Michel Foucault
Curso en el Collège de France
Ciclo lectivo (1982-1983)
Segunda hora
Estadio del Gorgias — La obligación de confesión en Platón: el contexto de liquidación de la retórica — Las tres cualidades de Cálleles: episteme; parrhesía y éunoia — Juego agonístico contra sistema igualitario — La palabra socrática: básanos y homología.
Repito lo que he dicho: ésta es la última clase. Supongo que saben que es la última clase porque ya he sacado las conclusiones. Querría pues, a título en parte de adición y para llenar una laguna, volver a dos textos del Gorgias, en esencia a uno que a mi entender fija bastante bien [o, mejor], esboza al menos el tipo de relación que, en la parrhesía, debe instaurarse, ya no con el político, insistamos, ya no con el rétor, sino con el discípulo. Éste es el tercer aspecto, el tercer perfil, el tercer campo de actividad, campo de ejercicio de la parrhesía. [...] Había pensado [entonces] estudiar uno tras otro dos textos del Gorgias. Uno que revisaré de manera más sucinta, en cuanto se trata de un texto que, pese a la importancia que se le atribuye, no me parece que corresponda justamente a la parrhesía filosófica. Y luego otro en el cual Platón emplea la palabra parrhesía, y es el primer uso del término en lo que podríamos llamar el campo de las prácticas de la dirección de conciencia. Como es obvio, querría dedicarme a este segundo texto.
Para ser breve, lo que me gustaría decirles acerca del Gorgias es lo siguiente: como saben, en la clasificación posplatónica o neoplatónica se le dio el subtítulo de Perí tes rhetorikés ("Sobre la retórica"). Y se trata en efecto de una interrogación sobre la retórica, pero muy diferente de la que encontramos en el Fedro. En este diálogo, efectivamente, la crítica de la retórica se hace, como saben, a través de una imitación; juego complejo, toda vez que la retórica misma es un arte de la adulación, imitación a cuyo término, a propósito del amor, se muestra que no es el discurso retórico el capaz de hacer el elogio verdadero del verdadero amor, sino otro tipo de discurso que debe articularse, de manera permanente y continua, con la verdad en la forma de la dialéctica. El Gorgias, por su parte, plantea la cuestión de la retórica, pero la plantea de diferente forma, y de dos maneras.. La diferencia es doble.
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Ante todo porque hace la pregunta: "¿Qué es la retórica?" Y en este punto hay que referirse, al comienzo mismo del texto, a toda una serie de interrogantes que se centran en ese asunto. Mientras que los sucesivos interlocutores, sobre todo Gorgias y Polo, quieren hacer el elogio de la retórica, Sócrates responde en cada oportunidad: pero no, no se trata de eso, lo que queremos saber es tisan eie tekhne tes rhetorikés (qué es el arte retórico, cuál es el ser de la técnica retórica). Y al cabo de una primera discusión que mostrará que la retórica no es nada, habida cuenta de que es el arte de la adulación, pasará algo que va, no a definir, sino a mostrar de hecho qué es esa otra tekhne que es la de la filosofía como conducción de las almas. [Será] el paso de la retórica a esa otra práctica que es la conducción de las almas a partir de una interrogación sobre el ser de la retórica, y la demostración, apenas teorizada, de lo que es la práctica filosófica. Digo "apenas teorizada" porque, para ser más preciso, hay con todo un breve pasaje donde se trata de eso y [donde] el ser del discurso filosófico va a asociarse, justamente, a la práctica de la parrhesía. Ésa es pues, para decirlo de algún modo, la arquitectura del diálogo o en todo caso la perspectiva que propongo para leerlo.
Entonces, la primera parte, que trata de "¿qué es la retórica, qué es el ser de la retórica?", llega a esta conclusión: el ser de la retórica no es nada, y la argumentación [general] consiste en mostrar que la retórica no es capaz de alcanzar lo que pretende, es decir el bien. Lo que hace, al contrarío, es sugerir, en lugar de su propia meta, cualquier otra cosa que es su imitación, su simulacro, su ilusión, de tal manera que sustituye el objetivo del bien por la apariencia que es el placer. Por tanto, no alcanza su meta, y la meta que alcanza no es nada. Por esas dos razones, la retórica no es nada. Y, en suma, después de haber obtenido ese resultado del no ser de la retórica, al menos como tekhne (el hecho de que no tenga el ser de una tekhne de un verdadero arte), [llegados a ese punto,] al no ser la retórica ya nada, se encuentra, como si se tratara de una adición, el texto que hice reproducir (480#) y que es extremada y, a mi juicio, injustamente célebre. Démosle una rápida lectura, si les parece: "Pero si se da el caso de cometer una falta, sea uno mismo o alguien en quien uno se interesa, es preciso acudir a toda prisa, por propia voluntad, donde se obtenga el castigo más expeditivo, a un juez, como se iría a lo del médico, por temor a que, de no tomarlo a tiempo, el mal de Ja injusticia corrompa el alma hasta el fondo y la haga incurable". Y un poco más adelante (voy rápido) dice:
Si se trata de defendernos en caso de injusticia, o de defender a nuestros padres, nuestros amigos, nuestros hijos, nuestra patria cuando es culpable, la retórica, Polo, no puede sernos de utilidad alguna, a menos que admitamos, al contrario, que deberíamos valemos de ella para acusarnos ante todo a nosotros mismos, y luego para acusar a aquellos de nuestros amigos o parientes que sean culpables, sin ocultar nada y poniendo, más bien, la falta a la vista de todos, de tal modo que la expiación redima a su responsable. Nos obligaríamos entonces y obligaríamos a los otros a no flaquear, a ofrecernos valerosamente a los jueces, con los ojos cerrados, como al acero y el fuego del médico, con amor por lo bello y el bien, sin inquietud por el dolor y, si la falta cometida merece golpes, a ir al encuentro de los golpes, y al encuentro de las cadenas si merece cadenas, dispuestos a pagar si hay que pagar, a exiliarnos si la pena es el exilio, y a morir si hay que morir; siempre los primeros en acusarnos y acusar a los nuestros; oradores con el solo fin de hacer la falta evidente para mejor liberarnos del más grande de los males, la injusticia.
No hace falta decirles los motivos por los cuales este texto me interesa, dado que uno de los aspectos o, en fin, de las preguntas que querría plantear a la historia de la parrhesia es la cuestión de la prolongada y lenta evolución pluri-secular que llevó de una concepción de la parrhesia política como derecho, privilegio [de] hablar a los otros para guiarlos (parrhesia pericleana), a esa otra parrhesia—iba a decir postan tigua—, la posteriora la filosofía antigua, que vamos a encontrar en el cristianismo y en la que llegará a ser obligatorio hablar de sí mismo, decir la verdad sobre sí mismo, decirlo todo sobre sí mismo, y ello a fin de curarse. Esta suerte de gran mutación, de la parrhesia "privilegio de la libre palabra para guiar a los otros" a la parrhesia "obligación de quien ha cometido una falta de decirlo todo acerca de sí mismo para salvarse", es a buen seguro uno de los aspectos más importantes en la historia de la práctica parresiástica. Y está claro que es eso, en cierto sentido, lo que me gustaría restablecer. Ahora bien, al parecer y a primera vista es muy obvio que tenemos aquí algo semejante al testimonio primero, a no dudar, de esa inflexión de la parrhesía "derecho [de] hablar a los otros para guiarlos" a la parrhesía "obligación de hablar de sí para salvarse". Esa extensa historia es evidentemente muy importante cuando se aspira a analizar las relaciones entre subjetividad y verdad y las relaciones entre gobierno de sí y gobierno de los otros. Y la pregunta que querría hacer es la siguiente: ¿ese texto puede leerse efectivamente como la primera formulación de dicha inflexión, de dicha inversión? Texto que sería paradójico, puesto que aparece como un hápax, es casi único —verán que no lo es del todo— y anuncia sin anunciarla, parece prefigurar con cinco o seis siglos de anticipación lo que será la confesión cristiana. Pues un texto como éste -las formulaciones, los preceptos que se dan, las justificaciones que se les proponen- está muy cerca de lo que vamos a poder encontrar a partir del momento en que la práctica de la penitencia quede concretamente institucionalizada—después del siglo ni, digamos, o en su transcurso—y se convierta entonces en una práctica constante al menos del ascetismo cristiano o de todo un aspecto de éste, desde los siglos IV y V. Sea como fuere, en textos como los de san Cipriano, por ejemplo, comprobarán que, una vez que hemos cometido una falta, esa obligación de ir corriendo a buscar a quien como juez pueda castigarnos y, al mismo tiempo, curarnos como médico, esa obligación, esa formulación, las reencontraremos casi palabra por palabra sin que, que yo sepa -tómenlo con pinzas—, ningún autor cristiano se haya referido jamás a ese texto del Gorgias; como si efectivamente supieran con claridad que no se trataba del todo de eso. Bueno, no importa, pongo aquí signos de interrogación, lal vez hallaríamos referencias al Gorgias, pero es absolutamente cierto que a primera vista la analogía es muy llamativa. De todas maneras, en los comentarios modernos del texto ese pasaje se interpreta en general como un modelo serio de la buena conducta moral y cívica. Bien sabemos que, cuando hemos cometido una mala acción, lo mejor es, después de todo, ir en busca de quien pueda condenarnos y curarnos, y esto [...].
Por otra parte, Sócrates vuelve dos veces -vean, hay dos párrafos- a esta idea, y parece por consiguiente establecer a las claras que la mejor manera, el mejor modo de la psicagogia consistiría pues, si uno quiere transformarse y dejar de ser injusto para ser justo, en utilizar la retórica para, en la escena judicial donde ésta tiene efectivamente su lugar de privilegio (iba a decir natural [mejor dicho]: institucional), acusarse y, gracias al castigo resultante, alcanzar la curación. ¿No es ésa la verdadera psicagogia? Y entonces, los comentaristas encuentran la confirmación de que la psicagogia platónica es [eso], de que tenemos allí la prefiguración reconocida, autentificada por el mismo Platón, de una práctica que a continuación será secular y hasta milenaria, en el hecho de que, por ejemplo, ese pequeño esquema parece anticipar de algún modo lo que el propio Sócrates debía hacer cuando, acusado, no huyó de sus jueces. Al contrario, enfrentó, reconoció una serie de quejas que había contra él y aceptó el castigo. También es un hecho que en Platón encontramos con mucha frecuencia el tema de que la falta es una enfermedad, un tema de origen pitagórico. La falta es una enfermedad, es decir que hay que entenderla en el doble registro de la impureza que es preciso expulsar y la enfermedad que es preciso curar. En la tradición pitagórica, purificación y curación están mezcladas, y está claro que aquí encontramos un eco. Bueno, también podemos hallar con bastante frecuencia en los trágicos griegos la idea de que, al ser la falta enfermedad e impureza a la vez, la sentencia que castiga, el juicio que se pronuncia, el castigo que se impone, constituyen al mismo tiempo curación y purificación. Por lo tanto, puede suponerse en efecto que tenemos allí, sostenido, apuntalado por varias otras confirmaciones y como eco a varias otras ideas, el tema de que la verdadera transformación del alma debe producirse por medio de una retórica de la confesión, en una escena judicial donde el decir la verdad sobre sí mismo y el ser castigado por otro van a inducir la transformación de lo injusto en justo. Y llegaríamos entonces a una especie de núcleo cuya fortuna iba a ser milenaria. Ahora bien, creo que si damos a ese texto el sentido que acabo de sugerir, un sentido tan positivo e inmediato, es porque nos dejamos obnubilar, desde luego, por dos esquemas anacrónicos: el de la confesión cristiana, con su doble referencia constante, judicial y médica, y el de una práctica penal que, al menos desde el siglo XVIII, no dejó de justificar el castigo por su función terapéutica.
[En consecuencia,] no creo que sea posible dar ese sentido al texto. Y nada me parece más alejado de la psicagogia platónica que la idea de que una retórica de la confesión en un escenario judicial pueda llevar a cabo la transformación de lo justo en injusto. En efecto, si encontramos no pocos pasajes concernientes a la función terapéutica del tribunal en textos trágicos o en otros textos griegos, esa terapéutica que se pide al tribunal no se refiere, en la mayor parte de los casos, al alma de quien ha cometido la faJta. Es una terapéutica que hay que aplicar a la ciudad; consideren el ejemplo de Edipo: el castigo del criminal no cura al criminal. Expulsa de la ciudad un mal que, efectivamente, se percibe a la vez como impureza y como enfermedad. No es una psicagogia, es una política. Es una política de la purificación que se pone en juego a raíz de la idea de que el tribunal cura; no es en absoluto una psicagogia de las almas individuales. Segundo, tampoco creo que pueda invocarse el ejemplo de Sócrates, porque, en el fondo, éste hace muy otra cosa que acusarse a sí mismo cuando lo llevan a comparecer ante los tribunales. No se precipita a acudir frente al juez luego de haber cometido una falta, no va en absoluto a su encuentro; al contrario, son los jueces quienes lo persiguen. Por otra parte, si se deja condenar, no es en modo alguno porque haya cometido una injusticia y lo reconozca. En los textos, trátese de la Apología, del Fedón, del Critón —en parte— o también de un texto que se encuentra a] final del Gorgiasy donde se hace alusión, mediante una especie de prefiguración retrospectiva, a lo que había sido —a lo que iba a ser con respecto al diálogo- el proceso de Sócrates, éste no aparece de ninguna manera como alguien que dijera: soy culpable y por eso me someto a las leyes. Sino: como los ciudadanos se valen de leyes que son justas de por sí, pero lo hacen para condenarme injustamente, yo mismo cometería una injusticia si tratara de escapar a ellas. El reconocimiento que debo a la ciudad y el respeto que se debe a las leyes hacen que, aunque injustamente procesado, no me sustraiga ni a las diligencias judiciales ni a sus consecuencias; la injusticia estaría en hacerlo. No es, por tanto, nada del orden de la confesión; con referencia a los jueces, Sócrates practica un juego muy distinto. No la confesión de la falta cometida, sino la obediencia a las leyes para no cometer la injusticia que significaría desobedecerlas. No mencionemos entonces el ejemplo de Sócrates para confirmar la significación de esa presunta escena de la confesi¿Por qué, entonces, Sócrates hace referencia aquí a la confesión de las faltas, y qué significación hay que dar al pasaje? Me parece que ante todo es preciso recordar el contexto. Este pasaje constituye el eje de la discusión preliminar, en cierto modo, con Polo —en la cual, digámoslo una vez más, se acaba de demostrar que la retórica no es nada, al menos si se le pide que sea una tekhne-> el eje, por lo tanto, de la liquidación de la retórica y lo que va a ser en la segunda parte, a través de la discusión con Calicles, la puesta en evidencia de la propia parrhesía filosófica. Hay que tomar este texto como una especie de punto terminal del debate sobre la retórica y, me parece mejor, su inversión histórica. Sócrates presenta aquí un uso casi bufonesco de la retórica. En fin, pongo "bufonesco" entre comillas, hay que ser más prudente y mesurado. Esto es lo que quiero decir: Sócrates acaba de establecer -es así como ha mostrado que la retórica no era nada- que lo importante no es escapar a la injusticia de los otros. Lo importante es no cometer uno mismo una injusticia. Y si eso es tan importante, ¿para que sirve la retórica? Él lo ha dicho: la retórica no puede servir para nada. Pues si lo importante es no cometer la injusticia, lo importante será entonces hacer que quien es injusto llegue a ser efectivamente justo, y no que se limite a pare-cerlo. La retórica, en consecuencia, no sirve para nada. Y llegado a este límite, Sócrates dice simplemente: sí en verdad quieren servirse de la retórica, si a pesar de su falla de uso real quieren valerse de ella, ¿en qué podrían hacerlo? Entonces imagina una escena paradójica —una escena imposible en sí misma, y que para un griego, me parece, no tiene sentido— en la que se ve a alguien precipitarse a comparecer ante los tribunales y —el texto lo dice con precisión- utilizar todo su arte retórico para decir: el culpable soy yo, les ruego que me castiguen. Sócrates presenta este uso de la retórica como una escena paradójica, una escena imposible, para mostrar hasta qué punto, en efecto, aquélla no sirve de nada. Y creo que tenemos la confirmación de que ése es el sentido que Sócrates le da -el de una escena paradójica y literalmente imposible— en el pasaje que viene a continuación, donde, luego de explicar el uso confesional, el uso de confesión de la retórica, dice: habría también otro uso de la retórica, si en verdad se quieren valer de ella, tras admitir que lo importante es no cometer una injusticia. Si han admitido eso, pues bien, pueden servirse de la retórica o bien para acusarse a sí mismos, cosa absolutamente extravagante e inimaginable, o bien:
En la situación inversa, si se trata de alguien, enemigo o cualquier otro, al que se quiere prestar un mal servicio, con la sola condición de que sea, no la ón terapéutica y psicagógica.
sino el autor de una injusticia, entonces [será menester un; Michel Foucauit] cambio de actitud. Hay que hacer todos los esfuerzos, en los dichos y en los hechos, para que no tenga que rendir cuentas y no comparezca ante los jueces; o, si acude a ellos, para disponer que escape al castigo, de modo tal que, si ha robado sumas cuantiosas, no las devuelva sino que las conserve y las gaste en sí mismo y los suyos de manera injusta e impía; para que, si merece la muerte por sus crímenes, en la medida de lo posible no muera y, en cambio, viva para siempre en su maldad o, al menos, tanto cuanto se pueda en ese estado.
A mi juicio, este texto esclarece a la perfección la significación del que lo precede y cuya fotocopia les he repartido. La situación, entonces, es la siguiente: como lo importante es no cometer la injusticia, de ello puede deducirse que la retórica no es nada. No es nada en sí misma y no tiene utilidad alguna. Pero si en verdad quisiéramos —sobre la base del principio de que lo importante es no cometer la injusticia— dar algún uso a esa cosa que no es nada ni sirve para nada, ¿qué podríamos hacer con ella? Y bien, podríamos darle dos usos grotescos: uno, correr a la presencia del juez y desplegar nuestro talento retórico para acusarnos, y otro, en caso de tener un enemigo al que tuviéramos tirria, ir a defenderlo en los tribunales y esforzarnos por lograr que no fuera castigado y que en ese castigo no pudiera encontrar el principio de su transformación de hombre injusto en justo. Lo mantendríamos en su injusticia, procuraríamos que no la reparara y, así, como enemigos que somos de él, podríamos prestarle el peor servicio. Ésas son las dos paradojas de la utilización imposible y ridicula de la retórica, una vez admitidos los principios precedentes. No hay psicago-gia de la confesión, no hay psicagogia judicial. Si somos injustos, no podremos transformarnos en hombres justos gracias a la mera manifestación de la verdad de nosotros mismos frente a un juez que castiga. Y me parece entonces que, al hablar de ese texto, hay que tener presente este sentido.
En cambio —y aquí pasamos a otro texto del que querría hablarles—, hay un pasaje donde se ve cuál es el modo de ser del discurso que tendrá la capacidad concreta de efectuar la psicagogia de marras. No será en la retórica, en la falta judicial» en el juego de la falta, la confesión y el castigo donde podrán llevarse a cabo las cosas. El pasaje que les cito f...] está en 486¿¿
Si mi alma fuera de oro, Calicles, ¿no crees que me sentiría dichoso al encontrar alguna de esas piedras con las que prueban el oro? Una piedra tan perfecta como fuese posible, con la que tocaría mi alma, de tal suerte que, si ella estuviera [...] de acuerdo conmigo sobre las opiniones de mi alma, de resultas eso sería verdadero. Observo, en efecto, que para verificar correctamente si un alma vive bien o mal, es preciso tener tres cualidades que tú posees: saber [epistenten], benevolencia [éunoian] y franqueza [parrhesía]. A menudo me topo con personas que no son capaces de probarme, porque no son sabias, como tú lo eres; otros son sabios, pero no quieren decirme la verdad, porque no se interesan en mí como tú lo haces. En cuanto a esos dos forasteros, Gorgias y Polo, ambos son sabios y amigos míos, pero una desafortunada timidez les impide mostrarme su parrhesía. Nada más evidente: esa timidez llega tan lejos que los reduce a contradecirse por falsa vergüenza ante un auditorio numeroso [...]. Tú, por el contrario, tienes todas esas cualidades.
Y Sócrates enumera entonces las tres cualidades que tiene Calicies: es epistemon (tiene episteme) siente amistad, afecto por Sócrates, y "en cuanto a tu franqueza \parrhesiázesthai\ y tu falta de timidez, las afirmas altivamente y tu discurso precedente no te ha desmentido. Un asunto zanjado, entonces: cada vez que estemos de acuerdo sobre un punto, este será considerado como suficientemente ado por una y otra parte, sin que haya motivos para examinarlo".11 Un poco más adelante, bien al final de la página, verán, a partir de lo que podríamos llamar pacto parresiástico de la prueba de las almas, un pequeño párrafo, unas líneas que se refieren efectivamente a la conducta y la conducción de las almas:
En cuanto a mí, si me toca cometer alguna falta de conducta, ten la certeza deque no lo hago adrede, sino por pura ignorancia; y ya que has comenzado a darme consejos, no me abandones e indícame en cambio el género de ocupaciones a las cuales debo dedicarme y la mejor manera de prepararme para ellas; si más adelante, luego de que te haya otorgado hoy mi consentimiento, me sorprendes haciendo algo distinto de lo que te haya dicho, considérame un cobarde, indigno en lo sucesivo de recibir tus consejos.
Como podrán ver, este texto se opone, aun en forma indirecta, pero bastante clara, al que acabo de leerles. En los dos casos se trata sin duda de: ¿qué hay que hacer cuando se ha cometido una falta? Hipótesis bufonesca, absurda para quien crea en la retórica: correr a comparecer ante un juez para autoacusarse. Y resulta que ahora tenemos la otra fórmula, que es justamente la de la acción filosófica sobre el alma, por la cual, si se ha cometido una falta, es preciso admitir que no ha sido de manera voluntaria y que, por consiguiente, quien la ha cometido necesita una vez más consejos. Sin embargo, si después de esos consejos y una vez que la persona ha sido esclarecida sobre la naturaleza de la falta, vuelve a cometerla, pues bien, su único castigo consistirá en ser abandonada por quien la dirige. Como ven, nos encontramos en una escena muy distinta, con procedimientos muy diferentes y en muy otro contexto, con un juego que no tiene nada que ver con el de la escena judicial de la confesión. Me gustaría entonces volver un poco a los elementos presentes en ese pasaje.
Me parece que en él se definen, aun de manera rápida y en cierto modo puramente metodológica (como reglas de la discusión), el modo de ser del discurso filosófico y su forma de ligar el alma a la verdad, el Ser (a lo que es) y el Otro a la vez. A mi juicio, el pasaje es interesante porque retoma, teoriza de una manera indudablemente fugaz, aunque muy clara, lo que ha estado en juego a lo largo de todo el diálogo, porque —aquellos de ustedes que lo tengan [leído] lo recordarán— Sócrates no ha dejado de decir a su interlocutor: no quiero que me hagas grandes discursos, no quiero que me hagas el elogio de la retórica, quiero simplemente que respondas a mis preguntas. Y quiero que respondas a mis preguntas, no —como se dirá en el Menón o como lo encontraremos en otros diálogos- porque sepas la verdad en el fondo de ti mismo. [O, mejor,] esta proposición está implícita en ello, pero el tema del "quiero que respondas a mis preguntas", que recorre todo el Gorgias, no se focaliza en ese punto. En este diálogo, el "quiero que respondas a mis preguntas" significa: quiero que seas el testigo de la verdad. AJ responder exactamente como piensas, exactamente como lo tienes [en] mente, a las preguntas que voy a hacerte, sin disimular nada ni por interés, ni por adorno retórico, ni por vergüenza —[la cual] va a tener un gran papel en el asunto—, pues bien, al decir con toda exactitud lo que piensas, tendremos de tal modo una verdadera prueba del alma. El diálogo no se justifica aquí como instrumento de la memorización, como juego dialéctico con la memoria. Se justifica como una prueba permanente del alma, un básanos (una prueba) del alma y de su calidad mediante el juego de las preguntas y las respuestas.
El texto también es interesante porque, al teorizar o, al menos, reagrupar una serie de temas que recorren todo el diálogo, que son una suerte de pacto recordado por Sócrates en toda su extensión, encontramos aquí, como se darán cuenta, la palabra parrhesía, una palabra que se utiliza, por supuesto, en su significación corriente, al margen de su campo político preciso, al margen del campo institucional del que hemos hablado. Es decir que en este caso se trata del hablar franco liso y llano, del decir lo que a uno se le pasa por la cabeza, de la libertad de hablar, del decir exactamente lo que uno piensa, sin límites ni vergüenza. Pero si esta significación de la palabra parrhesía es la significación tradicional, el término se emplea aquí en una reflexión sobre lo que debe ser el diálogo filosófico y, por ende, lo que debe ser el juego de la verdad y la prueba que juegan el filósofo y su discípulo, el interrogador y el interrogado, quien busca y quien es buscado. En esa medida, creo que damos con un primer uso -en todo caso, no hay otros en la literatura de la época ni los ha habido antes-de la palabra parrhesía en el contexto, dentro de una práctica que es ya la de la dirección de conciencia. Hallaremos entonces, en forma mucho más tardía, textos que atribuyen íntegra o muy parcialmente, como fuere, una parte importante a la teoría de la parrhesía. Tenemos, por ejemplo, un tratado de Plutarco dedicado a la identificación de los aduladores: ¿cómo puede reconocerse a un adulador, cómo puede desenmascararse aun adulador? En realidad, ese texto es una discusión muy técnica sobre la adulación en contraste con la parrhesía. Y en él hay una reflexión, si no teórica sí al menos técnica, casi tecnológica sobre la parrhesía. Aquí no se trata todavía de eso, pero la palabra ya se utiliza en el contexto de la práctica de la conducción de las almas, la conducción filosófica, la conducción individual de las almas, y es la primera vez. Debido a ello, hay que detenerse un poco en este texto.
Recordarán que el contexto en que se sitúa ese pasaje es muy simple. Está poco después del que hemos leído sobre la confesión, y que a mi entender es justamente una oposición casi caricaturesca a éste. Polo, entonces, ha sido descalificado como interlocutor, porque en cierto modo se ha plantado en la discusión. Se ha visto obligado a admitir que si lo justo, en efecto, es mejor que lo injusto, la retórica no sirve para nada. En ese momento interviene Cálleles, que ha advertido a la perfección cuál es el punto débil del discurso de Polo, a saber, haber intentado reunir dos proposiciones. Primero, la proposición de que la retórica es inútil, y segundo, la proposición de que lo justo es mejor que lo injusto. Sócrates ha mostrado que las dos proposiciones no se sostenían y, al considerar por su parte que lo justo es mejor que lo injusto, ha demostrado que la retórica es inútil, y no sólo inútil, sino que no es nada. Por consiguiente, a partir de esta situación va a ser muy fácil deducir la táctica de Calicles en la discusión. Calicles va a tomar la otra posición, que consiste en decir: no es cierto que lo justo sea preferible a lo injusto, y por ende la retórica existe y por ende la retórica es útil. Este famoso pasaje sobre el hecho de que lo justo no es preferible a lo injusto se explica, se interpreta no sólo como el esbozo de lo que será el deTrasímaco en la República-lo que es exacto—, [sino] que también se lo reinterpreta como una especie de prefiguración del hombre nietzscheano, una especie de afirmación primera de la voluntad de poderío. Esta interpretación me parece, en contraste, muy aventurada y tan anacrónica como la que hacía del pasaje que explicábamos antes una prefiguración de la confesión. Lo que se pone en escena en ese diálogo de Gorgiasno es una moral de la confesión y el castigo, opuesta a una moral de la voluntad de poderío. Por razones históricas evidentes, sería sorprendente que así fuera.
Si insisto en Calicles, verán que lo hago por una razón simple. Para situar las cosas, y porque es necesario apresurarse, querría limitarme a decir que Calicles, en el fondo, es un joven a la vez de bien, estimable y, en resumidas cuentas, del todo normal. Pues si tomamos su discurso sobre lo justo y lo injusto [cuando dice]: no es cierto que lo justo deba preferirse a lo injusto, ¿cómo lo justifica, y sobre qué base? Lo justifica diciendo: no hay que hacer como un esclavo, dado que son los esclavos quienes sufren la injusticia sin poder defenderse (en 483¿). Y en 483c. hay que contarse entre los más fuertes, los más capaces, los que son dynatóipleon ekhein (capaces de tener más que los otros). Hay que procurar imponerse sobre los hoipollói, los más numerosos (en 483^, hay que estar entre los dynatóteroi (quienes son más poderosos que los demás). En 483^: es preciso que el más fuerte {kreitton) mande al menor, al más débil (hettori), y hay que formar parte de los béltistou los mejores. Ahora bien, todo esto es una muestra de las formulaciones más banales que puedan encontrarse en cualquier griego, habida cuenta de que Cálleles pertenece a la categoría de los ciudadanos de pleno derecho y también a la clase de gente que, por su estatus, su nacimiento, su riqueza, tiene la pretensión de gobernar la ciudad. No hay nada de extraordinario en el proyecto de Calicles. Lo único que se le opone, y que hace que esta actitud absolutamente normal -querer estar entre los mejores y ser, en ese título, alguien que manda al más débil y al menos bueno— [tropiece con una resistencia], es que frente a él tiene un nomos (una ley) que es justamente la ley de la democracia ateniense, que tiende a dar el mismo estatus a todo el mundo y en especial a impedir que nadie se imponga sobre los demás. Y frente a lo que para él es un escándalo (esta ley igualitaria) -en este punto hay, si se quiere, algo que hace que su personaje no sea un joven aristócrata como cualquier otro—, Calicles utiliza una argumentación que, según sabemos, procede muy directamente de los sofistas, de Gorgias, de Protágoras, etc., consistente en decir que el nomos no es más que una cuestión de convención y que ninguna ley obliga sobre la base de la naturaleza. En consecuencia, reinterpreta esa situación que le resulta intolerable. Él, que quiere jugar con normalidad el juego aristocrático del mejor, que pertenece a un mundo agonístico donde los más fuertes deben imponerse sobre los más débiles, utiliza ese tipo de razonamiento. Yes menester entonces ver que con Calicles, Sócrates no está en modo alguno frente al representante premonitorio de una aristocracia casi nietzscheana, incapaz de someterse a ley alguna, en cuanto ésta aspire a doblegar su apetito de poderío. En el caso de Calicles, Sócrates tiene frente a sí a un joven que quiere practicar, en un sistema que se ha convertido en igualitario, un juego agonístico tradicional. Ya no son sus ventajas de fortuna, su estatus tradicional los que pueden ponerlo entre los mejores, y el hecho de que se cuente entre ellos no le confiere autoridad real. ¿Cómo podrá adquirirla? Pues bien, simplemente por intermedio de la retórica. Ésta será, por tanto, un instrumento que le permitirá jugar, en el sistema igualitario, el viejo juego tradicional de la preeminencia y las jerarquías privilegiadas. La retórica es el instrumento para volver a hacer desigual una sociedad a la cual se ha procurado imponer una estructura igualitaria por medio de leyes democráticas. Es menester, pues, que esa retórica ya no se ajuste a la ley, dado que, justamente, debe actuar contra ella. La retórica tiene que ser, entonces, indiferente a lo justo y lo injusto, y se justifica como puro juego agonístico. Tal es el contexto en que se sitúa el pasaje que querría explicarles.
Entonces, frente a ese uso de la retórica sin adaptación a lo justo y lo injusto, ¿qué va a proponer Sócrates a Calicles? Bien, va a proponerle otro juego discursivo que es completamente diferente, que es diferente término a término. En efecto, primero, sea en la situación tradicional, sea en la situación conflictiva en que la gente, perteneciente a la élite o deseosa de practicar el juego agonístico, está frente a una estructura igualitaria y democrática, la retórica es un discurso que, según la idea de Calicles como, por lo demás, según la idea de los rétores, tiene un uso y uno solo: se trata de imponerse a los muchos {hoipollói) y, por consiguiente, de dirigirse a ellos y, al dirigirse a hoi pollói> [de] persuadirlos. Y cuando consiga entonces por la persuasión el apoyo de los muchos, uno va a poder superar a sus rivales. La retórica es, si se quiere, una práctica de discurso que se juega en tres categorías de personajes: están los muchos a quienes hay que convencer, están los rivales sobre los cuales hay que imponerse, y está por último quien u tiliza la retórica y quiere llegar a ser el primero.
Lo que Sócrates propone a Calicles es un discurso que no juega ese juego de tres niveles o que no actúa en ese espacio agonístico con los más numerosos, los rivales y el que tiene la pretensión de imponerse. Es un discurso del que uno se sirve como básanos,1 como prueba de un alma por otra. A lo largo de la discusión precedente con Polo, la cuestión pasaba por valerse del interlocutor como un mártir, un testigo. Aquí, la palabra básanos hace que el discurso vaya de un alma a otra como prueba. ¿En qué sentido, como prueba? La utilización de la metáfora de la piedra de toque es interesante. En efecto, ¿qué muestra la piedra de toque? ¿Cuáles son su naturaleza y su función? Su naturaleza consiste en la existencia de algo así como una afinidad entre sí misma y el elemento que somete a prueba, por la cual la naturaleza de este último se revelará en virtud de lo probado por ella. Segundo, la piedra de toque actúa en dos registros. Actúa en el registro de la realidad y actúa en el registro de la verdad. Es decir que permite saber cuál es la realidad de la cosa que se quiere probar a través de ella y, al manifestar esa realidad, se muestra si la cosa es lo que pretende ser y, por consiguiente, si su discurso o su apariencia están de conformidad con lo que ella es. En consecuencia, la relación que habrá entre las almas ya no es en absoluto una relación de tipo agonístico en la cual se trata de imponerse sobre los otros. La relación entre las almas será de prueba, será esa relación de básanos (de piedra de toque) en la que habrá afinidad de naturaleza, y por esta afinidad de naturaleza, demostración a la vez de la realidad y la verdad, es decir de lo que es el alma en lo que puede tener de étymos (auténtico). Como recordarán, ya habíamos dado con esta noción de lo auténtico (de lo étymos) a propósito del lagos. Y en la medida en que un alma se manifiesta por lo que dice (por su logos, [por] la prueba, en el diálogo, del lagos: saber qué es en realidad y si lo que es se ajusta efectivamente a la realidad y dice la verdad), lo que vale para el lagos vale también para el alma. El juego, por tanto, ya no es agonístico (de superioridad). Es un juego de prueba de a dos, por afinidad de naturaleza y manifestación de la autenticidad, de la realidad-verdad del alma.
En segundo lugar, se darán cuenta de que, en esa prueba de verdad, el punto que se indica varias veces como elemento destacado, y que va a hacer que se proceda en concreto a esa prueba y ésta lleve a una decisión, ¿cuál es? Es lo que en el texto se denomina en diversas oportunidades homología. El término reaparece varias veces, y se trata de la identidad del discurso en uno y en otro. Cuando en esas dos almas que se prueban por afinidad de naturaleza haya una homología por la cual lo que dice una pueda decirlo la otra, en ese momento habrá un criterio de verdad. Por eso, advertirán que el criterio de verdad del discurso filosófico no debe buscarse en una suerte de vínculo interno entre quien piensa y la cosa pensada. La verdad de ese discurso, entonces, no se alcanza de ninguna manera en la forma de lo que más adelante será la evidencia, sino por algo que se llama homología, es decir la identidad del discurso entre dos personas. Con una condición, sin embargo, punto en el cual damos con los tres términos que querría explicar y entre los cuales se cuenta parrhesía. Para que esa homología, esa identidad del discurso, sea en efecto lo que queremos que sea, una prueba de la calidad del alma, es preciso que no sólo aquél sino ésta, y el individuo que pronuncia el discurso —y en rigor estas tres cosas coinciden— cumplan una serie de criterios. Esos tres criterios [son]: episteme, éunoia y parrhesía. Habría que referirse (pero por desgracia no tengo tiempo) a otros textos que encontramos un poco más adelante con referencia a la adulación. ¿Qué es, en efecto, la adulación? En apariencia, también es una homología. ¿Qué significa adular? Adular significa tomar lo que el oyente ya piensa, formularlo por cuenta de uno mismo como discurso propio y devolverlo al oyente, que queda con ello tanto más fácilmente convencido y seducido cuanto que se trata de lo que él dice.
Por decirlo de algún modo, al parecer tenemos aquí una homología. Pero nunca se le dará ese nombre, porque la apariencia de identidad es sólo eso, una apariencia. Lo idéntico no es el logos mismo, sino las pasiones, los deseos, los placeres, las opiniones, todo lo que es ilusorio y falso. Eso es lo que se restituye y repite en la adulación. En cambio, la homología del discurso es un auténtico criterio de verdad. Y el hecho de que los dos interlocutores sostengan el mismo logos no será adulación con una condición, que ambos estén dotados de episteme, éunoia y parrhesía. Digo: "los oyentes estén dotados de", y habrá que volver por un momento a esto, pero por ahora, si les parece, dejémoslo de lado. Episteme, vale decir que es preciso que sepan: "saber" se opone a esa adulación que de tal modo se desahucia, porque sólo sirve como opinión. Aquí, la episteme no se refiere tanto a lo que el o los interlocutores saben en virtud de un saber que hayan aprendido, sino [al hecho] de que nunca dicen lo que dicen si no saben efectivamente que es verdad. Segundo, la homología no será adulación con una condición: que lo que buscan los interlocutores —también aquí en contraste con la práctica de los aduladores- [no sea] su propio bien, su provecho, su reputación ante sus oyentes, su éxito político, etc. Para que la homologa tenga en cicero valor de ámbito de formulación y prueba de la verdad, .será menester que cada uno de los dos interlocutores tenga, por el otro, un sentimiento de benevolencia que suponga la amistad (éunoia). Y tercero y último, para tener la certeza de que la homología no es simplemente la analogía del decir en la adulación, será preciso que cada uno de los dos utilice la parrhesía, es decir [que nada], sea del orden del temor, la timidez o la vergüenza, limite la formulación de lo que se cree cierto. Es necesario un coraje parresiástico. La episteme por la cual se dice lo que se cree cierto, la éunoia por la cual sólo se habla en virtud de la benevolencia hacia el otro, la parrhesía que infunde el coraje de decir todo lo que se piensa, a despecho de las reglas, las leyes, las costumbres: ésas son las tres condiciones [bajo] las cuales la homología, esto es, la identidad del logos en uno y otro, podrá cumplir ese papel de básanos (de prueba, de piedra de toque) del que se trata. Episteme, éunoia, parrhesía: si quieren realmente hacer comparaciones filosóficas, digan que, en cierto modo, esas tres condiciones ocupan, en una práctica filosófica definida por el diálogo y la acción de un alma sobre otra, el lugar exacto o, bueno, aproximado que tendrá la evidencia cartesiana cuando el discurso cartesiano se presente y se afirme como el ámbito de producción y manifestación de la verdad.
Sin lugar a dudas, habría que complicar un poco e incluso algo más que un poco las cosas, pero por desdicha no tengo tiempo... Pues de hecho ese juego se juega de a dos, es decir que ni la episteme, ni la éunoia, ni la parrhesía de Calicles son iguales a la episteme, la éunoia y la parrhesía de Sócrates. Y justamente, todo lo que pase en el diálogo a partir de ese momento indicará que, al actuar efectivamente con episteme—lo que sabe y lo que sabe cierto—, al jugar con su amistad-un poco limitada pero, después de todo, una muestra de buena voluntad con Sócrates- y al poner en juego su parrhesía que se define como la capacidad de decir cosas incluso escandalosas y vergonzosas, pues bien, al poner en juego todo eso y aplicar esas reglas a su propio diálogo, Calicles se va a ver poco u poco en la necesidad de dejar que el discurso de Sócrates se imponga. Y en ese momento, en medio del silencio de Calicles que renuncia a hablar, se afirmará una e'písteme de Sócrates que se manifiesta en la formulación de los grandes principios concernientes al cuerpo y el alma, la vida, la muerte y la supervivencia, que son algo así como el núcleo mismo del saber filosófico; la éunoia de Sócrates que es el afecto que siente por Cálleles, y laparrhesía socrática, esa parrhesía de la que da pruebas a lo largo de todo el diálogo, pero que se mencionará en concreto a] final, cuando, mediante una anticipación retrospectiva, el texto evoque lo que pronto será el proceso de Sócrates y su muerte, y el coraje con que éste dirá la verdad ante los jueces.
Y es así como episteme, éunoiay parrhesía constituyen operadores de verdad. Por un pacto al que Sócrates invita a Calicles, la homología que va a desarrollarse, que va a escandir el resto del diálogo, se erigirá en la prueba misma de la verdad de lo que se dice y por lo tanto de la calidad de las almas que lo dicen. Verán que, en esta concepción de la piedra de toque, de la homo logia y de su condición interna que culmina en la parrhesía, tenemos la definición del vínculo mediante el cual el lagos de uno puede actuar sobre el alma de otro y conducirlo a la verdad. De tal modo, esta parrhesía -que en su uso político, digamos según el modelo pericleano, tenía la posibilidad de reunir en torno del que manda la pluralidad de los otros en la unidad de la ciudad— ahora va a ligar uno a otro al maestro y el discípulo. Y al ligarlos uno a otro, [va] a asociar a ambos a una unidad que ya no es la de la ciudad sino la del saber, de la Idea, la unidad misma del Ser. La parrhesía filosófica de Sócrates liga al otro, liga a los otros dos, liga al maestro y al discípulo en la unidad del Ser, a diferencia de la parrhesía de tipo pericleano, que ligaba la pluralidad de los ciudadanos reunidos en la ciudad a la unidad de mando de quien ganaba ascendiente sobre ellos. Comprenderán por qué la parrhesía pericleana debía llevar necesariamente a la retórica, es decir el uso del lenguaje que permite imponerse sobre los otros y reunirlos, por medio de la persuasión, en la unidad de ese mando, bajo la forma de esa superioridad afirmada. En contraste, la parrhesía filosófica, que actúa en el diálogo entre el maestro y el discípulo, no conduce a una retórica, sino a una erótica. Es todo, gracias.
Entonces, la primera parte, que trata de "¿qué es la retórica, qué es el ser de la retórica?", llega a esta conclusión: el ser de la retórica no es nada, y la argumentación [general] consiste en mostrar que la retórica no es capaz de alcanzar lo que pretende, es decir el bien. Lo que hace, al contrarío, es sugerir, en lugar de su propia meta, cualquier otra cosa que es su imitación, su simulacro, su ilusión, de tal manera que sustituye el objetivo del bien por la apariencia que es el placer. Por tanto, no alcanza su meta, y la meta que alcanza no es nada. Por esas dos razones, la retórica no es nada. Y, en suma, después de haber obtenido ese resultado del no ser de la retórica, al menos como tekhne (el hecho de que no tenga el ser de una tekhne de un verdadero arte), [llegados a ese punto,] al no ser la retórica ya nada, se encuentra, como si se tratara de una adición, el texto que hice reproducir (480#) y que es extremada y, a mi juicio, injustamente célebre. Démosle una rápida lectura, si les parece: "Pero si se da el caso de cometer una falta, sea uno mismo o alguien en quien uno se interesa, es preciso acudir a toda prisa, por propia voluntad, donde se obtenga el castigo más expeditivo, a un juez, como se iría a lo del médico, por temor a que, de no tomarlo a tiempo, el mal de Ja injusticia corrompa el alma hasta el fondo y la haga incurable". Y un poco más adelante (voy rápido) dice:
Si se trata de defendernos en caso de injusticia, o de defender a nuestros padres, nuestros amigos, nuestros hijos, nuestra patria cuando es culpable, la retórica, Polo, no puede sernos de utilidad alguna, a menos que admitamos, al contrario, que deberíamos valemos de ella para acusarnos ante todo a nosotros mismos, y luego para acusar a aquellos de nuestros amigos o parientes que sean culpables, sin ocultar nada y poniendo, más bien, la falta a la vista de todos, de tal modo que la expiación redima a su responsable. Nos obligaríamos entonces y obligaríamos a los otros a no flaquear, a ofrecernos valerosamente a los jueces, con los ojos cerrados, como al acero y el fuego del médico, con amor por lo bello y el bien, sin inquietud por el dolor y, si la falta cometida merece golpes, a ir al encuentro de los golpes, y al encuentro de las cadenas si merece cadenas, dispuestos a pagar si hay que pagar, a exiliarnos si la pena es el exilio, y a morir si hay que morir; siempre los primeros en acusarnos y acusar a los nuestros; oradores con el solo fin de hacer la falta evidente para mejor liberarnos del más grande de los males, la injusticia.
No hace falta decirles los motivos por los cuales este texto me interesa, dado que uno de los aspectos o, en fin, de las preguntas que querría plantear a la historia de la parrhesia es la cuestión de la prolongada y lenta evolución pluri-secular que llevó de una concepción de la parrhesia política como derecho, privilegio [de] hablar a los otros para guiarlos (parrhesia pericleana), a esa otra parrhesia—iba a decir postan tigua—, la posteriora la filosofía antigua, que vamos a encontrar en el cristianismo y en la que llegará a ser obligatorio hablar de sí mismo, decir la verdad sobre sí mismo, decirlo todo sobre sí mismo, y ello a fin de curarse. Esta suerte de gran mutación, de la parrhesia "privilegio de la libre palabra para guiar a los otros" a la parrhesia "obligación de quien ha cometido una falta de decirlo todo acerca de sí mismo para salvarse", es a buen seguro uno de los aspectos más importantes en la historia de la práctica parresiástica. Y está claro que es eso, en cierto sentido, lo que me gustaría restablecer. Ahora bien, al parecer y a primera vista es muy obvio que tenemos aquí algo semejante al testimonio primero, a no dudar, de esa inflexión de la parrhesía "derecho [de] hablar a los otros para guiarlos" a la parrhesía "obligación de hablar de sí para salvarse". Esa extensa historia es evidentemente muy importante cuando se aspira a analizar las relaciones entre subjetividad y verdad y las relaciones entre gobierno de sí y gobierno de los otros. Y la pregunta que querría hacer es la siguiente: ¿ese texto puede leerse efectivamente como la primera formulación de dicha inflexión, de dicha inversión? Texto que sería paradójico, puesto que aparece como un hápax, es casi único —verán que no lo es del todo— y anuncia sin anunciarla, parece prefigurar con cinco o seis siglos de anticipación lo que será la confesión cristiana. Pues un texto como éste -las formulaciones, los preceptos que se dan, las justificaciones que se les proponen- está muy cerca de lo que vamos a poder encontrar a partir del momento en que la práctica de la penitencia quede concretamente institucionalizada—después del siglo ni, digamos, o en su transcurso—y se convierta entonces en una práctica constante al menos del ascetismo cristiano o de todo un aspecto de éste, desde los siglos IV y V. Sea como fuere, en textos como los de san Cipriano, por ejemplo, comprobarán que, una vez que hemos cometido una falta, esa obligación de ir corriendo a buscar a quien como juez pueda castigarnos y, al mismo tiempo, curarnos como médico, esa obligación, esa formulación, las reencontraremos casi palabra por palabra sin que, que yo sepa -tómenlo con pinzas—, ningún autor cristiano se haya referido jamás a ese texto del Gorgias; como si efectivamente supieran con claridad que no se trataba del todo de eso. Bueno, no importa, pongo aquí signos de interrogación, lal vez hallaríamos referencias al Gorgias, pero es absolutamente cierto que a primera vista la analogía es muy llamativa. De todas maneras, en los comentarios modernos del texto ese pasaje se interpreta en general como un modelo serio de la buena conducta moral y cívica. Bien sabemos que, cuando hemos cometido una mala acción, lo mejor es, después de todo, ir en busca de quien pueda condenarnos y curarnos, y esto [...].
Por otra parte, Sócrates vuelve dos veces -vean, hay dos párrafos- a esta idea, y parece por consiguiente establecer a las claras que la mejor manera, el mejor modo de la psicagogia consistiría pues, si uno quiere transformarse y dejar de ser injusto para ser justo, en utilizar la retórica para, en la escena judicial donde ésta tiene efectivamente su lugar de privilegio (iba a decir natural [mejor dicho]: institucional), acusarse y, gracias al castigo resultante, alcanzar la curación. ¿No es ésa la verdadera psicagogia? Y entonces, los comentaristas encuentran la confirmación de que la psicagogia platónica es [eso], de que tenemos allí la prefiguración reconocida, autentificada por el mismo Platón, de una práctica que a continuación será secular y hasta milenaria, en el hecho de que, por ejemplo, ese pequeño esquema parece anticipar de algún modo lo que el propio Sócrates debía hacer cuando, acusado, no huyó de sus jueces. Al contrario, enfrentó, reconoció una serie de quejas que había contra él y aceptó el castigo. También es un hecho que en Platón encontramos con mucha frecuencia el tema de que la falta es una enfermedad, un tema de origen pitagórico. La falta es una enfermedad, es decir que hay que entenderla en el doble registro de la impureza que es preciso expulsar y la enfermedad que es preciso curar. En la tradición pitagórica, purificación y curación están mezcladas, y está claro que aquí encontramos un eco. Bueno, también podemos hallar con bastante frecuencia en los trágicos griegos la idea de que, al ser la falta enfermedad e impureza a la vez, la sentencia que castiga, el juicio que se pronuncia, el castigo que se impone, constituyen al mismo tiempo curación y purificación. Por lo tanto, puede suponerse en efecto que tenemos allí, sostenido, apuntalado por varias otras confirmaciones y como eco a varias otras ideas, el tema de que la verdadera transformación del alma debe producirse por medio de una retórica de la confesión, en una escena judicial donde el decir la verdad sobre sí mismo y el ser castigado por otro van a inducir la transformación de lo injusto en justo. Y llegaríamos entonces a una especie de núcleo cuya fortuna iba a ser milenaria. Ahora bien, creo que si damos a ese texto el sentido que acabo de sugerir, un sentido tan positivo e inmediato, es porque nos dejamos obnubilar, desde luego, por dos esquemas anacrónicos: el de la confesión cristiana, con su doble referencia constante, judicial y médica, y el de una práctica penal que, al menos desde el siglo XVIII, no dejó de justificar el castigo por su función terapéutica.
[En consecuencia,] no creo que sea posible dar ese sentido al texto. Y nada me parece más alejado de la psicagogia platónica que la idea de que una retórica de la confesión en un escenario judicial pueda llevar a cabo la transformación de lo justo en injusto. En efecto, si encontramos no pocos pasajes concernientes a la función terapéutica del tribunal en textos trágicos o en otros textos griegos, esa terapéutica que se pide al tribunal no se refiere, en la mayor parte de los casos, al alma de quien ha cometido la faJta. Es una terapéutica que hay que aplicar a la ciudad; consideren el ejemplo de Edipo: el castigo del criminal no cura al criminal. Expulsa de la ciudad un mal que, efectivamente, se percibe a la vez como impureza y como enfermedad. No es una psicagogia, es una política. Es una política de la purificación que se pone en juego a raíz de la idea de que el tribunal cura; no es en absoluto una psicagogia de las almas individuales. Segundo, tampoco creo que pueda invocarse el ejemplo de Sócrates, porque, en el fondo, éste hace muy otra cosa que acusarse a sí mismo cuando lo llevan a comparecer ante los tribunales. No se precipita a acudir frente al juez luego de haber cometido una falta, no va en absoluto a su encuentro; al contrario, son los jueces quienes lo persiguen. Por otra parte, si se deja condenar, no es en modo alguno porque haya cometido una injusticia y lo reconozca. En los textos, trátese de la Apología, del Fedón, del Critón —en parte— o también de un texto que se encuentra a] final del Gorgiasy donde se hace alusión, mediante una especie de prefiguración retrospectiva, a lo que había sido —a lo que iba a ser con respecto al diálogo- el proceso de Sócrates, éste no aparece de ninguna manera como alguien que dijera: soy culpable y por eso me someto a las leyes. Sino: como los ciudadanos se valen de leyes que son justas de por sí, pero lo hacen para condenarme injustamente, yo mismo cometería una injusticia si tratara de escapar a ellas. El reconocimiento que debo a la ciudad y el respeto que se debe a las leyes hacen que, aunque injustamente procesado, no me sustraiga ni a las diligencias judiciales ni a sus consecuencias; la injusticia estaría en hacerlo. No es, por tanto, nada del orden de la confesión; con referencia a los jueces, Sócrates practica un juego muy distinto. No la confesión de la falta cometida, sino la obediencia a las leyes para no cometer la injusticia que significaría desobedecerlas. No mencionemos entonces el ejemplo de Sócrates para confirmar la significación de esa presunta escena de la confesi¿Por qué, entonces, Sócrates hace referencia aquí a la confesión de las faltas, y qué significación hay que dar al pasaje? Me parece que ante todo es preciso recordar el contexto. Este pasaje constituye el eje de la discusión preliminar, en cierto modo, con Polo —en la cual, digámoslo una vez más, se acaba de demostrar que la retórica no es nada, al menos si se le pide que sea una tekhne-> el eje, por lo tanto, de la liquidación de la retórica y lo que va a ser en la segunda parte, a través de la discusión con Calicles, la puesta en evidencia de la propia parrhesía filosófica. Hay que tomar este texto como una especie de punto terminal del debate sobre la retórica y, me parece mejor, su inversión histórica. Sócrates presenta aquí un uso casi bufonesco de la retórica. En fin, pongo "bufonesco" entre comillas, hay que ser más prudente y mesurado. Esto es lo que quiero decir: Sócrates acaba de establecer -es así como ha mostrado que la retórica no era nada- que lo importante no es escapar a la injusticia de los otros. Lo importante es no cometer uno mismo una injusticia. Y si eso es tan importante, ¿para que sirve la retórica? Él lo ha dicho: la retórica no puede servir para nada. Pues si lo importante es no cometer la injusticia, lo importante será entonces hacer que quien es injusto llegue a ser efectivamente justo, y no que se limite a pare-cerlo. La retórica, en consecuencia, no sirve para nada. Y llegado a este límite, Sócrates dice simplemente: sí en verdad quieren servirse de la retórica, si a pesar de su falla de uso real quieren valerse de ella, ¿en qué podrían hacerlo? Entonces imagina una escena paradójica —una escena imposible en sí misma, y que para un griego, me parece, no tiene sentido— en la que se ve a alguien precipitarse a comparecer ante los tribunales y —el texto lo dice con precisión- utilizar todo su arte retórico para decir: el culpable soy yo, les ruego que me castiguen. Sócrates presenta este uso de la retórica como una escena paradójica, una escena imposible, para mostrar hasta qué punto, en efecto, aquélla no sirve de nada. Y creo que tenemos la confirmación de que ése es el sentido que Sócrates le da -el de una escena paradójica y literalmente imposible— en el pasaje que viene a continuación, donde, luego de explicar el uso confesional, el uso de confesión de la retórica, dice: habría también otro uso de la retórica, si en verdad se quieren valer de ella, tras admitir que lo importante es no cometer una injusticia. Si han admitido eso, pues bien, pueden servirse de la retórica o bien para acusarse a sí mismos, cosa absolutamente extravagante e inimaginable, o bien:
En la situación inversa, si se trata de alguien, enemigo o cualquier otro, al que se quiere prestar un mal servicio, con la sola condición de que sea, no la ón terapéutica y psicagógica.
sino el autor de una injusticia, entonces [será menester un; Michel Foucauit] cambio de actitud. Hay que hacer todos los esfuerzos, en los dichos y en los hechos, para que no tenga que rendir cuentas y no comparezca ante los jueces; o, si acude a ellos, para disponer que escape al castigo, de modo tal que, si ha robado sumas cuantiosas, no las devuelva sino que las conserve y las gaste en sí mismo y los suyos de manera injusta e impía; para que, si merece la muerte por sus crímenes, en la medida de lo posible no muera y, en cambio, viva para siempre en su maldad o, al menos, tanto cuanto se pueda en ese estado.
A mi juicio, este texto esclarece a la perfección la significación del que lo precede y cuya fotocopia les he repartido. La situación, entonces, es la siguiente: como lo importante es no cometer la injusticia, de ello puede deducirse que la retórica no es nada. No es nada en sí misma y no tiene utilidad alguna. Pero si en verdad quisiéramos —sobre la base del principio de que lo importante es no cometer la injusticia— dar algún uso a esa cosa que no es nada ni sirve para nada, ¿qué podríamos hacer con ella? Y bien, podríamos darle dos usos grotescos: uno, correr a la presencia del juez y desplegar nuestro talento retórico para acusarnos, y otro, en caso de tener un enemigo al que tuviéramos tirria, ir a defenderlo en los tribunales y esforzarnos por lograr que no fuera castigado y que en ese castigo no pudiera encontrar el principio de su transformación de hombre injusto en justo. Lo mantendríamos en su injusticia, procuraríamos que no la reparara y, así, como enemigos que somos de él, podríamos prestarle el peor servicio. Ésas son las dos paradojas de la utilización imposible y ridicula de la retórica, una vez admitidos los principios precedentes. No hay psicago-gia de la confesión, no hay psicagogia judicial. Si somos injustos, no podremos transformarnos en hombres justos gracias a la mera manifestación de la verdad de nosotros mismos frente a un juez que castiga. Y me parece entonces que, al hablar de ese texto, hay que tener presente este sentido.
En cambio —y aquí pasamos a otro texto del que querría hablarles—, hay un pasaje donde se ve cuál es el modo de ser del discurso que tendrá la capacidad concreta de efectuar la psicagogia de marras. No será en la retórica, en la falta judicial» en el juego de la falta, la confesión y el castigo donde podrán llevarse a cabo las cosas. El pasaje que les cito f...] está en 486¿¿
Si mi alma fuera de oro, Calicles, ¿no crees que me sentiría dichoso al encontrar alguna de esas piedras con las que prueban el oro? Una piedra tan perfecta como fuese posible, con la que tocaría mi alma, de tal suerte que, si ella estuviera [...] de acuerdo conmigo sobre las opiniones de mi alma, de resultas eso sería verdadero. Observo, en efecto, que para verificar correctamente si un alma vive bien o mal, es preciso tener tres cualidades que tú posees: saber [epistenten], benevolencia [éunoian] y franqueza [parrhesía]. A menudo me topo con personas que no son capaces de probarme, porque no son sabias, como tú lo eres; otros son sabios, pero no quieren decirme la verdad, porque no se interesan en mí como tú lo haces. En cuanto a esos dos forasteros, Gorgias y Polo, ambos son sabios y amigos míos, pero una desafortunada timidez les impide mostrarme su parrhesía. Nada más evidente: esa timidez llega tan lejos que los reduce a contradecirse por falsa vergüenza ante un auditorio numeroso [...]. Tú, por el contrario, tienes todas esas cualidades.
Y Sócrates enumera entonces las tres cualidades que tiene Calicies: es epistemon (tiene episteme) siente amistad, afecto por Sócrates, y "en cuanto a tu franqueza \parrhesiázesthai\ y tu falta de timidez, las afirmas altivamente y tu discurso precedente no te ha desmentido. Un asunto zanjado, entonces: cada vez que estemos de acuerdo sobre un punto, este será considerado como suficientemente ado por una y otra parte, sin que haya motivos para examinarlo".11 Un poco más adelante, bien al final de la página, verán, a partir de lo que podríamos llamar pacto parresiástico de la prueba de las almas, un pequeño párrafo, unas líneas que se refieren efectivamente a la conducta y la conducción de las almas:
En cuanto a mí, si me toca cometer alguna falta de conducta, ten la certeza deque no lo hago adrede, sino por pura ignorancia; y ya que has comenzado a darme consejos, no me abandones e indícame en cambio el género de ocupaciones a las cuales debo dedicarme y la mejor manera de prepararme para ellas; si más adelante, luego de que te haya otorgado hoy mi consentimiento, me sorprendes haciendo algo distinto de lo que te haya dicho, considérame un cobarde, indigno en lo sucesivo de recibir tus consejos.
Como podrán ver, este texto se opone, aun en forma indirecta, pero bastante clara, al que acabo de leerles. En los dos casos se trata sin duda de: ¿qué hay que hacer cuando se ha cometido una falta? Hipótesis bufonesca, absurda para quien crea en la retórica: correr a comparecer ante un juez para autoacusarse. Y resulta que ahora tenemos la otra fórmula, que es justamente la de la acción filosófica sobre el alma, por la cual, si se ha cometido una falta, es preciso admitir que no ha sido de manera voluntaria y que, por consiguiente, quien la ha cometido necesita una vez más consejos. Sin embargo, si después de esos consejos y una vez que la persona ha sido esclarecida sobre la naturaleza de la falta, vuelve a cometerla, pues bien, su único castigo consistirá en ser abandonada por quien la dirige. Como ven, nos encontramos en una escena muy distinta, con procedimientos muy diferentes y en muy otro contexto, con un juego que no tiene nada que ver con el de la escena judicial de la confesión. Me gustaría entonces volver un poco a los elementos presentes en ese pasaje.
Me parece que en él se definen, aun de manera rápida y en cierto modo puramente metodológica (como reglas de la discusión), el modo de ser del discurso filosófico y su forma de ligar el alma a la verdad, el Ser (a lo que es) y el Otro a la vez. A mi juicio, el pasaje es interesante porque retoma, teoriza de una manera indudablemente fugaz, aunque muy clara, lo que ha estado en juego a lo largo de todo el diálogo, porque —aquellos de ustedes que lo tengan [leído] lo recordarán— Sócrates no ha dejado de decir a su interlocutor: no quiero que me hagas grandes discursos, no quiero que me hagas el elogio de la retórica, quiero simplemente que respondas a mis preguntas. Y quiero que respondas a mis preguntas, no —como se dirá en el Menón o como lo encontraremos en otros diálogos- porque sepas la verdad en el fondo de ti mismo. [O, mejor,] esta proposición está implícita en ello, pero el tema del "quiero que respondas a mis preguntas", que recorre todo el Gorgias, no se focaliza en ese punto. En este diálogo, el "quiero que respondas a mis preguntas" significa: quiero que seas el testigo de la verdad. AJ responder exactamente como piensas, exactamente como lo tienes [en] mente, a las preguntas que voy a hacerte, sin disimular nada ni por interés, ni por adorno retórico, ni por vergüenza —[la cual] va a tener un gran papel en el asunto—, pues bien, al decir con toda exactitud lo que piensas, tendremos de tal modo una verdadera prueba del alma. El diálogo no se justifica aquí como instrumento de la memorización, como juego dialéctico con la memoria. Se justifica como una prueba permanente del alma, un básanos (una prueba) del alma y de su calidad mediante el juego de las preguntas y las respuestas.
El texto también es interesante porque, al teorizar o, al menos, reagrupar una serie de temas que recorren todo el diálogo, que son una suerte de pacto recordado por Sócrates en toda su extensión, encontramos aquí, como se darán cuenta, la palabra parrhesía, una palabra que se utiliza, por supuesto, en su significación corriente, al margen de su campo político preciso, al margen del campo institucional del que hemos hablado. Es decir que en este caso se trata del hablar franco liso y llano, del decir lo que a uno se le pasa por la cabeza, de la libertad de hablar, del decir exactamente lo que uno piensa, sin límites ni vergüenza. Pero si esta significación de la palabra parrhesía es la significación tradicional, el término se emplea aquí en una reflexión sobre lo que debe ser el diálogo filosófico y, por ende, lo que debe ser el juego de la verdad y la prueba que juegan el filósofo y su discípulo, el interrogador y el interrogado, quien busca y quien es buscado. En esa medida, creo que damos con un primer uso -en todo caso, no hay otros en la literatura de la época ni los ha habido antes-de la palabra parrhesía en el contexto, dentro de una práctica que es ya la de la dirección de conciencia. Hallaremos entonces, en forma mucho más tardía, textos que atribuyen íntegra o muy parcialmente, como fuere, una parte importante a la teoría de la parrhesía. Tenemos, por ejemplo, un tratado de Plutarco dedicado a la identificación de los aduladores: ¿cómo puede reconocerse a un adulador, cómo puede desenmascararse aun adulador? En realidad, ese texto es una discusión muy técnica sobre la adulación en contraste con la parrhesía. Y en él hay una reflexión, si no teórica sí al menos técnica, casi tecnológica sobre la parrhesía. Aquí no se trata todavía de eso, pero la palabra ya se utiliza en el contexto de la práctica de la conducción de las almas, la conducción filosófica, la conducción individual de las almas, y es la primera vez. Debido a ello, hay que detenerse un poco en este texto.
Recordarán que el contexto en que se sitúa ese pasaje es muy simple. Está poco después del que hemos leído sobre la confesión, y que a mi entender es justamente una oposición casi caricaturesca a éste. Polo, entonces, ha sido descalificado como interlocutor, porque en cierto modo se ha plantado en la discusión. Se ha visto obligado a admitir que si lo justo, en efecto, es mejor que lo injusto, la retórica no sirve para nada. En ese momento interviene Cálleles, que ha advertido a la perfección cuál es el punto débil del discurso de Polo, a saber, haber intentado reunir dos proposiciones. Primero, la proposición de que la retórica es inútil, y segundo, la proposición de que lo justo es mejor que lo injusto. Sócrates ha mostrado que las dos proposiciones no se sostenían y, al considerar por su parte que lo justo es mejor que lo injusto, ha demostrado que la retórica es inútil, y no sólo inútil, sino que no es nada. Por consiguiente, a partir de esta situación va a ser muy fácil deducir la táctica de Calicles en la discusión. Calicles va a tomar la otra posición, que consiste en decir: no es cierto que lo justo sea preferible a lo injusto, y por ende la retórica existe y por ende la retórica es útil. Este famoso pasaje sobre el hecho de que lo justo no es preferible a lo injusto se explica, se interpreta no sólo como el esbozo de lo que será el deTrasímaco en la República-lo que es exacto—, [sino] que también se lo reinterpreta como una especie de prefiguración del hombre nietzscheano, una especie de afirmación primera de la voluntad de poderío. Esta interpretación me parece, en contraste, muy aventurada y tan anacrónica como la que hacía del pasaje que explicábamos antes una prefiguración de la confesión. Lo que se pone en escena en ese diálogo de Gorgiasno es una moral de la confesión y el castigo, opuesta a una moral de la voluntad de poderío. Por razones históricas evidentes, sería sorprendente que así fuera.
Si insisto en Calicles, verán que lo hago por una razón simple. Para situar las cosas, y porque es necesario apresurarse, querría limitarme a decir que Calicles, en el fondo, es un joven a la vez de bien, estimable y, en resumidas cuentas, del todo normal. Pues si tomamos su discurso sobre lo justo y lo injusto [cuando dice]: no es cierto que lo justo deba preferirse a lo injusto, ¿cómo lo justifica, y sobre qué base? Lo justifica diciendo: no hay que hacer como un esclavo, dado que son los esclavos quienes sufren la injusticia sin poder defenderse (en 483¿). Y en 483c. hay que contarse entre los más fuertes, los más capaces, los que son dynatóipleon ekhein (capaces de tener más que los otros). Hay que procurar imponerse sobre los hoipollói, los más numerosos (en 483^, hay que estar entre los dynatóteroi (quienes son más poderosos que los demás). En 483^: es preciso que el más fuerte {kreitton) mande al menor, al más débil (hettori), y hay que formar parte de los béltistou los mejores. Ahora bien, todo esto es una muestra de las formulaciones más banales que puedan encontrarse en cualquier griego, habida cuenta de que Cálleles pertenece a la categoría de los ciudadanos de pleno derecho y también a la clase de gente que, por su estatus, su nacimiento, su riqueza, tiene la pretensión de gobernar la ciudad. No hay nada de extraordinario en el proyecto de Calicles. Lo único que se le opone, y que hace que esta actitud absolutamente normal -querer estar entre los mejores y ser, en ese título, alguien que manda al más débil y al menos bueno— [tropiece con una resistencia], es que frente a él tiene un nomos (una ley) que es justamente la ley de la democracia ateniense, que tiende a dar el mismo estatus a todo el mundo y en especial a impedir que nadie se imponga sobre los demás. Y frente a lo que para él es un escándalo (esta ley igualitaria) -en este punto hay, si se quiere, algo que hace que su personaje no sea un joven aristócrata como cualquier otro—, Calicles utiliza una argumentación que, según sabemos, procede muy directamente de los sofistas, de Gorgias, de Protágoras, etc., consistente en decir que el nomos no es más que una cuestión de convención y que ninguna ley obliga sobre la base de la naturaleza. En consecuencia, reinterpreta esa situación que le resulta intolerable. Él, que quiere jugar con normalidad el juego aristocrático del mejor, que pertenece a un mundo agonístico donde los más fuertes deben imponerse sobre los más débiles, utiliza ese tipo de razonamiento. Yes menester entonces ver que con Calicles, Sócrates no está en modo alguno frente al representante premonitorio de una aristocracia casi nietzscheana, incapaz de someterse a ley alguna, en cuanto ésta aspire a doblegar su apetito de poderío. En el caso de Calicles, Sócrates tiene frente a sí a un joven que quiere practicar, en un sistema que se ha convertido en igualitario, un juego agonístico tradicional. Ya no son sus ventajas de fortuna, su estatus tradicional los que pueden ponerlo entre los mejores, y el hecho de que se cuente entre ellos no le confiere autoridad real. ¿Cómo podrá adquirirla? Pues bien, simplemente por intermedio de la retórica. Ésta será, por tanto, un instrumento que le permitirá jugar, en el sistema igualitario, el viejo juego tradicional de la preeminencia y las jerarquías privilegiadas. La retórica es el instrumento para volver a hacer desigual una sociedad a la cual se ha procurado imponer una estructura igualitaria por medio de leyes democráticas. Es menester, pues, que esa retórica ya no se ajuste a la ley, dado que, justamente, debe actuar contra ella. La retórica tiene que ser, entonces, indiferente a lo justo y lo injusto, y se justifica como puro juego agonístico. Tal es el contexto en que se sitúa el pasaje que querría explicarles.
Entonces, frente a ese uso de la retórica sin adaptación a lo justo y lo injusto, ¿qué va a proponer Sócrates a Calicles? Bien, va a proponerle otro juego discursivo que es completamente diferente, que es diferente término a término. En efecto, primero, sea en la situación tradicional, sea en la situación conflictiva en que la gente, perteneciente a la élite o deseosa de practicar el juego agonístico, está frente a una estructura igualitaria y democrática, la retórica es un discurso que, según la idea de Calicles como, por lo demás, según la idea de los rétores, tiene un uso y uno solo: se trata de imponerse a los muchos {hoipollói) y, por consiguiente, de dirigirse a ellos y, al dirigirse a hoi pollói> [de] persuadirlos. Y cuando consiga entonces por la persuasión el apoyo de los muchos, uno va a poder superar a sus rivales. La retórica es, si se quiere, una práctica de discurso que se juega en tres categorías de personajes: están los muchos a quienes hay que convencer, están los rivales sobre los cuales hay que imponerse, y está por último quien u tiliza la retórica y quiere llegar a ser el primero.
Lo que Sócrates propone a Calicles es un discurso que no juega ese juego de tres niveles o que no actúa en ese espacio agonístico con los más numerosos, los rivales y el que tiene la pretensión de imponerse. Es un discurso del que uno se sirve como básanos,1 como prueba de un alma por otra. A lo largo de la discusión precedente con Polo, la cuestión pasaba por valerse del interlocutor como un mártir, un testigo. Aquí, la palabra básanos hace que el discurso vaya de un alma a otra como prueba. ¿En qué sentido, como prueba? La utilización de la metáfora de la piedra de toque es interesante. En efecto, ¿qué muestra la piedra de toque? ¿Cuáles son su naturaleza y su función? Su naturaleza consiste en la existencia de algo así como una afinidad entre sí misma y el elemento que somete a prueba, por la cual la naturaleza de este último se revelará en virtud de lo probado por ella. Segundo, la piedra de toque actúa en dos registros. Actúa en el registro de la realidad y actúa en el registro de la verdad. Es decir que permite saber cuál es la realidad de la cosa que se quiere probar a través de ella y, al manifestar esa realidad, se muestra si la cosa es lo que pretende ser y, por consiguiente, si su discurso o su apariencia están de conformidad con lo que ella es. En consecuencia, la relación que habrá entre las almas ya no es en absoluto una relación de tipo agonístico en la cual se trata de imponerse sobre los otros. La relación entre las almas será de prueba, será esa relación de básanos (de piedra de toque) en la que habrá afinidad de naturaleza, y por esta afinidad de naturaleza, demostración a la vez de la realidad y la verdad, es decir de lo que es el alma en lo que puede tener de étymos (auténtico). Como recordarán, ya habíamos dado con esta noción de lo auténtico (de lo étymos) a propósito del lagos. Y en la medida en que un alma se manifiesta por lo que dice (por su logos, [por] la prueba, en el diálogo, del lagos: saber qué es en realidad y si lo que es se ajusta efectivamente a la realidad y dice la verdad), lo que vale para el lagos vale también para el alma. El juego, por tanto, ya no es agonístico (de superioridad). Es un juego de prueba de a dos, por afinidad de naturaleza y manifestación de la autenticidad, de la realidad-verdad del alma.
En segundo lugar, se darán cuenta de que, en esa prueba de verdad, el punto que se indica varias veces como elemento destacado, y que va a hacer que se proceda en concreto a esa prueba y ésta lleve a una decisión, ¿cuál es? Es lo que en el texto se denomina en diversas oportunidades homología. El término reaparece varias veces, y se trata de la identidad del discurso en uno y en otro. Cuando en esas dos almas que se prueban por afinidad de naturaleza haya una homología por la cual lo que dice una pueda decirlo la otra, en ese momento habrá un criterio de verdad. Por eso, advertirán que el criterio de verdad del discurso filosófico no debe buscarse en una suerte de vínculo interno entre quien piensa y la cosa pensada. La verdad de ese discurso, entonces, no se alcanza de ninguna manera en la forma de lo que más adelante será la evidencia, sino por algo que se llama homología, es decir la identidad del discurso entre dos personas. Con una condición, sin embargo, punto en el cual damos con los tres términos que querría explicar y entre los cuales se cuenta parrhesía. Para que esa homología, esa identidad del discurso, sea en efecto lo que queremos que sea, una prueba de la calidad del alma, es preciso que no sólo aquél sino ésta, y el individuo que pronuncia el discurso —y en rigor estas tres cosas coinciden— cumplan una serie de criterios. Esos tres criterios [son]: episteme, éunoia y parrhesía. Habría que referirse (pero por desgracia no tengo tiempo) a otros textos que encontramos un poco más adelante con referencia a la adulación. ¿Qué es, en efecto, la adulación? En apariencia, también es una homología. ¿Qué significa adular? Adular significa tomar lo que el oyente ya piensa, formularlo por cuenta de uno mismo como discurso propio y devolverlo al oyente, que queda con ello tanto más fácilmente convencido y seducido cuanto que se trata de lo que él dice.
Por decirlo de algún modo, al parecer tenemos aquí una homología. Pero nunca se le dará ese nombre, porque la apariencia de identidad es sólo eso, una apariencia. Lo idéntico no es el logos mismo, sino las pasiones, los deseos, los placeres, las opiniones, todo lo que es ilusorio y falso. Eso es lo que se restituye y repite en la adulación. En cambio, la homología del discurso es un auténtico criterio de verdad. Y el hecho de que los dos interlocutores sostengan el mismo logos no será adulación con una condición, que ambos estén dotados de episteme, éunoia y parrhesía. Digo: "los oyentes estén dotados de", y habrá que volver por un momento a esto, pero por ahora, si les parece, dejémoslo de lado. Episteme, vale decir que es preciso que sepan: "saber" se opone a esa adulación que de tal modo se desahucia, porque sólo sirve como opinión. Aquí, la episteme no se refiere tanto a lo que el o los interlocutores saben en virtud de un saber que hayan aprendido, sino [al hecho] de que nunca dicen lo que dicen si no saben efectivamente que es verdad. Segundo, la homología no será adulación con una condición: que lo que buscan los interlocutores —también aquí en contraste con la práctica de los aduladores- [no sea] su propio bien, su provecho, su reputación ante sus oyentes, su éxito político, etc. Para que la homologa tenga en cicero valor de ámbito de formulación y prueba de la verdad, .será menester que cada uno de los dos interlocutores tenga, por el otro, un sentimiento de benevolencia que suponga la amistad (éunoia). Y tercero y último, para tener la certeza de que la homología no es simplemente la analogía del decir en la adulación, será preciso que cada uno de los dos utilice la parrhesía, es decir [que nada], sea del orden del temor, la timidez o la vergüenza, limite la formulación de lo que se cree cierto. Es necesario un coraje parresiástico. La episteme por la cual se dice lo que se cree cierto, la éunoia por la cual sólo se habla en virtud de la benevolencia hacia el otro, la parrhesía que infunde el coraje de decir todo lo que se piensa, a despecho de las reglas, las leyes, las costumbres: ésas son las tres condiciones [bajo] las cuales la homología, esto es, la identidad del logos en uno y otro, podrá cumplir ese papel de básanos (de prueba, de piedra de toque) del que se trata. Episteme, éunoia, parrhesía: si quieren realmente hacer comparaciones filosóficas, digan que, en cierto modo, esas tres condiciones ocupan, en una práctica filosófica definida por el diálogo y la acción de un alma sobre otra, el lugar exacto o, bueno, aproximado que tendrá la evidencia cartesiana cuando el discurso cartesiano se presente y se afirme como el ámbito de producción y manifestación de la verdad.
Sin lugar a dudas, habría que complicar un poco e incluso algo más que un poco las cosas, pero por desdicha no tengo tiempo... Pues de hecho ese juego se juega de a dos, es decir que ni la episteme, ni la éunoia, ni la parrhesía de Calicles son iguales a la episteme, la éunoia y la parrhesía de Sócrates. Y justamente, todo lo que pase en el diálogo a partir de ese momento indicará que, al actuar efectivamente con episteme—lo que sabe y lo que sabe cierto—, al jugar con su amistad-un poco limitada pero, después de todo, una muestra de buena voluntad con Sócrates- y al poner en juego su parrhesía que se define como la capacidad de decir cosas incluso escandalosas y vergonzosas, pues bien, al poner en juego todo eso y aplicar esas reglas a su propio diálogo, Calicles se va a ver poco u poco en la necesidad de dejar que el discurso de Sócrates se imponga. Y en ese momento, en medio del silencio de Calicles que renuncia a hablar, se afirmará una e'písteme de Sócrates que se manifiesta en la formulación de los grandes principios concernientes al cuerpo y el alma, la vida, la muerte y la supervivencia, que son algo así como el núcleo mismo del saber filosófico; la éunoia de Sócrates que es el afecto que siente por Cálleles, y laparrhesía socrática, esa parrhesía de la que da pruebas a lo largo de todo el diálogo, pero que se mencionará en concreto a] final, cuando, mediante una anticipación retrospectiva, el texto evoque lo que pronto será el proceso de Sócrates y su muerte, y el coraje con que éste dirá la verdad ante los jueces.
Y es así como episteme, éunoiay parrhesía constituyen operadores de verdad. Por un pacto al que Sócrates invita a Calicles, la homología que va a desarrollarse, que va a escandir el resto del diálogo, se erigirá en la prueba misma de la verdad de lo que se dice y por lo tanto de la calidad de las almas que lo dicen. Verán que, en esta concepción de la piedra de toque, de la homo logia y de su condición interna que culmina en la parrhesía, tenemos la definición del vínculo mediante el cual el lagos de uno puede actuar sobre el alma de otro y conducirlo a la verdad. De tal modo, esta parrhesía -que en su uso político, digamos según el modelo pericleano, tenía la posibilidad de reunir en torno del que manda la pluralidad de los otros en la unidad de la ciudad— ahora va a ligar uno a otro al maestro y el discípulo. Y al ligarlos uno a otro, [va] a asociar a ambos a una unidad que ya no es la de la ciudad sino la del saber, de la Idea, la unidad misma del Ser. La parrhesía filosófica de Sócrates liga al otro, liga a los otros dos, liga al maestro y al discípulo en la unidad del Ser, a diferencia de la parrhesía de tipo pericleano, que ligaba la pluralidad de los ciudadanos reunidos en la ciudad a la unidad de mando de quien ganaba ascendiente sobre ellos. Comprenderán por qué la parrhesía pericleana debía llevar necesariamente a la retórica, es decir el uso del lenguaje que permite imponerse sobre los otros y reunirlos, por medio de la persuasión, en la unidad de ese mando, bajo la forma de esa superioridad afirmada. En contraste, la parrhesía filosófica, que actúa en el diálogo entre el maestro y el discípulo, no conduce a una retórica, sino a una erótica. Es todo, gracias.
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