Imágenes románticas de la desesperación
...El naufragio, uno de los temas más frecuentes y populares de la pintura y literatura de los siglos XVIII y XIX, ha sido sin embargo , escasamente estudiado.
Si la expresión de lo sublime dinámico se vincula al movimiento eterno del mar, y su furia se desencadena mediante las olas que, durante la tempestad, hacen peligrar la vida de los hombres aventurados en una travesía siempre incierta, el mar que comienza a dejar de serlo cuando el frío transforma su naturaleza líquida y lo solidifica en placas heladas puede también, en su aterrador inmovilidad, desatar una violenta fuerza destructiva. Aunque el mar helado no es citado por Kant, precisamente porque posee el dinamismo que es común a las manifestaciones de la naturaleza que propone como ejemplos, los pintores del Romanticismo, sin embargo, ofrecen excelentes testimonios plásticos del efecto sublime, que el hielo y la nieve en el mar producen en el espectador.
En la obra de Friedrich es frecuente la presencia de barcos emergiendo de entre la niebla, coloreados por la luz del atardecer, en el puerto, varados en la orilla o, frecuentemente, navegando por un mar que, al fondo, es contemplado por figuras que dan la espalda al espectador. La relación de estas naves con los personajes pintados, con los que suelen coincidir numéricamente, es estrecha en la medida en que actúan como metáfora de su vida. El mar se convierte en la expresión del tiempo y a través de él se desplaza, como los barcos, la existencia del hombre. El ejemplo más significativo es el lienzo titulado Las edades de la vida, en el que cinco personajes de diferentes edades se relacionan simbólicamente con cinco buques de vela. Él mismo se representó con su mujer en la proa de un barco que se dirige hacia una ciudad ideal en El velero de 1818, que alude a la travesía conyugal que realizarían juntos.
No se trata como es bien sabido, y menos aún en el caso de Friedrich, de reflejar una realidad vista; de hecho, el pintor aleman reclamaba la mirada interior como único modo de conectar al hombre con el mundo:
Cierra tu ojo corporal, para que veas primero tu pintura con el o del espíritu. Entonces, deja salir a la luz lo que viste en la oscuridad, para que pueda ejercer su efecto sobre los otros, del exterior al interior. Seguir leyendo...
La idea del viaje marítimo como símbolo de la vida, por que tiene de inesperado, por mi desarrollo en el tiempo y por posibilidad de su brusca interrupción, es un tema especialmente atractivo para los pintores del Romanticismo. Son relativamente frecuentes los finales en un mar tempestuoso pero, si cabe, puede resultar aún más intensamente dramáticos los que suponen la lenta agonía que provoca el hielo que cierra definitivamente el paso. En estos casos, el silencio parece dominar la escena, como si la muerte se anticipara a cualquier posible rescate.
Hacia 1823, Caspar David Friedrich realiza el óleo Mar glaciar que hoy se exhibe en la Kunsthalle de Hamburgo. Una imponente masa compuesta por bloques de hielo fracturados, que ascienden diagonalmente hacia el ciclo, sólo deja entrever, aprisionados, algunos restos del barco. El palo de mesana que se alzara en la popa, ahora apenas visible, adopta la misma inclinación que las placas heladas más próximas. Se trata de la segunda versión que hizo sobre el mismo tema, ya que un año antes pintó otro lienzo perdido en 1869. Aunque en esta obra la mano del pintor se presenta de un modo más explícito de lo habitual, no por ello abandona su factura minuciosa, resultado del uso de finísimos pinceles y de un barnizado final transparente que trasluce una sensación de inmaterialidad acorde con el profundo espintualismo que domina toda su producción. Para Friedrich «el pintor no debe pintar meramente lo que ve ante sí sino lo que ve en sí»; por ello, «un cuadro no ha de ser pintado, sino sentido».
Posiblemente se inspiró en una obra de Johann Carl Enslen sobre la expedición de William Edward Parry destinada a descubrir el paso del noroeste entre el Atlántico y el Pacífico, expuesta en Dresde en 1822. Asimismo se suele señalar la propia experiencia del pintor ante el río Elba, helado dos inviernos antes. No obstante, la fuente de inspiración cede en importancia frente a los valores puramente plásticos de la composición y la riqueza polisémica que encierra esta pintura.
Las interpretaciones que de ella se han hecho son múltiples, y si algunos ven en el barco naufragado una metáfora de la crisis social y política de Alemania, otros centran sus comentarios en la sobrecogedora impresión de desamparo, soledad y muerte que despierta en el espectador.
El barco destrozado por el hielo y sumergiéndose en el agua supone el cumplimiento de la inextricable voluntad divina, que parece manifestarse aún a través de la luz que se vislumbra entre las nubes en el centro superior de la composición. De algún modo, la sacralidad del silencio se hace presente a través de esta obra, en la que la imaginación ha inducido al artista a penetrar en enigma, a situarse frente al misterio. La exploración del paisaje se ha convertido en una aventura interior.
En todo caso, es el final insoportablemente trágico del viaje en un escenario de absoluta desolación, del que ha desaparecido cualquier rastro de vida. Simboliza por tanto el fracaso de la vanidad.
Burke relacionaba lo sublime con las grandes carencias. Entre ellas, aparte de la oscuridad, se encontraban la soledad, el vacío y el silencio. Son carencias, porque en ellas no hay referencia posible: no existe el límite de la soledad, ni el del silencio. La impresión que genera la obra de Friedrich, actuando sobre el intelecto, conmociona la sensibilidad porque manifiesta algo que excede toda idea por proporción; porque supera "la medida" que caracteriza la belleza clásica, o mejor, muestra la idea acerca de la belleza.
La historia que nos narra, absoluta y contradictoriamente atemporal en cuanto ficticia, se inspire o no en un hecho real, se ha paralizado en la imagen que nos ofrece el pintor, pero podemos imaginar cómo la potencia lenta y sobrecogedora del frío hielo terminará por sepultar bajo los bloques fragmentados los últimos vestigios de una nave que condujo la osadía humana.
La obra de Friedrich puede servir para ilustrar la distinción romántica establecida por Schiller entre lo ingenuo y lo sentimental. Si el primer término se refiere a una relación inmediata entre el artista y la naturaleza, es decir, la propia de quien forma un todo con ella, lo sentimental alude a un esfuerzo, cuando el hombre se ha vuelto artificial, por recuperar ese estado natural. La relación con la naturaleza, reflexiva y distanciada, es la de quien pretende alcanzar de nuevo una unidad que le permita superar ese estado de alineación. El artísta clásico es ingénuo, el romántico es sentimental.
En su Educación estética del hombre en una serie de cartas escribe Schiller:
Mientras el hombre, en su primer estado físico, acoge el mundo sensible por modo meramente pasivo, limitándose a sentirlo, forma todavía un todo con el mundo; y por lo mismo que él es mundo, no hay en realidad mundo para él. Sólo cuando, en el estado estético, coloca el mundo fuera, es decir, lo contempla, sólo entonces separa de él su personalidad, y entonces se le aparece un mundo, precisamente porque ha dejado de formar un todo con él.
Y es ese carácter reflexivo el que se observa de modo muy especial en el naufragio helado del pintor nórdico.
Cuando el escultor David d'Angers define en 1834 a Friedrich como el artista que ha sabido descubrir Y es ese carácter reflexivo el que se observa de modo muy especial en el naufragio helado del pintor nórdico.
Cuando el escultor David d'Angers define en 1834 a Friedrich como el artista que ha sabido descubrir «la tragedia del paisaje», no se refiere a lo catastrófico o luctuoso, sino que más bien contempla lo trágico como «fluidificación de los confines entre el hombre y la naturaleza, entre lo divino, humano y natural, entre lo salvaje y lo civilizado [...]. El descubrimiento del hombre se sitúa entonces en una paradoja, en una duplicidad trágica, en un exceso profanatorio que, como veremos, se convertirá en la cifra de todo el Romanticismo».
Años después, en 1841, Francois Auguste Biard pinta la sobrecogedora Vista de la península de las tumbas al norte de las Spitzberg lifecto de aurora boreal. La zona había sido objeto de numerosas expediciones científicas desde su descubrimiento por marinos holandeses a finales del XVI. En una de ellas, realizada en 1795, participaría el futuro rey Luis Felipe de Orleans, quien, po cierto, haría que el Estado adquiriera este cuadro para su colección (hoy en el Museo del Louvre). Biard fue un viajero impenitente que, conoció Brasil y Oriente Medio, aunque el motivo de inspiración de este sorprendente paisaje esta en un viaje a Laponia en el Recherche, navío en el que se embarcó a instancias de su amante, que también lo sería de Víctor Hugo, Léonie d'Aunet. La expedición, iniciada en 1838, se prolongó todo el año siguiente, y el pintor, que no ejercía de dibujante oficial, hubo de financiarse el viaje.
A la costa nevada han llegado algunos supervivientes de un naufragio. La orilla, en este caso, no resulta un refugio consolador, no supone la salvación sino una prolongación de la agonía, y pese a que toda esperanza es vana, los náufragos han agotado sus últimas fuerzas para finalmente morir en la nieve.
El desamparo que viven quienes sufren el naufragio del barco que les conducía hacia una vida mejor o hacia el conocimiento, es decir, de algún modo hacia la felicidad, en este caso llega a la más extrema de sus expresiones.
Algunos de los cuerpos yacen ya semicubiertos por la nieve en tanto otro navegante, que se resguarda del intenso frío con una capucha, parece querer reanimar a un desfallecido, o quizá haya muerto también él y se mantenga macabramente rígido en esa postura.
Con todo, los personajes del primer plano, que mueven la piedad del espectador, no son los protagonistas de la obra, sino la naturaleza helada que los rodea y que se ve envuelta en una inquietante luz boreal, un extrañísimo juego de resplandores que contrastan con el cielo oscuro y se abren girando hacia lo alto.
El silencio que parecía dominar en la obra de Friedrich o en las tumbas nevadas de Biard es el silencio de la muerte; no tanto el de la naturaleza que, incluso en estos helados reinos, manifiesta su vitalidad.
Hay un poema de Samuel Coleridge, La rima del viejo marinero, que describe el aterrador sonido percibido por un navegante en el polo sur:
Y, a través de las ráfagas, los nevados acantilados
lanzaban un resplandor siniestro: no divisamos
formas humanas o de animales,
el hielo estaba por todas partes.
El hielo estaba aquí, el hielo estaba allá,
El hielo estaba por todo nuestro entorno:
¡Crujía y gruñía y rugía y aullaba,
como los ruidos que se oyen al perder el sentido.
Es también una extraña muerte blanca la que espera al protagonista de la novela de Edgar Alian Poe Las aventuras Arthur Gordon Руm en algún lugar del Antartico, frente a una inquietante cascada que se extiende de un extremo a otro del horizonte:
Estábamos rodeados de tinieblas, y de las blancas profundidad del océano salía un resplandor que brillaba en los flancos de la canoa. La lluvia blanca seguía cayendo sobre nosotros y se derretía en el agua; la cima de la catarata se perdía en la oscuridad y en el espacio. Nuestro bote corría hacia ella con espantosa velocidad.
El pintor anericano Frederick Edwìn Church (1826-1900), discípulo de Thomas Cole, elogiado por John Ruskin y profundo admirador de Turner -aunque la factura de sus pinturas difiera notablemente de la del maestro inglés- realizó en 1861 una obra que, con el titulo Los icebergs, muestra en primer plano los restos de un naufragio.
Gran viajero, recorrió América del Sur y Europa, pero en esta ocasión debió de basarse en las experiencias de un viaje al Labrador. Al fondo se levantan, ocultando casi el horizonte, imponentes. masas de hielo que crean cortantes acantilados y que parecen estar allí desde el comienzo de los tiempos. La pintura era para él un instrumento para el conocimiento del mundo, pero también y especialmente un medio para conectar al hombre con la divinidad; de ahí el simbolismo teológico que se esconde en obras como ésta, en las que la representación de un paisaje helado, descrito con gran minuciosidad, tiene una utilidad que podríamos considerar didáctica al apelar al tradicional tema de la vanitas.
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