Michel Foucault
Curso en el Collège de France
Ciclo lectivo (1982-1983)
Clase del 26 de enero de 1983
Segunda hora
Modulación trágica del tema de la fecundidad — La parrhesía como imprecación: el débil y su denuncia pública de la injusticia del poderoso — La segunda confesión de Creúsa: la voz de la confesión — Ultimas peripecias: del proyecto de asesinato a la aparición de Atenea.
Entonces, si les parece bien, vamos a seguir estudiando la transformación, la modulación trágica del tema de la fecundidad. Creo que es preciso hacer notar que, a lo largo del texto que leíamos hace un rato, hemos podido ver que Apolo siempre es interpelado como hijo de Leto. El hecho no tiene absolutamente nada de extraordinario, y es una invocación ritual habitual. Pero esa invocación, en este lugar del texto, sirve en cierto modo de trazo de puntos de un hilo conductor que va a llevar a las últimas líneas del texto, los últimos versos, cuando, siempre enfrentada a Apolo, Creúsa le diga: "Délos te odia y te odia el laurel que, vecino de la palmera de delicados cabellos, abriga la cuna donde, augusto alumbramiento de las obras de Zeus, te descubrió Leto". Es que en la historia de la fecundación y la reticencia de Apolo a reconocer a su hijo lón hay algo que Creúsa no puede dejar de considerar injusto. En efecto, sabrán que en la leyenda de Apolo, éste es hijo de Leto. Leto es una mujer que ha sido seducida por Zeus y se ha refugiado en la isla de Délos para dar a luz en soledad. Y en esa isla de Délos nacen sus dos hijos ilegítimos que son Apolo y Artemis. En consecuencia, Apolo es, exactamente del mismo modo que Ión, hijo ilegítimo de los amores entre una mortal y un dios. Y exactamente del mismo modo que Ión, nace solo y abandonado. Creúsa, por su parte, exactamente del mismo modo que la madre de Apolo, Leto, ha dado a luz sola y abandonada de todos. Este tema aparece a través de las diferentes invocaciones al hijo de Leto y estalla al final, en la maldición en que se reúnen el laurel y la palmera de Délos y cuando Creúsa evoca el nacimiento de Apolo como un "augusto alumbramiento" que ella puede oponer con facilidad al alumbramiento vergonzoso de Ión. De manera que ese discurso que Creúsa vuelve contra el dios, ese discurso que ella lanza a los oídos de un dios que habría debido hablar, ese reproche que proclama solemnemente, como un heraldo, y que en cierta forma ella viene a soltar, ese reproche (momphé) pronunciado donde el oráculo [omphé] no ha hablado, pues bien, ese discurso, ese discurso chillón, ese discurso vuelto contra el dios, lanzado a sus oídos, es la proclamación solemne -por eso la referencia al heraldo (kéryx)- de una injusticia cometida, una injusticia en el sentido estricto del termino, en el sentido jurídico y filosófico del termino "injusticia", porque es una proporción que no se ha conservado, no se ha guardado. La homología de los dos nacimientos, el de Apolo y el de Ión, hace que, en el fondo, Creúsa esté en posición simétrica con respecto a Leto. Y Apolo, que es el padre de Ión, está igualmente en posición simétrica con respecto a su propio hijo. Tanto uno como otro han nacido bastardos, Y Creúsa, que en cierta forma es la hija política de Leto o, en fin, que es la amante de su hijo, se encuentra en la misma posición que la propia Leto. Podrán ver por lo tanto: analogía entre Leto y Creúsa (Creúsa tiene con Apolo una relación semejante a la que Leto tuvo con Zeus; y Ion nace de su unión como nació el propio Apolo). Esta homología, esta proporción que se destaca en el texto, es justamente la que Apolo no ha querido respetar. Puesto que él, nacido del amor entre una mortal y un dios, nacido bastardo de ese amor y convertido en el dios de la luz, siempre ha gozado de un brillo que de alguna manera le es consustancial. Él es quien preside la vida de los mortales, quien fecunda la tierra con su calor y quien debe decir la verdad a todos. En cambio, Ión, nacido exactamente de la misma forma, en posición de absoluta simetría con respecto a Apolo, pues bien, resulta que ha sido condenado a la desdicha, la oscuridad, la muerte, que ha sido presa de las aves (el tema de las aves aparece aquí y lo reencontraremos más adelante; ahota bien, se trata de las aves de Apolo). Por lo tanto, Apolo lo ha abandonado, lo ha dejado perecer e incluso tal vez haya enviado sus aves para hacerlo morir. Peor aun, ahora resulta que —así se indica al final del texto, cuando ella dice: "sin deber nada a mi esposo, instalas un hijo en su hogar, mientras que mi hijo y el tuyo..."-, para colmo, impone a la desventurada Creúsa, a través de un oráculo que acaba de pronunciar, un hijo que no es suyo. De tal modo se estremece todo el orden de las proporciones. Y la confesión de Creúsa consiste en esa reivindicación, esa proclamación de injusticia, una injusticia, insistamos, perfectamente definida, identificada por el texto en la comparación entre los dos nacimientos; consiste en esa injusticia definida como la falta de respeto de la simetría y como la proporción zamarreada y desconocida por el dios. Seguir leyendo...Ahora bien, ese acto de habla por el cual se proclama la injusticia frente a un poderoso que la ha cometido, cuando uno es débil, está abandonado y carece de poder, esa recriminación de injusticia lanzada contra el poderoso por quien es débil, pues bien, es un acto de habla, un tipo de intervención oral que forma parte del repertorio o, en todo caso, está perfectamente ritualizada en la sociedad griega, pero también en varias otras sociedades. El pobre, el desventurado, el débil, aquel que sólo tiene sus lágrimas -y recordarán la insistencia ele Creúsa, a punto de comenzar su confesión, en señalar que, a decir verdad, sólo es dueña de sus lágrimas-, el impotente, cuando es víctima de una injusticia, ¿qué puede hacer? Puede hacer una sola cosa: volverse contra el poderoso. Y públicamente, delante de todos, a la luz del día, frente a esa luz que los ilumina, se dirige a él y le dice cuál ha sido su injusticia. Y en ese discurso de la injusticia proclamada por el débil contra el poderoso, hay a la vez cierta manera de destacar su propio derecho y, también, una manera de desafiar al todopoderoso y, de algún modo, hacerlo enfrentarse con la verdad de su injusticia. Ese acto ritual, ese acto de habla ritual del débil que dice la verdad acerca de la injusticia del fuerte, ese acto ritual del débil que recrimina en nombre de su propia justicia contra el fuerte que ha cometido la injusticia, es un acto que debe cotejarse con una serie de otros rituales que no son forzosamente verbales. Por ejemplo, sabrán que en la India encontramos el ritual de la huelga de hambre. La huelga de hambre es el acto ritual por el cual aquel que no puede nada señala, delante del que lo puede todo, que él, que no puede nada, ha sido víctima de una injusticia cometida por quien lo puede todo. Ciertas formas de suicidio japonés tienen asimismo este valor y esta significación. Se trata de una especie de discurso agonístico. El único recurso de combate para quien es a la vez víctima de una injusticia y completamente débil, es un discurso agonístico pero construido en torno de esa estructura desigualitaria.
Ese discurso de la injusticia, ese discurso que destaca en labios del débil la injusticia del fuerte, tiene un nombre. O, mejor dicho, tendrá un nombre que vamos a hallar en textos un poco más tardíos. No encontramos la palabra [con ese sentido] en ninguno de los textos clásicos, en ninguno de los textos de ese período (Eurípides, Platón, etc.), pero sí más adelante, en los tratados de retórica del período helenístico y romano. El discurso mediante el cual el débil, a despecho de su debilidad, asume el riesgo de reprochar al fuerte la injusticia que éste ha cometido, se denomina precisamente parrhesía. En un texto que cita Schlier -no fui en persona a buscarlo, claro está; en la bibliografía que les di el otro día, olvidé mencionarles que hay un artículo dedicado a ia parrhesía en el Theologisches Wórterbuch de Kittel, un artículo esencialmente referido, como todos los artículos de ese libro, a la Biblia, el Viejo y sobre todo el Nuevo Testamento— tenemos algunas indicaciones sobre los usos griegos clásicos o los usos helenísticos. En dicho artículo sobre la parrhesía, Schlier cita un papiro de Oxirrinco (que nos da, por tanto, testimonios acerca de lo que podían ser la sociedad, la práctica, el derecho griegos en Egipto) donde se dice que en caso de sufrir opresión por parte de los jefes, es preciso acudir al prefecto y hablarle metaparrhesías. El débil, víctima de la opresión del fuerte, debe hablar con parrhesía. En ese texto que se llama Retórica a Herenio, la licentia, que es la traducción latina de parrhesía, se define como algo consistente en que uno se dirija a personas a quienes debe temer y honrar. Y, en nombre de su propio derecho, quien habla reprocha a esa gente a la que debería temer y honrar, una falta que [esas] personas poderosas han cometido. La parrhesía, en consecuencia, consiste en lo siguiente: hay un poderoso que ha cometido una falta; esa falta constituye una injusticia para alguien que es débil, no tiene ningún poder, ningún medio de represalia, que no puede realmente combatir, no puede vengarse, está en una situación de profunda desigualdad. Entonces, ¿qué [le] queda por hacer? Una [sola] cosa: tomar la palabra y, a su propio riesgo, levantarse frente a quien ha cometido la injusticia y hablar. Y al hacerlo, su palabra es lo que se llama parrhesía. Otros rétores, teóricos de la retórica, nos dan una definición bastante parecida.
Reiterémoslo: no es en los textos clásicos donde encontramos ese tipo de discurso definido como parrhesía. No por ello es menos cierto que es muy difícil no reconocer en ese texto, esa imprecación de Creúsa a Apolo, algo que es exactamente del orden de la parrhesía, visto que en el verso 252 de Ion, en su comienzo mismo, cuando Creúsa aparece por primera vez, dice lo siguiente (acaba de decir a Ion, a quien todavía no ha reconocido, que quiere consultar a Apolo): "¡Ah, desventuradas mujeres! ¡Ah, crímenes de los dioses! [frase que, sin duda, se refiere para ella a lo que le ha pasado, y que Ion no puede comprender porque aún no sabe nada de todo lo ocurrido; y Creúsa —en lo que en cierta forma es el signo, el exergo de la pieza, el elemento que va a marcar todos los discursos que ella pronunciará a continuación, y en particular la gran imprecación a Apolo— dice: (Michel Foucault)] ¿A dónde dirigirse para reclamar justicia, si la iniquidad de los poderosos nos mata?". Y bien, cuando la iniquidad de los poderosos nos mata y es menester reclamar justicia, ¿qué podemos hacer? Podemos hacer precisamente lo que Creúsa hace a lo largo de la obra, y en especial en el pasaje que explicamos: la parrhesía. Este tipo de discurso, que aún no se denomina parrhesía pero recibirá ese nombre más adelante, responde con toda exactitud a la pregunta que Creúsa plantea en el momento mismo de entrar a escena: "¿A dónde dirigirse para reclamar justicia, si la iniquidad de los poderosos nos mata?".
Creo que en ese discurso de imprecación tenemos un ejemplo de lo que va a llamarse parrhesía. He insistido en ello por varios motivos. El primero es desde luego que, como ven, para que se formule la verdad que se busca desde el comienzo de la pieza, la verdad que por fin va a permitir a Ion tener derecho a hablar, laparrhesía~hparrhesía en el sentido, si se quiere, político del término, entendida como el derecho del más fuerte a hablar y guiar razonablemente la ciudad mediante su discurso-, para que Ion obtenga ese derecho que en el texto se llama panbesía, hace falta toda una aleturgia, toda una serie de procedimientos y procederes que van a poner de manifiesto la verdad. Y entre esos procedimientos, el que aparece en primer lugar y va a constituir el centro mismo de la obra es el discurso de la víctima indefensa de la injusticia que se vuelve hacia el poderoso y habla con lo que se denominará parrbesía. El plus de poder que Ion necesita para estar en condiciones de dirigir la ciudad como corresponde no lo fundarán el dios, ni la autoridad del dios, ni la verdad oracular. Lo que va a permitir su aparición, gracias al choque de las pasiones, será en cambio ese discurso de la verdad, ese discurso de parrhesíaen otro sentido que es el discurso casi inverso: [el] del más débil dirigido al más fuerte. Para que el más fuerte pueda gobernar razonablemente, será preciso —ése es, en todo caso, el hilo por donde pasa la obra- que el más débil le hable y lo desafíe con sus discursos de verdad.
Ese era el motivo por el cual quería insistir, porque tenemos aquí una ambigüedad fundamental. No, una vez más, en ¡a palabra parrbesía, que no se utiliza en ese lugar; se trata por el contrario de dos formas de discursos que se enfrentan [o, mejor], que están profundamente ligados uno a otro: el discurso racional que permite gobernar a los hombres y el discurso del débil que reprocha al fuerte su injusticia. Ese par es muy importante, porque vamos a reencontrarlo, en cuanto constituye toda una matriz del discurso político. En el fondo, cuando en la época imperial se plantee el problema del gobierno, no sólo de la ciudad sino de la totalidad del imperio, cuando ese gobierno esté en manos de un soberano cuya sabiduría ha de ser un elemento absolutamente fundamental de la acción política, ese soberano, que es todopoderoso, necesitará tener a su disposición un lagos, una razón, una manera de decir y pensar las cosas que sea racional. Pero para apoyar y fundar su discurso le será menester, como guía y garante, el discurso de otro, otro que será forzosamente el más débil, en todo caso más débil que él, y que deberá asumir el riesgo de volverse hacia él y decirle, de ser necesario, la injusticia que ha cometido. El discurso del débil que señala la injusticia del fuerte es una condición indispensable para que este último pueda gobernar a los hombres de acuerdo con el discurso de la razón humana. Ese par -que sólo estructurará el discurso político mucho más adelante: en el Imperio- es [lo] que vemos esbozarse y dibujarse en ese pasaje, en el juego [de la] confesión de Creúsa que aparece bajo la forma de la imprecación, la recriminación, [condición] indispensable para la fundación del derecho de Ion.
Hasta aquí la primera confesión de Creúsa. Pero de hecho -había comenzado a comentarlo la úlrima vez, aunque de manera un poco desordenada y esquemática-, Creúsa no se conforma con esta declaración recriminatoria dirigida al dios. Va a contar una segunda vez la misma historia inmediatamente después de esta imprecación. Puesto que, sin que haya al parecer ninguna razón debida a la organización dramática de la escena y las peripecias, después de haber dicho así una verdad al dios, una verdad que codo el mundo puede comprender perfectamente, ya que ella le dice: me hiciste un hijo; en tal sitio, me abandonaste; yo expuse a mi hijo, que ha muerto, ha desaparecido, y ahora tú sigues cantando y propagando el brillo de tu oro, tu gloria y tu luz. Todo el mundo puede encender, no hace falta dar otra explicación. Ahora bien, tan pronto como ha dicho esto, Creúsa se vuelve hacia el pedagogo que está a su lado y recomienza. Recomienza bajo una forma muy diferente que ya no es el canto imprecatorio, sino el sistema de la interrogación. Ya no la confesión del débil al fuerte bajo la forma de la proclamación de la injusticia de este último, sino un juego de preguntas y respuestas que voy a leerles rápidamente.
Cualquiera sea su destino histórico —que será prolongado, como bien saben-, me detendré mucho menos en esta forma de confesión que en la anterior. Querría simplemente hacer notar lo siguiente. Como ven, esta confesión al anciano está acompañada de las lágrimas de éste, que se invocan y se evocan sin cesar. Mientras que el dios al que se ha destinado la gran recriminación sigue mudo y canta sin inmutarse, el anciano, al que se hace la confidencia, no deja de gemir y llorar ("tu vista me colma de piedad"; "Habla, para mis amigos, tengo lágrimas generosas"; "Habla: ya mis lágrimas se anticipan a tus palabras", y Creúsa, a él: "¿Por qué cubres tu rostro, anciano, y lloras?", y el anciano responde: "¡Ay, en ti y en tu padre dos desdichados veo!"). Segundo, podrán advertir que esta confesión se hace de manera muy diferente, en su forma, de lo que ha sido la gran recriminación contra el mutismo de Apolo. Es un juego de preguntas y respuestas, verso tras verso. Pregunta del anciano, respuesta de Creúsa, con un momento-flexión que es a la vez importante, interesante, bello, y que, bien lo saben, tiene su equivalente en las confesiones de Fedra. Es el momento en que Creúsa, tras comenzar a hablar y responder a las preguntas del viejo, dice: "Allí libré antaño un terrible combate. Anciano: Habla; ya mis lágrimas se anticipan a tus palabras. Creúsa: A Febo, contra mi voluntad, ah desdichada, unida... Anciano: Hija mía, ¿se trata pues de lo que yo había entendido?" Llegamos al nudo de la confesión. El anciano no ha comprendido o ha simulado no comprender lo que ella decía: "A Febo". Creúsa, por tanto, vuelve a empezar: he estado unida a Febo. "Anciano: Hija mía, ¿se trata pues de lo que yo había entendido? Creúsa: No sé, no lo negaré si dices verdad." Es decir que, en el momento de la confesión, ella pide respuestas a quien la interroga y al cual debe responder. Y será ella quien, con una señal de la cabeza o con una palabra, dirá: sí, es eso, "tú lo has dicho". Ese juego escénico, esa flexión en el sistema de la confesión, en el cual aquel a quien debe hacerse ésta es el encargado de revelar su contenido mismo, su contenido central, se encuentra en Hipólito y se encuentra en Ion. Tercera observación, que es ésta. A lo largo del diálogo entre el anciano y Creúsa, la cuestión no pasa en absoluto, como ocurre en la gran imprecación contra Apolo, por la injusticia del dios. No se trata en modo alguno de ésta, sino, al contrario, de la falta misma de Creúsa. Ella no deja de decir: he cometido una falta y me avergüenzo, he librado un terrible combate, "era la desdicha que ahora te confieso". La confesión de la falta se presenta pues directamente como la falta misma de quien habla, y no como la injusticia de aquel a quien uno se dirige, Pero esta confesión de la falta está ligada al mismo tiempo a la afirmación de la desdicha. La falta cometida se afirma como desdicha. Y de la acusación contra Apolo no habrá rastros en toda la serie de réplicas de Creúsa. Será el anciano quien, de vez en cuando, diga que Apolo es injusto. Será el confidente, y no la que hace la confidencia, quien hablará de "Apollon ho kakós" (Apolo el malvado, el vicioso, el malo). Es asimismo el anciano quien, dirigiéndose a Creúsa, dice: has sido culpable, sin duda, pero más aun lo ha sido el dios. Me habría gustado leerles las confesiones de Fedra en el Hipólito de Eurípides, para mostrarles la analogía de las dos formas; me olvidé el texto, pero no importa, bueno, remítanse a él. Además, el texto de Racine es una traducción casi lineal del texto de Eurípides.
Sea como fuere, se darán cuenta de que tenemos con ello dos maneras de confesar la misma verdad, cuyo papel no es en modo alguno el de completarse una a otra, porque dicen exactamente lo mismo y lo que se ha dicho como imprecación a los dioses no hace sino repetirse en forma literal. Es manifiesto que lo que está en juego en esa doble confesión es la necesidad de dar origen, luego de cierto modo de decir veraz que es el de la injusticia -de la injusticia de la que somos víctima y que objetamos a quien la ha impuesto—, a otro tipo de confesión, aquella mediante la cual, por el contrario, asumimos, nos echarnos al hombro nuestra propia falta y la desdicha provocada por ella. Y llegamos a confiarla, no a quien es más poderoso que nosotros y al cual habría que hacer reproches, sino a aquel ante quien nos confesamos, aquel que nos guía, aquel que nos ayuda. Discurso de imprecación y discurso de confesión: estas dos formas de parrhesía se disociarán a continuación en la historia, y en cierta forma vemos sus matrices aquí.
Como de todos modos hay que apresurarse y salir de este Ión, querría ahora ir más rápido y terminar con el final mismo de la pieza. Tenemos pues, con la doble confesión de Creúsa —la confesión imprecación y la confesión confidencia, la confesión canto de ira y la confesión diálogo con el pedagogo-, una mitad de la verdad. Nada más que una mitad de la verdad: ahora sabemos, en efecto, que Creúsa ha tenido un hijo, un hijo ilegítimo de Apolo, y que ese hijo se ha perdido. Pero todavía no sabemos en modo alguno que se trata de Ion. Y el final de la obra se consagrará, de alguna manera, a conciliar esa verdad a medias, que Creúsa acaba de decir, con la realidad que tenemos delante de nosotros, que Creúsa tiene delante de ella sin reconocerla, a saber, ese joven que se llama Ion y es su hijo. Creúsa ha dicho toda su vetdad, pero la otra mitad de la verdad, esto es, que ese hijo no está muerto, que ha sido llevado a Delfos y que se desempeña allí como servidor del dios, ¿quién va a poder decirla? No puede ser Creúsa, pues la ignora. Y en Ión no hay lo que sí existe en Edipo, a saber, el servidor del Citerón, que en el fondo sabía todo y que, por saberlo todo, había tenido tanto miedo que se había refugiado en los bosques y ocultado. Pero el día en que lo hagan entrar en escena podrá decirlo. En el caso de Ion no hay un sujeto poseedor de la totalidad de la verdad. O, mejor dicho, hay uno, desde luego, y es Apolo. Apolo, que, si se quiere, está en posición siméttica con respecto al pastor del Citerón en Edipo. Es el quien sabe todo, y a él, por consiguiente, será preciso arrancar la última pizca de verdad. Por él, y sólo por él, deberían poder ajustarse una a otra la verdad que Creúsa acaba de decir dos veces y la presencia misma de Ion, y por ende su entronización, ya no como hijo presunto de Juto, sino como hijo real de Creúsa y Apolo. Ahora bien, aunque sea Apolo y sólo él quien puede establecer este vínculo -ya que ningún humano es poseedor de esa verdad-, veremos que no hay que contar demasiado con los dioses y la función de decir veraz que es lo propio de al menos uno de ellos, justamente Apolo. También en este caso habrá que acudir a los humanos y su pasión para encontrar el principio, el motor, la fuerza que va a arrasar con la dificultad de decir la verdad, arrasar con la vergüenza de los hombres para decirla y la reticencia del dios para pronunciar un oráculo claro. Y el motor de ese nuevo progreso, de ese último progreso en la verdad, pues bien, volverá a ser la pasión, será una vez más la ira, ira de Creúsa a la cual va a responder la ira de Ion. En efecto, luego de haber dicho la verdad, o al menos la mitad de la verdad que es todo lo que conoce de ella, ¿qué va a hacer Creúsa? La situación de esa verdad a medias no puede articularse por sí misma con ninguna otra peripecia. Es, en cierto modo, una verdad bloqueada: y bien, sí, ella ha tenido un hijo y éste ha desaparecido por completo. ¿Cómo podríamos saber que se trata de Ion?
Y en ese momento se produce una peripecia, también muy similar a la que encontramos en Fedra, a saber, que el confidente (el equivalente de nuestra detestable Enona), esc famoso pedagogo un poco taimado -que poco antes ha difundido rumores enojosos sobre Juto, y a quien Creúsa hace la confidencia que acabamos de ver— dice a Creúsa: como, en efecto, has sido engañada por el dios que abusó de ti, te hizo un hijo y lo dejó perecer, es preciso que te vengues. Y le indica una tras otra estas sugerencias: quema entonces el templo de Apolo (venganza). A lo cual Creúsa replica en un solo verso: ¡ah, ya he tenido demasiadas de esas fatigas, no quiero una más! Segundo consejo: mata pues a tu marido. Ella responde: sabes, antaño nos amamos. Y a causa de esa benevolencia, de ese afecto que nos teníamos, no quiero hacerlo; él era bueno. Tercer consejo del pedagogo: simplemente, ve a matar a Ion, bien puedes degollarlo. Respuesra de Creúsa: el hierro es un instrumento que me disgusta. Envenénalo, entonces (asesinato típico de mujer). Ella acepta y se propone esperar hasta que Ion esté en Atenas para cometer el asesinato. Y el pedagogo dice: pero es inútil esperar [a estar] en Atenas, pues en ese momento todo el mundo sabrá que lo has hecho tú en tu propia casa. Más vale envenenarlo de inmediato.
Y Creúsa dice: muy bien, en efecto, eso sería mejor. Y entonces encuentra en su bolso dos gotitas de veneno [risas en la concurrencia]. Es una broma de no muy buen gusto, lo reconozco... Pero hay que esquematizar, porque aquí intervienen elementos míticos muy interesantes, muy importantes: el veneno que ella saca de su bolso es un veneno hecho con la sangre de la Gorgona, esa Gorgona mediante la cual Minerva defendió Atenas. Nos encontramos en plena mitología ateniense y sería importante analizarla, pero ése no es mi tema. En todo caso, el pedagogo, encargado de ese veneno, deja la escena y acude al banquete que, como recordarán, Juto ofrece para celebrar lo que a su entender es el hallazgo de su hijo. En el lugar, el pedagogo vierte en la copa de Ion una gota del veneno que debe matarlo. Y entonces sucede algo: uno de los servidores que rodean a quienes festejan hace un gesto, un gesto blasfemo que no se especifica, en resumidas cuentas un gesto que Ion —en cuanto es allegado de Apolo y conoce las reglas y los ritos del templo— interpreta como el signo de un mal presagio. Por consiguiente, todo el vino que se ha vertido en las copas para la gran libación ritual debe tirarse, porque es de mal agüero: no hay que beberlo, no hay que hacer la libación luego de ese mal presagio. Si se quiere, aquí tenemos entonces una intervención, aunque muy mínima, del dios: éste ha hecho simplemente que se [cumpliera] determinado gesto, un gesto no ritual, contrario a) rito, que va a interrumpir éste y a provocar el derramamiento del vino.
Y el vino se tira al suelo. Las palomas de Apolo -otro pequeño elemento procedente del dios- acuden a beber y embriagarse con el vino derramado. Todas quedan embelesadas, salvo, desde luego, la que ha bebido el vino envenenado que ha caído de la copa de Ion, y ésta muere. La paloma muere y, de resultas, los comensales advierten que la copa de Ion estaba envenenada. No cuesta mucho darse cuenta de que el envenenador ha sido el anciano, que estaba detrás de Ion. Y así se descubre su maniobra.
Peripecia típica de Eurípides, si se quiere, que es interesante para nosotros en cuanto vemos cómo, de qué manera, en función de qué economía interviene el dios. Su intervención no consiste en absoluto en decir la verdad; no se trata siquiera de su oráculo, sino simplemente de ese juego de signos, un juego de signos casi naturales (la muerte de una paloma) que los humanos interpretan y que, en efecto, va impedir que se perpetre el asesinato. Ion, que acaba pues de descubrir que querían envenenarlo, que acaba de descubrir que quien quería envenenarlo era el pedagogo, y por consiguiente Creúsa, eleva entonces su denuncia a los notables de Delfos, que deciden la lapidación de la mujer. Y allí, nueva escena (la escena del envenenamiento no se ve en el teatro, sólo hay un mensajero que la cuenta a continuación, pero no importa): Creúsa es perseguida por lón y por quienes quieren vengarse. Y entonces se inicia lo que va e1 ser [...] la serie de las ultimas escenas. Creúsa entra perseguida por Ion [...] -la escena representa no sólo el templo, sino el altar mismo del dios- y no le queda más que un expediente para escapar a su ira: refugiarse en el altar del dios, abrazarse al altar y hacer el gesto ritual en virtud del cual aun los criminales logran inmunidad con respecto a sus enemigos. Y ya nadie puede tocarla. El abrazo del altar del dios por parte de Creúsa tiene evidentemente una serie de significaciones superpuestas. Es el gesto ritual mediante el cual uno salva la vida. Pero, al abrazar el altar del dios, ella abraza el altar de quien fue su amante y reconstituye así, retoma así, reanuda el viejo abrazo que dio origen a Ion. Éste, empero, furioso, sigue dando vueltas alrededor del altar y, armado de una espada, quiere matar a Creúsa. Sin embargo, por ser un servidor del dios, respetuoso de los ritos y las leyes, sabe muy bien que no puede tocarla mientras ella esté sobre el altar. Y aquí tenemos otra vez una situación bloqueada. Una es intocable, otro no quiere tocarla. Y Ion decide en cierto modo sitiar el altar. Entonces, nueva intervención del dios, pero también ella es económica y mínima. En ese momento, cuando la situación está completamente bloqueada, las puertas del templo se abren y vemos llegar a la Pitia, aquella que habría debido decir la verdad, aquella cuya función siempre es decir la verdad. Llega casi muda, con un cesto en las manos; es el cesto del nacimiento de Ion, y ella lo trae. Dice: mira, miren, y nada más. Ion le pregunta entonces: pero ¿porqué no me mostraste antes el cesto en el que me trajeron a Delfos? Porque el dios me lo había prohibido, contesta la Pitia. Y Creúsa, al inclinarse para observarlo, no tarda en reconocerlo como el cesto donde había puesto a Ion. Y también reconoce, dentro de él, unos cuantos objetos rituales, entre ellos: el collar con serpientes que se ponía en el cuello a los niños atenienses para protegerlos y que aludía a las serpientes de Erecteo, es decir a la famosa dinastía a la que ella misma, Creúsa, pertenecía (un testimonio, pues, de esa continuidad; la rama verde de Atenea, y, en tercer lugar, un tapiz, una labor que ella había comenzado con sus propias manos y que había quedado interrumpida. Frente a ese objeto, Creúsa dice: esto bien parece un oráculo. Ahora bien, aquí advertirán que el descubrimiento de la verdad va a hacerse sin que la Pitia haya hablado. La Pitia está muda, es un mero objeto, el objeto del nacimiento. Hay signos divinos: los signos de la tradición erecteana, el signo de Atenea. Y además, un objeto propiamente humano. Apolo, por su parte, no ha dejado en rigor ninguna huella. Y entre todos esos signos, dos de los cuales son de los dioses y el tercero es simplemente una labor de mujer, Creúsa dice de este último, un objeto humano, una labor de mujer: esto bien parece un oráculo. En lugar del oráculo mudo del dios, es preciso apelar una vez más al trabajo de los hombres, la voz de los hombres, la mano de los hombres, para que la verdad se revele. Entonces, por fin, Ion tiene una madre. La reconoce y ya está, todo ha terminado.
Bueno, no, no todo ha terminado. Aún quedan algunos pasos de comedia, y la dificultad de establecer la verdad de principio a fin, en su cadena ininterrumpida, es una tarea infinitamente más ardua de lo que se cree. Y todavía salen a la luz una multitud de pequeñas dudas, un montón de pequeñas lagunas que habrá que llenar. Porque resulta que ahora Ion tiene una madre. Había recibido, había creído recibir un padre en la persona de Juto. Todo debería haber quedado arreglado. Por otra parte, Ion cree que está arreglado y dice a Creúsa: muy bien, tú eres mi madre. Y como Juro es mi padre (vean la primera parte de la pieza), ya está, tengo padre y madre, sigamos adelante. Pero no es eso lo que ha pasado, pues Ión no en absoluto el hijo de Juto, Y al respecto, Creúsa, que quiere decir la verdad, ya que es preciso que ésta se sepa en su totalidad, le contesta: escucha, no, de ningún modo es así. En realidad no eres [su] hijo, eres hijo de Apolo. Y esto, agrega, vale mucho más, porque será mucho más adecuado para fundar tus derechos en Atenas que [el hecho de haber nacido] de un extranjero como Juto. Ion considera, sin embargo, que la cuestión es muy turbia y dice: pero, en definitiva, cuando me cuentas que un dios te hizo un hijo, ¿no significa en realidad que te hiciste preñar simplemente por un esclavo en un rincón de la casa (sospecha siméttica de la que se había planteado con respecto a Juto)? ¿Y qué pruebas tengo de que, en efecto, soy el hijo de Apolo? Se suscita entonces una discusión y Ion se deja convencer poco a poco, no sin [que ella le diga] algo que es un elemento esencial en la obra: "Escucha, hijo mío, la idea que se me ocurre. Por tu bien, Loxias te ha hecho entrar así en un noble hogar". Esto es lo que ha pasado, dice Creúsa: Febo ha estimado más sencillo hacerte entrar en un noble hogar por intermedio de Juto. Y Ion responde: "Tan pobre conjetura no me satisface; iré al templo a preguntar a Febo si soy hijo de un mortal o de Loxias". Por consiguiente, las confesiones de su madre, lo que ésta le dice sobre su nacimiento divino, no le bastan. Ión no puede conformarse con "tan pobre conjetura", necesita la última verdad que le asegure que, en efecto, ha nacido de Apolo y Creúsa y no de Creúsa y Juto o de Creúsa y un esclavo o de cualquiera. Necesita la verdad, y hace el ademán de entrar al templo a consultar por fin a ese dios que no ha dejado de callar desde el comienzo de la pieza.
Y en el momento en que él, el hijo de Apolo, el sacerdote o, en todo caso, el servidor del templo de Apolo, él que debe ser entronizado por los dioses como amo en Atenas, hace ese ademán para arrancar por fin la verdad al dios de quien al principio de la obra se señala que debe decir la verdad a todos los griegos, pues bien, se produce una peripecia. La mekhané desciende sobre el escenario y ¿a quién vemos aparecer? ¿A Apolo? De ningún modo; vemos aparecer a Atenea, que viene a posarse con su carro sobre el templo de Apolo, superponiendo su autoridad con la del dios que no ha querido hablar. Y es ella quien va a pronunciar el discurso de la verdad y el derecho, el discurso de la verdad del nacimiento de lón y del derecho que tiene éste a ejercer ahora el poder en Atenas. Y entonces: gran discurso de Atenea, discurso, por decirlo de algún modo, ateneico-apolíneo, o en todo caso discurso en el cual va a jugarse, va a decirse la predicción apolínea. Atenea dice: esto es lo que va a pasar. Volverás a Atenas, serás rey en Atenas, fundarás las cuatro tribus y de esas cuatro tribus nacerán todos los jonios. Y además tendrás medios hermanos de Juto y Creúsa, uno de los cuales, Doro, será el origen de los dorios, y otro, Aqueo, fundará a los aqueos. Discurso de profecía, pero discurso que, [en cuanto es] pronunciado por Atenea, diosa a la vez de la ciudad y la razón, funda efectivamente el derecho en la ciudad. El decir veraz del dios, que el dios mismo no ha podido formular, quedará a cargo de la diosa fundadora de la ciudad, la diosa que piensa, la diosa que reflexiona, la diosa del logosy ya no del oráculo, que dirá esa verdad. Dirá esa verdad, y con ella se disipará el velo que cubría lo ocurrido. ¿Se fundará el derecho? Y bien, no, todavía queda algo. Frente al problema del doble padre con que Ion se encuentra ahora —el padre real y divino Apolo y el padre aparente juto—, ¿qué se hará? En ese punto, la diosa da su consejo: no digamos nada a Juto; que siga creyendo, pues, que es el padre de ese hijo. Convencido Juto de que eres su hijo, tú volverás a Atenas. Él te otorgará el poder tiránico; tiránico, en efecto, porque Juto, en cuanto extranjero, descendiente de Zeus, al llegar a la ciudad no puede ejercer sobre ella más que cierto poder que es el del tyrannos. Volverás con él y te sentarás en la sede, el trono tiránico, dice el texto. Y fundarás entonces las tribus atenienses, es decir que la democracia [o, mejor], la organización política de Atenas, podrá encontrar los medios de desplegarse a partir de tu nacimiento erecteano y apolíneo, pero so capa de ese origen en Juto, cuya ilusión vamos a dejar imperar durante un tiempo. Y, si se quiere, toda la pieza se desenvuelve de ese modo: desde el silencio del decir veraz oracular a causa de la falta cometida por el dios; a través del clamor del decir veraz humano (clamor de la imprecación o clamor de la confesión, de la confidencia), [hasta] la enunciación -el tetcer tiempo, el tercer momento-, no por parte del dios oracular sino del dios racional, de un decir veraz que, por un lado, deja reinar sobre la verdad toda una cuota de ilusión, pero, al precio mismo de esa ilusión, instaura el orden donde la palabra que manda podrá ser una palabra de verdad y justicia, una palabra libre, una parrhesía. Y bien, hemos terminado con Ión.
Publicación anterior:
- Primera hora 1/2
- Primera hora 2/2
- Segunda hora 1/2
- Segunda hora 2/2
- Primera hora 1/2
- Primera hora 2/2
- Segunda hora
- Primera hora
0 comentarios:
Solo se publicarán mensajes que:- Sean respetuosos y no sean ofensivos.
- No sean spam.
- No sean off topics.
- Siguiendo las reglas de netiqueta.
Publicar un comentario