Michel Foucault
Curso en el Collège de France
Ciclo lectivo (1982-1983)
Clase del 9 de febrero de 1983
Primera hora
Parrhesía: uso corriente; uso político — Recordatorio de tres escenas ejemplares: Tucídides, Isócrates y Plutarco — Líneas de evolución de bi parrhesía — Los cuatro grandes problemas de la filosofía política antigua: la ciudad ideal; los méritos compartidos de la democracia y la autocracia; la alocución al alma del príncipe, y la relación entre filosofía y retórica — Estudio de tres textos de Platón.
QUERRÍA APROVECHAR, dado que estamos en vacaciones y he recibido hace un momento en mi buzón una objeción de un oyente, para precisar tal vez una o dos cosas, por si no han quedado claras. La objeción, en efecto, es interesante. El oyente me dice que no lo satisface mucho lo que he dicho sobre la parrhesía, y me remite a una definición de ésta que, en cierto modo, podría calificarse de canónica: la parrhesía, me indica, significa de manera general toda forma de libertad de palabra; y segundo, en el marco de la ciudad democrática y en el sentido político del término, la parrhesía es la libertad de palabra que se otorga a los ciudadanos; sólo a ellos, desde luego, pero a todos, aunque sean pobres. Entonces, querría recordar lo siguiente sobre esos dos aspectos de la definición de la parrhesía.
Primero, se entiende que el término parrhesía tiene un sentido corriente que significa: libertad de palabra. Unida a esta noción de libertad de palabra, por la que uno dice todo lo que quiera, se encuentra la noción de franqueza. Esto es: no sólo hablamos libremente y decimos todo lo que queramos, sino que en la parrhesía también está la idea de que decimos efectivamente lo que pensamos, lo que efectivamente creemos verdadero. En ese sentido, la parrhesía es franqueza, y podríamos decir: es profesión de verdad. Entonces, yo corregiría esta definición corriente de la palabra y diría: no es simplemente la libertad de palabra, es la franqueza, la prolesión de verdad. Dicho esto, va de suyo que la noción de parrhesía, el término parrhesía, se utiliza a veces e incluso a menudo en un sentido muy corriente y al margen de todo contexto, todo basamento técnico o político. Y en los textos griegos encontraremos con mucha frecuencia a alguien que dice: escucha, para hablarte francamente ("parrhesía": con parrhesía), un poco como nosotros decimos: para hablarte con toda libertad. Cuando decimos "hablar libremente", se trata por supuesto de una expresión corriente, prefabricada, que no tiene un sentido fuerte. No por ello es menos cierto que la libertad de palabra es un problema político, la libertad de expresión es un problema político, un problema técnico y también un problema histórico. Yo diría, pues, lo mismo acerca de la parrhesía: sentido corriente, actual, familiar, obvio, y además ese sentido técnico y preciso.
Seguir leyendo...Segundo, en lo que concierne justamente a esa acepción precisa y técnica, no creo que podamos limitarnos a resumir los sentidos y los problemas, sobre todo, planteados por la noción de parrhesía diciendo que ésta es la libertad de palabra dada en una democracia a todos los ciudadanos, sean ricos o pobres. No creo que con eso baste. ¿Por qué? En primer lugar, porque, una vez más -y aquí los remito a lo que les decía la clase pasada-, en la definición de la democracia encontramos (los remito al texto de Polibio, pero hay otros) estas dos nociones: isegoriay parrhesía. La segaría es en efecto el derecho constitucional, institucional, el derecho jurídico otorgado a todo ciudadano de hablar, tomar la palabra, en todas las formas que ésta puede asumir en una democracia: toma de la palabra política, toma de la palabra judicial, interpelación, etc. ¿Qué marca entonces la diferencia entre la isegoría, en virtud de la cual alguien puede hablar y decir todo lo que piensa, y la parrhesía? La distinción estriba, creo, en que la parrhesía -que tiene sus raíces, claro está, en la isegoría— se refiere a algo un poco diferente, que sería la práctica política concreta. Y si la posibilidad de que cualquiera tome la palabra se inscribe, en efecto, en el juego de la democracia, en la ley interna de la democracia, se plantea cierto problema técnico y político, que es: pero ¿quién va a tomar la palabra, quién va a poder, de hecho, ejercer su influencia sobre la decisión de los otros, quién va a ser capaz de persuadir y quién, al pronunciar lo que a su juicio es la verdad, va a poder actuar así de guía de los otros? En este aspecto, no estimo que los problemas planteados por la parrhesía sean simplemente del orden de la distribución igualitaria del derecho de palabra a todos los ciudadanos en la ciudad, sean ricos o pobres. Por ello, esta definición de la parrbesía no me parece suficiente. Y en segundo lugar -«esto es lo que vamos a tratar de empezar a explicar hoy-, no habría que creer de ningún modo que la cuestión de laparrhesía—en este sentido político: ¿quién va a hablar, decir la verdad, cobrar ascendiente sobre los otros, persuadir y, por consiguiente, en nombre de la verdad y a partir de la verdad, gobernar?— sólo se plantea en el campo de la democracia. Vamos a ver, al contrario, que, aun en el juego del poder autocrático, la parrhesíasuscita problemas políticos, problemas técnicos. La cuestión será precisamente: ¿cómo podemos dirigirnos al príncipe, cómo podemos decirle la verdad? ¿A partir de qué, según qué formación, cómo se debe actuar sobre su alma? ¿Qué es el consejero del príncipe? Diré por tanto que en el campo de la democracia la noción de parrhesía es un poco más restringida que la noción de isegoría. Plantea problemas complementarios y exige determinaciones complementarias con respecto a la noción de isegoría, es decir de distribución igualitaria del derecho de palabra. Y en otro sentido, más amplio, no se trata simplemente del juego de la verdad o del juego del derecho de palabra en la democracia, sino de esos mismos juegos en cualquier forma de gobierno, aun la autocrática.
Respondo a esa objeción, en primer término porque me gusta mucho que me la planteen. Está muy bien. Vistas las dificultades de circulación que hay en un auditorio como éste, pues sí, unos están obligados a escribir y otros, a contestar oralmente. Y, en segundo lugar, creo que la objeción, en efecto, respondía sin duda a ciertas imprecisiones de mi exposición; en todo caso, me parece que otros podían también hacer esas mismas objeciones, por lo cual me alegra haber podido responderla. [...]
Ahora querría volver a tres textos o tres escenas que ya hemos conocido en las exposiciones precedentes. Tres textos que evocan tres escenas de la vida política griega, tres escenas reales, por lo demás, pero lo importante para mí es desde luego la manera como se reflejan en los textos que las exponen.
La primera escena o, mejor, el primer texto, como recordarán, es el de Tucídides, que cuenta de una manera más o menos creativa, simbólica o reorganizada, en todo caso, el famoso debate entablado en Atenas cuando los espartanos enviaron una embajada para hacer a los atenienses una especie de ultimátum, y había que saber si éste se aceptaba o se rechazaba, es decir si se proponía la guerra o la paz. Se trata, entonces, de la famosa decisión, tan capital en la historia de Atenas y de Grecia entera, a partir de la cual va a desencadenarse la guerra del Peloponeso. Como saben, la descripción de Tucídides remitía a unos cuantos elementos importantes. Primero, el hecho, por supuesto, de que la asamblea del pueblo se había convocado de la manera más regular, cada uno había podido expresar en ella su opinión (isegoríd) y esas opiniones eran diversas, de modo que la asamblea se había dividido en varias corrientes. Y en ese momento Peticles se había puesto de pie, había subido al estrado - Tucídides recuerda que era el más influyente de los atenienses- y, después de dejar que cada uno se expresara, [había] dicho lo que tenía que decir. Y había señalado entonces con claridad que consideraba lo que tenía que decir no sólo como verdadero, sino acorde con su opinión. Era lo que pensaba, lo que pensaba en ese momento, pero también, en el fondo, lo que siempre había pensado. Y, por lo tanto, no era simplemente el enunciado de una postura prudencial o de una sabiduría política coyuntural. Pericles hacía profesión de decir la verdad en ese orden de cosas y se identificaba con esa profesión de la verdad. Para terminar, el último aspecto de esta escena, supongo que se acordarán, era éste: desde el principio de su discurso, Pericles contemplaba la posibilidad de que el desenlace de la guerra no fuera fotzosamente favorable. Y decía a las claras que si el éxito no coronaba la empresa tras haberse votado en concreto por la guerra, ese pueblo que lo sostenía de tal modo no debía volverse luego contra él. Si el pueblo, en efecto, estaba dispuesto a compartir con Pericles el eventual éxito, sería preciso que también compartiera la derrota y el revés, de producirse. Ése es todo el aspecto del riesgo y el peligro en el decir veraz de la política. Me gustaría volver a partir de esta primera escena.
Querría a continuación recordarles una segunda escena que también hemos visto, una escena que es menos real desde el punto de vista histórico, aunque se refiera a elementos que son perfectamente identificables: el discurso de Isócrates que mencioné al final de la clase pasada, "Sobre la paz", que se sitúa entre sesenta y setenta años después, en torno de los años 356-355 a.c, y donde Isócrates tiene que hablar a favor o en contra de una propuesta de paz.
En realidad, ese discurso, como todos sus discursos, no se pronunció efectivamente frente a la asamblea. Es mucho más una especie de... no de panfleto sino, digamos, de manifiesto por la paz, que adopta la forma de un discurso posible, un discurso eventual ante la asamblea. Y en él encontramos un exordio en el cual Isócrates recuerda que la cuestión de la paz y la cuestión de la guerra son, claro está, cosas de extrema importancia. La paz y la guerra son cosas, dice, del mayor peso en la vida de los hombres y para las cuajes es esencial una buena decisión (orthós bouléuesthai: decidir bien). Ahora bien, prosigue Isócrates en su exordio, de hecho no todas las personas que hablan a favor o en contra de la paz son tratadas por la asamblea de la misma manera. A unas se les da la bienvenida, a otras se las expulsa. ¿Y por qué se las expulsa? Porque no hablan de conformidad con los deseos de la asamblea. Y como no hablan como la asamblea lo desea, se las echa. Ahora bien, dice, en ello hay algo que es absolutamente injusto y que perturba el juego mismo de la democracia y el decir veraz. Pues quienes hablan de acuerdo con los deseos de la asamblea, ¿por qué van a tomarse ei trabajo de buscar y plantear argumentos razonables? Les basta con repetir lo que dice la gente, lo que dicen los demás. No tienen más que reproducir ese murmullo de la opinión. Mientras que quienes piensan algo distinto de lo que anhela la asamblea, para lograr persuadirla, para lograr hacerla cambiar de opinión, están obligados, sigue diciendo Isócrates, a buscar argumentos, argumentos racionales y verdaderos. Y por consiguiente una asamblea debería escuchar mucho más a quienes hablan contra su parecer que a quienes no hacen sino repetir lo que ella piensa.
La tercera y última escena de la que querría hablar, el tercer texto, ya lo he mencionado al comienzo del curso, creo que en la segunda clase. Se trata de la famosa escena donde vemos a Platón en la corte de Sicilia, la corte de Dionisio el Joven, enfrentado al tirano junto con Dión. En realidad, conocemos la escena por Plutarco, y en consecuencia bastante después del período en que me sitúo por el momento, pero el relato corresponde a una escena ocurrida precisamente por entonces, es decir en la primera mitad del siglo IV a. C. ¿Y qué veíamos en esa escena? Veíamos a dos personajes: Dión, tío de Dionisio el Joven, y Platón el filósofo, llegado a pedido de Dión para formar el alma de Dionisio. Y uno y otro se enfrentan al tirano y uno y otro hacen uso de la parrhesía (decir veraz, franqueza). Al hacerlo, corren desde luego el riesgo de fastidiar al tirano. Y vemos los dos desenlaces: por una parte, Platón, efectivamente expulsado por Dionisio, no sólo recibe amenazas de muerte, sino que el tirano promueve un complot para matarlo, pese a que Dión, por su parte, conserva durante un tiempo el ascendiente sobre Dionisio y puede, el único en toda la corte, en el entorno del gobernante, tener aún influencia sobre él.
Si he recordado un poco extensamente estas tres escenas, lo he hecho por la siguiente razón. Me parece que de su cotejo pueden surgir la definición, el esbozo de cierto problema político, histórico, filosófico. Ante todo, ¿qué encontramos en esas tres escenas? Una serie de elementos fundamentales que son los mismos. Primero, en ellas la parrhesía se juega, se desarrolla en un espacio político constituido. Segundo, la parrhesía consiste en el pronunciamiento de cierta palabra, una palabra que pretende decir la verdad y en la cual, asimismo, quien la dice hace profesión de decirla y se identifica claramente como el enunciador de esa proposición o esas proposiciones verdaderas. Tercero, lo que está en juego en las tres escenas, el tema de éstas, es el ascendiente que se asegurará o no quien habla y dice la verdad. En todo caso, si se dice la verdad es sin duda para ejercer determinado ascendiente, sea sobre la asamblea o sobre el príncipe, no importa, un ascendiente que tendrá una influencia concreta sobre la manera de tomar las decisiones y el modo de gobernar la ciudad o el Estado. Y para terminar, el cuarto elemento común a todas estas escenas: el riesgo corrido, es decir el hecho de que el jefe, el responsable, quien ha hablado, podrá ser recompensado o sancionado, sea por el pueblo o por el príncipe, en función del éxito de la empresa, en función de que su decir veraz haya conducido a tal o cual resultado o en función, sencillamente, del humor de la asamblea o del príncipe. Tenemos aquí esos mismos elementos.
Pero al mismo tiempo se darán cuenta de que las tres escenas difieren entre sí. La primera —la escena contada por Tucídides, en la que Pericles da un paso adelante frente a la asamblea del pueblo y toma la palabra— representa la buena parrhesía, tal como debe funcionar. Entre todos los ciudadanos que tienen derecho a hablar y que han podido dar efectivamente su opinión y van a darla además mediante su voto, entre todos ellos, hay uno que ejerce un ascendiente, un buen ascendiente, y que corre esos riesgos ai explicar con exactitud en qué consisten éstos y cómo son. Ésa es la buena parrhesía. Las dos últimas escenas -la mencionada por Isócrates al comienzo del Per tes eirenes [y] la evocada por Plutarco en su relato de la vida de Dión- son malas parrhesiai o, de alguna manera, parrhesiai que no resultan como deberían resultar, porque en un caso, el mencionado por Isócrates, pues bien, quien dice la verdad no es escuchado. Y no lo es en beneficio de los aduladores que, en lugar de decir la verdad, no hacen más que repetir la opinión de la asamblea. En el caso de Dionisio, vemos al tirano que, una vez que el filósofo ha hablado, no tiene preocupación más acuciante que la de expulsarlo y tramar contra él un complot que bien podría terminar en su muerte. Me parece que, a través de esas escenas y de ios elementos comunes y diferentes que podemos encontrar en ellas, vemos perfilarse lo que va a ser a la vez la nueva problemática de la parrhesía y todo un campo del pensamiento político que se extenderá, persistirá a lo largo de la Antigüedad, al menos hasta fines del siglo II o, en todo caso, hasta la gran crisis del gobierno imperial de mediados del siglo III d.C. Creo que esos cinco, seis, siete siglos del pensamiento filosófico antiguo pueden observarse, hasta cierto punto, a través del problema de la parrhesía. Esto es más precisamenre lo que quiero decir.
En primer lugar, a través de esas tres escenas, la noción de parrhesía, que según vimos en el Ion de Eurípides se presentaba como un privilegio, un derecho al cual era legítimo aspirar a condición de ser ciudadano de una ciudad, esa parrhesía tan vehementemente deseada pot Ion, aparece ahora como una práctica ambigua. Es preciso que haya parrhesía en la democracia, es preciso que la haya también en torno del príncipe: la parrhesía es una práctica necesaria. Y al mismo tiempo es peligrosa o, más bien, corre el riesgo simultáneo de ser impotente y peligrosa. Impotente, porque nada prueba que vaya a funcionar efecrivamente como es menester, que no desemboque en un resultado contrario a aquel para el cual está destinada. Y por otro lado, siempre puede entrañar, para quien la practica, un peligro de muerte. Problematización, por tanto, de esa parrhesía, ambigüedad de su valor: tal es la primera transformación que vemos gracias al cotejo entre las tres escenas.
En segundo lugar, constatamos una segunda transformación que concierne en cierto modo a la localización misma de la parrhesía. En el texto de Eurípides era claro, se decía en forma explícita que la parrhesía se confundía con la democracia, según una circularidad, recordarán, a la que se hacía mención porque era preciso que Ion tuviera la parrbesía para que pudiera fundarse la democracia ateniense; y por otra parte, la parrbesía podía actuar dentro mismo de esa democracia. Parrhesíay democracia se confundían una con otra. Ahora bien, se darán cuenta de que en la última escena que mencionaba (la escena contada por Plutarco, en la que intervienen Platón, Dión y Dionisio) la parrhesia ya no se confunde en modo alguno con la democracia, y tiene que desempeñar un papel positivo, determinante, en un tipo muy diferente de poder: el poder autocrático. Comprobamos pues un deslizamiento de la parrhesía, de la estructura democrática a la cual estaba ligada a una forma de gobierno no democrático.
En tercer lugar, a través de esta última escena narrada por Plutarco, vemos una especie de desdoblamiento de la parrhesía, en el sentido de que aparece como algo necesario, sin duda, en lo que es el campo político propiamente dicho. La parrhesía es un acto directamente político que se ejecuta, sea delante de la asamblea, sea delante del jefe, el gobernante, el soberano, el tirano, etc. Es un acto político. Pero por otro lado —y esto se deja ver con claridad en el texto de Plutarco—, es también un acto, una manera de hablar que se dirige a un individuo, al alma de un individuo, y que concierne a la formación de esta alma. La fotmación del alma del príncipe, el papel que tienen que cumplir quienes lo rodean, no directamente en la esfera política sino en el alma del príncipe, en cuanto es él quien deberá desempeñar el papel político: eso muestra que, en cierta medida, la parrhesía se desconecta de su función estrictamente política y que a la parrhesía política se agrega otra que puede calificarse de psicagógica, porque la cuestión será dirigir y guiar el alma de los individuos. Tenemos, entonces, un desdoblamiento de la parrhesía .
En cuarto y último lugar —y, como es evidente, esto será lo esencial—, siempre [en] la escena narrada por Plutarco, [con] la cuestión de la parrhesía vemos aparecer un nuevo personaje. Hasta el momento, ¿con qué teníamos que vérnosla en el juego de la parrhesía ? Teníamos que vérnosla con la ciudad, con los ciudadanos y, entre ellos, con la cuestión de quiénes podían o debían ser más influyentes. Teníamos que vérnosla con el jefe y, en última instancia, con el soberano, el soberano despótico y tiránico. Con la salvedad de que en la escena contada por-Plutarco -reiteremos que se sitúa también a principios del siglo IV- vemos aparecer a Platón, es decir el filósofo, en cuanto va a tener que cumplir ahora un papel esencial en esa escena de la parrhesía. No es por supuesto la primera vez que el filósofo, como tal, va a desempeñar un papel esencial en la ciudad. Ya existía una tradición muy antigua, claramente atestiguada en el siglo V a. C, en el semillo de que el filósofo era, podía ser, debía ser para la ciudad ora un dador de leyes (un nomoteta), ora un pacificador, alguien que conseguía regular los equilibrios de la ciudad de tal manera que no hubiese más disensiones, luchas intestinas y guerras civiles. Dador de leyes, pacificador: eso era en efecto el filó-solo. Pero con la escena de Platón al lado de Dión y frente a Dionisio, vemos aparecer al filósofo en cuanto parresiasta, en cuanto es quien dice la verdad en la escena política, dentro de cierta coyuntura política, y con el fin de guiar la política de la ciudad o el alma de quien dirige la política de la ciudad.
En síntesis, mediante la yuxtaposición y el cotejo de esas tres escenas (escena de Tucídides [que data de] la segunda mitad del siglo V a.c, y las ottas dos: la narrada por Plutarco o la evocada a través del discurso de lsócrates, que datan por su parte de la primera mitad del siglo IV antes de nuestra era), puede decirse que vemos, primero, problematizarse la práctica de la parrhesía; segundo, convertirse en un problema general de rodos los regímenes políticos (de todas las politeias, democráticas o no); tercero, desdoblarse en un problema que podría calificarse de propiamente político y un problema de técnica psicagógica, aunque ambas cosas tengan una conexión muy directa entre sí, y por último, convertirse en el objeto, el tema de una ptáctica verdaderamente filosófica. Pues bien, creo que con ello podemos consratar la formación de lo que sería legítimo llamar los cuatro grandes problemas del pensamiento político antiguo, que ya vamos a encontrar formulados en Platón.
Primero, ¿existe un régimen, una organización, una politeia de la ciudad que sea tal que el ajuste de ese régimen a la verdad pueda eximirse del juego siempre peligroso de la parrhesía? E incluso: ¿puede resolverse de una vez por todas el problema de las relaciones entre la verdad y la organización de la ciudad? ¿La ciudad podrá tener de una vez pot todas una relación clara, definida, fundamental y en cierto modo inmóvil con la verdad? Se trata, a grandes rasgos, del problema de la ciudad ideal. La ciudad ideal, tal como Platón y otros procuraron bosquejarla, es, creo, una ciudad donde el problema de la parrhesía está de alguna manera resuelto de antemano, porque quienes han fundado la ciudad lo han hecho en una relación con la verdad que, en lo sucesivo, será inquebrantable, indisociable, y debido a ello todos los riesgos, todas las ambigüedades, todos los peligros propios del juego de la parrhesía quedarán resueltos.
Primer problema, primer tema.
Segundo, cu el pensamiento político antiguo vemos la aparición de otro tema, que a mi entender también se asocia a éste: ¿qué vale más? ¿Vale más, para que la vida de la ciudad se ajuste como corresponde a la verdad, dar la palabra en la democracia a todos los que pueden, quieren o se creen capaces de hablar? ¿O es mejor, al contrario, confiaren la sabiduría de un príncipe a quien ilustre un buen consejero? Creo que éste es uno de los rasgos cruciales que es preciso retener, a saber, que el gran debate político del pensamiento antiguo entre la democracia y la monarquía no se da simplemente entre democracia y poder autocrático. La confrontación es, en cambio, entre dos pares: el par [con] una democracia en que la gente se levanta para decir la verdad (por consiguiente, si se quiere: democracia y orador, democracia y ciudadano que disfruta del derecho a hablar y lo ejerce), mientras que el otro par está constituido por el príncipe y su consejero. Y el enfrentamiento entre estos dos pares, la comparación entre estos dos pares, es a mi parecer el meollo de una de las grandes problemáticas del pensamiento político en la Antigüedad.
Tercero, vemos aparecer el problema de la formación de las almas y la conducción de las almas que es indispensable para la política. La cuestión surge con claridad, desde luego, cuando se trata del príncipe: ¿cómo se debe actuar sobre el alma del príncipe, cómo se la debe aconsejar? Pero aun antes de aconsejarla, ¿cómo se debe formar el alma del príncipe para que pueda ser accesible a ese discurso verdadero que sin duda habrá que dirigirle sin cesar durante todo el ejercicio de su poder? La misma cuestión, también, con respecto a la democracia: ¿cómo se podrá formar a aquellos de los ciudadanos que deberán asumir la responsabilidad de hablar y guiar a los otros? Se trata, pues, de la cuestión de la pedagogía.
Y por último, el cuarto gran problema es el siguiente: esa parrhesía, ese juego de la verdad imprescindible en la vida política —y que puede concebirse tanto en el fundamento mismo de la ciudad, en una constitución ideal, como en el juego, cuyos méritos pueden compararse, de la democracia con los oradores o del príncipe con su consejero—, esa parrhesía, ese decir veraz necesario para dirigir el alma de los ciudadanos o del príncipe, ¿quién es capaz de sostenerlo? ¿Quien es capaz de ser el artífice de la parrhesía. ¿Cuál es el saber o la tekhne, cuál es la teoría o la práctica, cuál es el conocimiento, pero también cuál es el ejercicio, cuál la máthesisy cuál la áskesís que van a permitir sostener la parrhesía. ¿Será la retórica o será la filosofía? Y la cuestión retórica/filosofía va a atravesar asimismo, creo, todo el campo del pensamiento político. Si se quiere, así se puede comprender, a mi juicio, una serie de planteos esenciales para esa forma de pensamiento, a partir del destino, la evolución de la práctica y [la problemática] de la parrhesía.
Estos son los problemas que retomaré en las clases siguientes: problema de la filosofía comparada con la retórica, problema de la psicagogia y de la educación en función de la política, cuestión de los méritos recíprocos de la democracia y la autocracia, cuestión de la ciudad ideal. Pero, antes de retomar estas diferentes cuestiones en las clases siguientes, querría resiruarme ahora en lo que podríamos llamar la encrucijada platónica, es decir el momento en que esos diferentes problemas van a especificarse y articularse unos con otros.
En cierto sentido, podría decirse desde luego que toda la filosofía de Platón está presente en ese problema, y que es difícil hablar de "verdad y política" con respecto a este filósofo sin rehacer una exposición general, una relectura general de su obra. Querría limitarme a hacer algunos sondeos, por decirlo así, y referirme a cuatro o cinco grandes pasajes de la obra platónica en los que encontramos efectivamente el uso de la palabra parrhesía en sentido técnico, en sentido político filosófico. Está claro que hay otras menciones del término, justamente en el uso corriente: hablar con franqueza, hablar con libertad, etc. En cambio, hay una serie de textos en los cuales el término parrhesía participa de un contexto teórico que es identificable e ilustra sobre los problemas planteados.
El primer texto que me gustaría recordar—no los cito en orden cronológico o, mejor dicho, los tres primeros sí están en orden cronológico, y mencionaré simplemente en último lugar un texto de Gorgias, por consiguiente anterior, pero por razones que no tardarán en comprender lo presento al final— [es] el que figura en el libro vin de la República, en 557 d-c y siguientes. Se trata, como saben, de la descripción del paso de la oligarquía a la democracia, y la constitución, la génesis de la ciudad democrática y del hombre democrático. Recuerdo brevemente el contexto. Se trata pues de la génesis de la democracia. Esta génesis de la democracia se produce, dice Platón en la República, a partir de una oligarquía, esto es, de una situación en la cual sólo algunos son dueños del poder y la riqueza, esa famosa genre que posee la dynasteia (es decir la influencia política sobre la ciudad) en razón de su estatus, su riqueza y el ejercicio mismo del poder político, que se reserva para sí. ¿Cómo se convierte la oligarquía en democracia? Y bien, han de recordar la génesis: en esencia, es de carácter económico, porque en una oligarquía, los dueños del poder y la riqueza no tienen interés alguno, no tienen ninguna gana de impedir que quienes los rodean se empobrezcan; a) contrario. Cuanto menos gente rica haya a su alrededor, menos serán los que estén en condiciones, los que pretendan compartir con ellos el poder. El empobrecimiento de los otros es, por lo tanto, la ley necesaria o, en todo caso, el objetivo natural de toda oligarquía. Y para permitir en cierto modo a los otros empobrecerse cada vez más, los oligarcas toman la precaución de no sancionar leyes contra el lujo: cuanto más gaste la gente y más se entregue a locos y vanos derroches en procura del lujo y el placer, mejor será. Los oligarcas tampoco hacen leyes que protejan a los deudores contra los acreedores. Todo lo contrario, dejan que éstos se ensañen con aquéllos a fin de empobrecerlos más y más, de modo que tenemos la famosa yuxtaposición, descrita como saben en un texto célebre, entre los muy ricos y los muy pobres. Cuando los ciudadanos de una ciudad oligárquica se encuentran en las liturgias religiosas, en las reuniones militares, en las asambleas cívicas, pues bien, están los muy ricos y los muy pobres. Los celos se desatan y así comienzan las guerras intestinas, unas luchas intestinas que hacen que los más pobres y numerosos, al luchar contra los otros y apelar a aliados exteriores, terminen por adueñarse del poder y derrocar a la oligarquía. La democracia, dice Platón, "se establece cuando los pobres, vicroriosos sobre sus enemigos, masacran a unos, destierran a otros y comparten en igualdad de condiciones con los que quedan el gobierno y las magistraturas". Se trata de lo que él llama "ex isou metadoüpoliteias kaiarkhón": el reparto igualitario de la politeia (de la constitución, de la ciudadanía y de los derechos correspondientes) y los arkhán (tas magistraturas). Aquí tenemos la definición exacta de esa famosa igualdad democrática de la que los textos favorables a la democracia siempre han dicho que era el fundamento mismo de la ciudad democrática. Estamos en la isonomta, estamos en la isegoría que caracteriza la democracia. Sin embargo, mientras que las definiciones posirivas de la democracia presenran esa igua Idad como una suerte de estructura fundamenral que un nomoteta, un legislador o, en todo caso, una legislación que ha establecido el reino de La paz en la ciudad han otorgado a ésta, en el otro caso, por el contrario, la igualdad democrática no sólo se ha obtenido mediante la guerra, sino que sigue llevando en sí la huella y la marca de esa guerra y ese conflicto, pues luego de su victoria y del exilio de los oligarcas, los que quedan se reparten, como despojos, el gobierno y las magistraturas. Igualdad, por consiguiente, que se basa en esa guerra y en esa relación de fuerzas. Sea como fuere, así queda establecida la isonomta, establecida en malas condiciones pero establecida pese a todo. ¿Qué va a resultar de ella? Pues bien, [en] el texto de Platón encontramos insinuados los elementos constitutivos de la democracia. Primera consecuencia de esa democracia: eUuthería (la libertad). Y Platón describe de inmediato esta libertad con sus dos componentes clásicos. Primero, la parrhesía: libertad de hablar. Pero también libertad de hacer lo que uno quiera, no sólo dar su opinión sino inclinarse en concreto por las decisiones que prefiere, permiso para hacer todo lo que uno tiene ganas de hacer. Es preciso entender de tres maneras esa estructura y ese juego de la libertad en la democracia así constituida.
En primer término, se rrara en verdad de la libertad de hacer y decir lo que uno quiera en el sentido que [acabamos de definir. Pero se trata también de una libertad entendida en el sentido estricramente político de la palabra: en esta democracia, cada uno resulta ser por sí mismo, en cierto modo, su propia unidad política. Lejos de que la parrhesía, lejos de que la libertad de hacer lo que uno quiere sea ia condición por medio de la cual se forma una opinión común, en la parrhesía, en la euthería que caracteriza la democracia así constituida, cada uno es de alguna manera un pequeño Estado para sí mismo: dice lo que quiere y hace lo que quiere por sí. No estar obligados a mandar en ese Estado aunque seamos capaces de hacerlo, no estar obligados tampoco a obedecer si no queremos, no esrar obligados a hacer la guerra cuando la hacen los otros, no estar obligados a guardar la paz cuando los otros la guardan si no es de nuestro gusto; por otro lado, mandar y juzgar si se nos antoja, a despecho de la ley que nos prohibe toda magistratura o judicatura: estas prácticas están, pues, ligadas a la democracia constituida de tal forma. Y esas prácticas, pregunta el interlocutor con ironía, "¿no son a primera vista maravillosamente agradables?". Por lo tanto, en esa democracia que funciona así, la parrhesía no es el elemento de constitución de una opinión común, es la garantía de que cada uno será para sí su propia autonomía, su propia identidad, su propia singularidad políticas.
Otra consecuencia de la libertad así entendida es que la libertad de hablar permitirá a cualquiera ponerse de pie y hablar con el objeto de halagar a la multitud.
Por tanto, cada uno es para sí su propia unidad política. Y por otra parte, puede dirigirse a la multitud y, mediante halagos, conseguir lo que quiera. Ése es el doble aspecto negativo de la parrhesía en esta democracia así fundada: cada uno es para sí su propia identidad y puede arrastrar a la multitud hacia donde quiera. Mientras que el juego de la buena parrhesía consiste en introducir justamente la diferenciación del discurso verdadero que va a permitir, al ejercer un ascendiente, dirigir la ciudad como es debido, en este caso, al contrario, tenemos una estructura de indiferenciación que encaminará a la ciudad en la peor dirección posible.
A esta descripción de la génesis de la mala ciudad democrática corresponde, en el texto de Platón, la descripción del alma del hombre democrático, que es, como saben, la imagen misma de la ciudad democrática. ¿Y cuál es, en el alma del hombre, esa imagen de la democracia política? Pues bien, lo que pasa con los deseos y los placeres. Es decir que Platón se refiere a una distinción, clásica y no de su propia cosecha, entre los deseos necesarios y los deseos superfluos. Un alma que se forma como corresponde sabe distinguir a la perfección lo que es deseo necesario y lo que es deseo superfluo. En cambio, un alma democrática es ptecisamente un alma que no sabe discernir entre unos y otros, un alma [en la cual] los deseos superfluos pueden entrar como quieran [y] enfrenrarse con los deseos necesarios. V como los deseos superfluos son infinitamente más numerosos que los deseos necesarios, son ellos los que se imponen. En ese juego de los deseos tenemos entonces, en sustancia, la imagen, el análo<¡pn de lo que pasaba en la revolución por medio de la cual se instauraba la democracia. Pero es preciso comprender que en ese texto no se trata simplemente de una relación de semejanza o analogía. De hecho, la misma falta produce la anarquía en la ciudad democrática y la anarquía del deseo en el alma. En la ciudad, si hay anarquía es sencillamente porque la parrhesía no actúa como corresponde. En ella, la parrhesía no es otra cosa que la libertad de decir cualquier cosa, en vez de ser el factor por medio del cual va a hacerse la cesura del discurso verdadero y a producirse el ascendiente de los hombres racionales sobre los otros. Pues bien, en un alma democrática, en un alma en la que reina la anarquía del deseo, ¿qué ha faltado, qué ha hecho que esa anarquía alcanzara una posición dominante? F,l hecho de que el logasalethés (el discurso de verdad), dice Platón, haya sido expulsado del alma y no se lo deje entrar en la ciudadela. Esa ausencia de discurso verdadero constituirá la característica fundamental del alma democrática, así como el mal juego de la parrhesía en la ciudad produce la anarquía propia de la mala democracia. Y el texto va aun más lejos. Entre Estado democrático y alma democrática no hay sólo esa analogía general y tampoco hay únicamente una identidad en la falta, en la ausencia de discurso verdadero. Hay además un entrelazamiento aun más directo del alma democrática y el Estado democrático. Ocurre que el hombre democrático es precisamente aquel que, dotado de esa alma —el alma que carece del lagos alethés, el discurso verdadero—, va a introducirse en la vida política de la democracia y a ejercer en ella su efecto y su poder. ¿Qué va a hacer el hombre democrático, al que le falta el logos alethés?. Sometido a la anarquía de sus propios deseos, querrá precisamente satisfacer deseos cada vez más grandes. Procurará ejercer el poder sobre los otros, ese poder que es desea-ble en sí mismo y que le dará acceso a la satisfacción de todos sus deseos. "Encaramado en la tribuna, dice y hace lo primero que se le pasa por la cabeza [descripción de la mala parrhesía; Michel Foucault]. Un día envidia a los hombres guerreros, y se hace guerrero; otro día, a los hombres de negocios, y se lanza al comercio. En una palabra, no conoce ni orden ni límite", y arrastra consigo al resto de la ciudad. En ese texto donde la noción de parrhesía tiene un papel fundamental, podrán ver que la esencia del mal en la doble descripción de la ciudad y del hombre democráticos es la falta del discurso verdadero en el ascendiente al que este último tiene derecho. La falta del alethés ¿ogoshace que, en la ciudad democrática, cualquiera pueda tomar la palabra y ejercer su influencia. Y eso también hace que, en el alma democrática, todos los deseos puedan confrontarse, enfrentarse, luchar unos contra otros y dejar la victoria en manos de los peores. Esto nos pone entonces sobre la pista del desdoblamiento de las dos formas de parrbesía (la que es necesaria para la vida de la ciudad, la que es indispensable para el alma del hombre). La parrhesía cívica, la parrhesta política, está ligada a una parrbesía que es diferente, aun cuando se exijan una a otra. Es esa parrhesta la que debe poder introducir el aletbés logos en el alma del individuo. Doble escalonamiento de la parrhesta, cosa que, me parece, se manifiesta con bastante claridad en este texto. El segundo texto del que me gustaría hablarles está en las Leyes, en el libro III, párrafo 694a. Es un texto sumamente interesante, porque nos propone con respecto a la parrhesía una imagen y un contexto muy diferentes de lo que acabamos de ver. En ese rexto del libro III de las Leyes enconrramos la descripción de la constitución del reino de Ciro, que representa, dice Platón, el "justo medio" entre la servidumbre y la libertad. Como sabrán, en algunos medios, a los cuales pertenecían además ranro Jenofonte como Platón, la monarquía persa de Ciro se representaba como el modelo de la constitución política buena y justa. La Ciropedia de Jenofonte se consagra a este tema, y en las Leyes y unos cuantos textos tardíos de Platón encontramos referencias muy positivas a ese imperio persa o al menos a la fase, el episodio -bastante mítico para los griegos-de ese imperio que era el reino de Ciro; el reino de Ciro como mito político importante en esa época y esa corriente de opinión. Ahota bien, ¿cómo describe Platón en las Leyes el imperio de Ciro? En primer lugar, dice, Ciro, cuando hubo obtenido las grandes victorias que lo llevaron a la cabeza de su imperio, se guardó muy bien de dejar a los vencedores ejercer sin límites su poder sobre los vencidos. En vez de hacer como los malos soberanos que establecen el reino despótico de su propia familia o de sus propios amigos sobre los vencidos, Ciro apeló a los jefes, a los jefes naturales, a los jefes preexistentes de las poblaciones denotadas. Y esos jefes se convirtieron, primero, en amigos de Ciro y en sus delegados ante las poblaciones vencidas. Pues bien, un imperio donde los vencedores ponen a los jefes vencidos a la misma altura que sí mismos es un imperio convenientemente dirigido, gobernado. En segundo lugar, dice Platón, el imperio de Ciro era bueno en cuanto el ejército estaba constituido de cal manera que los soldados eran amigos de los jefes y, al serlo, aceptaban exponerse al peligro bajo sus órdenes. La tercera y última característica del imperio de Ciro era que, si entre las personas que rodeaban al soberano había alguien inteligente y capaz de dar buenos consejos, el rey, despojado a la sazón de cualquier tipo de celos, le concedía entera libertad de palabra (parrhesia). Y no sólo le concedía entera libertad de palabra, sino que recompensaba, honraba a todos los que se habían mostrado capaces de aconsejarlo como era debido. Con ello, con esa libertad así otorgada a sus consejeros más inteligentes para que hablaran como quisiesen, brindaba la oportunidad de sacar a la luz, en interés de todo el mundo, las capacidades de su consejero. De ese modo, concluye el texto, todo prosperaba entre los persas gracias a la libertad (eleuthería), gracias a la amistad (philíá) y gracias a la comunidad de opiniones, la colaboración (la koinonia: la comunidad). Creo entonces que ese texto es muy interesante, porque en él vemos el mantenimiento de una serie de valores, el mantenimiento de cierta temática propia de la parrhesia, y al mismo tiempo un desplazamiento, una transformación de esa temática que le permite ajustarse a un contexto político del todo diferente, que es el del poder autocrático. En efecto, en la parrhesia democrática cada uno tenía pues el derecho a hablar. Era preciso además que quienes hablasen fueran los más capaces. Y ése era uno de los problemas propios del funcionamiento de la democracia. Aquí, el mismo problema, el mismo tema: entre los consejeros del príncipe, hay algunos que son más competentes que otros. Y el trabajo del príncipe, su función, consistirá justamente en distinguir entre sus consejeros al más apto, el más inteligente, el más capaz. Segundo, en !a parrhesia democrática, quien hablaba corría el riesgo -y ése era el peligro intrínseco de la parrhesia- de que sus empresas no resultaran como lo había pensado. Existía asimismo el riesgo, aun más grave o más inmediato y serio, de disgustar a la asamblea y ser expulsado, eventualmente exiliado de la ciudad, echado, y perder los derechos de ciudadanía, etc. El mismo peligro en el campo del poder autocrático, y la tarea del príncipe consistirá precisamente —es en sustancia lo que hace Ciro— en velar por que el individuo que tome la palabra, delante de él y frente a él, no sea amenazado por su propia libertad de palabra. Ciro concedía "entera libertad de palabra" y "honraba a quien fuera capaz de aconsejarlo". Tenemos aquí la idea de lo que podríamos llamar pacto parresiástico. El soberano debe procurar abrir un espacio dentro del cual el decir veraz de su consejero pueda formularse y aparecer, y, al dar lugar a esa libertad, se compromete a no sancionar a su consejero ni obrar con rigor contra él. Por último, el tercer elemento importante para recordar: la característica típica de la parrhesia democrática era que sólo podía actuar efectivamente con la condición de que algunos de los ciudadanos se distinguieran de los demás y, gracias al ascendiente conseguido sobre la asamblea del pueblo, la guiaran hacia donde correspondía. La parrhesia era, en la igualdad democrática, un principio de diferenciación, una cesura. Ahora bien, como verán, en el caso del buen imperio de Ciro la parrbesía es la forma más manifiesta de todo un proceso que garantiza, según Platón, el funcionamiento adecuado del imperio, a saber, que todas las diferencias jerárquicas que puede haber entre el soberano y los otros, entre su entorno y el resto de los ciudadanos, entre los oficiales y los soldados, entre los vencedores y los vencidos, quedan en cierto modo atenuadas o compensadas por la constitución de una serie de relaciones que a lo largo del texto se designan como relaciones de amistad. La pbilía unirá a los vencedores y a los vencidos, la pbilía une a los soldados y a sus oficiales, y con la misma pbilía, la misma amistad, el soberano escuchará al consejero que le dice la verdad; y también esta pbilía va a hacer que el consejero se vea necesariamente ante la exigencia o, en todo caso, se incline a hablar y decir la verdad al príncipe [...]. Y así, dice el texto, el imperio entero podrá funcionar y marchar, según los principios de eleuthería (una libertad), libertad que no tendrá la forma constitucional de los derechos políticos compartidos; será la libertad de palabra. Esta libertad de palabta va a dar lugar a una pbilía (una amistad). Y esa amistad asegurará a través de todo el territorio imperial, para vencedores o vencidos, soldados y oficiales, cortesanos y otros habitantes de] imperio, soberano y entorno, la koinonía. Esa libertad de palabra, esa parrbesía, es por lo tanto la forma concreta de la libertad en la autocracia. Es la base de la amistad -amistad entre los diferentes niveles jerárquicos del Estado— y la colaboración, la koinonía que garantiza la unidad del imperio en su totalidad. El tercero y último texto también lo encontramos en las Leyes, libro VIII, párrafo 835 y siguientes. Es un texto bastante curioso. En ese libro vill de las Leyes, como recordarán, el problema abordado es, a grandes rasgos, el de quién debe asegurar el orden moral, el orden religioso, el orden cívico de la ciudad. Toda la primera parte de ese libro está dedicada a la organización de las fiestas religiosas, la organización de los limos y el Carito coi.¡I, los ejercicios militares, y además a la legislación y el régimen de los placeres y más precisamente de la vida sexual. El pasaje sobre la parrbesía está en el centto de esta serie de consideraciones, entre lo concerniente a las fiestas religiosas y los ejercicios militares, por un lado, y el régimen sexual. Al principio mismo del libro, un pasaje indica que esas prácticas (fiestas religiosas, canto coral, ejercicios militares, etc.) son absolutamente indispensables para la ciudad y que, cuantió faltan, las politeiai (las ciudades) no constituyen verdaderas organizaciones, [sino que] son conjuntos de individuos mezclados entre sí y que disputan agrupados en "facciones". Para que la ciudad conforme una organización coherente, es menester pues que existan esos diferentes elementos, que serán: las fiestas religiosas, el canto coral, el ejercicio militar y también la vida sexual, dotada de un buen orden. Ahora bien, ¿qué hace falta para establecer esa unidad, esa organización social unitaria y sólida? Hace falta que haya una autoridad, dice Platón, que se ejerza de buen grado sobre personas que la acepten también de buen grado, una autoridad tal que los ciudadanos puedan obedecer, y puedan obedecer por querer efectivamente hacerlo. Por consiguiente, se trata de que los ciudadanos se convenzan, se convenzan personalmente, de la validez de la ley que se les impone, y que en cierto modo la hagan suya. Y en ese momento aparece la necesidad de la parrhesta. La parrhestia es el discurso verdadero que alguien debe pronunciar en la ciudad para convencer a los ciudadanos de la necesidad de obedecer, al menos de obedecer en ese aspecto del orden de la ciudad que es el más difícil de conseguir, precisamente la vida individual de los ciudadanos y la vida de su alma o, mejor, la vida de su cuerpo, es decir de sus deseos y sus placeres. De tal modo, en el momento de abordar el análisis de la legislación sexual, Platón escribe: he aquí ahora Este texto es curioso porque, una vez más, nos encontramos en la descripción de una ciudad ideal, donde puede pensarse precisamente que su organización misma, las leyes que se prevén, la jerarquía de las magistraturas, la manera de definir las funciones, rodo eso, constituye en cierto modo el lazo fundamental entre la organización de la ciudad y la verdad. La verdad ha estado presente en el espíritu del legislador, y una vez que éste ha formulado su sistema de leyes, ¿qué necesidad hay además de algún otro que diga la verdad? Ahora bien, eso es justamente lo que vemos en este texto. Estamos en un sistema de leyes, todo se ha arreglado y las magistraturas son como corresponde. Y resulta que, en el momento de abordar el problema de la vida de los individuos, la vida de su cuerpo y sus deseos, necesitamos a algún otro. Eventualmente un dios, pero si el dios no aparece, pues bien, nos hará falra un hombre. ¿Y qué deberá hacer ese hombre? Será él quien, eventualmente solo, sin la ayuda de nadie, hablando sclo en nombre de la razón, se dirija a los individuos y les diga con toda franqueza la verdad, una verdad que debe persuadirlos, y persuadirlos de comportarse como deben. Creo que tenemos aquí la idea de una especie de complemento de parrhesía, papel que la organización de la ciudad, el orden de las leyes, por racional que sea, jamás podrá cumplir. Sea la ciudad idea!, sea el orden perfecto, tengan los magistrados la mejor formación posible, ejérzanse sus funciones exactamente como es debido: y bien, para que los ciudadanos se comporten como corresponde en el orden de la ciudad y constituyan la organización coherente que ésta requiere para sobrevivir, necesitarán además un discurso de verdad complementario, será menester que alguien se dirija a ellos con toda franqueza, con el lenguaje de la razón y la verdad, y de ese modo los persuada. Y de tal manera el texto señala a un parresiasta complementario, como guía moral de los individuos, pero guía moral de los individuos en su totalidad, una suerte de alto funcionario moral de la ciudad. Advertirán que también en este caso la parrhesía aparece en su complejidad o su doble articulación: la parrhesía es en efecto lo que la ciudad necesita para gobernarse, pero también lo que debe actuar sobre el alma de los ciudadanos para que sean ciudadanos como es debido en esa ciudad, aun cuando esté bien gobernada. Esta mañana me habría gustado, desde luego, explicarles el texto de Gorgias, pero de todas formas lo tocaremos cuando hablemos del problema de la guía de las almas individuales. Es un texto donde la parrhesía está, justamente, disociada por completo del problema político, donde sólo se trata de ella como prueba de un alma contra otra, aquello por lo cual la verdad podrá transmitirse de un alma a otra. Sea como fuere, lo que quería mostrarles con los tres textos de Platón de los que les he hablado, y con el eventual agregado del Gorgias, es que en ellos vemos desconectarse o, más bien, abrirse el abanico del problema de la parrhesía.
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