sábado, 3 de septiembre de 2011

La inteligencia es medida de los sentidos...

..de la razón y de la voluntad..

La inteligencia de la historia


Los filósofos, «que contienden sobre cosas que no están sujetas al apetito», se distinguen «del vulgo, que defiende las suyas con la compasión y con la ira»; y Sócrates, que había discutido toda la vida sobre la justicia y la verdad, no se defendió frente a los jueces atenienses ni con una ni con otra. Es «vulgo» quien —y puede pertenecer a una clase de las llamadas «elevadas— carece de la «inteligencia» de lo apetecible; estando ella para contener los límites de todas las cosas, mide las sensibles y marca su límite; de esta carencia, el exceso de deseo de donde proviene la compasión por tener cada vez más de ellas, o la ira por no haberlas obtenido. Pero para no caer en esta «vulgaridad» es necesario ejercitarse en discutir, como dice Vico, acerca de las cosas que no están sujetas al apetito y que son medida de lo apetecible: en discutir acerca de todo en el ser para descubrir la verdad de lo apetecible, iluminarlo en su ser. En efecto, signar el límite no significa negar ni desvalorizar; por el contrario, la inteligencia capta los entes en su ser, su verdad: no se detiene en los detalles, no es parcial ni pasional precisamente porque es apasionada del ser. También los sentidos saben soñar cuando se hacen concienzudos: el olor de los cuerpos brota y crea armonías a la brisa de la libertad; basta saberla ver con el ojo de la inteligencia para que la carne no sea un vientre de tinieblas. También los sentidos, bajo el signo del límite, saben ver en cada cosa, la más pequeña, una certeza de valores.


La inteligencia ilumina y mide incluso la razón, signa su límite; la razón es «racional» y «razonable» cuando no se pone ella misma como principio de la verdad y de toda verdad —y no es renuncia a algo que le pertenece, sino «racional» conquista de su autenticidad y plenitud—; cuando no niega el logos, objeto interior de la inteligencia, fundamento del pensar y del razonar y por esto principio de verdad y de todas las verdades. Pero el «escándalo» de la razón «racionalística» y «raciocinante» es precisamente la verdad que se comunica por vía de inteligencia y no es su producto reconocido como tal con sentencia inapelable de su tribunal; su producto «construido» o «espontáneo», en este último sentido de la «razón natural» que como tal no puede ni debe sobrepasar la naturaleza en busca de «supersticiones» metafísicas o teológicas, ni siquiera la experiencia sensible: conclusión de racionalismo y empirismo. El escándalo es la «inteligencia de la verdad», la cual no consiente que esta última sea medida por los cálculos o por su eficacia práctica y operativa, siendo ella medida de sí misma y de todo ente y medida sólo por el Ser. De ello se sigue que la inteligencia solicita la voluntad al reconocimiento de los vínculos hombre-mundo y hombre-Dios, mientras que la razón «racionalística» y «raciocinante», marginada la intuición intelectiva, «seduce» a la voluntad que, a su vez, la impulsa a concentrar sus capacidades en el «persuadir» y «sugestionar» con armerías de verificaciones sin verdad y de Xóyoi sin Xóyoc, violencia que oscurece a la inteligencia y esclaviza a la libertad.

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La razón, en cambio, que no grita al escándalo, por un lado, conoce —y la voluntad libremente reconoce— que la verdad primera del ser es la luz objetiva de la inteligencia injuzgable por ella y, por otro, que es actividad derivada y no primaria respecto a la inteligencia misma; y ya que el ser es intuido en su infinitud y es principio del conocer racional y no función o producto de la razón, se sigue que, por cuantas verdades sean conocidas y cognoscibles, lo infinito de la verdad fundante es inagotable y sobrepasa infinitamente a la razón. Pero precisamente por cuanto solicitada por este infinito, la razón no puede tener detenciones en su actividad cognoscitiva ni le deben ser impuestas: que extienda y experimente sus posibilidades al máximo, al todo racional dentro de sus límites. Más allá de la razón, pero no sin ella mientras que el hombre esté en este mundo para vivir, en el cual es creado —y, por consiguiente, unidad de inteligencia y razón—, la inteligencia penetra todo ente, lo capta en su todo —no lo describe ni pesa ni mide solamente—, en el todo que ha sido, es y será, lo resume y prevé en su perfección; ilumina a la voluntad, que se hace solicita de quererlo perfecto, es decir, que se haga todo lo que es; en efecto, el amor es el ápice de la inteligencia y de la voluntad. Por otra parte, en el momento que se da a cada ser —y darse es como suprimirse— a fin de que se cumpla en el orden del mundo dentro de sus límites, la inteligencia, por lo infinito del ser que la constituye y hace que todo ente sea querido con intelecto de amor, sobrepasa todo ente y su perfección y apunta al cumplimiento de sí misma en el Ser. A diferencia de la razón, la inteligencia y la voluntad, que también están caladas en el mundo, no son mundanas, sino teísticas por esencia.

De aquí su estar siempre en posición incitadora de juicio respecto a la historia, de ruptura con lo que ha sido y es. Pero es la historia en cuanto tal la que es siempre juicio sobre sí misma, ruptura en su interior; lo es por esencia en cuanto historia del hombre, y porque es al mismo tiempo, indisolublemente, tradición y progreso. La historia no nace del «tiempo originario» de «Adán originario», sino de la caída de Adán, del oscurecimiento de su inteligencia consistente en el rechazo de su límite ontològico; nace como cambio de condición y prosigue por crisis ya que la primera «ruptura» no comporta la anulación del ser del hombre y por esto mantiene su participación dialéctica en el Ser, con la mira en el nacimiento en cada hombre del «hombre nuevo», es decir, del cambio radical, fin no-histórico de la historia. El principio y el fin de la historia no son históricos o de formación histórica: éste es el límite que la inteligencia signa a la historia, el hombre a sí mismo y hace que sea inteligente e inteligible la historia de «cada uno» y de la humanidad; y el historicismo, cualquiera que sea la forma en que se presenta, que pretende explicar toda la historia haciendo históricos incluso el principio y el fin de modo que todo es histórico, por esto mismo hace a la historia ininteligente e ininteligible y no puede evitar, aun cuando se presenta como filosofía de lo Absoluto, su caída fatal en una de las tantas formas de empirismo, de naturalismo, de materialismo, del que el sociologismo marca uno de los niveles más bajos.

Perder la conciencia de la necesidad del principio no-histórico de la historia es el oscurecimiento de ta inteligencia, coincidente con la pérdida del ser; negar el principio y conjuntamente el historicismo, por un lado, es aceptar del historicismo la tesis de que el hombre es liberado del «mito» del ser y con él del «mito» de Dios; por otro, es denunciar la impotencia del hombre para dar un sentido cualquiera a su historia y la vanidad de la pretensión de todo historicismo al querer substituir el principio por el hombre y su historia. A un pensador del «rechazo» del Ser y a la vez del «rechazo» del historicismo, no le queda más que el «eterno retorno de lo igual», un sucedáneo del principio, llamado a convalidar la ininteligencia y la absurdidez del hombre y de su historia; en efecto, el «eterno retorno de lo igual», por una parte es algo de no-temporal en lugar del principio no-histórico, y, por otra, es un no-principio que deja resbalar el acontecer humano en el absurdo y en la nada. Para Nietzscne, que tiene la profunda conciencia de la inconsistencia de una historia cuyo principio y fin son de formación histórica y al mismo tiempo rechaza al Ser —aun reconociendo implícitamente en la crítica del historicismo que sólo el principio y el fin no-históricos son la «veracidad» y la inteligibilidad de la historia—, la conclusión nihilista es inevitable, coherente disolución de todo historicismo, pero no su superación.



Capitulos anteriores:
Capitulo I
Capitulo II

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