Enrique Castaños Alés
miércoles, 26 de febrero de 2014
La «muerte del arte» y el problema de la poética
Enrique Castaños Alés
Desde los inicios de las experiencias de la vanguardia histórica al despuntar el presente siglo, resulta habitual oír multitud de voces —apocalípticas, unas; carentes de sensibilidad y conocimiento, las más— pronosticando incansablemente la decadencia, el agotamiento y la muerte del arte, curioso juicio no sólo revelador del grado de reduccionismo y simplificación al que se ha visto sometido tan complejo concepto, sino —lo que es más dramático— exponente de la estrecha visión sobre lo artístico que no se comprende o que —para ser más precisos— conduce a nociones esquemáticas y estereotipadas sobre la creación plástica, alejadas de toda inteligencia sobre los presupuestos y el significado de lo artístico, incluyendo las producciones que aparentemente más se cree entender, por ejemplo la figuración de los períodos clásicos. Las líneas que siguen constituyen un intento por situar tan ardua cuestión en el lugar que le corresponde, a partir de una de las posibles vías de investigación del problema, iniciada hace más de cinco lustros.
Siendo todavía muy joven, en 1963, escribió Umberto Eco un pequeño pero clarividente artículo titulado «Dos hipótesis sobre la muerte del arte», complementario de otro anterior publicado ese mismo año, «El problema de la definición general del arte», en el que se planteaban ya conclusiones fundamentales después de un intenso diálogo mantenido con las tesis de Dino Formaggio contenidas en el volumen La idea de la artisticidad (1962). Umberto Eco, que, como todos los intelectuales italianos de su generación, se hallaba entonces fuertemente influenciado por la Estética de Luigi Pareyson —quien, frente a la solución idealista del arte como «visión» y «expresión», tal y como se encuentra definida en Benedetto Croce, opone un concepto de arte como «forma», en el que el término «forma» significa «organismo», formación del carácter físico, que vive una vida autónoma, regida por leyes propias..., y como «producción», acción formante—, coincide con Formaggio en asumir el término «muerte» no en el significado común de «fin», «término último», sino en el significado dialéctico de Auflösung (disolución-resolución).
Tradicionalmente se ha querido ver en la concepción hegeliana de la «muerte del arte» un sentido de conclusión definitiva, a partir del momento en que surge la verdadera filosofía en la realidad temporal e histórica, es decir, el sistema idealista en el que se hace realidad el Espíritu Absoluto. El arte, pensaba Hegel, es la manifestación sensible de la idea absoluta a través de un medio material (piedra, pigmento). La tarea del artista es la de expresar la idea, que se identifica con la verdad. El arte —cuyo desarrollo no sigue el modelo de la naturaleza, sino la representación de lo ideal— recorre un camino que no es otro que el proceso de los conceptos estéticos —el simbólico, en el que la representación se realiza mediante signos abstractos, correspondiente al lenguaje arquitectónico; el clásico, o del equilibrio entre materia e idea, al que corresponde el lenguaje escultórico; el romántico, o del predominio de la idea sobre la materia, ejemplarizado en el lenguaje de la pintura—, trayectoria que se detiene cuando la única y definitiva verdad, la filosófica, se encarna y materializa en su prístina contingencia histórica. De ahí precisamente que Hegel califique el arte como «error filosófico» o «filosofía ilusoria»: «Bajo todas sus formas el arte queda para nosotros, en cuanto a su suprema destinación, una cosa del pasado».
Dino Formaggio, por su parte, entiende —contrariamente a la interpretación más generalizada— el término hegeliano «muerte del arte», en su más plena acepción dialéctica; se trataría, pues, de una «muerte dialéctica de ciertas figuras de la consciencia dentro del actuar artístico y estético y por consiguiente su perenne transmutarse y regenerarse en la autoconsciencia progresiva». Más que del «fin histórico del arte» nos encontraríamos ante el fin de una determinada forma del arte, cuyo máximo ejemplo en el caso del arte moderno es el dominio del problema de la poética sobre el problema de la obra en cuanto a cosa realizada y concreta, generadora de delectación y ante su mera contemplación.
Incluso en pleno siglo XIX idealista, nos recuerda Formaggio, ya De Sanctis presiente los gérmenes de la nueva situación, no como gérmenes de muerte, sino como gérmenes surgidos de una negación dialéctica, la de la muerte como «muerte de la muerte» y la de la negación como «negación de la negación», movimiento por tanto positivo y afirmativo: «La ciencia se ha infiltrado en la poesía y no podemos apartarla de ella, porque esto responde a las actuales condiciones del espíritu humano... Queremos no sólo gozar sino ser conscientes de nuestro gozo, no sólo sentir, sino entender».
No se le oculta a Umberto Eco la dimensión histórica de la propuesta de Formaggio, únicamente explicable si atendemos a la situación del arte después de 1945, cuando determinadas experiencias de las poéticas contemporáneas conducen forzosamente a una vía interpretativa que quizás no resulte válida dentro de unos cuantos decenios, ya que es cuando menos difícil saber con exactitud la idea de arte que regirá en el futuro. La historicidad de la tesis defendida por el crítico italiano es la propia de cualquier otro discurso teorético.
Hasta aquí coinciden las posiciones de uno y otro estudioso, pero llegados a este punto aparece una honda divergencia. En efecto, si bien es verdad que el término «muerte» debe ser asumido atendiendo a su dimensión dialéctica, y que en el arte contemporáneo el modelo formal, el problema de la poética se ha convertido en el problema central, debiendo ser considerada básicamente la obra artística como la explicitación de una poética, también lo es que «la obra realiza este fin sólo si el modelo de poética puede ser objeto de placer en cuanto formado». Es precisamente aquí, en esta consideración capital, donde puede observarse la íntima conexión entre la propuesta de Eco y la teoría de la formatividad de Pareyson. El carácter autónomo conferido a la «forma» como «organismo» por Pareyson, es el que le permite a Eco afirmar que «la obra vive y vale sólo como realización de su propia poética, expresión concreta de un universo de problemas culturales planteados como problemas constructivos: pero el universo de los problemas constructivos adquiere su sentido más lleno sólo en contacto directo con la forma formada, única capaz de conferir significado y valor al modelo formal propuesto y realizado».
Permítaseme terminar con las concluyentes palabras de Umberto Eco: «...incluso en el caso de que un modelo estructural surja en nuestra relación de disfrute de la obra y se presente como el valor primario realizado y comunicado por la forma, la obra realiza su pleno valor estético en la medida en que la cosa formada, disfrutada en cuanto tal, añade algo al modelo formal (y, por consiguiente, la obra se presenta como formación concreta de una poética). La obra es algo más que la propia poética, en la medida en que el contacto con la materia física, en el que la poética se concreta, añade algo a nuestra comprensión y a nuestro placer».
Fuente: enriquecastanos
domingo, 23 de febrero de 2014
Stephan Dillemuth
New Landscapes, Yesterday's Clouds and Some of Your Favorite Birdsongs
(1997/1998)
Canto de los pájaros en la vuelta del siglo, un CD por Stephan Dillemuth.
1- Urban Folkdance. (5:38)
2- Chirping 'n' Cheeping. (1:51)
3- Erdmusik. (2:23)
4- Flügelstaub im Glockengestühl. (1:01)
5- Lost. (1:57)
6- Last Dawn Shanty. (0:42)
7- Flight of Fancy. (8:52)
Un homenaje al arte del cambio de siglo. Este CD combina 7 bandas sonoras o piezas de música que trata de una cartografía
de la entonces Europeo-Americana escena artística EE.UU.
Creada en la antigua tecnología digital del bucle, se compone de aproximadamente 80 muestras de voz de varios nombres artísticos actuales.
Sigue siendo una experiencia de primera clase de escucha, un crossover de Ornitología, la música electrónica y la música pop experimental.
2- Chirping 'n' Cheeping. (1:51)
3- Erdmusik. (2:23)
4- Flügelstaub im Glockengestühl. (1:01)
5- Lost. (1:57)
6- Last Dawn Shanty. (0:42)
7- Flight of Fancy. (8:52)
Un homenaje al arte del cambio de siglo. Este CD combina 7 bandas sonoras o piezas de música que trata de una cartografía
de la entonces Europeo-Americana escena artística EE.UU.
Creada en la antigua tecnología digital del bucle, se compone de aproximadamente 80 muestras de voz de varios nombres artísticos actuales.
Sigue siendo una experiencia de primera clase de escucha, un crossover de Ornitología, la música electrónica y la música pop experimental.
viernes, 21 de febrero de 2014
El Gobierno de sí y de los otros (2º hora)
Michel Foucault
Curso en el Collège de France
Ciclo lectivo (1982-1983)
Clase del 2 de febrero de 1983
Segunda hora
El rectángulo de la parrhesía: condición formal/condición de hecho/ condición de verdad/condición moral— Ejemplo del funcionamiento correcto de la parrhesía democrática en Tucídides: tres discursos de Pericles — La mala parrhesía en Isócrates.
Querría ahora referirme rápidamente al problema de lo que podríamos llamar alteración de la parrhesía, o alteración de las relaciones entre la parrhesía y la democracia. Para presentar las cosas de manera un poco esquemática y comprender el proceso, podríamos hablar, si les parece, de una especie de rectángulo constitutivo de la parrhesía.
En un vértice del rectángulo podríamos poner la democracia, entendida como igualdad otorgada a todos los ciudadanos y, por consiguiente, libertad concedida a cada uno de ellos de hablar, opinar y participar de tal modo en las decisiones. No habrá parrhesía sin esa democracia. Segundo vértice del rectángulo: lo que podríamos llamar juego del ascendiente o la superioridad, es decir el problema de quienes, al tomar la palabra frente a los otros, por encima de los otros, se hacen oír, los persuaden, los dirigen y ejercen el mando sobre ellos. Polo de la democracia, polo del ascendiente. Tercer vértice del rectángulo: el decir veraz. Para que haya una parrhesía, una buena parrhesía, no basta simplemente con que haya una democracia (condición formal), no basta con que haya un ascendiente que, si se quiere, es la condición de hecho. Es preciso, además, que el ascendiente y la toma de la palabra se ejerzan con referencia a cierto decir veraz. Es preciso que el logos que va a ejercer su poder y su ascendiente, el logos que pronunciarán quienes ejercen su ascendiente sobre la ciudad, sea un discurso de verdad. Ese es el tercer vértice. Cuarto y último vértice: como ese libre ejercicio del derecho de palabra con el que se trata de persuadir mediante un discurso de verdad se produce precisamente en una democracia (vean el primer vértice), pues bien, se dará entonces en la forma de la justa, la rivalidad, el enrrenramiento, y, por consiguiente, quienes quieran utilizar un lenguaje de verdad se verán en la necesidad de manifestar su valor (ése será el vértice moral). Condición formal: la democracia. Condición de hecho: el ascendiente y la superioridad de algunos. Condición de verdad: la necesidad de un logos racional. Y para terminar, condición moral: el coraje, el valor en la lucha. Este rectángulo, con un vértice constitucional, el vértice del juego político, el vértice de la verdad, el vértice del coraje, constituye a mi juicio la parrhesía.
[...] En la ¿poca en que estamos situados ahora es decir el período del final de la guerra del Peloponeso en que los desastres externos, por una parte, y las luchas internas entre los partidarios de una democracia radical y los partidarios de una democracia mesurada o de un retorno, una reacción aristocrática, [por otra,] sacuden a Atenas-, ¿cómo se reflexiona, cómo se analiza lo que puede ser una buena parrhesía, las condiciones en las cuales puede haber una justa relación entre politeiay parrhesía, entre democracia y parrhesía* ¿Y cómo se explica que las cosas no funcionen y que, entre parrhesíay democracia, pueda haber esos desagradables efectos que ha sido posible comprobar y que se denuncian en el Orestesde Eurípides en 408 a.c?
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Comencemos por el buen funcionamiento de la parrhesía. ¿Cómo funciona, en qué consiste, cómo pueden describirse las buenas relaciones entre la democracia y la parrhesía! Y bien, creo que tenemos un modelo muy explícito, encontramos una descripción muy exacta en ios textos de Tucídides consagrados a Pericles y la democracia pericleana, aunque en esa serie de pasajes no se emplee la palabra parrhesía. Creo que la democracia pericleana se representaba como un modelo del buen ajuste entre una poiiteia democrática y un juego político arravesado en su totalidad por una parrhesía concertada por su parre con el logos de la verdad. En todo caso, [con] ese buen ajuste de la constitución democrática al decir veraz por el juego de la parrhesía, la cuestión es este problema: ¿cómo puede la democracia tolerar la verdad? Problema nada menor, como saben. Y bien, los tres grandes discursos (el discurso de la guerra, el discurso de los muertos y el discurso de la peste) que Tucídides pone en labios de Pericles en los libros 1 y a de la Historia de la guerra del Peloponeso -dejemos a un lado, por supuesto, el interrogante de hasta qué punto es el discurso de Pericles o de Tucídides, porque para lo que quiero decir eso no tiene mucha importancia; mi problema es la representación de ese juego entre democracia y parrhesía fines del siglo V a. c., esos tres discursos, me parece, nos dan un ejemplo de lo que Tucídides imaginaba con respecto al buen ajuste.
En primer término, el discurso de la guerra. Lo hallarán en el capítulo 139 y siguientes del libro I de la Historia de la guerra del Peloponeso. Como recordarán, se trata de esto: los embajadores de Esparta han ido a Atenas y pedido a los atenienses no sólo limitar, sino incluso renunciar a algunas de sus conquistas imperiales en Grecia. Una especie de ultimátum. La asamblea se reúne, y ésta es la descripción que da Tucídides: "Los atenienses convocaron la asamblea [ekklesían] y pudieron expresar su opinión. Muchos concurrentes tomaron la palabra y las opiniones se dividieron: unos creían que la guerra era inevitable, otros, que no había que hacer del decreto un obstáculo a la paz". Por decirlo de algún modo, tenemos aquí la representación o, en fin, la indicación de lo que yo llamaba vértice de lapoliteiaen el juego de la parrhesía. Atenas funciona como una democracia, con una asamblea en que la gente se reúne y cada uno de los asistentes tiene la libertad de tomar la palabra. El pasaje indica con roda exactitud la politeia, la isegoría. Y luego, una vez que cada uno ha dado su opinión y se ha comprobado que hay distintos pareceres, "por fin Pericles, hijo de Jantipo, se encaminó hacia la tribuna. Era por entonces el hombre más influyente de Atenas, el más diestro en la palabra y en la acción. Éstos son los consejos que dio a los atenienses". Aquí tenemos entonces el segundo vértice del que les hablaba hace un momento, el del ascendiente. En el juego de la democracia dispuesto por la politeia, que da a cada uno el derecho a hablar, resulta que aparece alguien para ejercer su ascendiente, un ascendiente demostrado en la palabra y la acción. Y se dice con claridad que es el hombre más influyente de Atenas. Ustedes me dirán, sin duda, que con ello no estamos del todo en el juego que les señalé hace un rato, porque había insistido a la sazón en el hecho de que en la parrhesía jamás puede tratarse del poder ejercido por uno solo. Para que haya parrhesía, es preciso que haya justa entre diferentes personas, es preciso que no haya poder monárquico o tiránico, sino una cantidad de personas de primer rango que son las más influyentes. De hecho, la paradoja y el genio de Pericles —volveremos a esto dentro de un momento— consisten justamente en haber logrado ser el hombre más influyente, el único, pese a lo cual ejercía mediante la parrhesia su poder no de una manera tiránica o monárquica, sino de una manera que era sin lugar a dudas democrática. De modo que Pericles, por muy único que fuera, y aunque era el más influyente y no uno más entre los más influyentes, es el modelo del buen funcionamiento, del buen ajuste entre politeia y parrbesía, Aparición, pues, de Pericles: es el vértice del ascendiente, la arista del ascendiente en el juego de la parrhesía. Y éste es el discurso de Pericles o, al menos, su comienzo:
Mi opinión, atenienses, sigue siendo que no hay que ceder a los peloponesios. Sin embargo, se muy bien que, cuando llega el momento de actuar, no se obra con la misma premura que al decretar la guerra, y que las opiniones humanas varían según las circunstancias. Por eso los consejos que voy a daros son, ya lo veo, siempre los mismos, siempre idénticos.
Pericles dice: les doy mi opinión, y mi opinión es evidentemente que no hay que ceder a los peloponesios. Los consejos que voy a darles son siempre los mismos y siempre idénticos. Es decir que va a pronunciar ante los atenienses, no sólo el discurso de la racionalidad política, el discurso verdadero, sino un discurso que en cierto modo reclama para sí mismo, con el cual se identifica. O, mejor, pronuncia un discurso en el cual se caracteriza como aquel que sostiene efectivamente, en su propio nombre, y siempre ha sostenido, durante toda su vida, ese discurso de verdad. Ha sido realmente, a lo largo de toda su carrera política, el sujeto que dice esa verdad. Y tenemos aquí el tercer vértice, que es el vértice del discurso de la verdad. El exordio del discurso prosigue así:
Me jacto de que aquellos de vosotros a quienes logre convencer defenderán, en caso de fracaso, nuestras resoluciones comunes, a menos que renuncien en caso de éxito a atribuirse ei mérito. Pues a veces pasa que los asuntos públicos, así como las resoluciones individuales, decepcionan las previsiones. Así, cuando nuestros cálculos se revelan defectuosos, culpamos de ordinario a la fortuna.
¿De qué se trata en el final de este exordio del discurso de Pericles? Y bien, se trata precisamente del riesgo. Desde el instante en que un hombte se pone de pie, habla, dice la verdad y afirma: ésta es mi opinión, y se granjea el apoyo de la asamblea y la ciudad, los acontecimientos van a desenvolverse y puede ser que no resulten como se esperaba. ¿Qué debe pasar entonces? ¿Es menester que los ciudadanos se vuelvan contra quien ha provocado ese revés? Bien querría que ustedes se volviesen contra mí en caso de fracaso, a condición de que no se atribuyesen el mérito de la victoria, si nos alzamos con el éxito. En otras palabras: si quieren que seamos solidarios en la victoria, es preciso que lo seamos también si nos topamos con un revés y que, por consiguiente, no me castiguen individualmente por una decisión que habremos de tomar juntos luego de que yo los haya persuadido gracias a mi discurso de verdad. Vemos surgir aquí el problema del riesgo, el problema del coraje, el problema de lo que va a pasar entre quien ha logrado imponer su decisión y el pueblo que lo ha seguido. Ese juego del riesgo, del peligro, del coraje, se indica, si se quiere, con el pacto parresiástico que responde un poco al que mencionamos hace un rato en la pieza de Eurípides. Es un pacto parresiástico: yo les digo la verdad; ustedes la seguirán si quieren: pero si la siguen, considérense solidarios de las consecuencias, cualesquiera sean, y no hagan de mí el único y exclusivo responsable.
Como advertirán, creo que en ese discurso -o más bien en sus preliminares, la manera como se introduce en el texto de Tucídides y en el exordio mismo de éste— tenemos los cuatro elementos de lo que he llamado rectángulo de la parrhesia. Podríamos decir que el discurso, su exordio, es la escena de la buena gran parrhesia, donde, en el marco de la politeia —es decir de la democracia respetada, en la que todos pueden hablar—, la dynasteia, el ascendiente de quienes gobiernan, se ejerce en un discurso de la verdad que es personalmente suyo y con el cual se identifican, sin perjuicio de incurrir en una serie de riesgos que conviene compartir entre quien persuade y quienes son persuadidos. Ésa es la buena parrhesia, ése es el buen ajuste de la democracia y el decir veraz. Terminamos con el discurso de la guerra.
Viene a continuación el discurso de los muertos cuando, luego de un año de guerra, Atenas entierra a sus muertos y les consagra una ceremonia. Este discurso es acaso menos interesante para el problema de la parrhesia. Esrá en el comienzo del libro II, capítulo 35 y siguientes. Atenas entierra pues a sus muertos y ha encargado su elogio a Pericles, en cuanto es el hombre de mayor influencia en la ciudad. Al hacer el elogio de los muertos o, mejor dicho, para hacer el elogio de los muertos, Pericles comienza por hacer el elogio mismo de la ciudad. Y en éste, recuerda en primer lugar que "en lo concerniente a los diferendos particulares, las leyes aseguran a todos la igualdad [principio de la ísonomía: las leyes son iguales para todos; Michel Foucault], pero en lo que respecra a la participación en la vida pública, cada uno se granjea consideración en función de su mérito, y la clase a la cual pertenece importa menos que su valor personal". Se trata con toda exactitud del juego de la isegoría y la parrhesía del que les hablaba hace un momento; la primera garantiza que el derecho de hablar no va a deberse meramente al nacimiento, la fortuna, el dinero. Todos podrán hablar, pero no es menos cierto que, para participar en los asuntos públicos y en el juego de esa participación, será e¡ mérito personal el que asegure a algunos un ascendiente, un ascendiente que, justamente, es bueno que ellos ejerzan, porque en ello estará la garantía de la supervivencia de la democracia. Y es notable que Pericles, justo antes de ese pasaje, además, haya dicho que Atenas merece en verdad el nombre de democracia. ¿Por qué Atenas merece sin duda recibir el nombre de democracia? Porque, dice Pericles, la ciudad es administrada en el interés general y no en el de una minoría.6 Como ven, es digno de destacar que Pericles no defina la democracia por el hecho de que el poder se reparta de manera rigurosamente igualitaria entre todo el mundo. No la define por el hecho de que todos puedan hablar y dar su opinión, sino por el hecho de que la ciudad es administrada en el interés general. Es decir que Pericles se refiere, si se quiere, a ese gran circuito, ese gran recorrido de la parrhesía del que les hablaba, en el cual, sobre la base de una estructura democrática, un ascendiente legítimo, ejercido por un discurso verdadero y también por alguien que tiene el coraje de hacerlo valer, asegura efectivamente que la ciudad ha de tomar las mejores decisiones para todos. Y pot consiguiente, eso es lo que podrá llamarse democracia. La democracia, en suma, es ese juego, a partir de una constitución democrática en el sentido restringido del término que define un estatus igual para todo el mundo. Circuito de la parrhesía: ascendiente, discurso verdadero, coraje y, en consecuencia, formulación y aceptación de un interés general. Tal es el gran circuito de la democracia, tal es la articulación entre politeia y parrhesía.
El tercero y último discurso de Pericles en Tucídides es el discurso dramático de la peste. La peste está haciendo estragos en Atenas y los fracasos, los reveses militares se multiplican. Los atenienses se vuelven contra Pericles. Nos encontramos ahora en el cuarto vértice del riesgo. El pacto parresiástico que Pericles había propuesto a los atenienses en el exordio del primer discurso, el de la guerra, está rompiéndose. Los atenienses están resentidos con él y quieren procesarlo. Envían directamente embajadores a los lacedemonios para hacer la paz a espaldas de Pericles, y en ese momento éste, que aún es esttatega, convoca a la asamblea -el discurso comienza en el capítulo 60 del libro n de la Historia de la guerra del Peloponeso- y dice: "Yo esperaba sin duda que vuestra ira se manifestara contra mí [ése era el riesgo corrido y enunciado, aun cuando él hubiera querido conjurarlo al comienzo del discurso de la guerra; Michel Foucault]; conozco sus razones. Por eso he convocado esta asamblea para apelar a vuestros recuerdos [recuerdos del discurso pronunciado, recuerdos también de la historia de Atenas y del buen funcionamiento de las democracias; Michel Foucaultj y reprocharos, si vuestra irritación conmigo no se basa en nada y perdéis el valor en la adversidad". Este pasaje es interesante porque en él vemos precisamente cómo el político, aquel que ha propuesto el pacto parresiástico en el primer discurso, en el momento en que se vuelven contra él, en vez de halagar a los ciudadanos o de desviar hacia otra cosa u otra persona la responsabilidad de lo ocurrido, se vuelve a su turno contra sus conciudadanos y les hace reproches. Ustedes me hacen reproches, pero yo también se los hago. Me reprochan las decisiones que se han tomado y los infortunios de la guerra; pues bien, ahora voy a encararlos y, sin halagarlos de ninguna manera, les dirigiré los reproches que tengo contra ustedes. Esa inversión valerosa del hombre que dice la verdad cuando los otros rompen el pacto parresiástico que él ha suscrito es característica de quien comprende el verdadero sentido de la parrhesía en la democracia.
Un poco más adelante, Pericles va a dar, a presentar su propio retrato a los atenienses. Les dice (siempre en el pasaje sobre los reproches: "Os irritáis contra mí aunque no soy inferior a ninguno [fórmula clásica y litote para decir: soy superior, referencia a un ascendiente; Michel Foucault] cuando se trata de distinguir el interés público y expresar el pensamiento por la palabra, contra mí que estoy consagrado a la ciudad y soy inmune a la corrupción". Como ven, en esta frase se evocan unas cuantas cualidades de quien es político, demócrata y parresiasta: sabe distinguir el interés público, sabe expresar su pensamiento por la palabra. Es el parresiasta en cuanto posee el discurso verdadero y [o practica para dirigir la ciudad. Y Periclcs desarrolla las cualidades que acaba de enumerar y atribuirse: "Discernir el interés público", dice, "pero no hacerlo ver con toda claridad a los conciudadanos, es exactamente lo mismo que no reflexionar en él". Quiere decir lo siguiente: aunque para un político es muy bueno saber dónde está el bien, también necesita decirlo con toda exactitud y hacerlo ver claramente a sus conciudadanos, esto es, tener el coraje de decirlo, aunque disguste, y la capacidad de exponerlo en un logos, en un discurso lo bastante persuasivo para que los ciudadanos lo obedezcan y se unan a él.
Discernir el interés público, pero no hacerlo ver con toda claridad a los conciudadanos, es exactamente lo mismo que no reflexionar en él. Tener esos dos talentos [discernir el interés público y exponerlo como corresponde; Michel Foucault] y ser malintencionado con la patria, es condenarse a no dar ningún consejo útil al Estado [ver lo que está bien, saber decirlo y, tercera condición, tener el coraje de decirlo, no tener malas intenciones para con la patria y, por consiguiente, estar consagrado al interés general; Michel Foucault]. Si se siente amor por la patria pero no se es inmune a la corrupción, se es capaz de venderlo todo por dinero.
En consecuencia, no sólo hacen falta esas tres condiciones (ver la verdad, ser capaz de decirla, estar consagrado al interés general, también hay que ser moralmente seguro e íntegro e inmune a la corrupción. Y cuando tenga estas cuarro cualidades, el político podrá ejercer, a través de su parrbesta, el ascendiente que es necesario para que, con todo, la ciudad democrática sea gobernada, a pesar o a través de la democracia. Si, dice Pericles, "habéis admitido que yo tenía, aunque sólo fuera moderadamente y más que otros [nueva reivindicación del ascendiente; Michel Foucault], esas diferentes cualidades [saber, ser capaz de decir, estar consagrado al interés del Estado, no ser corrupto; Michel Foucault] y, en consecuencia, habéis seguido mis consejos para la guerra, os equivocaríais si ahora me imputarais por ello un crimen". Y de ese modo, en una situación dramática en que es amenazado por los atenienses, Pericles plantea la teoría del ajuste conveniente entre la democracia y el ejercicio de la parrhesía y el decir veraz, ejercicio que, una vez más, implica por necesidad el ascendiente de unos sobre otros. Tal es la imagen que Tucídides da de la buena parrhesía.
Pero También está la imagen de la mala parrhesía, la parrhesía que no funciona en una democracia y no está conforme a sus propios principios. Y esta imagen de la mala parrhesía va a atormentar las conciencias a partir, justamente, de la muerte de Feríeles, a quien siempre se hacía referencia como el hombre del buen ajuste entre parrhesía y democracia. Tras su muerte, Atenas va a representarse como una ciudad en la cual el juego de la democracia y el juego de la parrhesía, de la democracia y el decir veraz, no logran combinarse y ajustarse de una manera que sea conveniente y permita la supervivencia misma de esa democracia. Encontramos esa representación, esa imagen del mal ajuste entre democracia y verdad, democracia y decir veraz, en toda una serie de textos, [sobre todo] dos que me parecen particularmente significativos y claros. Uno está en Isócrates (el comienzo de Peri tes eirenes, "Sobre la paz"), y otro en Demóstenes, el principio de la tercera filípica, pero, en fin, podríamos encontrar muchos otros. Querría leerles algunos pasajes del comienzo del discurso de Isócrates, "Sobre la paz", donde este muestra cómo y por qué las cosas no están bien. Y verán entonces la proximidad de este texto con la representación de la mala parrhesía que les leía hace un rato, tomada de la tragedia Orestesác Eurípides.
En el comienzo mismo de ese tratado en el que debe discutirse una paz posible propuesta a los atenienses, Isócrates, que es partidario de aceptarla, dice lo siguiente: "Veo que no acordáis a los oradores [se dirige a la asamblea; Michel Foucault] igual auditorio; que a unos prestáis vuestra atención, mientras que no toleráis la misma voz en otros. No es en absoluto sorprendente, por lo demás, que obréis así: pues siempre habéis acostumbrado expulsar a los oradores que no hablan de conformidad con vuesrros deseos". Hay por tanto mala parrhesía cuando se toma una serie de medidas contra ciertos oradores, o cuando los oradores están bajo la amenaza de unas cuantas medidas, como ia de la expulsión, aunque las sanciones pueden llegar hasta el exilio, hasta el ostracismo y también, en algunos casos (y en Atenas la experiencia se había constatado y volvería a constatarse), hasta la muerte. No hay buena parrhesía, y por consiguiente no habrá buen ajuste entre democracia y decir veraz, si sobre la enunciación de la verdad pesa esa amenaza de muerte. Y un poco más adelante, en el párrafo 14 de ese mismo discurso "Sobre la paz", ísócrates dice esro:
Por mi parte, bien sé que es duro oponerse a vuestro estado de ánimo y que en plena democracia no hay libertad de expresión, salvo en este lugar para los hombres más irrazonables que no tienen miramiento alguno con vosotros, y en el teatro para los autores de comedias. Y lo más peligroso de todo es que a quienes escenifican e1 frente. Y los otros griegos las bitas del listado [es decir los autores de comedias, aquellos que, en consecuencia, muestran ante los ojos de los griegos las faltas del listado; Michel Foucault] prodigáis un reconocimiento que no acordáis siquiera a quien os procura el bien, y que frente a quienes os amonestan y reprenden, mostráis un humor tan malo como ante las personas que cometen algún perjuicio contra el Estado.
En orras palabras, ia cuestión que se plantea aquí es, si se quiere, la del lugar de la crítica. Isócrares reprocha a los atenienses aceptar sin inconvenientes cierta representación de sus propias faltas, sus propios defectos, sus propios errores, con tal de que se produzca en el teatro y bajo la forma de la comedia. Los atenienses aceptan esa crítica, cuando en realidad los ridiculiza a los ojos de todos los griegos. En cambio, no toleran forma alguna de crítica que, en el marco de la política, [adopte] ia forma de un reproche directamente dirigido por un orador a la asamblea. Y se quitan de encima a los oradores o políticos que practican ese juego. Esta es la primera razón por la cual laparrhesiay la democracia ya no hacen buenas migas y no se arraen, ya no se implican una a otra, como era el sueño o como [se] divisaba en el horizonte de la tragedia de Ion.
Pero a ese lado negativo, por decirlo así, a esa razón negativa, es preciso agregar también razones positivas: si entre parrhesta y democracia ya no existe el entendimiento anterior, no es simplemente porque se rechace el decir veraz, sino porque se da cabida a algo que es su imitación, un falso decir veraz. Y ese falso decir veraz es precisamente el discurso de los aduladores. ¿Qué es el discurso de la adulación, el discurso de la demagogia? Podemos volver a referirnos al texto de Isócrates en el que se menciona a los aduladores:
Habéis logrado que los oradores profesionales se afanen y consagren su destreza, no a lo que ha de ser útil al Estado, sino al medio de pronunciar discursos que sean de vuestro gusto. Y a ello se inclina ahora mismo la mayoría de ellos. Pues es notorio para todos que os complacéis más en escuchar a quienes os exhortan a la guerra que a quienes os dan consejos de paz.
Sobrevuelo rápidamente estos y otros elementos que se presentan en el texto. [Pero, para resumir,] esa mala parrhesía que, como la mala moneda, ocupa el lugar de la buena parrhesía y la desaloja, ¿en qué consiste?
En primer lugar, se caracteriza por el hecho de que cualquiera puede hablar. Lo que calificará a alguien para hablar y le dará ascendiente [ya no son] esos viejos derechos ancestrales de nacimiento y sobre todo de pertenencia al suelo -pertenencia al suelo que es la de la nobleza, pero también [la] de los pequeños campesinos que veíamos hace un rato—, ya no es esa pertenencia al suelo y a una tradición, y tampoco las cualidades que exhibía alguien como Pericles (cualidades petsonales, cualidades morales de integridad, inteligencia, dedicación, etc.). En lo sucesivo, cualquiera puede hablar, y esa posibilidad está en los derechos constitucionales. Pero, de hecho, cualquiera hablará y cualquiera, de hecho, al hablar ejercerá su ascendiente. Aun los ciudadanos de reciente data, como era el caso de Clcofonte, pueden ejercer de tal modo su ascendiente. Serán, pues, los peores y no los mejores. Así, el ascendiente se pervierte. En segundo lugar, lo que ese mal parresiasta procedente de cualquier parte dice, lo dice no porque represente su opinión, no porque él crea que su opinión es verdadera, no porque sea lo bastante inteligente para que su opinión corresponda efectivamente a la verdad y a lo mejor para la ciudad. Sólo hablará porque lo que dice, y en cuanto lo dice, representa la opinión más corriente, que es la de la mayoría. En otras palabras, en vez de que el ascendiente se ejerza en virtud de la diferencia propia del discurso verdadero, cualquiera ganará un mal ascendiente debido a su conformidad con lo que cualquier otro puede decir y pensar. La rercera y última característica de esa mala parrhesía es que el falso discurso verdadero no tiene por basamento el coraje singular de quien es capaz, como podía serlo Pericles, de volverse contra el pueblo y plantearle reproches. En lugar de ese coraje, encontraremos individuos que no buscan más que una cosa: garantizar su propia seguridad y su propio éxito por el placer que procuran a sus oyentes, al halagarlos en sus sentimientos y sus opiniones. En consecuencia, la mala parrhesía., que desplaza a la buena, es si se quiere el "todo el mundo", el "cualquiera" que dice todo y cualquier cosa, con tal de que eso que dice sea bien recibido por cualquiera, es decir por todo el mundo. Tal es el mecanismo de la mala parrhesía, esa mala parrhesía que, en el fondo, es la supresión de la diferencia del decir veraz en el juego de la democracia.
Lo que quería decirles hoy puede, entonces, resumirse así. Creo que el nuevo problema de la mala parrhesía en el paso del siglo v al siglo IV a. c. en Atenas, [y más generalmente] el problema de la parrhesía, buena o mala, es en el fondo el problema de la diferencia indispensable, pero siempre frágil, introducida por el ejercicio del discurso verdadero en la esrructura de la democracia. En efecto, por un lado no puede haber discurso verdadero, no puede haber libre juego del discurso verdadero, no puede haber acceso de todo el mundo al discurso verdadero, más que en la medida en que haya democracia. Pero -y éste es el aspecto en que la relación entre discurso verdadero y democracia resulta difícil y problemática— es menester comprender con claridad que ese discurso verdadero no se reparte ni puede repartirse parejamente en la democracia, de acuerdo con la forma de la isegoría. Que todo el mundo pueda hablar no significa que todo el mundo pueda decir la verdad. El discurso verdadero introduce una diferencia o, mejor, está ligado, tanto en sus condiciones como en sus efectos, a una diferencia: sólo algunos pueden decir la verdad. Y habida cuenta de que sólo algunos pueden decirla y de que ese decir veraz ha surgido en el campo de la democracia, se genera entonces una diferencia que es la del ascendiente ejercido por unos sobre otros. El discurso verdadero, y su surgimiento, están en la raíz misma del proceso de gubernamentalidad. Si la democracia puede gobernarse, es porque hay un discurso verdadero.
Y entonces vemos aparecer una nueva paradoja. La primera era: sólo puede haber discurso verdadero por la democracia, pero ese discurso introduce en ésta algo que es muy diferente e irreductible a su estructura igualitaria. Sin embargo, en la medida en que se trata realmente del discurso verdadero, en que se trata de la buena parrbesta, ese discurso verdadero va a permitir la existencia, la subsistencia de la democracia. En efecto, para que ésta pueda seguir su camino, para que pueda mantenerse a través de los avatares, los acontecimientos, las rivalidades, las guerras, es preciso que el discurso verdadero tenga su lugar. En consecuencia, la democracia sólo subsiste gracias al discurso verdadero. Pero, por otro lado, toda vez que en la democracia el discurso verdadero sólo sale a la luz en la justa, el conflicto, el enfrentamiento, la rivalidad, pues bien, siempre está amenazado por ella. Y ésa es la segunda paradoja: no hay democracia sin discurso verdadero, porque sin éste aquélla perecería; pero la muerte del discurso verdadero, la posibilidad de la muerte del discurso verdadero, la posibilidad de la reducción al silencio del discurso verdadero, están inscritas en la democracia. No hay discurso verdadero sin democracia, pero ese discurso introduce diferencias en ésta. No hay democracia sin discurso verdadero, pero aquélla amenaza la existencia misma de éste. Ésas son, creo, las dos grandes paradojas que se sitúan en el centro de las relaciones entre la democracia y el discurso verdadero, en el centro de las relaciones entre la parrhesta y la politeitr. una dynasteia ajustada al discurso verdadero y una politeia ajustada a la distribución exacta e igual del poder. Pues bien, en una época, la nuestra, en que tanto nos gusta plantear los problemas de la democracia en términos de distribución del poder, de autonomía de cada cual en el ejercicio del poder, en términos de transparencia y opacidad, de relación entre sociedad civil y Estado, me parece que acaso sea adecuado recordar esta «vieja cuestión, que fue contemporánea del funcionamiento mismo de la democracia ateniense y de sus crisis, a saber, la cuestión del discurso verdadero y de la cesura necesaria, indispensable y frágil que éste no puede no introducir en una democracia, una democracia que lo hace posible y a la vez lo amenaza sin cesar. Eso es todo, gracias.
En primer término, el discurso de la guerra. Lo hallarán en el capítulo 139 y siguientes del libro I de la Historia de la guerra del Peloponeso. Como recordarán, se trata de esto: los embajadores de Esparta han ido a Atenas y pedido a los atenienses no sólo limitar, sino incluso renunciar a algunas de sus conquistas imperiales en Grecia. Una especie de ultimátum. La asamblea se reúne, y ésta es la descripción que da Tucídides: "Los atenienses convocaron la asamblea [ekklesían] y pudieron expresar su opinión. Muchos concurrentes tomaron la palabra y las opiniones se dividieron: unos creían que la guerra era inevitable, otros, que no había que hacer del decreto un obstáculo a la paz". Por decirlo de algún modo, tenemos aquí la representación o, en fin, la indicación de lo que yo llamaba vértice de lapoliteiaen el juego de la parrhesía. Atenas funciona como una democracia, con una asamblea en que la gente se reúne y cada uno de los asistentes tiene la libertad de tomar la palabra. El pasaje indica con roda exactitud la politeia, la isegoría. Y luego, una vez que cada uno ha dado su opinión y se ha comprobado que hay distintos pareceres, "por fin Pericles, hijo de Jantipo, se encaminó hacia la tribuna. Era por entonces el hombre más influyente de Atenas, el más diestro en la palabra y en la acción. Éstos son los consejos que dio a los atenienses". Aquí tenemos entonces el segundo vértice del que les hablaba hace un momento, el del ascendiente. En el juego de la democracia dispuesto por la politeia, que da a cada uno el derecho a hablar, resulta que aparece alguien para ejercer su ascendiente, un ascendiente demostrado en la palabra y la acción. Y se dice con claridad que es el hombre más influyente de Atenas. Ustedes me dirán, sin duda, que con ello no estamos del todo en el juego que les señalé hace un rato, porque había insistido a la sazón en el hecho de que en la parrhesía jamás puede tratarse del poder ejercido por uno solo. Para que haya parrhesía, es preciso que haya justa entre diferentes personas, es preciso que no haya poder monárquico o tiránico, sino una cantidad de personas de primer rango que son las más influyentes. De hecho, la paradoja y el genio de Pericles —volveremos a esto dentro de un momento— consisten justamente en haber logrado ser el hombre más influyente, el único, pese a lo cual ejercía mediante la parrhesia su poder no de una manera tiránica o monárquica, sino de una manera que era sin lugar a dudas democrática. De modo que Pericles, por muy único que fuera, y aunque era el más influyente y no uno más entre los más influyentes, es el modelo del buen funcionamiento, del buen ajuste entre politeia y parrbesía, Aparición, pues, de Pericles: es el vértice del ascendiente, la arista del ascendiente en el juego de la parrhesía. Y éste es el discurso de Pericles o, al menos, su comienzo:
Mi opinión, atenienses, sigue siendo que no hay que ceder a los peloponesios. Sin embargo, se muy bien que, cuando llega el momento de actuar, no se obra con la misma premura que al decretar la guerra, y que las opiniones humanas varían según las circunstancias. Por eso los consejos que voy a daros son, ya lo veo, siempre los mismos, siempre idénticos.
Pericles dice: les doy mi opinión, y mi opinión es evidentemente que no hay que ceder a los peloponesios. Los consejos que voy a darles son siempre los mismos y siempre idénticos. Es decir que va a pronunciar ante los atenienses, no sólo el discurso de la racionalidad política, el discurso verdadero, sino un discurso que en cierto modo reclama para sí mismo, con el cual se identifica. O, mejor, pronuncia un discurso en el cual se caracteriza como aquel que sostiene efectivamente, en su propio nombre, y siempre ha sostenido, durante toda su vida, ese discurso de verdad. Ha sido realmente, a lo largo de toda su carrera política, el sujeto que dice esa verdad. Y tenemos aquí el tercer vértice, que es el vértice del discurso de la verdad. El exordio del discurso prosigue así:
Me jacto de que aquellos de vosotros a quienes logre convencer defenderán, en caso de fracaso, nuestras resoluciones comunes, a menos que renuncien en caso de éxito a atribuirse ei mérito. Pues a veces pasa que los asuntos públicos, así como las resoluciones individuales, decepcionan las previsiones. Así, cuando nuestros cálculos se revelan defectuosos, culpamos de ordinario a la fortuna.
¿De qué se trata en el final de este exordio del discurso de Pericles? Y bien, se trata precisamente del riesgo. Desde el instante en que un hombte se pone de pie, habla, dice la verdad y afirma: ésta es mi opinión, y se granjea el apoyo de la asamblea y la ciudad, los acontecimientos van a desenvolverse y puede ser que no resulten como se esperaba. ¿Qué debe pasar entonces? ¿Es menester que los ciudadanos se vuelvan contra quien ha provocado ese revés? Bien querría que ustedes se volviesen contra mí en caso de fracaso, a condición de que no se atribuyesen el mérito de la victoria, si nos alzamos con el éxito. En otras palabras: si quieren que seamos solidarios en la victoria, es preciso que lo seamos también si nos topamos con un revés y que, por consiguiente, no me castiguen individualmente por una decisión que habremos de tomar juntos luego de que yo los haya persuadido gracias a mi discurso de verdad. Vemos surgir aquí el problema del riesgo, el problema del coraje, el problema de lo que va a pasar entre quien ha logrado imponer su decisión y el pueblo que lo ha seguido. Ese juego del riesgo, del peligro, del coraje, se indica, si se quiere, con el pacto parresiástico que responde un poco al que mencionamos hace un rato en la pieza de Eurípides. Es un pacto parresiástico: yo les digo la verdad; ustedes la seguirán si quieren: pero si la siguen, considérense solidarios de las consecuencias, cualesquiera sean, y no hagan de mí el único y exclusivo responsable.
Como advertirán, creo que en ese discurso -o más bien en sus preliminares, la manera como se introduce en el texto de Tucídides y en el exordio mismo de éste— tenemos los cuatro elementos de lo que he llamado rectángulo de la parrhesia. Podríamos decir que el discurso, su exordio, es la escena de la buena gran parrhesia, donde, en el marco de la politeia —es decir de la democracia respetada, en la que todos pueden hablar—, la dynasteia, el ascendiente de quienes gobiernan, se ejerce en un discurso de la verdad que es personalmente suyo y con el cual se identifican, sin perjuicio de incurrir en una serie de riesgos que conviene compartir entre quien persuade y quienes son persuadidos. Ésa es la buena parrhesia, ése es el buen ajuste de la democracia y el decir veraz. Terminamos con el discurso de la guerra.
Viene a continuación el discurso de los muertos cuando, luego de un año de guerra, Atenas entierra a sus muertos y les consagra una ceremonia. Este discurso es acaso menos interesante para el problema de la parrhesia. Esrá en el comienzo del libro II, capítulo 35 y siguientes. Atenas entierra pues a sus muertos y ha encargado su elogio a Pericles, en cuanto es el hombre de mayor influencia en la ciudad. Al hacer el elogio de los muertos o, mejor dicho, para hacer el elogio de los muertos, Pericles comienza por hacer el elogio mismo de la ciudad. Y en éste, recuerda en primer lugar que "en lo concerniente a los diferendos particulares, las leyes aseguran a todos la igualdad [principio de la ísonomía: las leyes son iguales para todos; Michel Foucault], pero en lo que respecra a la participación en la vida pública, cada uno se granjea consideración en función de su mérito, y la clase a la cual pertenece importa menos que su valor personal". Se trata con toda exactitud del juego de la isegoría y la parrhesía del que les hablaba hace un momento; la primera garantiza que el derecho de hablar no va a deberse meramente al nacimiento, la fortuna, el dinero. Todos podrán hablar, pero no es menos cierto que, para participar en los asuntos públicos y en el juego de esa participación, será e¡ mérito personal el que asegure a algunos un ascendiente, un ascendiente que, justamente, es bueno que ellos ejerzan, porque en ello estará la garantía de la supervivencia de la democracia. Y es notable que Pericles, justo antes de ese pasaje, además, haya dicho que Atenas merece en verdad el nombre de democracia. ¿Por qué Atenas merece sin duda recibir el nombre de democracia? Porque, dice Pericles, la ciudad es administrada en el interés general y no en el de una minoría.6 Como ven, es digno de destacar que Pericles no defina la democracia por el hecho de que el poder se reparta de manera rigurosamente igualitaria entre todo el mundo. No la define por el hecho de que todos puedan hablar y dar su opinión, sino por el hecho de que la ciudad es administrada en el interés general. Es decir que Pericles se refiere, si se quiere, a ese gran circuito, ese gran recorrido de la parrhesía del que les hablaba, en el cual, sobre la base de una estructura democrática, un ascendiente legítimo, ejercido por un discurso verdadero y también por alguien que tiene el coraje de hacerlo valer, asegura efectivamente que la ciudad ha de tomar las mejores decisiones para todos. Y pot consiguiente, eso es lo que podrá llamarse democracia. La democracia, en suma, es ese juego, a partir de una constitución democrática en el sentido restringido del término que define un estatus igual para todo el mundo. Circuito de la parrhesía: ascendiente, discurso verdadero, coraje y, en consecuencia, formulación y aceptación de un interés general. Tal es el gran circuito de la democracia, tal es la articulación entre politeia y parrhesía.
El tercero y último discurso de Pericles en Tucídides es el discurso dramático de la peste. La peste está haciendo estragos en Atenas y los fracasos, los reveses militares se multiplican. Los atenienses se vuelven contra Pericles. Nos encontramos ahora en el cuarto vértice del riesgo. El pacto parresiástico que Pericles había propuesto a los atenienses en el exordio del primer discurso, el de la guerra, está rompiéndose. Los atenienses están resentidos con él y quieren procesarlo. Envían directamente embajadores a los lacedemonios para hacer la paz a espaldas de Pericles, y en ese momento éste, que aún es esttatega, convoca a la asamblea -el discurso comienza en el capítulo 60 del libro n de la Historia de la guerra del Peloponeso- y dice: "Yo esperaba sin duda que vuestra ira se manifestara contra mí [ése era el riesgo corrido y enunciado, aun cuando él hubiera querido conjurarlo al comienzo del discurso de la guerra; Michel Foucault]; conozco sus razones. Por eso he convocado esta asamblea para apelar a vuestros recuerdos [recuerdos del discurso pronunciado, recuerdos también de la historia de Atenas y del buen funcionamiento de las democracias; Michel Foucaultj y reprocharos, si vuestra irritación conmigo no se basa en nada y perdéis el valor en la adversidad". Este pasaje es interesante porque en él vemos precisamente cómo el político, aquel que ha propuesto el pacto parresiástico en el primer discurso, en el momento en que se vuelven contra él, en vez de halagar a los ciudadanos o de desviar hacia otra cosa u otra persona la responsabilidad de lo ocurrido, se vuelve a su turno contra sus conciudadanos y les hace reproches. Ustedes me hacen reproches, pero yo también se los hago. Me reprochan las decisiones que se han tomado y los infortunios de la guerra; pues bien, ahora voy a encararlos y, sin halagarlos de ninguna manera, les dirigiré los reproches que tengo contra ustedes. Esa inversión valerosa del hombre que dice la verdad cuando los otros rompen el pacto parresiástico que él ha suscrito es característica de quien comprende el verdadero sentido de la parrhesía en la democracia.
Un poco más adelante, Pericles va a dar, a presentar su propio retrato a los atenienses. Les dice (siempre en el pasaje sobre los reproches: "Os irritáis contra mí aunque no soy inferior a ninguno [fórmula clásica y litote para decir: soy superior, referencia a un ascendiente; Michel Foucault] cuando se trata de distinguir el interés público y expresar el pensamiento por la palabra, contra mí que estoy consagrado a la ciudad y soy inmune a la corrupción". Como ven, en esta frase se evocan unas cuantas cualidades de quien es político, demócrata y parresiasta: sabe distinguir el interés público, sabe expresar su pensamiento por la palabra. Es el parresiasta en cuanto posee el discurso verdadero y [o practica para dirigir la ciudad. Y Periclcs desarrolla las cualidades que acaba de enumerar y atribuirse: "Discernir el interés público", dice, "pero no hacerlo ver con toda claridad a los conciudadanos, es exactamente lo mismo que no reflexionar en él". Quiere decir lo siguiente: aunque para un político es muy bueno saber dónde está el bien, también necesita decirlo con toda exactitud y hacerlo ver claramente a sus conciudadanos, esto es, tener el coraje de decirlo, aunque disguste, y la capacidad de exponerlo en un logos, en un discurso lo bastante persuasivo para que los ciudadanos lo obedezcan y se unan a él.
Discernir el interés público, pero no hacerlo ver con toda claridad a los conciudadanos, es exactamente lo mismo que no reflexionar en él. Tener esos dos talentos [discernir el interés público y exponerlo como corresponde; Michel Foucault] y ser malintencionado con la patria, es condenarse a no dar ningún consejo útil al Estado [ver lo que está bien, saber decirlo y, tercera condición, tener el coraje de decirlo, no tener malas intenciones para con la patria y, por consiguiente, estar consagrado al interés general; Michel Foucault]. Si se siente amor por la patria pero no se es inmune a la corrupción, se es capaz de venderlo todo por dinero.
En consecuencia, no sólo hacen falta esas tres condiciones (ver la verdad, ser capaz de decirla, estar consagrado al interés general, también hay que ser moralmente seguro e íntegro e inmune a la corrupción. Y cuando tenga estas cuarro cualidades, el político podrá ejercer, a través de su parrbesta, el ascendiente que es necesario para que, con todo, la ciudad democrática sea gobernada, a pesar o a través de la democracia. Si, dice Pericles, "habéis admitido que yo tenía, aunque sólo fuera moderadamente y más que otros [nueva reivindicación del ascendiente; Michel Foucault], esas diferentes cualidades [saber, ser capaz de decir, estar consagrado al interés del Estado, no ser corrupto; Michel Foucault] y, en consecuencia, habéis seguido mis consejos para la guerra, os equivocaríais si ahora me imputarais por ello un crimen". Y de ese modo, en una situación dramática en que es amenazado por los atenienses, Pericles plantea la teoría del ajuste conveniente entre la democracia y el ejercicio de la parrhesía y el decir veraz, ejercicio que, una vez más, implica por necesidad el ascendiente de unos sobre otros. Tal es la imagen que Tucídides da de la buena parrhesía.
Pero También está la imagen de la mala parrhesía, la parrhesía que no funciona en una democracia y no está conforme a sus propios principios. Y esta imagen de la mala parrhesía va a atormentar las conciencias a partir, justamente, de la muerte de Feríeles, a quien siempre se hacía referencia como el hombre del buen ajuste entre parrhesía y democracia. Tras su muerte, Atenas va a representarse como una ciudad en la cual el juego de la democracia y el juego de la parrhesía, de la democracia y el decir veraz, no logran combinarse y ajustarse de una manera que sea conveniente y permita la supervivencia misma de esa democracia. Encontramos esa representación, esa imagen del mal ajuste entre democracia y verdad, democracia y decir veraz, en toda una serie de textos, [sobre todo] dos que me parecen particularmente significativos y claros. Uno está en Isócrates (el comienzo de Peri tes eirenes, "Sobre la paz"), y otro en Demóstenes, el principio de la tercera filípica, pero, en fin, podríamos encontrar muchos otros. Querría leerles algunos pasajes del comienzo del discurso de Isócrates, "Sobre la paz", donde este muestra cómo y por qué las cosas no están bien. Y verán entonces la proximidad de este texto con la representación de la mala parrhesía que les leía hace un rato, tomada de la tragedia Orestesác Eurípides.
En el comienzo mismo de ese tratado en el que debe discutirse una paz posible propuesta a los atenienses, Isócrates, que es partidario de aceptarla, dice lo siguiente: "Veo que no acordáis a los oradores [se dirige a la asamblea; Michel Foucault] igual auditorio; que a unos prestáis vuestra atención, mientras que no toleráis la misma voz en otros. No es en absoluto sorprendente, por lo demás, que obréis así: pues siempre habéis acostumbrado expulsar a los oradores que no hablan de conformidad con vuesrros deseos". Hay por tanto mala parrhesía cuando se toma una serie de medidas contra ciertos oradores, o cuando los oradores están bajo la amenaza de unas cuantas medidas, como ia de la expulsión, aunque las sanciones pueden llegar hasta el exilio, hasta el ostracismo y también, en algunos casos (y en Atenas la experiencia se había constatado y volvería a constatarse), hasta la muerte. No hay buena parrhesía, y por consiguiente no habrá buen ajuste entre democracia y decir veraz, si sobre la enunciación de la verdad pesa esa amenaza de muerte. Y un poco más adelante, en el párrafo 14 de ese mismo discurso "Sobre la paz", ísócrates dice esro:
Por mi parte, bien sé que es duro oponerse a vuestro estado de ánimo y que en plena democracia no hay libertad de expresión, salvo en este lugar para los hombres más irrazonables que no tienen miramiento alguno con vosotros, y en el teatro para los autores de comedias. Y lo más peligroso de todo es que a quienes escenifican e1 frente. Y los otros griegos las bitas del listado [es decir los autores de comedias, aquellos que, en consecuencia, muestran ante los ojos de los griegos las faltas del listado; Michel Foucault] prodigáis un reconocimiento que no acordáis siquiera a quien os procura el bien, y que frente a quienes os amonestan y reprenden, mostráis un humor tan malo como ante las personas que cometen algún perjuicio contra el Estado.
En orras palabras, ia cuestión que se plantea aquí es, si se quiere, la del lugar de la crítica. Isócrares reprocha a los atenienses aceptar sin inconvenientes cierta representación de sus propias faltas, sus propios defectos, sus propios errores, con tal de que se produzca en el teatro y bajo la forma de la comedia. Los atenienses aceptan esa crítica, cuando en realidad los ridiculiza a los ojos de todos los griegos. En cambio, no toleran forma alguna de crítica que, en el marco de la política, [adopte] ia forma de un reproche directamente dirigido por un orador a la asamblea. Y se quitan de encima a los oradores o políticos que practican ese juego. Esta es la primera razón por la cual laparrhesiay la democracia ya no hacen buenas migas y no se arraen, ya no se implican una a otra, como era el sueño o como [se] divisaba en el horizonte de la tragedia de Ion.
Pero a ese lado negativo, por decirlo así, a esa razón negativa, es preciso agregar también razones positivas: si entre parrhesta y democracia ya no existe el entendimiento anterior, no es simplemente porque se rechace el decir veraz, sino porque se da cabida a algo que es su imitación, un falso decir veraz. Y ese falso decir veraz es precisamente el discurso de los aduladores. ¿Qué es el discurso de la adulación, el discurso de la demagogia? Podemos volver a referirnos al texto de Isócrates en el que se menciona a los aduladores:
Habéis logrado que los oradores profesionales se afanen y consagren su destreza, no a lo que ha de ser útil al Estado, sino al medio de pronunciar discursos que sean de vuestro gusto. Y a ello se inclina ahora mismo la mayoría de ellos. Pues es notorio para todos que os complacéis más en escuchar a quienes os exhortan a la guerra que a quienes os dan consejos de paz.
Sobrevuelo rápidamente estos y otros elementos que se presentan en el texto. [Pero, para resumir,] esa mala parrhesía que, como la mala moneda, ocupa el lugar de la buena parrhesía y la desaloja, ¿en qué consiste?
En primer lugar, se caracteriza por el hecho de que cualquiera puede hablar. Lo que calificará a alguien para hablar y le dará ascendiente [ya no son] esos viejos derechos ancestrales de nacimiento y sobre todo de pertenencia al suelo -pertenencia al suelo que es la de la nobleza, pero también [la] de los pequeños campesinos que veíamos hace un rato—, ya no es esa pertenencia al suelo y a una tradición, y tampoco las cualidades que exhibía alguien como Pericles (cualidades petsonales, cualidades morales de integridad, inteligencia, dedicación, etc.). En lo sucesivo, cualquiera puede hablar, y esa posibilidad está en los derechos constitucionales. Pero, de hecho, cualquiera hablará y cualquiera, de hecho, al hablar ejercerá su ascendiente. Aun los ciudadanos de reciente data, como era el caso de Clcofonte, pueden ejercer de tal modo su ascendiente. Serán, pues, los peores y no los mejores. Así, el ascendiente se pervierte. En segundo lugar, lo que ese mal parresiasta procedente de cualquier parte dice, lo dice no porque represente su opinión, no porque él crea que su opinión es verdadera, no porque sea lo bastante inteligente para que su opinión corresponda efectivamente a la verdad y a lo mejor para la ciudad. Sólo hablará porque lo que dice, y en cuanto lo dice, representa la opinión más corriente, que es la de la mayoría. En otras palabras, en vez de que el ascendiente se ejerza en virtud de la diferencia propia del discurso verdadero, cualquiera ganará un mal ascendiente debido a su conformidad con lo que cualquier otro puede decir y pensar. La rercera y última característica de esa mala parrhesía es que el falso discurso verdadero no tiene por basamento el coraje singular de quien es capaz, como podía serlo Pericles, de volverse contra el pueblo y plantearle reproches. En lugar de ese coraje, encontraremos individuos que no buscan más que una cosa: garantizar su propia seguridad y su propio éxito por el placer que procuran a sus oyentes, al halagarlos en sus sentimientos y sus opiniones. En consecuencia, la mala parrhesía., que desplaza a la buena, es si se quiere el "todo el mundo", el "cualquiera" que dice todo y cualquier cosa, con tal de que eso que dice sea bien recibido por cualquiera, es decir por todo el mundo. Tal es el mecanismo de la mala parrhesía, esa mala parrhesía que, en el fondo, es la supresión de la diferencia del decir veraz en el juego de la democracia.
Lo que quería decirles hoy puede, entonces, resumirse así. Creo que el nuevo problema de la mala parrhesía en el paso del siglo v al siglo IV a. c. en Atenas, [y más generalmente] el problema de la parrhesía, buena o mala, es en el fondo el problema de la diferencia indispensable, pero siempre frágil, introducida por el ejercicio del discurso verdadero en la esrructura de la democracia. En efecto, por un lado no puede haber discurso verdadero, no puede haber libre juego del discurso verdadero, no puede haber acceso de todo el mundo al discurso verdadero, más que en la medida en que haya democracia. Pero -y éste es el aspecto en que la relación entre discurso verdadero y democracia resulta difícil y problemática— es menester comprender con claridad que ese discurso verdadero no se reparte ni puede repartirse parejamente en la democracia, de acuerdo con la forma de la isegoría. Que todo el mundo pueda hablar no significa que todo el mundo pueda decir la verdad. El discurso verdadero introduce una diferencia o, mejor, está ligado, tanto en sus condiciones como en sus efectos, a una diferencia: sólo algunos pueden decir la verdad. Y habida cuenta de que sólo algunos pueden decirla y de que ese decir veraz ha surgido en el campo de la democracia, se genera entonces una diferencia que es la del ascendiente ejercido por unos sobre otros. El discurso verdadero, y su surgimiento, están en la raíz misma del proceso de gubernamentalidad. Si la democracia puede gobernarse, es porque hay un discurso verdadero.
Y entonces vemos aparecer una nueva paradoja. La primera era: sólo puede haber discurso verdadero por la democracia, pero ese discurso introduce en ésta algo que es muy diferente e irreductible a su estructura igualitaria. Sin embargo, en la medida en que se trata realmente del discurso verdadero, en que se trata de la buena parrbesta, ese discurso verdadero va a permitir la existencia, la subsistencia de la democracia. En efecto, para que ésta pueda seguir su camino, para que pueda mantenerse a través de los avatares, los acontecimientos, las rivalidades, las guerras, es preciso que el discurso verdadero tenga su lugar. En consecuencia, la democracia sólo subsiste gracias al discurso verdadero. Pero, por otro lado, toda vez que en la democracia el discurso verdadero sólo sale a la luz en la justa, el conflicto, el enfrentamiento, la rivalidad, pues bien, siempre está amenazado por ella. Y ésa es la segunda paradoja: no hay democracia sin discurso verdadero, porque sin éste aquélla perecería; pero la muerte del discurso verdadero, la posibilidad de la muerte del discurso verdadero, la posibilidad de la reducción al silencio del discurso verdadero, están inscritas en la democracia. No hay discurso verdadero sin democracia, pero ese discurso introduce diferencias en ésta. No hay democracia sin discurso verdadero, pero aquélla amenaza la existencia misma de éste. Ésas son, creo, las dos grandes paradojas que se sitúan en el centro de las relaciones entre la democracia y el discurso verdadero, en el centro de las relaciones entre la parrhesta y la politeitr. una dynasteia ajustada al discurso verdadero y una politeia ajustada a la distribución exacta e igual del poder. Pues bien, en una época, la nuestra, en que tanto nos gusta plantear los problemas de la democracia en términos de distribución del poder, de autonomía de cada cual en el ejercicio del poder, en términos de transparencia y opacidad, de relación entre sociedad civil y Estado, me parece que acaso sea adecuado recordar esta «vieja cuestión, que fue contemporánea del funcionamiento mismo de la democracia ateniense y de sus crisis, a saber, la cuestión del discurso verdadero y de la cesura necesaria, indispensable y frágil que éste no puede no introducir en una democracia, una democracia que lo hace posible y a la vez lo amenaza sin cesar. Eso es todo, gracias.
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miércoles, 19 de febrero de 2014
O de Ópera
El Abecedario de Gilles Deleuze
..esta historia es un pozo sin fondo.
Entrevista realizada por: Claire Parnet
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martes, 11 de febrero de 2014
Auguste Toulmouche
Neoclasicismo
Auguste Toulmouche: (21 de septiembre de 1829 - 16 Octubre 1890)
Pintor Frances.
Pintor Frances.
Fue estudiante de Marc Charles Gabriel Gleyre (1806-1874). Se especializó en pintar cuadros con una gran importancia en el vestido, al igual que otros alumnos, incluyendo Jules Émile Saintin (1829-1894), y Joaquín Pallares Allustante, y Joseph Frederick Charles Soulacroix. Sus obras muestran hermosas mujeres en interiores, en una forma romántica y sentimental.
(Click sobre las imágenes para ampliar)
El tema principal de una obra es la consideración primordial, y su éxito depende de la expresividad de los personajes, una calidad derivada directamente de la historia de pintura. Los padres de Emile Auguste Toulmouche, fueron Rose Toulmouche y Sophie Mercier, y un tío suyo era escultor. A partir de 1841, Auguste Toulmouche recibido los primeros elementos de la encargos en el taller del escultor Amedeo Rene Menard. Luego Toulmouche amplió sus estudios con lecciones de pintura con Biron, un pintor de retratos y escenas religiosas registrado como profesor de dibujo y pintura en Nantes desde 1844. En 1846, Auguste Toulmouche fue a París para seguir las enseñanzas de Gleyre. Gleyre fue un peculiar profesor de la Ecole des Beaux-Arts, y un miembro de la Academia. Chica (1852) fue adquirido por Napoleón III, el primer paso (1853) por la emperatriz Eugenie, y después del almuerzo por la princesa Mathilde. Toulmouche cosechó un éxito importante con sus pequeños cuadros del género llamado neo-griego. La lección de lectura (1855), fue objeto de numerosas críticas por Théophile Gautier. Después de la guerra de 1870, su fama se desvanece gradualmente, al igual que la de los otros pintores de su generación.
Imágenes: Allpaintings
Imágenes: Allpaintings
viernes, 7 de febrero de 2014
Irradiador Nº 1
Revista de Vanguardia
(1923)
Publicación: 1-3
La revista Irradiador fue editada por el artista Fermín Revueltas (1902-1935) y era la voz de principio importante para el movimiento vanguardista mexicano llamado Estridentismo. El diario fue de corta duración y sólo vio tres temas: septiembre, octubre y noviembre de 1923. Sin embargo, vio las contribuciones realizadas por los protagonistas de las vanguardias internacionales, al mismo tiempo estar cuidadosamente en sintonía con las preocupaciones sociales presentes del Estridentismo por México post-revolucionario.
La preocupación principal de la revista era la propagación de la nueva estética en México y promover el proyecto cultural de la revolución mexicana. Irradiador, prometió en su lema, 'hará perder el sueño reaccionario y afirmará todas las ansiedades de la hora presente.'
La revista contó con grabados en madera, esculturas, pinturas, poemas y artículos sobre temas tan diversos como la arqueología y la industria petrolera. Su primer número contiene un caligrama por nada menos que el muralista Diego Rivera, importante aval para un naciente movimiento vanguardista como el Estridentismo. También contenía un poema por el argentino Jorge Luis Borges, que refuerza la credibilidad internacional del movimiento mexicano.
Otros importantes poetas, escritores y artistas de aparecer sobre las tres cuestiones: Salvador Gallardo, Germán List Arzubide, Kyn Tanya, Juan José Tablada y el fotógrafo estadounidense Edward Weston, quien la revista inexplicablemente llama 'Dwad Weston' (Irradiador 3, dentro de la cubierta)
Estética de la revista es una combinación de imágenes-tales como mexicanos xilografías de Charlot con trabajadores indígenas y la tecnología moderna, la promoción de la "Jazz Band, petroleum, New York". Toda la ciudad polarizada en las antenas radiotelefónicas.
Publicado por: Argi
Etiquetas: Arte-Historia, Educación, Poetica
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