad esperada desde el antropoide al hombre de hoy y al fin inminente, sin reflexionar que lo «perfetísimo es al eterno o no será nunca, ya que, precisamente por perfectísimo, no puede ser el fruto del devenir o de la evolución. Reducidos todos los valores a los productivos de la sociedad del bienestar liberada de todos los tabúes morales y religiosos, y puesta ésta como el óptimúm de la felicidad y la completa liberación de la humanidad, es inevitable el odio contra todo lo que de cualquier modo se le oponga; y el mensaje de Cristo, del Dios viviente, depósito de la Iglesia católica, es el opositor más irreducible. De aquí el plan de reducción del Cristianismo a la «madurez» del hombre moderno: un «nuevo cristianismo» aceptable por el adulto, de crecimiento acelerado por la técnica, por la ciencia y por las varias democracias liberales y progresistas. Todo el Occidentalismo, interno a la Iglesia católica y a las protestantes, ha puesto manos a la obra a nivel de periodistas, curas, frailes y laicos, como a nivel de teólogos, obispos e incluso cardenales, para hacer comprensible el mensaje de Cristo al hombre que se ha hecho adulto y está, por consiguiente, lleno de legitimas pretensiones. Juan XXIII había aconsejado a los Padres conciliares «no imponer nuevas doctrinas, no formular nuevos dogmas, sino hablar de la fe de modo nuevo y lúcido al hombre de hoy, con sus palabras y con su modo de pensar», óptimo consejo: hablar de la fe al hombre de hoy con sus palabras, dejando sin cambiar e inmutables la fe y su contenido dogmático. Pero no; no sólo se ha atacado a la teología «romana», desde la divinidad de Cristo a la infalibilidad y al Primado del Papa, sino que el lenguaje teológico ha sido traducido en términos de democracia, de sociología, de tecnología: cada Iglesia, la de Holanda, la de Alemania e incluso la de un pueblo, se ha sentido guía de «transformaciones» conciliares, en lugar y hasta en contra de Roma, con el apoyo de este o de aquel grupo y de todas las fuerzas laicistas de las dos sociedades impías, según las cuales una Iglesia al compás de los tiempos debe transformarse en una especie de «rotary» presidido por el Papa, en que cada uno exponga sus opiniones y haga un poco de bien . ¿Y qué es lo que el hombre de hoy, «madurado» por el progreso, no comprende del mensaje de Cristo? El hombre tal y como lo ha hecho el Occidentalismo culminante en la tecnológica sociedad del bienestar, no comprende absolutamente nada, porque se le ha oscurecido la inteligencia; no comprende, porque se ha puesto o ha sido puesto en la situación de no comprender, en el estado de estupidez, necesario para que pueda aceptar o creer como verdad infalible, o al menos contó esperanza fundada, el mito del progreso infinito como su propia felicidad y cumplimiento, optimismo infantil por debajo de toda madurez, favorecido y explotado por la malicia de quien detenta el poder y quiere aumentarlo y extenderlo. De ello se sigue que, para que pueda comprender, es necesario restituirlo a su inteligencia, hacer que vuelva a «pensar», obrar el milagro de hacerle «ver»; pero no se obran milagros sin fe viva, sin permanecer «fieles» al auténtico mensaje de Cristo.
En pocas palabras, volver a dar al hombre de hoy el ojo de la mente o el logos humano, y ayudarle a abrir el ojo de la fe al Logos revelado; y no se comprende este último sin el otro, sin el principio de verdad, el único que hace creer como hombres, es decir, como seres pensantes y libres, y no por ciego fideísmo, que puede engendrar incluso la rebelión contra una fe irracional o puramente animal, que mortifica e incluso frustra. En cambio, se acepta el hombre de hoy tal cual es, y con él todo el Occidentalismo, más bien se le anima a avanzar, y se nos plantea el problema de cómo hacer aceptable a tal hombre el mensaje cristiano. El «cómo» es inevitable: diluyendo el Cristianismo en aguas contaminadas, corrompiéndolo de modo que sea aceptado por los corrompidos. ¿Cómo se puede hacer aceptar la virtud a un vicioso que se deja tal cual es y se le anima al vicio, sino corrompiendo la virtud o, si se quiere, elevando al rango de virtud el vicio y mandando a paseo a esa aburrida de agrio rostro? Pero esto es un círculo «vicioso» incluso en el sentido moral, unido a una carencia de conciencia religiosa; dice claro que quien se presta a la operación de aceptabilidad del cristianismo en estas condiciones ya ha aceptado su adulteración hasta la negación; no es un cristiano que quiere «atravesar» con todo el sufrimiento y el empeño exigidos la sociedad nueva para hacer operante en ella la Palabra de Cristo y restituir tal sociedad a sus límites o a la inteligencia de sí misma, sino un colaborador activo del sistema materialístico-tecnocrático, que contribuye a corromper al Cristianismo y a cualquier religión hasta su identificación con el programa del Occidentalismo. En efecto, dado que la sociedad del bienestar no comprende ni acepta el dogma del pecado original, en conflicto con el evolucionismo histórico y con el seguro mañana de felicidad, no se hable de él o háblese de modo que no resulte chocante; dado que ha llegado a ser «madura», póngase el acento sobre Cristo-hombre o, mejor dicho, dígasele que, en el fondo, su divinidad no es necesaria para ser cristianos, y exilíense los ángeles, sin lugar en la sociedad de hoy; dado que la virginidad no es apreciada como en el pasado y ya no se cree en ciertas «fábulas», entiéndase el artículo de fe «nacido de María Virgen» en el sentido de que el nacimiento de Cristo, superior a la posibilidad de José y de cualquier hombre, es un fruto de la Gracia; dado que la vida ascética y de mortificación, la oración personal y la contemplación —la primera, como tal, siempre comunitaria, y la segunda, capaz de una actividad que los activistas ni sueñan— han perecido ya a causa del cambio de las costumbres, sean perseguidas como imposiciones autoritarias de la religión y de la moral represivas. En pocas palabras: puesto que la sociedad del bienestar es radicalmente impía y arreligiosa, interpretemos el Cristianismo de modo que ella, avanzando en su impiedad, tenga también el confort de considerarse todavía cristiana, en vez de despertarla de su estupidez trocada por madurez y de restituirla a la verdadera fe, a fin de que el bienestar pueda ser de verdad un bien y no su corrupción y su muerte espiritual.
Y así se elaboran catecismos que ponen en duda o niegan todo lo que el hombre de hoy no comprende —no por maduro, sino por ofuscado y corrompido—, y lo que no comprende es la vida auténticamente religiosa y moral, lo sobrenatural y la vida eterna; no se pierda tiempo a hacérselas comprender, sino manipúlense con el lenguaje de la sociología, de la política, de la técnica, de la economía (completa democracia), para una completa desacralización presentada como la nueva religión del porvenir, en que sólo pueden creer quienes niegan la Revelación, aceptada la cual, toda la historia humana es siempre nueva y contemporánea. De aquí el profetismo y el mesianismo seculares, la ostentación de la «espera» inminente («la espera como fraude», escribe Zola), del reino terrestre, donde el mal no' será ni siquiera un recuerdo, porque todo será lícito a todos —«si Dios no existe, todo es lícito», escribe Dostoievski— y nada será pecado. Pero la «inocencia» que se promete no es el fruto de una purificación interior, de la liberación del mal, el precio de la ascesis; al contrario, es una «pureza» que coincide con la pérdida de la conciencia moral, de modo que lo que era servidumbre del vicio y del pecado se haga libertad en el vicio y en el pecado. No se trata de hacerse «niños» para ser más sabios que Salomón, sino de hacerse «grandes», desde la primera adolescencia, a fin de ser libres para seguir todos los instintos y vicios predilectos, realizar la libertad sexual y con ella la felicidad, y continuar dejándose seducir por las máscaras a que se tiene afecto. La purificación y la ascesis, alto precio, son instrumentos del Dios muerto, tirano cruel, y de sus secuaces, carceleros espirituales, enemigos de todo sentimiento humanitario, al que es reducida la caridad cristiana, lo único que hace a todos bienaventurados.
Éste es el nuevo apocalipsis secular e impío, que ni siquiera tiene ya la máscara religiosa: renovación de la humanidad sin purificación, simplemente a través de la Organización tecnológica universal, que proporcionará los medios para todas las satisfacciones. En efecto, los nuevos «cataros» quieren que la Iglesia torne a la pureza de los tiempos apostólicos, y a la vez reclaman el máximo de indulgencia y de laxismo para todas las «libertades» de la sociedad de los consumos; protestan contra la actitud «servil» de la Iglesia respecto a regímenes totalitarios de derecha sobre todo si es en países católicos, pero le quieren imponer que dé su bendición al socialismo tecnológico y a la tecnocracia socialista, a las dos sociedades impías; gritan contra la «riqueza» de la Iglesia, y ansian ahogarse en la opulencia. De este nuevo mesianismo se sigue que lo que hay de divino o por divinizar no está en el pasado de las viejas religiones, todas ellas malas o al menos muy imperfectas, sino, a través de un presente siempre en transformación y proyectado hacia delante, en el porvenir garantizado por la organización industrial y social; pues todo lo que del Cristianismo y del Catolicismo no soporta una relectura según el dictado de la sociedad del bienestar es prejuicio, superstición, ignorancia. Naturalmente, como hemos apuntado, también el comunismo y el marxismo en cada una de sus formas deben reducirse a esta perspectiva; de aquí los dos más recientes slogans de la sociedad tecnocrática: un «comunismo de rostro humano», sometido a ella dócilmente, sin veleidades revolucionarias, todavía «religiosas» y «dogmáticas», perturbadoras de la Organización mundial o de todos los mercados, y «elección de civilización» o «de cultura», contrapuesta violentamente a aquellas formas de comunismo que se le oponen, como si el Occidentalismo, después de haber perdido al Occidente, tuviese todavía una cultura o civilización a cuya elección pudiera invitar, y no sólo una civilización degradada. Esto no es siquiera «satanismo», como alquien ha escrito, o el hombre que remeda como un simio a Satanás, que trata de remedar a Dios queriendo ser como el; es el hombre simio de sí mismo, el hombre del nihilismo. Los secuaces de Saint-Simon asignaban a Cristo —como hoy algunos de los continuadores de aquéllos— un puesto de honor en la nueva Organización mundial: «Moisés prometió a los hombres la fraternidad universal; Jesucristo la preparó; Saint-Simon la realiza». Desde entonces el nombre de Saint-Simon ha sido sustituido por más de un pretendiente: Marx, Lenin, Stalin, Kennedy, etc.; el de Moisés, la antigua Ley, y el de Cristo, la Ley nueva, se mantienen firmes, son insustituibles. Y es esto lo que cuenta para la inteligencia; el tercer nombre es confiado a la propaganda de la estupidez.
Capitulos anteriores:
- La inteligencia y el límite