Lección primera: vamos a estudiar Metafísica, y eso que vamos hacer es, por lo pronto, una falsedad. La cosa es, a primera vista, estupefaciente, pero el estupor que produzca no quita a la frase la dosis que tenga de verdad. En esa frase – nótenlo ustedes –no se dice que la Metafísica sea una falsedad: ésta se atribuye no a la Metafísica, sino que nos pongamos a estudiarla. No se trata, pues, de la falsedad de uno o muchos pensamientos nuestros, sino de la falsedad de un nuestro hacer, de lo que ahora vamos hacer: estudiar una disciplina. Porque lo afirmado por mí no vale solo para la Metafísica, si bien vale eminentemente para ella. Según esto, en general estudiar sería una falsedad.
No parece que frase tal y tesis semejante sean las más oportunas para dichas por un profesor a sus discípulos, sobre tofo al comienzo de un curso. Se dirá que equivale a recomendar la ausencia, la fuga, que se vayan, que no vuelvan.
Tal vez acontezca lo contrario: que esa inaudita afirmación les interese. Entre que pasa lo uno o lo otro, que ustedes resuelven irse o resuelven quedarse, yo voy aclarar su significado.
No he dicho que estudiar sea solo una falsedad: es posible que contenga facetas, lados, ingredientes que no sean falsos, pero me basta con que algunas de las facetas, lados o ingredientes constitutivos del estudiar sea falso para que a mi enunciado posea su verdad.
Ahora bien, esto último me parece indiscutible por una sencilla razón; las disciplinas, sea la Metafísica o la Geometría, existen, están por ahí porque unos hombres las crearon merced a un rudo esfuerzo y si emplearon éste fue porque necesitaban aquellas disciplinas, porque las habían menester. Las verdades que ellas contengan fueron encontradas originariamente por un hombre y luego representadas o reencontradas por otros que acumularon su esfuerzo al del primero. Pero si las encontraron es que las buscaron y si las buscaron es que las habían menester, que no podían, por unos u otros motivos, prescindir de ellas. Y si no las hubieran encontrado habrían considerado fracasadas sus vidas. Si, viceversa, encontraron lo que buscaban, es evidente que eso que encontraron se adecuaba la necesidad que sentían. Esto, que es perogrullesco, es, sin embargo, muy importante. Decimos que hemos encontrado una verdad cuando hemos hallado un cierto pensamiento que satisface una necesidad intelectual previamente sentida por nosotros. Si no nos sentimos menesterosos de ese pensamiento este no será para nosotros una verdad. Verdad es, por lo pronto, aquello que aquieta una inquietud de nuestra inteligencia. Sin esta inquietud no cabe aquel aquietamiento. Parejamente decimos que hemos encontrado la llave cuando hemos hallado un preciso objeto que nos sirve para abrir un armario, cuya apertura nos es menester. La precisa busca se calma en el preciso hallazgo: este es función de aquella. Generalizando la expresión tendremos que una verdad no existe propiamente sino para quien la ha menester, que una ciencia no es tal ciencia sino para quien la busca afanoso, en fin, que la Metafísica no es Metafísica sino para quien la necesita. Para quien no la necesita, para quien no la busca, las Metafísica es una serie de palabras o, si se quiere, de ideas que, aunque se crea haberlas entendido una a una carecen, en definitiva, de sentido, esto es, que para entender verdaderamente algo, y sobre todo la Metafísica, no hace falta tener eso que se llama talento ni poseer grandes sabidurías previas; lo que, en cambio, hace falta en una condición elemental, pero fundamental: lo que hace falta es necesitarla.
Mas hay formas diversas de necesidad, de menesterosidad. Si alguien me obliga inexorablemente a hacer algo, yo lo haré necesariamente y, sin embargo, la necesidad de este hacer mío no es mía, no ha surgido en mi, sino que me es impuesta desde fuera. Yo siento - por ejemplo - la necesidad de pasear y esta necesidad es mía, brota en mí – lo cual no quiere decir que sea capricho, ni un gusto, no; a fuer de necesidad tiene un carácter de imposición y no se origina en mi albedrío, pero me es impuesta desde dentro de mí ser, la siento, en efecto, como necesidad mía – Mas cuando al salir yo de paseo de guardia de la circulación me obliga a seguir una cierta ruta, me encuentro con otra necesidad, pero ya no es mía, sino que me viene impuesta del exterior, y ante ella lo más que puedo hacer es convencerme por reflexión de sus ventajas y, en vista de ello aceptarla. Pero aceptar una necesidad, reconocerla no es sentirla inmediatamente como tal necesidad mía, es más bien una necesidad de las cosas, que de ellas me llega, forastera, extraña a mí. La llamaremos necesidad mediata frente a la inmediata, a la que siento, en efecto, como tal necesidad, nacida en mí, con sus raíces en mí, indígena, autóctona, auténtica.
Ahora bien, cuando un hombre se ve obligado a aceptar una necesidad externa, mediata, se encuentra en una situación equívoca, bivalente, porque equivale a que se le invitase a hacer suya – esto significa aceptar – une necesidad que no es suya. Tiene, quiera o no, comportarse como si fuese suya; se le invita, pues, a una ficción, a una falsedad. Y aunque el hombre ponga toda su buena voluntad para lograr sentirla como suya, no está dicho que lo logre, no es ni siquiera probable. Con esta aclaración, fijémonos en cuál es la situación normal del hombre que se llama para estudiar, si usamos, sobre todo, este vocablo en el sentido que tiene como estudio del estudiante, o lo que es lo mismo, preguntémonos qué es el estudiante como tal.
Y es el caso que nos encontramos con algo tan estupefaciente como la escandalosa frase con que yo he iniciado este curso. Nos encontramos con que el estudiante es un ser humano, masculino o femenino, a quién la vida le impone la necesidad de estudiar las ciencias de las cuales él no ha sentido inmediata, auténtica necesidad. Si dejáramos a un lado casos excepcionales reconoceremos que en el mejor caso siente el estudiante una necesidad sincera, pero vaga, de estudiar “algo”, así in genere, de “saber”, de instruirse. Pero la vaguedad de este afán declara su escasa autenticidad. Es evidente que un estado tal de espíritu no ha llevado nunca a crear ningún saber, porque éste es siempre concreto, es saber precisamente esto o precisamente aquello y según la ley, que ha poco insinuaba yo – de la funcionalidad entre buscar y encontrar, entre necesidad y satisfacción -, los que crearon un saber es que sintieron no el vago afán de saber, sino el concretísimo de averiguar tal determinada cosa.
Esto revela que aun en el mejor de los casos - y salvas, repito, las excepciones – el deseo de saber que pueda sentirle buen estudiante es por completo heterogéneo, tal vez antagónico del estado de espíritu que llevó a crear el saber mismo. Y es que la situación del estudiante ante la ciencia es opuesta a la que ante esta tuvo su creador. En efecto: la ciencia no existe antes de su creador. Este no se encontró primero con ella y luego sintió la necesidad vital y no científica y ella le llevó a buscar su satisfacción y al encontrarla en unas ciertas ideas resultó que estas eran la ciencia. En cambio, el estudiante se encuentra, con la ciencia ya hecha, como con una serranía que se levanta ante él y le cierra su camino vital. En el mejor caso, la serranía de la ciencia le gusta, le atrae, le parece bonita, le promete triunfos en la vida. Pero nada de esto tiene que ver con la necesidad auténtica que lleva a crear la ciencia. La prueba de ello está en que ese deseo general de saber es incapaz de concretarse por sí mismo en el deseo estricto de un saber determinado. Aparte de que no es un deseo lo que lleva propiamente al saber, sino uno necesita. El deseo no existe si previamente no existe la cosa deseada, ya sea en la realidad, ya sea, por lo menos, en la imaginación. Lo que por completo no existe aún, no puede provocar deseo. Nuestros deseos se disparan al contacto de lo que ya está ahí. En cambio, la necesidad auténtica existe sin que tenga que preexistir ni siquiera en la imaginación aquello que podría satisfacerla. Se necesita precisamente lo que no se tiene, lo que falta, lo que no hay, y la necesidad, el menester, son tanto más estrictamente cuanto menos se tenga, cuanto menos haya lo que se necesita, lo que se ha menester.
Para ver esto con plena claridad no es preciso que salgamos de nuestro tema: basta con comparar el modo de acercarse a la ciencia ya hecha, el que sólo va a estudiarla y el que siente auténtica, sincera necesidad de ella. Aquel tenderá a no hacerse cuestión de la ciencia, a no criticarla: al contrario, tenderá a reconfortarse pensando que ese contenido de la ciencia ya hecha, tiene un valor definitivo, es la pura verdad. Lo que busca es simplemente asimilársela tal y como está ya ahí. En cambio, el menesteroso de una ciencia, el que siente la profunda necesidad de la verdad, se acercará cauteloso al saber ya hecho, lleno de suspicacia, sometiéndolo a crítica, mas bien con el prejuicio de que no es verdad lo que el libro sostiene - en suma - precisamente porque necesita un saber con radical angustia pensará que no lo hay y procurará deshacer el que se presenta como ya hecho. Hombres así son los que constantemente corrigen, renuevan, recrean la ciencia. Pero eso no es lo que en su sentido normal significa el estudiar del estudiante. Si la ciencia no estuviese ya ahí, el buen estudiante no sentiría la necesidad de ella, es decir, que no sería estudiante. Por tanto, se trata de una necesidad externa que le es impuesta. Al colocar al hombre en la situación de estudiante, se le obliga a hacer algo falso, a fingir que siente una necesidad que no siente.
Pero a esto se opondrán algunas objeciones. Se dirá, por ejemplo, que hay estudiantes que sienten profundamente la necesidad de resolver ciertos problemas que son los constitutivos de tal o cual ciencia. Es cierto que los hay, pero es insincero llamarlos estudiantes. Es insincero y es injusto. Porque se trata de casos excepcionales, de criaturas que aunque no hubiese estudios ni ciencia, por sí mismos y solos inventarían, mejor o peor, ésta y dedicarían por inexorable vocación su esfuerzo a investigar. Pero, ¿y los otros? ¿La inmensa y normal mayoría? Estos y no aquellos pocos venturosos, éstos son los que realizan el verdadero sentido – y no el utópico – de las palabras “estudiar” y "estudiante." Con éstos es con quienes se es injusto al no reconocerlos como verdaderos estudiantes y no plantearse con respecto a ellos el problema de qué es estudiar como forma y tipo de humano hacer. Es un imperativo de nuestro tiempo, cuyas graves razones expondré un día en este curso, obligarnos a pensar las cosas en su desnudo, efectivo y dramático ser. Es la única manera de encontrarse verdaderamente con ellas. Sería encantador que ser estudiante significase sentir una vivacísima urgencia por este y el otro saber. Pero la verdad es estrictamente lo contrario: ser estudiante es verse el hombre obligado a interesarse directamente por lo que no le interesa o a lo sumo le interesa solo vaga, genérica o indirectamente. La otra objeción que habría de hacérseme es recordarme el hecho indiscutible de que los muchachos sienten sincera curiosidad y peculiares aficiones. El estudiante no lo es en general, sino que estudia ciencias o letras, y esto supone una predeterminación de su espíritu, una apetencia menos vaga y no impuesta de fuera.
En el siglo XIX se ha dado demasiada importancia a la curiosidad y a las aficiones, se ha querido fundar en ellas cosas demasiado poderosas para que puedan sostener las entidades tan poco serias como aquellas. Este vocablo, “curiosidad”, como tantos otros, tiene doble sentido – uno de ellos primario y sustancial, otro peyorativo y de abuso -, lo mismo que la palabra “aficionado”, que significa el que ama verdaderamente algo, pero también el que es solo amateur. El sentido propio del vocablo “curiosidad” brota de su raíz que da una palabra latina (y sobre la cual nos ha llamado la atención recientemente Heidegger), cura, los cuidados, las cuitas, lo que yo llamo, la preocupación. De cur-a viene curiosidad. De aquí que en nuestro lenguaje vulgar un hombre curioso es un hombre cuidadoso, es decir, un hombre que hace con atención y extremo rigor y pulcritud lo que tiene que hacer, que no se despreocupa de lo que le ocupa, sino al revés, se preocupa de su ocupación. Todavía en antiguo español cuidar era preocuparse, curare. Este sentido originario de cura o cuidados pervive en nuestras voces vigentes curador, procurador, procurar, curar; y en la misma palabra “cura”, que vino al sacerdote porque este tiene cura de almas. Curiosidad es, pues, cuidadosidad, preocupación. Como, viceversa, incuria es descuidado, despreocupación; y seguridad, securitas, es ausencia de cuidados y preocupaciones. Si busco, por ejemplo, las llaves es porque me preocupo de ellas y si me preocupo de ellas es las he menester para hacer algo, para ocuparme. Cuando este preocuparse se ejercita mecánicamente, insinceramente, sin motivo suficiente y degenerar en prurito, tenemos un vicio humano que consiste en fingir cuidado porque lo que no nos van de verdad a ocupar, por tanto, en ser eficaz de auténtica preocupación. Y esto es lo que significan peyorativamente empleados los vocablos “curiosidad”, “curiosear”, y “ser un curioso”.
Cuando se dice que la curiosidad nos lleva a la ciencia; una de dos, o nos referimos a aquella sincera preocupación por ella que no es sino lo que yo antes he llamado “necesidad inmediata autóctona” – la cual reconocemos que no suele ser sentida por el estudiante -, o nos referimos al frívolo curiosear, al prurito de meter las narices en todas las cosas, y esto no creo que pueda servir para hacer de un hombre un científico.
Estas objeciones son vanas. No andemos con idealizaciones de la áspera realidad, con beaterios que nos inducen a debilitar, esfumar, endulzar los problemas, a ponerles bolas en los cuernos. El hecho es que el estudiante tipo es un hombre que no siente directa necesidad de la ciencia, preocupación por ella y, sin embargo, se ve forzado a ocuparse de ella. Esto significa ya la falsedad general del estudiar. Pero luego viene la concreación, casi perversa por lo minucioso, de esta falsedad. Porque no se obliga al estudiante a estudiar en general, sino que éste se encuentra, quiera o no, con el estudio disociado en carreras especiales, y cada carrera constituida por disciplinas singulares, por la ciencia tal o por la ciencia cual.
¿Quién va a pretender que el joven sienta efectiva necesidad, en un cierto año de su vida, por tal ciencia que a los hombres antecesores les vino en gana inventar? Así, de lo que fue una necesidad tan auténtica y vivaz que a ella dedicaron su vida integra unos hombres – los creadores de la ciencia – se hace una necesidad muerta y un falso hacer. No nos hagamos ilusiones: en ese estado de espíritu no se puede llegar a saber el saber humano. Estudiar es, pues, algo constitutivamente contradictorio y falso. El estudiante es una falsificación del hombre. Porque el hombre es propiamente solo lo que es auténticamente, por íntima e inexorable necesidad. Ser hombre no es ser, o lo que es igual, no es hacer cualquier cosa, sino ser lo que irremediablemente se es. Y hay los modos más distintos entre sí de ser hombre y todos ellos igualmente auténticos. El hombre puede ser hombre de ciencia, u hombre de negocios, u hombre político, u hombre religioso porque todas estas cosas son, como necesidades constitutivas e inmediatas de la condición humana. Pero el hombre por sí mismo no sería nunca contribuyente. Tiene que pagar contribuciones, tiene que estudiar, pero no es ni contribuyente, es algo “artificial” que el hombre se ve obligado a ser. Esto que al principio pudo parecer tan estupefaciente, resulta que es la tragedia constitutiva de la pedagogía y de esa paradoja tan cruda debe, a mi juicio, partir la reforma de la educación. Porque la actividad misma, el hacer que la pedagogía regula y que llamamos estudiar, es en sí mismo algo humanamente falso, acontece lo que no suele subrayarse tanto como debiera, a saber: que en ningún orden de la vida sea tan constante y habitual y tolero lo falso como en la enseñanza. Yo se también que hay una falsa justicia, esto es, que se cometen abusos en los juzgados y audiencias. Pero sopese con su experiencia cada uno de los que me escuchan si no nos daríamos por muy contentos con que no existiesen en la efectividad de la enseñanza más insuficiencias, falsedades y abusos que los padecidos en el orden jurídico. Lo que allí se considera como abuso intolerable – que no se haga justicia - es correspondientemente casi lo normal en la enseñanza: que el estudiante no estudie, y que si estudia, poniendo su mejor voluntad, no aprende. Y claro es que si el estudiante, sea por lo que sea, no aprende, el profesor no podrá decir que enseña, sino, a lo sumo, que intenta, pero no logra enseñar. Y, entretanto, se amontona gigantescamente, generación tras generación la mole pavorosa de los saberes humanos que el estudiante tiene que asimilarse, tiene que estudiar. Y conforme aumenta y se enriquece y se especializa el saber, más lejos estará el estudiante de sentir inmediata y auténticamente la necesidad de él. Es decir, que cada ves habrá menos congruencia entre el triste hacer humano que es el estudiar y el admirable hacer humano que es el verdadero saber. Y esto acrecerá la terrible disociación que, hace un siglo por lo menos, se inició entre la cultura vivaz, entre el auténtico saber y el hombre medio. Porque como la cultura o saber no tiene más realidad que responder y satisfacer en una u otra medida a necesidades efectivamente sentidas, y el modo de transmitir la cultura es el estudiar, el cual no es sentir esas necesidades, tendremos que la cultura o saber se va quedando en el aire, sin raíces de sinceridad en el hombre medio a quién se obliga a ingurgitarlo, a tragárselo. Es decir, que se introduce en la mente humana un cuerpo extraño, un repertorio de ideas muertas. Esta cultura sin raigambre en el hombre, que no brota en él espontáneamente, carece de autoctonía, de indigenato – esa algo impuesto, extrínseco, extraño, extranjero, ininteligible -, en suma, irreal. Por debajo de la cultura recibida, pero no auténticamente asimilada, quedará intacto el hombre, es decir, quedará inculto; es decir, quedará bárbaro. Cuando el saber era más breve, más elemental y más orgánico estaba más cerca de poder ser verdaderamente sentido por el hombre medio que entonces lo asimilaba, lo recreaba y revitalizaba dentro de sí. Así se explica la colosal paradoja de estos decenios: que un gigantesco progreso de la cultura haya producido un tipo de hombre como el actual, indiscutiblemente más bárbaro que el de hace cien años. Y que la aculturación o acumulo de cultura produzca paradójica, pero automáticamente, una rebarbarización de la humanidad. Comprenderán ustedes que no se resuelve el problema diciendo: “Bueno, pues si estudiar es una falsificación del hombre y, además, lleva o puede llevar a tales consecuencias, que no se estudie.” Decir esto no es sería resolver el problema: sería sencillamente ignorarlo. Estudiar y ser estudiante es siempre, y sobre todo hoy, una necesidad inexorable del hombre. Tiene éste, quiera o no, que asimilarse el saber acumulado, so pena de sucumbir individual o colectivamente. Si una generación dejase de estudiar, la humanidad actual en sus nueve décimas partes moriría fulminantemente. El número de hombres que hoy viven solo pude subsistir merced a la técnica superior de aprovechamiento del planeta que las ciencias hacen posible. Las técnicas se pueden enseñar mecánicamente. Pero las técnicas viven del saber, y si éste no se puede enseñar llegará una hora en que también las técnicas sucumbirán. Hay, pues, que estudiar; es ello, repito, una necesidad del hombre, pero un necesidad externa, mediata, como lo era seguir la derecha que me marca el guardia de circulación cuando necesita pasear.
Mas hay entre ambas necesidades externas – el estudiar y el llevar la derecha – una diferencia esencial entre que es la que convierte el estudio en un sustantivo problema. Para que la circulación funcione perfectamente no es menester que yo sienta íntimamente la necesidad de ir por la derecha: basta con que de hecho camine yo en esa dirección: basta con que de hecho camine yo en esa dirección, basta con que la acepte, con que finja sentirla. Pero con el estudio no acontece lo mismo; para que yo entienda de verdad una ciencia no basta con que yo finja en mí la necesidad de ella, o lo que es igual, no basta que tenga la voluntad de aceptarla- en fin - no basta con que estudie. Es preciso, además, que sienta auténtica su necesidad, que me preocupen espontánea y verdaderamente sus cuestiones; solo así entenderé las soluciones que ella da o pretende dar a esas cuestiones. Mal puede nadie entender una respuesta cuando no ha sentido la pregunta a que ella responde.
El caso del estudiar es, pues, diferente del de caminar por la derecha. En este es suficiente que yo lo ejercite bien para que rinda el efecto apetecido. En aquel, no: no basta con que yo sea un buen estudiante para que logre asimilar la ciencia. Tenemos, por tanto, en él, un hacer del hombre que se niega a sí mismo: es a un tiempo necesario inútil. Hay que hacerlo para lograr un cierto fin, pero resulta que no lo logra. Por esto, porque las dos cosas son verdad a la par – su necesidad y su inutilidad – es el estudiar un problema. Un problema es siempre una contradicción que la inteligencia encuentra en sí, que tira de ella en dos direcciones opuestas y amenaza con desgarrarla. La solución a tan crudo y bicorne problema se desprende de todo lo que he dicho: no consiste en decretar que no se estudie sino en reformar profundamente ese hacer humano que es el estudiar y, consecuentemente, el ser del estudiante. Para esto es preciso volver al revés la enseñanza y decir: enseñar no es primaria y fundamentalmente sino enseñar la necesidad de una ciencia y no enseñar la ciencia cuya necesidad sea imposible hacer sentir al estudiante. Pero acaso alguno de ustedes se pregunta desde hace un rato: ¿Qué tiene que ver todo esto con un curso sobre Metafísica? Yo espero – y con ello empecé – que durante este curso entiendan ustedes no solo que lo dicho tiene que ver con la Metafísica sino que estamos ya en ella. Mas, por ahora, demos una justificación más clara de haber comenzado así, anticipando una primera definición de la Metafísica, la más modesta en apariencia, la que nadie se atreverá a invalidar: digamos que Metafísica es algo que el hombre hace, por lo menos, algunos hombres; ya veremos si todos aunque no se den cuenta. Pero esta definición no nos basta, porque el hombre hace muchas cosas y no solo Metafísica; más aún, el hombre es un incesante, ineludible y puro hacer. Hace su hacienda, hace política, hace industria, hace versos, hace ciencia, hace paciencia; y cuando parece que no hace nada es que espera, y esperar, vuestra experiencia os lo confirma, es a veces un terrible y angustioso hacer, es hacer tiempo. Y el que ni siquiera espera, el que verdaderamente no hace nada, el faitnéant, ese que hace la nada, es decir, sostiene y soporta la nada de sí mismo, el terrible vacío vital que llamamos aburrimiento, spleen, desesperación. El que no espera desesperar; hacer tan horrible, menesteroso de tan fiero esfuerzo que es uno de los que menos puede el hombre aguantar y suele llevarle hacer la efectiva y absoluta nada, a aniquilarse, suicidarse. Entre tan vario, omnímodo hacer ¿cómo reconoceremos el peculiarmente metafísico? Pero tendré que anticipar una segunda definición más determinada: el hombre hace Metafísica cuando busca una orientación radical en su situación. Pero ¿Cuál es la situación del hombre? Este se encuentra no en una sino en muchas situaciones distintas, por ejemplo, ustedes se encuentran ahora en una, casualmente en la de ponerse a estudiar Metafísica, como hace dos horas se encontraban en otra y mañana y otra. Ahora bien, todas esas situaciones por diferentes que sean coinciden en ser todas porciones de la vida de ustedes. Por lo visto la vida del hombre se compone de situaciones, como la materia se compone de átomos. Siempre que se vive se vive en una determinada situación. Pero es evidente que al ser todas situaciones vitales, por muy distintas que sean, habrá en ellas una estructura elemental, fundamental que las hace a todas situaciones del hombre. Esa estructura genérica será lo que tengan esencialmente de vida humana. O dicho en otra forma, cualesquiera sean los ingredientes variables que forman la situación en que yo me encuentre es evidente que esa situación será un vivir yo. Por tanto: la situación del hombre es la vida, es vivir. Y decimos que la Metafísica consiste en que el hombre busca una orientación radical en su situación. Pero esto supone que la situación del hombre – esto es, su vida – consiste en una radical desorientación. No, pues, que el hombre, dentro de su vida, se encuentre desorientado parcialmente en este o el otro orden, en sus negocios o en su caminar por un paisaje, o en la política. El que se desorienta en el campo busca un plano o la brújula, o pregunta a un transeúnte y esto le basta para orientarse. Pero nuestra definición presupone una desorientación total, radical; es decir, no que al hombre le acontezca desorientarse, perderse en su vida sino que por lo visto, la situación del hombre, la vida, es desorientación, es estar perdido – y por eso – existe la Metafísica.
Autor: José Ortega & Gasset
1ra Edición: 1966
2da Edición: 1968