Friedrich Nietzsche
Cómo se llega a ser lo que se es..
El nacimiento de la tragedia
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Para ser justos con El nacimiento de la tragedia (1872) será necesario olvidar algunas cosas. Ha influido e incluso fascinado por lo que tenía de errado, por su aplicación al wagnerismo, como si éste fuese un síntoma de ascensión Este escrito fue, justo por ello, un acontecimiento en la vida de Wagner: sólo a partir de aquel instante se pusieron grandes esperanzas en su nombre. Todavía hoy se me recuerda a veces, en las discusiones sobre Parsifal, que en realidad yo tengo sobre mi conciencia el hecho de que haya prevalecido una opinión tan alta sobre el valor cultural de ese movimiento. He encontrado muchas veces citado este escrito como El renacimiento de la tragedia en el espíritu de la música; sólo se ha tenido oídos para percibir en él una nueva fórmula del arte, del propósito, de la tarea de Wagner; en cambio no se oyó lo que de valioso encerraba en el fondo ese escrito. «Grecia y el pesimismo», éste habría sido un título menos ambiguo; es decir, una primera enseñanza acerca de cómo los griegos acabaron con el pesimismo, de con qué lo superaron Precisamente la tragedia es la prueba de que los griegos no fueron pesimistas: Schopenhauer se equivocó aquí, como se equivocó en todo. Examinándolo con cierta neutralidad, El nacimiento de la tragedia parece un escrito muy intempestivo: nadie imaginaría que fue comenzado bajo los truenos de la batalla de Worth. Yo medité a fondo estos problemas ante los muros de Metz, en frías noches de septiembre, mientras trabajaba en el servicio de sanidad; podría creerse más bien que la obra fue escrita cincuenta años antes. Es políticamente indiferente -no «alemana», se dirá hoy-, desprende un repugnante olor hegeliano, sólo en algunas fórmulas está impregnada del amargo perfume cadavérico de Schopenhauer. Una «idea» -la antítesis dionisiaco y apolíneo-, traspuesta a lo metafísico; la historia misma, vista como el desenvolvimiento de esa «idea»; en la tragedia, la antítesis superada en unidad; desde esa óptica, cosas que jamás se habían mirado cara a cara, puestas súbitamente frente a frente, iluminadas y comprendidas unas por medio de otras. La ópera, por ejemplo, y la revolución. Las dos innovaciones decisivas del libro son, por un lado, la comprensión del fenómeno dionisiaco en los griegos: el libro ofrece la primera sicología de ese Énómeno, ve en él la raíz única de todo el arte griego. Lo segundo es la comprensión del socratismo: Sócrates, reconocido por vez primera como instrumento de la disolución griega, como décadent típico. «Racionalidad» contra instinto. ¡La racionalidad a cualquier precio, como violencia peligrosa, como violencia que socava la vida! En todo el libro, un profundo, hostil silencio contra el cristianismo. Este no es ni apolíneo ni dionisiaco; niega todos los valores estéticos, los únicos valores que El nacimiento de la tragedia reconoce: el cristianismo es nihilista en el más hondo sentido, mientras que en el símbolo dionisiaco se alcanza el límite extremo de la afirmación En una ocasión se alude a los sacerdotes cristianos como una «pérfida especie de enanos», de «subterráneos».
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Este comienzo es extremadamente notable. Yo había descubierto el único símbolo y la única réplica de mi experiencia más íntima que la historia posee, justo por ello había sido yo el primero en comprender el naravilloso fenómeno de lo dionisiaco. Asimismo, por el hecho de reconocer a Sócrates como décadent había dado yo una prueba totalmente inequívoca de que la seguridad de mi garra psicológica no es puesta en peligro por ninguna idiosincrasia moral: la moral misma entendida como síntoma de décadence es una innovación, una singularidad de primer rango en la historia del conocimiento. ¡Con estas dos ideas había saltado yo muy alto por encima de la lamentable charlatanería, propia de mentecatos, sobre optimismo contra pesimismo! Yo fui el primero en ver la auténtica antítesis: el instinto degenerativo, que se vuelve contra la vida con subterránea avidez de venganza (el cristianismo, la filosofía de Schopenhauer, en cierto sentido ya la filosofía de Platón, el idealismo entero, como formas típicas), y una fórmula de la afirmación suprema, nacida de la abundancia, de la sobreabundancia, un decir sí sin reservas aun al sufrimiento, aun a la culpa misma, aun a todo lo problemático y extraño de la existencia. Este sí último, gozosísimo, exuberante, arrogantísimo dicho a la vida no es sólo la intelección suprema, sino también la más honda, la más rigurosamente confirmada y sostenida por la verdad y la ciencia. No hay que sustraer nada de lo que existe, rada es superfluo; los aspectos de la existencia rechazados por los cristianos y otros nihilistas pertenecen incluso a un orden infinitamente superior, en la jerarquía de los valores, que aquello que el instinto de décadence pudo lícitamente aprobar, llamar bueno. Para captar esto se necesita coraje y, como condición de él, un exceso de fuerza: pues nos acercamos a la verdad exactamente en la medida en que al coraje le es lícito osar ir hacia delante, exactamente en la medida de la fuerza. El conocimiento, el decir sí a la realidad, es para el fuerte una necesidad, así como son una necesidad para el débil, bajo la inspiración de su debilidad, la cobardía y la huida frente a la realidad, el «ideal». El débil no es dueño de conocer: los décadents tienen necesidad de la mentira, ella es una de sus condiciones de conservación. Quien no sólo comprende la palabra «dionisiaco», sino que se comprende a sí mismo en ella, no necesita ninguna refutación de Platón, o del cristianismo, o de Schopenhauer, huele la putrefacción grande de todas las tareas ¿quién sabe? La visión de una fiesta que yo viviré todavía. El pathos de las primeras páginas pertenece a la historia universal; la mirada de que se habla en la página séptima es la genuina mirada de Zaratustra; Wagner, Bayreuth, toda la pequeña miseria alemana es una nube en la que se refleja un hfinito espejismo del futuro. Incluso psicológicamente, todos los rasgos de mi naturaleza propia están inscritos en la de Wagner, la yuxtaposición de las fuerzas más luminosas y fatales, la voluntad de poder como jamás hombre alguno la ha poseído, la valentía brutal en lo espiritual, la fuerza ilimitada para aprender sin que la voluntad de acción quedase oprimida por ello. Todo en este escrito es un presagio: la cercanía del retorno del espíritu griego, la necesidad de Antialejandros que vuelvan a atar el nudo gordiano de la cultura griega, después de que ha sido desatado. Óigase el acento histórico-universal con que se introduce en la página 30 el concepto de «mentalidad trágica»: todos los acentos de este escrito pertenecen a la historia universal. Esta es la «objetividad» más extraña que puede existir: la absoluta certeza sobre lo que yo soy se proyectó sobre cualquier realidad casual, la verdad sobre mí dejaba oír su voz desde una horrorosa profundidad. En la página 71 se describe y anticipa con incisiva seguridad el estilo del Zaratustra; y jamás se encontrará una expresión más grandiosa para describir el acontecimiento Zaratustra, el acto de una gigantesca purificación y consagración de la humanidad, que la que fue hallada en las páginas 43-46.
Las Intempestivas
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Las cuatro Intempestivas son íntegramente belicosas. Demuestran que yo no era ningún «Juan el Soñador», que me gusta desenvainar la espada, acaso también que tengo peligrosamente suelta la muñeca. El primer ataque (1873) fue para la cultura alemana, a la que ya entonces miraba yo desde arriba con inexorable desprecio. Una cultura carente de sentido, de sustancia, de meta: una mera «opinión pública». No hay peor malentendido, decía yo, que creer que el gran éxito bélico de los alemanes prueba algo en favor de esa cultura y, mucho menos, su victoria sobre Francia. La segunda Intempestiva (1874) descubre lo que hay de peligroso, de corrosivo y envenenador de la vida, en nuestro modo de hacer ciencia: la vida, enferma de este engranaje y este mecanismo deshumanizados, enferma de la «impersonalidad» del trabajador, de la falsa economía de la «división del trabajo». Se pierde la finalidad esto es, la cultura: el medio, el cultivo moderno de la ciencia, barbariza. En este tratado el «sentido histórico», del cual se halla orgulloso este siglo, fue reconocido por vez primera como enfermedad, como signo típico de decadencia. En la tercera y en la cuarta Intempestivas son confrontadas, como señales hacia un concepto superior de cultura, hacia la restauración del concepto de «cultura», dos imágenes del más duro egoísmo, de la más dura cría de un ego, tipos intempestivos par excellence, llenos de soberano desprecio por todo lo que a su alrededor se llamaba Reich, «cultura», «cristianismo», «Bismarck», «éxito», Schopenhauer y Wagner o, en una sola palabra, Nietzsche.
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El primero de estos cuatro atentados tuvo un éxito extraordinario. El revuelo que provocó fue espléndido en todos los sentidos. Yo había tocado a una nación victoriosa en su punto vulnerable; decía que su victoria no era un acontecimiento cultural, sino tal vez, tal vez, algo completamente distinto... La respuesta llegó de todas partes y no sólo, en absoluto, de los viejos amigos de David Strauss, a quien yo había puesto en ridículo, presentándolo como tipo de cultifilisteo alemán y como satisfait [satisfecho], en suma, como autor de su grande de todas las tareas evangelio de cervecería de la «antigua y la nueva fe» (la expresión «cultifilisteo» ha permanecido desde entonces en el idioma, introducida en él por mi escrito). Esos viejos amigos, a quienes en su calidad de wurtembergueses y suabos había asestado yo una profunda puñalada al haber encontrado ridículo a su extraño animal, a su avestruz (Strauss), respondieron de manera tan proba y grosera como yo, de algún nodo, podía desear; las réplicas prusianas fueron más inteligentes, encerraban en sí más «azul Prusia». Lo más indecoroso lo realizó un periódico de Leipzig, el tristemente famoso Grenzboten; me costó trabajo que mis indignados amigos de Basilea no tomasen ninguna medida. Sólo algunos viejos señores se pusieron ñcondicionalmente de mi parte, por razones diversas y, en parte, imposibles de averiguar. Entre ellos, Ewald, de Gotinga, que dio a entender que mi atentado había resultado mortal para Strauss. Asimismo el viejo hegeliano Bruno Bauer, en el que he tenido desde entonces uno de mis lectores más atentos. En sus últimos años le gustaba hacer referencia a mí, indicarle, por ejemplo, al señor Von Treitschke, el historiógrafo prusiano, quién era la persona a la que él podía preguntar para informarse sobre el concepto de «cultura», que aquél había perdido. Lo más meditado, también lo más extenso sobre el escrito y su autor fue dicho por un viejo discípulo del filósofo Von Baader, un cierto catedrático llamado Hoffinann, de Wurzburgo. Este preveía, por este escrito, que me esperaba un gran destino, provocar una especie de crisis y de suprema decisión en el problema del ateísmo, cuyo tipo más instintivo y más audaz advirtió en mí. E ateísmo era lo que me llevaba a Schopenhauer, decía. Pero el artículo, con mucho, mejor escuchado, el más amargamente sentido, fue uno extraordinariamente fuerte y valeroso, en defensa mía, del, por lo demás, tan suave Karl Hillebrand, el último alemán humano que ha sabido manejar la pluma. Su artículo se leyó en la Augsburger Zeitung; hoy puede leerse, en una forma algo más cauta, en sus obras completas. Mi escrito era presentado en él como un acontecimiento, como un punto de viraje, como una primera toma de conciencia, como un signo óptimo, como un auténtico retorno de la seriedad alemana y de la pasión alemana en asuntos del espíritu. Hillebrand elogiaba mucho la forma del escrito, su gusto maduro, su perfecto tacto en discernir entre persona y cosa: lo destacaba como el mejor texto polémico que se había escrito en lengua alemana, en ese arte de la polémica, que precisamente para los alemanes resulta tan peligroso, tan desaconsejable. Estaba incondicionalmente de acuerdo conmigo, incluso iba más lejos que yo en aquello que me había atrevido a decir sobre el encanallamiento del idioma en Alemania (hoy se las dan de puristas y no saben ya construir una frase), mostrando idéntico desprecio por los «primeros escritores» de esa nación, y terminaba expresando su admiración por mi coraje, aquel «coraje supremo que llevaba al banquillo de los acusados precisamente a los hijos predilectos de un pueblo». La repercusión de este escrito en mi vida es realmente inapreciable. Desde entonces nadie ha buscado pendencias conmigo. En Alemania se me silencia, se me trata con una sombría cautela: desde hace años he usado de una incondicional libertad de palabra, para la cual nadie hoy, y menos que en ninguna parte en el Reich, ha tenido suficientemente libre la mano. Mi paraíso está «a la sombra de mi espada». En el fondo yo había puesto en práctica una máxima de Stendhal: éste aconseja que se haga la entrada en sociedad con un duelo. ¡Y cómo había elegido a mi adversario!, ¡el primer librepensador alemán!. De hecho en mi escrito se dejó oír por vez primera una especie completamente nueva de librepensamiento: hasta hoy nada me es más lejano y menos afín que toda la especie europea y norteamericana de libres penseurs [librepensadores]. Mi discordia con ellos, con esos incorregibles mentecatos y bufones de las «ideas modernas», es incluso más profunda que con cualquiera de sus adversarios. También ellos, a su manera, quieren «mejorar» la humanidad, a su imagen; harían una guerra implacable a lo que yo soy, a lo que yo quiero, en el supuesto de que lo comprendieran, todos ellos creen todavía en el «ideal». Yo soy el primer inmoralista
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Exceptuadas, como es obvio, algunas cosas, yo no afirmaría que las Intempestivas señaladas con los nombres de Schopenhauer y de Wagner puedan servir especialmente para comprender o incluso sólo plantear el problema psicológico de ambos casos. Así, por ejemplo, con profunda seguridad instintiva se dice ya aquí que la realidad básica de la naturaleza de Wagner es un talento de comediante, talento que, en sus medios y en sus intenciones, no hace más que extraer sus consecuencias. En el fondo yo quería, con estos escritos, hacer otra cosa completamente distinta que sicología: en ellos intentaba expresarse por vez primera un problema de educación sin igual, un nuevo concepto de la cría de un ego, de la auto-defensa hasta llegar a la dureza, un camino hacia la grandeza y hacia tareas histérico-universales. Hablando a grandes rasgos, yo agarré por los cabellos, como se agarra por los cabellos una ocasión, dos tipos famosos y todavía no definidos en absoluto, con el fin de expresar algo, con el fin de tener en la mano unas cuantas fórmulas, signos, medios lingüísticos más. En definitiva, esto se halla también insinuado, con una sagacidad completamente inquietante, en la página 93 de la tercera Intempestiva. Así es como Platón se sirvió de Sócrates, como de una semiótica para Platón. Ahora que vuelvo la vista desde cierta lejanía a las situaciones de las que estos escritos son testimonio, no quisiera yo negar que en el fondo hablan meramente de mí. El escrito Wagner en Bayreuth es una visión de mi futuro; en cambio, en Schopenhauer como educador está inscrita mi historia más íntima, mi devenir. ¡Sobre todo, mi voto solemne/ ¡Oh, cuan lejos me encontraba yo entonces todavía de lo que soy hoy, del lugar en que me encuentro hoy, en una altura en la que ya no hablo con palabras, sino con rayos! Pero yo veía el país -no me engañé ni un solo instante acerca del camino, del mar, del peligro-¡y del éxito! ¡El gran sosiego en el prometer, ese feliz mirar hacia un futuro que no se quedará en simple promesa! Aquí toda palabra está vivida, es profunda, íntima; no faltan cosas dolorosísimas, hay allí palabras que en verdad sangran. Pero un viento propio ds la gran libertad sopla sobre todo; la herida misma no actúa como objeción. Sobre cómo concibo yo al filósofo, como un terrible explosivo ante el cual todo se encuentra en peligro, sobre cómo separo yo miles de millas mi concepto «filósofo» de un concepto que comprende en sí todavía hcluso a Kant, para no hablar de los «rumiantes» académicos y otros catedráticos de filosofía: sobre todo esto ofrece ese escrito una enseñanza inapreciable, aun concediendo que quien aquí habla no es, en el fondo, «Schopenhauer como educador», sino su antítesis, «Nietzsche como educador». Si se tiene en cuenta que mi oficio era entonces el de docto, y, tal vez también, que yo entendía mi oficio, no carece de significación que en este escrito aparezca bruscamente un áspero fragmento de sicología del docto: expresa el sentimiento de la distancia, la profunda seguridad sobre lo que en mí puede ser tarea y lo que puede ser simplemente medio, entreacto y elemento accesorio. Mi listeza es haber sido muchas cosas y en muchos ligares, para poder llegar a ser una única cosa. Por cierto tiempo tuve que ser también un docto.
Humano, demasiado humano Con dos continuaciones
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Humano, demasiado humano es el monumento de una crisis. Dice de sí mismo que es un libro para espíritus libres: casi cada una de sus frases expresa una victoria - con él me liberé de lo que no pertenecía a mi naturaleza. No pertenece a ella el idealismo: el título dice «donde vosotros veis cosas ideales, veo yo ¡cosas humanas, ay, sólo demasiado humanas!» Yo conozco mejor al hombre. La expresión «espíritu libre» quiere ser entendida aquí en este único sentido: un espíritu devenido libre, que ha vuelto a tomar posesión de sí. El tono, el sonido de la voz se ha modificado completamente: se encontrará este libro inteligente, frío, a veces duro y sarcástico. Cierta espiritualidad de gusto aristocrático parece sobreponerse de continuo a una corriente más apasionada que se desliza por el fondo. En este contexto tiene sentido el que la publicación del libro ya en el año 1878 se disculpase propiamente, por así decirlo, con la celebración del centenario de la muerte de Voltaire. Pues Voltaire, al contrario de todos los que escribieron después de él, es sobre todo un grand seigneur [gran señor] del espíritu: exactamente lo que yo también soy. El nombre «Voltaire» sobre un escrito mío -esto era un verdadero progreso- hacia mí. Si se mira con mayor atención, se descubre un espíritu inmisericorde que conoce todos los escondites en que el ideal tiene su casa, en que tiene sus mazmorras y, por así decirlo, su última seguridad. Una antorcha en las manos, la cual no da en absoluto una luz «vacilante», es lanzada, con una claridad incisiva, para que lo ilumine, a ese inframundo del ideal. Es la guerra, pero la guerra sin pólvora y sin humo, sin actitudes bélicas, sin pathos ni miembros dislocados, todo eso sería aún «idealismo». Un error detrás del otro va quedando depositado sobre el hielo, el ideal no es refutado, se congela. Aquí, por ejemplo, se congela «el genio»; un rincón más allá se congela «el santo»; bajo un grueso témpano se congela «el héroe»; al final se congela «la fe», la denominada «convicción», también la «compasión» se enfría considerablemente; casi en todas partes se congela «la cosa en sí».
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Los inicios de este libro se sitúan en las semanas de los primeros Festivales de Bayreuth: una profunda extrañeza frente a todo lo que allí me rodeaba es uno de sus presupuestos. Quien tenga una idea de las visiones que ya entonces, me habían salido a mí al paso podrá adivinar de qué humor me encontraba cuando un día me desperté en Bayreuth. Totalmente como si soñase. ¿Dónde estaba yo? No reconocía nada, apenas reconocí a Wagner. En vano hojeaba mis recuerdos. Tribschen, una lejana isla de los bienaventurados: ri sombra de semejanza. Los días incomparables en que se colocó la primera piedra, el pequeño grupo pertinente que lo festejó y al cual no había que desear dedos para las cosas delicadas: ni sombra de semejanza. ¿Qué había ocurrido? ¡Se había traducido a Wagner al alemán! ¡El wagneriano se había enseñoreado de Wagner! ¡El arte alemán! ¡el maestro alemán!, ¡la cerveza alemana!. Nosotros los ajenos á aquello, los que sabíamos demasiado bien cómo el arte de Wagner habla únicamente a los artistas refinados, al cosmopolitismo del gusto, estábamos fuera de nosotros mismos al reencontrar a Wagner enguirnaldado con «virtudes» alemanas. Pienso que yo conozco al wagneriano, he «vivido» tres generaciones de ellos, desde el difunto Breudel, que confundía a Wagner con Hegel, hasta los idealistas de los BayreutherBlatter [Hojas de Bayreuth], que confundían a Wagner consigo mismos; he oído toda suerte de confesiones de «almas bellas» sobre Wagner. ¡Un reino por una sola palabra sensata! ¡En verdad, una compañía que ponía los pelos de punta! ¡Nohl, Pohl, Kohl, mit Grazie in infinitum [con gracia, hasta el infinito]! No falta entre ellos ningún engendro, ni siquiera el antisemita. ¡Pobre Wagner! ¡Dónde había caído! ¡Si al menos rubiera caído entre puercos! ¡Pero entre demanes! En fin, habría que empalar, para escarmiento de la posteridad, a un genuino bayreuthiano, o mejor, sumergirlo en spiritus [alcohol], pues spiritus [espíritu] es lo que falta, con esta leyenda: este aspecto ofrecía el «espíritu» sobre el que se fundó el «Reich». Basta, en medio de todo me marché de allí por dos semanas, de manera muy súbita, aunque una encantadora parisiense intentaba consolarme; me disculpé con Wagner mediante un simple telegrama de texto fatalista. En un lugar profundamente escondido en los bosques de la Selva Bohemia, Klingenbrunn, me ocupé de mi melancolía y de mi desprecio de los alemanes como si se tratase de una enfermedad - y de vez en cuando escribía, con el título global de «La reja del arado», una frase en mi libro de notas, todas, Psicológica [observaciones psicológicas] duras, que acaso puedan reencontrarse todavía en Humano, demasiado humano.
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Lo que entonces se decidió en mí no fue, acaso, una ruptura con Wagner; yo advertía un extravío total de mi instinto, del cual era meramente un signo cada desacierto particular, se llamase Wagner o se llamase cátedra de Basilea. Una impaciencia conmigo mismo hizo presa en mí; yo veía que había llegado el momento de reflexionar sobre mí. De un solo golpe se me hizo claro, de manera terrible, cuánto tiempo había sido ya desperdiciado, qué aspecto inútil, arbitrario, ofrecía toda mi existencia de filólogo, comparada con mi tarea. Me avergoncé de esta falsa modestia. Habían pasado diez años en los cuales la alimentación de ni espíritu había quedado propiamente detenida, en los que no había aprendido nada utilizable, en los que había olvidado una absurda cantidad de cosas a cambio de unos cachivaches de polvorienta erudición. Arrastrarme con acribia y ojos enfermos a través de los métricos antiguos, ¡a esto había llegado! Me vi, con lástima, escuálido, famélico: justo las realidades eran lo que faltaba dentro de mi saber, y las «idealidades», ¡para qué diablos servían! Una sed verdaderamente ardiente se apoderó de mí: a partir de ese momento no he cultivado de hecho nada más que fisiología, medicina y ciencias naturales, incluso a auténticos estudios históricos he vuelto tan sólo cuando la tarea me ha forzado imperiosamente a ello. Entonces adiviné también por vez primera la conexión existente entre una actividad elegida contra los propios instintos, eso que se llama «profesión» (Beruf), y que es la cosa a la que menos estamos llamados y aquella imperiosa necesidad de lograr una anestesia del sentimiento de vacío y de hambre por medio de un arte narcótico, por medio del arte de Wagner, por ejemplo. Mirando a mi alrededor con mayor cuidado he descubierto que un gran número de jóvenes se encuentra en ese mismo estado de miseria: una primera contranaturaleza fuerza formalmente otra segunda. En Alemania, en el «Reich», para hablar inequívocamente, cbmasiados hombres están condenados a decidirse prematuramente y luego, bajo un peso que no es posible arrojar, a perecer por cansancio. Estos anhelan Wagner como un opio, se olvidan de sí mismos, se evaden de sí mismos por un instante. ¡Qué digo! - por cinco o seis horas.
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Entonces mi instinto se decidió implacablemente a que no continuasen aquel ceder ante otros, aquel acompañar a otros, aquel confundirme a mí mismo con otros. Cualquier modo de vida, las condiciones más desfavorables, la enfermedad, la pobreza. Todo me parecía preferible a aquel indigno «desinterés» en que yo había caído, primero por ignorancia, por juventud, pero al que más tarde había permanecido aferrado pr pereza, por lo que se llama «sentimiento del deber». Aquí vino en mi ayuda de una manera que no puedo admirar bastante, y justo en el momento preciso, aquella mala herencia de mi padre, en el fondo, una predestinación a una muerte temprana. La enfermedad me sacó con lentitud de todo aquello: me ahorró toda ruptura, todo paso violento y escandaloso. No perdí entonces ninguna benevolencia y conquisté varias más. La enfermedad me proporcionó asimismo un derecho a dar completamente la vuelta a todos mis fábitos: me permitió olvidar, me ordenó olvidar; me hizo el regalo de obligarme a la quietud, al ocio, a aguardar, a ser paciente. ¡Pero esto es lo que quiere decir pensar! Mis ojos, por sí solos, pusieron fin a toda bibliomanía, hablando claro: a la filología: yo quedaba «redimido» del libro, durante años no volví a leer nada ¡el máximo beneficio que me he procurado! El mí-mismo más profundo, casi sepultado, casi enmudecido bajo un permanente tener-que-oír a otros sí-mismos (¡y esto significa, en efecto, leer!), se despertó lentamente, tímido, dubitativo, pero al final volvió a hablar. Nunca he sido tan feliz conmigo mismo como en las épocas más enfermas y más dolorosas de mi vida: basta mirar Aurora, o El caminante y su sombra, para comprender lo que significó esta «vuelta a mí mismo»: ¡una especie suprema de curación! La otra no fue más que una consecuencia de ésta.
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Humano, demasiado humano, este monumento de una rigurosa cría de un ego, con la que puse bruscamente fin en mí a toda patraña superior, a todo «idealismo», a todo «sentimiento bello» y a otras debilidades femeninas que se habían infiltrado en mí, fue redactado en sus partes principales en Sorrento; quedó concluido y alcanzó forma definitiva durante un invierno pasado en Basilea, en condiciones incomparablemente peores que las de Sorrento. En el fondo quien tiene sobre su conciencia este libro es el señor Peter Gast, que entonces estudiaba en la Universidad de Basilea y que se hallaba muy ligado a mí. Yo dictaba, con la cabeza dolorida y vendada; él transcribía, él corregía también, él fue, en el fondo, el auténtico escritor, mientras que yo fui meramente el aitor. Cuando por fin tuve en mis manos el libro acabado -con profundo asombro de un enfermo grave-, mandé, entre otros, dos ejemplares también a Bayreuth. Por un milagro de sentido en el azar me llegó al mismo tiempo un hermoso ejemplar del texto de Parsifal, con una dedicatoria de Wagner a mí, «a su querido amigo Friedrich Nietzsche, Richard Wagner, consejero eclesiástico». Este cruce de los dos libros, a mí me pareció oír en ello un ruido ominoso. ¿No sonaba como si se cruzasen espadas? En todo caso, ambos lo sentimos así: pues ambos callamos. Por este tiempo aparecieron los primeros Bayreuther Blátter. yo comprendí para qué cosa había llegado el tiempo. ¡Increíble! Wagner se había vuelto piadoso.
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Del modo como yo pensaba entonces (1876) acerca de mí mismo, de la seguridad tan inmensa con que conocía mi tarea y la importancia histórico-universal de ella, de eso da testimonio el libro entero, pero sobre todo un pasaje muy explícito: sólo que también aquí evité, con mi instintiva astucia, la partícula «yo» y esta vez lancé los rayos de una gloria histórico-universal no sobre Schopenhauer o sobre Wagner, sino sobre uno de mis amigos, el distinguido doctor Paul Rée, por fortuna, un animal demasiado fino para... Otros fueron menos finos: los casos sin esperanza entre mis lectores, por ejemplo el típico catedrático alemán, los he reconocido siempre en el hecho de que, apoyándose en este pasaje, han creído tener que entender todo el libro como realismo superior. En verdad el libro contenía mi desacuerdo con cinco, con seis tesis de mi amigo: sobre esto puede leerse el prólogo a La genealogía de la moral. El pasaje dice así: ¿Cuál es, pues, la tesis principal a que ha llegado uno de los más audaces y fríos pensadores, el autor del libro Sobre el origen de los sentimientos morales (lisez [léase]: Nietzsche, el primer inmoralistá), en virtud de sus penetrantes e incisivos análisis del obrar humano? «El hombre moral no está más cerca del mundo inteligible que el hombre físico, pues el mundo inteligible no existe.» Esta frase, templada y afilada bajo los golpes de martillo del conocimiento histórico (lisez [léase]: transvaloración de todos los valores), acaso pueda servir algún día en algún futuro -¡1890!- de hacha para cortar la raíz de la «necesidad metafísica» o de la humanidad, si para bendición o para maldición de ésta, ¿quién podría decirlo? Pero en todo caso es una frase que tiene las más destacadas consecuencias, fecunda y terrible a la vez, que mira al mundo con aquella doble vista que poseen todos los grandes conocimientos.
Aurora
Pensamientos sobre la moral como prejuicio
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Con este libro empieza mi campaña contra la moral. No es que huela lo mas mínimo a pólvora: en él se percibirán olores completamente distintos y mucho más amables, suponiendo que se tenga alguna finura en la nariz. Ni artillería pesada, ni tampoco ligera: si el efecto del libro es negativo, tanto menos lo son sus medios, esos medios de los cuales se sigue el efecto como una conclusión, no como un cañonazo. El que el lector diga adiós a este libro llevando consigo una cautela esquiva frente a todo lo que hasta ahora se había llegado a honrar e incluso adorar bajo el nombre de moral no está en contradicción con el hecho de que en todo el libro no aparezca ni una sola palabra negativa, ni un solo ataque, ni una sola malignidad, antes bien, repose al sol, orondo, feliz, como un animal marino que toma el sol entre peñascos. En última instancia, yo mismo era ese animal marino: casi cada una de las frases de este libro está ideada, pescada, en aquel caos de peñascos cercano a Genova, en el cual me encontraba solo y aún tenía secretos con el mar. Todavía ahora, si por casualidad toco este libro, casi cada una de sus frases se convierte para mí en un hilo, tirando del cual extraigo de nuevo algo incomparable de la profundidad: toda su piel tiembla de delicados estremecimientos del recuerdo. No es pequeño el arte que lo distingue en retener un poco cosas que se escabullen ligeras y sin ruido, instantes que yo llamo lagartos divinos, retenerlos no, desde luego, con la crueldad de aquel joven dios griego que simplemente ensartaba al pobre lagartillo, pero sí con algo afilado de todos modos, con la pluma. «Hay tantas auroras que todavía no han resplandecido» -esta inscripción india está colocada sobre la puerta que da entrada a este libro. ¿Dónde busca su autor aquella nueva mañana, aquel delicado arrebol no descubierto aún, con el que de nuevo un día ¡ ay, toda una serie, un mundo entero de nuevos días! se inicia? En una transvaloración de todos los valores, en el desvincularse de todos los valores morales, en un decir sí y tener confianza en todo lo que hasta ahora ha sido prohibido, despreciado, maldecido. Este libro que dice sí derrama su luz, su amor, su ternura nada más que sobre cosas malas, les devuelve otra vez «el alma», la buena conciencia, el alto derecho y privilegio de existir. La moral no es atacada, simplemente no es tomada ya en consideración. Este libro concluye con un «¿o acaso?», es el único libro que concluye con un «¿o acaso?».
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Mi tarea de preparar a la humanidad un instante de suprema autognosis, un gran mediodía en el que mire hacia atrás y hacia delante, en el que se sustraiga al dominio del azar y de los sacerdotes y plantee por vez primera, en su totalidad, la cuestión del ¿por qué?, del ¿para qué? , esta tarea es una consecuencia necesaria para quien ha comprendido que la humanidad no marcha por sí misma por el camino recto, que no es gobernada en absoluto por un Dios, que, antes bien, el instinto de la negación, de la corrupción, el instinto de décadence ha sido el que ha reinado con su seducción, ocultándose precisamente bajo el manto de los más santos conceptos de valor de la humanidad. El problema de la procedencia de los valores morales es para mí un problema de primer rango, porque condiciona el futuro de la humanidad. La exigencia de que se debe creer que en el fondo todo se encuentra en las mejores manos, que un libro, la Biblia, proporciona una tranquilidad definitiva acerca del gobierno y la sabiduría divinos en el destino de la humanidad, esa exigencia representa, retraducida a la realidad, la voluntad de no dejar aparecer la verdad sobre el lamentable contrapolo de esto, a saber, que la humanidad ha estado hasta ahora en las peores manos, que ha sido gobernada por los fracasados, por los astutos vengativos, los llamados «santos», esos calumniadores del mundo y violadores del hombre. El signo decisivo en que se revela que el sacerdote (incluidos los sacerdotes enmascarados, los filósofos) se ha enseñoreado de todo, y no sólo de una determinada comunidad religiosa, el signo en que se revela que la moral de la décadence, la voluntad de final, se considera como moral en sí, es el valor incondicional que en todas partes se concede a lo no-egoísta y la enemistad que en todas partes se dispensa a lo egoísta. A quien esté en desacuerdo conmigo en este punto lo considero infectado. Pero todo el mundo está en desacuerdo conmigo. Para un fisiólogo tal antítesis de valores no deja ninguna duda. Cuando dentro del organismo el órgano más diminuto deja, aunque sea en medida muy pequeña, de proveer con total seguridad a su autoconservación, a la recuperación de sus fuerzas, a su «egoísmo», entonces el todo degenera. El fisiólogo exige la amputación de la parte degenerada, niega toda solidaridad con lo degenerado, está completamente lejos de sentir compasión por ello. Pero el sacerdote quiere precisamente la degeneración del todo, de la humanidad: por ello conserva lo degenerado; a ese precio domina él a la humanidad. ¿Qué sentido tienen aquellos conceptos-mentiras, los conceptos auxiliares de la moral, «alma», «espíritu», «voluntad libre», «Dios», sino el de arruinar fisiológicamente a la humanidad? Cuando se deja de tomar en serio la auto conservación, el aumento de fuerzas del cuerpo, es decir, de la vida, cuando de la anemia se hace un ideal, y del desprecio del cuerpo «la salud del alma», ¿qué es esto más que una receta para la décadence? La pérdida del centro de gravedad, la resistencia contra los instintos naturales, en una palabra, el «desinterés» -a esto se ha llamado hasta ahora moral. Con Aurora yo fui el primero en entablar la lucha contra la moral de la renuncia a sí mismo.
La gaya ciencia («la gaya scienza»)
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Aurora es un libro que dice sí, un libro profundo, pero luminoso y benévolo. Eso mismo puede afirmarse también, y en grado sumo, de La gaya ciencia: casi en cada una de sus frases van tiernamente unidas de la mano profundidad y petulancia. Unos versos que expresan la gratitud por el más prodigioso mes de enero que yo he vivido -el libro entero es regalo suyo- revelan suficientemente la profundidad desde la que aquí se ha vuelto gaya la «ciencia»:
Oh tú, que con dardo de fuego
el hielo de mi alma has roto,
para que ahora ésta con estruendo
se lance al mar de su esperanza suprema:
cada vez más luminosa y más sana,
libre en la obligación más afectuosa -
¡así es como ella ensalza tus prodigios,
bellísimo Enero!
Lo que «esperanza suprema» significa aquí, ¿quién puede tener dudas sobre ello al ver refulgir, como conclusión del libro cuarto, la belleza diamantina de las primeras palabras del Zaratustra? ¿O al leer las frases graníticas del final del libro tercero, con las cuales se reduce a fórmulas por vez primera un destino para todos los tiempos? Las Canciones del Príncipe Vogelfrei, compuestas en su mayor parte en Sicilia, acuerdan de modo explícito el concepto provenzal de la «gaya scienza», aquella unidad de cantor, caballero y espíritu libre que hace que aquella maravillosa y temprana cultura de los provenzales se distinga de todas las culturas ambiguas; sobre todo la poesía última de todas, Al mistral, una desenfrenada canción de danza, en la que, ¡con permiso!, se baila por encima de la moral, es un provenzalismo perfecto.
Así habló Zaratustra
Un libro para todos y para nadie
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Voy a contar ahora la historia del Zaratustra. La concepción fundamental de la obra, el pensamiento del eterno retorno, esa fórmula suprema de afirmación a que puede llegarse en absoluto, es de agosto del año 1881: se encuentra anotado en una hoja a cuyo final está escrito: «A 6.000 pies más alia del hombre y del tiempo» Aquel día caminaba yo junto al lago de Silvaplana a través de los bosques; junto a una imponente roca que se eleva en forma de pirámide no lejos de Surlei, me detuve. Entonces me vino ese pensamiento. Si a partir de aquel día vuelvo algunos meses hacia atrás, encuentro como signo precursor un cambio súbito y, en lo más hondo, decisivo de mi gusto, sobre todo en la música. Acaso sea lícito considerar el Zaratustra entero como música; ciertamente una de sus condiciones previas fue un renacimiento en el arte de oír. En una pequeña localidad termal de montaña, no lejos de Vicenza, en Recoaro, donde pasé la primavera del año 1881, descubrí juntamente con mi maestro y amigo Peter Gast, también él un «renacido», que el fénix Música pasaba volando a nuestro lado con un plumaje más ligero y más luminoso del que nunca había exhibido. Si, por el contrario, cuento a partir de aquel día hacia delante, hasta el parto, que ocurrió de nanera repentina y en las circunstancias más inverosímiles en febrero de 1883 -la parte final, esa misma de la que he citado algunas frases en el Prólogo, fue concluida exactamente en la hora sagrada en que Richard Wagner moría en Venecia, resultan dieciocho meses de embarazo. Este número de justamente dieciocho meses podría sugerir, al menos entre budistas, la idea de que en el fondo yo soy un elefante hembra. Al período intermedio corresponde La gaya ciencia, que contiene cien indicios de la proximidad de algo incomparable; al final ella misma ofrece ya el comienzo del Zaratustra; en el penúltimo apartado de su libro cuarto ofrece el pensamiento fundamental del Zaratustra. Asimismo corresponde a este período intermedio aquel Himno a la vida (para coro mixto y orquesta) cuya partitura ha aparecido hace dos años en E. W Fritzsch, de Leipzig' síntoma no insignificante tal vez de la situación de pese año, en el cual el pathos afirmativo par excellence, llamado por mí el pathos trágico, moraba dentro de mí en grado sumo. Alguna vez en el futuro se cantará ese himno en memoria mía. El texto, lo anoto expresamente, pues circula sobre esto un malentendido, no es mío: es la asombrosa inspiración de una joven rusa con quien entonces mantenía amistad, la señorita Lou von Salomé. Quien sepa extraer un sentido a las últimas palabras del poema adivinará la razón por la que yo lo preferí y admiré: esas palabras poseen grandeza. El dolor no es considerado como una objeción contra la vida: «Si ya no te queda ninguna felicidad que darme, ¡bien!, aún tienes tu sufrimiento.» Quizá también mi música posea gandeza en ese pasaje. (La nota final del oboe es un do bemol, no un do. Errata de imprenta.) El invierno siguiente lo viví en aquella graciosa y tranquila bahía de Rapallo, no lejos de Genova, enclavada entre Chiavari y el promontorio de Portofino. Mi salud no era óptima; el invierno, frío y sobremanera lluvioso; un pequeño albergo [fonda], situado directamente junto al mar, de modo que por la noche el oleaje imposibilitaba el sueño, ofrecía, casi en todo, lo contrario de lo deseable. A pesar de ello, y casi para demostrar mi tesis de que todo lo decisivo surge «a pesar de», mi Zaratustra nació en ese invierno y en esas desfavorables circunstancias. Por la mañana yo subía en dirección sur, hasta la cumbre, por la magnífica carretera que va hacia Zoagli, pasando junto a los pinos y dominando ampliamente con la vista el mar; por la tarde, siempre que la salud me lo permitía, rodeaba la bahía entera de Santa Margherita, hasta llegar detrás de Portofino. Este lugar y este paisaje se han vuelto aún más próximos a mi corazón por el gran amor que el inolvidable emperador alemán Federico III sentía por ellos; yo me hallaba de nuevo casualmente en esta costa en el otoño de 1886 cuando él visitó por última vez este pequeño olvidado mundo de felicidad. En estos dos caminos se me ocurrió todo el primer Zaratustra, sobre todo Zaratustra mismo en cuanto tipo: más exactamente, éste me asaltó.
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Para entender este tipo es necesario tener primero claridad acerca de su presupuesto fisiológico: éste es lo que yo ¿nomino la gran salud. No sé explicar este concepto mejor y de manera más persoga/ que como ya lo tengo explicado en uno de los apartados finales del libro quinto de La gaya ciencia, «Nosotros los nuevos, los carentes de nombre, los difíciles de entender» -se dice allí-, «nosotros, partos prematuros de un futuro no verificado todavía, necesitamos, para una finalidad nueva, también un medio nuevo, a saber, una salud nueva, una salud más vigorosa, más avisada, más tenaz, más temeraria, más alegre que cuanto lo ha sido hasta ahora cualquier salud. Aquel cuya alma siente sed de haber vivido directamente el ámbito entero de los valores y aspiraciones habidos hasta ahora y de haber recorrido todas las costas de este «Mediterráneo» ideal, aquel que quiere conocer, por las aventuras de su experiencia más propia, qué sentimientos experimenta un conquistador y descubridor del ideal, y asimismo los que experimentan un artista, un santo, un legislador, un sabio, un docto, un piadoso, un divino solitario de viejo estilo: ése necesita para ello, antes de nada, una cosa, la gran salud, una salud que no sólo se posea, sino que además se conquiste y tenga que conquistarse continuamente, pues una y otra vez se la entrega, se tiene que entregarla. Y ahora, después de que por árgo tiempo hemos estado así en camino, nosotros los argonautas del ideal, más valerosos acaso de lo que es prudente, habiendo naufragado y padecido daño con mucha frecuencia, pero, como se ha dicho, más sanos que cuanto se nos querría permitir, peligrosamente sanos, permanentemente sanos, parécenos como si, en recompensa de ello, tuviésemos ante nosotros una tierra no descubierta todavía, cuyos confines radie ha abarcado aún con su vista, un más allá de todas las anteriores tierras y rincones del ideal, un mundo tan sobremanera rico en cosas bellas, extrañas, problemáticas, terribles y divinas, que tanto nuestra curiosidad como nuestra sed de poseer están fuera de sí ¡ay, que de ahora en adelante no haya rada capaz de saciarnos! ¿Cómo podríamos nosotros, después de tales espectáculos y teniendo tal voracidad de ciencia y de conciencia, contentarnos ya con el hombre actual? Resulta bastante molesto, pero es inevitable que nosotros miremos sus más dignas metas y esperanzas tan sólo con una seriedad difícil de mantener, y acaso ni siquiera miremos ya. Un ideal distinto corre delante de nosotros, un ideal prodigioso, seductor, lleno de peligros, hacia el cual no quisiéramos persuadir a nadie, pues a nadie concedemos fácilmente el derecho a él: el ideal efe un espíritu que juega ingenuamente, es decir, sin quererlo y por una plenitud y potencialidad exuberantes, con todo lo que hasta ahora fue llamado santo, bueno, intocable, divino; un espíritu para quien lo supremo, aquello en que el pueblo encuentra con razón su medida del valor, no significa ya más que peligro, decadencia, rebajamiento, o, al menos, distracción, ceguera, olvido temporal de sí mismo; el ideal de un bienestar y de un bienquerer a la vez humanos y sobrehumanos, ideal que parecerá inhumano con bastante frecuencia, por ejemplo cuando se sitúa al lado de toda la seriedad terrena rábida hasta ahora, al lado de toda la anterior solemnidad en gestos, palabras, sonidos, miradas, moral y deber, como su viviente parodia involuntaria y sólo con el cual, a pesar de todo eso, se inicia quizá la gran seriedad, se pone por vez primera el auténtico signo de interrogación, da un giro el destino del alma, avanza la aguja, comienza la tragedia.»
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¿Tiene alguien, a finales del siglo XIX un concepto claro de lo que los poetas de épocas poderosas denominaron "inspiración"? En caso contrario, voy a describirlo. Si se conserva un mínimo residuo de superstición, resultaría difícil rechazar de hecho la idea de ser mera encarnación, mero instrumento sonoro, mero médium de fuerzas poderosísimas. El concepto de revelación, en el sentido de que de repente, con indecible seguridad y finura, se deja ver, se deja oír algo, algo que lo conmueve y trastorna a uno en lo más hondo, describe sencillamente la realidad de los hechos. Se oye, no se busca; se toma, no se pregunta quién es el que da; como un rayo refulge un pensamiento, con necesidad, sin vacilación en la forma; yo no he tenido jamás que elegir. Un éxtasis cuya enorme tensión se desata a veces en un torrente de lágrimas, un éxtasis en el cual unas veces el paso se precipita involuntariamente y otras se torna lento; un completo estar-fuera-de-sí, con la clarísima consciencia de un sinnúmero de delicados temblores y estremecimientos que llegan hasta los dedos de los pies; un abismo de felicidad en que lo más doloroso y sombrío no actúa como antítesis, sino como algo condicionado, exigido, como un color necesario en medio de tal sobreabundancia de luz; un instinto de relaciones rítmicas que abarca amplios espacios de formas, la longitud, la necesidad de un ritmo amplio son casi la medida de la violencia de la inspiración, una especie de contrapeso a su presión y a su tensión. Todo acontece de manera sumamente involuntaria, pero como en una tempestad de sentimiento de libertad, de incondicionalidad, de poder, de divinidad. La involuntariedad de la imagen, del símbolo, es lo más digno de atención; no se tiene ya concepto alguno; lo que es imagen, lo que es símbolo, todo se ofrece como la expresión más cercana, más exacta, más sencilla. larece en realidad, para recordar una frase de Zaratustra, como si las cosas mismas se acercasen y se ofreciesen para símbolo («Aquí todas las cosas acuden acariciadoras a tu discurso y te halagan: pues quieren cabalgar sobre tu espalda. Sobre todos los símbolos cabalgas tú aquí hacia todas las verdades. Aquí se me abren de golpe las palabras y los armarios de palabras de todo ser: todo ser quiere hacerse aquí palabra, todo devenir quiere aquí aprender a hablar de mí.») Esta es mi experiencia de la inspiración; no tengo duda de que es preciso retroceder milenios atrás para encontrar a alguien que tenga derecho a decir «es también la mía.»
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