miércoles, 28 de septiembre de 2011

Sócrates y la tragedia (1)


La tragedia griega pereció de manera distinta que todos los otros géneros artísticos antiguos, hermanos de ella: acabó de manera trágica, mientras que todos ellos fallecieron con una muerte muy bella. Pues si está de acuerdo, en efecto, con un estado natural ideal el dejar la vida sin espasmos, y teniendo una bella descendencia, el final de aquellos géneros artísticos antiguos nos muestra un mundo ideal de ese tipo; desaparecen y se van hundiendo, mientras ya elevan enérgicamente la cabeza sus retoños, más bellos. Con la muerte del drama musical griego surgió, en cambio, un vacío enorme, que por todas partes fue sentido profundamente; las gentes se decían que la poesía misma se había perdido, y por burla enviaban al Hades a los atrofiados, enflaquecidos epígonos, para que allí se alimentasen de las migajas de los maestros. 


Como dice Aristófanes, la gente sentía una nostalgia tan íntima tan ardiente, del último de los grandes muertos, como cuando a alguien le entra un súbito y poderoso apetito de comer coles. Mas cuando luego floreció realmente un género artístico nuevo, que veneraba a la tragedia como predecesora y maestra suya, pudo, percibirse con horror que ciertamente tenía los rasgos de su madre, pero aquellos que ésta había mostrado en su prolongada agonía. Esa agonía de la tragedia se llama Eurípides, el género artístico posterior es conocido con: e1 nombre de comedia ática nueva. En ella pervivió la: figura degenerada de la tragedia, como memorial de su muy arduo y difícil fenecer. Es conocida la extraordinaria veneración de que Eurípides disfrutó entre los poetas de la comedia ática nueva. Uno de los más notables, Filemón, declaró que se dejaría ahorcar al instante: si estuviera convencido de que el difunto continuaba teniendo vida y entendimiento. Pero lo que Eurípides posee en común con Menandro y Filemón, y lo que ejerció sobre éstos un efecto tan ejemplar, podemos resumirlo brevísimamente en la fórmula de que ellos llevaron el espectador al escenario. Antes de Eurípides, habían sido seres humanos estilizados en héroes, a los cuales se les notaba en seguida que procedían de los dioses y semidioses de la tragedia más antigua. El espectador veía en ellos un pasado ideal de Grecia y, por tanto, la realidad de todo aquello que, en instantes sublimes, vivía también en su alma. Con Eurípides irrumpió en el escenario el espectador, el ser humano en la realidad de la vida cotidiana. El espejo que antes había reproducido sólo los rasgos grandes y audaces se volvió más fiel y, con ello, más vulgar. El vestido de gala se hizo más transparente en cierto modo, la máscara se transformó en semimáscara: las formas de la vida cotidiana pasaron claramente a primer plano. Aquella imagen auténticamente típica del heleno, la figura de Ulises, había sido elevada por Ésquilo hasta el carácter grandioso, astuto y noble a la vez, de un Prometeo: entre las manos de los nuevos poetas esa figura quedó rebajada al papel de esclavo doméstico, bonachón y pícaro a la vez, que con gran frecuencia se encuentra, como temerario intrigante, en el centro del drama entero. Lo que, en Las ranas de Aristófanes, Eurípides cuenta entre sus méritos, el haber hecho adelgazar al arte trágico mediante una cura de agua y el haber reducido su peso, eso es algo que se aplica sobre todo a las figuras de los héroes: en lo esencial, lo que el espectador veía y oía en el escenario euripideo era su propio doble, envuelto, eso sí, en el ropaje de gala de la retórica. La idealidad se ha replegado a la palabra y ha huido del pensamiento. 


Pero justo aquí tocamos el aspecto brillante, y que salta a los ojos, de la innovación euripidea: en él el pueblo ha aprendido a hablar: esto lo ensalza él mismo, en el certamen con Ésquilo: mediante él ahora el pueblo sabe el arte de servirse de reglas, de escuadras para medir los versos, de observar, de pensar, de ver, de entender, de engañar, de amar, de caminar, de revelar, de mentir, de sopesar.

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Gracias a él se le ha soltado la lengua a la comedia nueva, mientras que hasta Eurípides no se sabía hacer hablar convenientemente a la vida cotidiana en el escenario. La clase media burguesa, sobre la que Eurípides edificó todas sus esperanzas políticas, tomó ahora la palabra después de que, hasta ese momento, los maestros del lenguaje habían sido en la tragedia el semidiós, en la vieja comedia el sátiro borracho o semidiós.

Yo he representado la casa y el patio, donde nosotros vivimos y tejemos,
y por ello me he entregado al juicio, pues cada uno, conocedor de esto, ha juzgado de mi arte.

Más aún, Eurípides se jacta de lo siguiente:

Solo yo he inoculado a ésos que nos rodean
tal sabiduría, al prestarles
el pensamiento y el concepto del arte; de tal modo que aquí
ahora todo el mundo filosofa, y administra
la casa y di patio, el campo y los animales
con más inteligencia que nunca:
continuamente investiga y reflexiona
¿por qué?, ¿para qué?, ¿quién?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿qué?
¿A dónde ha llegado esto, quién me quitó aquello?

De una masa preparada e ilustrada de ese modo nació la comedia nueva, aquel ajedrez dramático con su luminosa alegría por los golpes de astucia. Para esta comedia nueva Eurípides se convirtió en cierto modo en el maestro de coro: sólo que esta vez era el coro de los oyentes el que tenía que ser instruido. Tan pronto como éstos supieron cantar a la manera de Eurípides, comenzó el drama de los jóvenes señores llenos de deudas, de los viejos bonachones y frívolos, de las heteras a la manera de Kotzebue, de los esclavos domésticos prometeicos, Pero Eurípides, en cuanto maestro de coro, fue alabado sin cesar; la gente se habría incluso matado para aprender aún algo más de él, si no hubiera sabido que los poetas trágicos estaban tan muertos como la tragedia. A1 abandonar ésta, sin embargo, el heleno había abandonado la creencia en su propia inmortalidad, no sólo la creencia en un pasado ideal, sino también la creencia de un futuro ideal. La frase del conocido epitafio, «en la ancianidad, voluble y estrafalario», se puede aplicar también a la Grecia senil. El instante y el ingenio son sus divinidades supremas; el quinto estado, el del esclavo, es el que ahora predomina, al menos en cuanto a la mentalidad.

En una visión retrospectiva como ésta uno está fácilmente tentado a formular contra Eurípides, como presunto seductor del pueblo, inculpaciones injustas, pero acaloradas, y a sacar, por ejemplo, con las palabras de Ésquilo, esta conclusión: «¿Qué mal no procede de él?» Pero cualesquiera que sean los nefastos influjos que derivemos de él, hay que tener siempre en cuenta que Eurípides actuó con su mejor saber y entender, y que, a lo largo de su vida entera, ofreció de manera grandiosa sacrificios a un ideal. En e1 modo como luchó contra un mal enorme que él creía reconocer, en el modo como es el único que se enfrenta a ese mal con el brío de su talento y de su vida, revélase una vez más el espíritu heroico de los viejos tiempos de Maratón. Más aún, puede decirse que, en Eurípides, el poeta se ha convertido en un semidiós, después de haber sido éste expulsado por aquél de la tragedia. Pero el mal enorme que él creía reconocer, contra el que luchó con tanto heroísmo, era la decadencia del drama musical. ¿Dónde descubrió Eurípides, sin embargo, la decadencia del drama musical? En la tragedia de Ésquilo y de Sófocles, sus contemporáneos de mayor edad. Esto es una cosa muy extraña. ¿No se habrá equivocado? ¿No habrá sido injusto con Ésquilo y con Sófocles? ¿Acaso su reacción contra la presunta decadencia no fue precisamente el comienzo del fin? Todas estas preguntas elevan su voz en este instante dentro de nosotros.

Eurípides fue un pensador solitario, en modo alguno del gusto de la masa entonces dominante, en la que suscitaba reservas, como un estrafalario gruñón. La suerte le fue tan poco propicia como la masa: y como para un poeta trágico de aquel tiempo la masa constituía precisamente la suerte, se comprende por qué en vida alcanzó tan raras veces el honor de una victoria trágica. ¿Qué fue lo que empujó a aquel dotado poeta a ir tanto contra la corriente general? ¿Qué fue lo que le apartó de un camino que había sido recorrido por varones como Ésquilo y Sófocles y sobre el que resplandecía el sol del favor popular? Una sola cosa, justo aquella creencia en la decadencia del drama musical. Y esa creencia la había adquirido en los asientos de los espectadores del teatro. Durante largo tiempo estuvo observando con máxima agudeza qué abismo se abría entre una tragedia y el público ateniense. Aquello que para el poeta había sido lo más elevado y difícil no era en modo alguno sentido como tal por el espectador, sino como algo indiferente. Muchas cosas casuales, no subrayadas en absoluto por el poeta, producían en la masa un efecto súbito. Al reflexionar sobre esta incongruencia entre el propósito poético y el efecto causado, Eurípides llegó poco a poco a una forma poética cuya ley capital decía: «todo tiene que ser comprensible, para que todo pueda ser comprendido». Ante el tribunal de esta estética racionalista fue llevado ahora cada uno de los componentes, ante todo el mito, los caracteres principales, la estructura dramatúrgica, la música coral, y por fin, y con máxima decisión, el lenguaje. Eso que nosotros tenemos que sentir tan frecuentemente en Eurípides como un defecto y un retroceso poéticos, en comparación con la tragedia sofoclea, es el resultado de aquel enérgico proceso crítico, de aquella temeraria racionalidad. Podría decirse que aquí tenemos un ejemplo de cómo el recensionante puede convertirse en poeta. Sólo que, al oír la palabra «recensionante», no es lícito dejarse determinar por la impresión de esos seres débiles, impertinentes, que no permiten ya en absoluto a nuestro público de hoy decir su palabra en cuestiones de arte, Lo que Eurípides intentó fue precisamente hacer las cosas mejor que los poetas enjuiciados por él: y quien no puede poner, como lo puso él, el acto después de la palabra, tiene poco derecho a dejar oír sus críticas en público. Yo quiero o puedo aducir aquí un solo ejemplo de esa crítica productiva, aun cuando propiamente sería necesario demostrar ese punto de vista mencionando todas las diferencias del drama euripideo..Nada puede ser más contrario a nuestra técnica escénica que el prólogo que aparece en Eurípides. El hecho de que un personaje individual, una divinidad o un héroe, se presente al comienzo de la pieza y cuente quién es él, qué es lo que antecede a la acción, qué es lo que ha ocurrido hasta entonces, más aún, qué es lo que ocurrirá en el transcurso de la pieza, eso un poeta teatral moderno lo calificaría sin más de petulante renuncia al efecto de la tensión. ¿Se sabe, en efecto, todo lo que ha ocurrido, lo que ocurrirá? ¿Quién aguardará hasta el final? Del todo distinta era la reflexión que Eurípides se hacía. El efecto de la tragedia antigua no descansó jamás en la tensión, en la atractiva incertidumbre acerca de qué es lo que acontecerá ahora, antes bien en aquellas grandes y amplias escenas de pathos en las que volvía a resonar el carácter musical básico del ditirambo dionisíaco. Pero lo que con mayor fuerza dificulta el goce de tales escenas es un eslabón que falta, un agujero en el tejido de la historia anterior: mientras el oyente tenga que seguir calculando cuál es el sentido que tienen este y aquel personaje, esta y aquella acción, le resultará imposible sumergirse del todo en 1a pasión y en la actuación de los héroes principales, resultará imposible la compasión trágica. En la tragedia esquileo-sofoclea estaba casi siempre muy artísticamente arreglado que, en las primeras escenas, de manera casual en cierto modo, se pusiesen en manos del espectador todos aquellos hilos necesarios para la comprensión; también en este rasgo se mostraba aquella noble maestría artística que enmascara, por así decirlo, lo formal necesario. De todos modos, Eurípides creía observar que, durante aque1las primeras escenas, el espectador se hallaba en una inquietud peculiar, queriendo resolver el problema matemático de cálculo que era la historia anterior, y que para él se perdían las bellezas poéticas de la exposición. Por eso él escribía un prólogo como pro grama y lo hacía declamar por un personaje digno de confianza, una divinidad. Ahora podía él también configurar con mayor libertad el mito, puesto que, gracias al prólogo, podía suprimir toda duda sobre su configuración del mito. Con pleno sentimiento de esta ventaja dramatúrgica suya, Eurípides reprocha a Ésquilo en Las ranas de Aristófanes:

¡Así, yo iré enseguida a tus prólogos,
para, de ese modo, empezar criticándole
la primera parte de la tragedia a este gran espíritu!
Es confuso cuando expone los hechos.

Pero lo que decimos del prólogo se puede decir también del muy famoso deus ex machina: éste traza el programa del futuro, como el prólogo el del pasado. Entre esa mirada épica al pasado y esa mirada épica al futuro están la realidad y el presente lírico-dramáticos.

Eurípides es el primer dramaturgo que sigue una estética consciente. Intencionadamente busca lo más comprensible: sus héroes son realmente tal como hablan. Pero dicen todo lo que son, mientras que los caracteres esquileos y sofoc1eos son mucho más profundos y enteros que sus palabras: propiamente sólo balbucean acerca de sí. Eurípides crea los personajes mientras a la vez los diseca: ante su anatomía no hay ya nada oculto en ellos. Si Sófocles dijo de Ésquilo que éste hace lo correcto, pero inconscientemente, Eurípides habrá tenido de él la opinión de que hace lo incorrecto, porque lo hace conscientemente. Lo que sabía de más Sófocles, en comparación con Ésquilo, y de lo que se ufanaba, no era nada que estuviese situado fuera del campo de los recursos técnicos; hasta Eurípides, ningún poeta de la Antigüedad había sido capaz de defender verdaderamente lo mejor suyo con razones estéticas. Pues cabalmente lo milagroso de todo este desarrollo del arte griego es que el concepto, la conciencia, la teoría no habían toma, aún la palabra, y que todo lo que el discípulo podía aprender del maestro se refería a la técnica. Y así, también aquello que da, por ejemplo, ese brillo antiguo a Thorwaldsen es que éste reflexionaba poco y hablaba y escribía mal, en que la auténtica sabiduría artística no había penetrado en su conciencia.

En torno a Eurípides hay, en cambio, un resplandor refractado, peculiar de los artistas modernos: su carácter artístico casi no-griego puede resumirse con toda brevedad en el concepto de socratismo. «Todo tiene que ser consciente para ser bello», es la tesis euripidea paralela de la socrática «todo tiene que ser consciente para ser bueno». Eurípides es el poeta del racionalismo socrático En la Antigüedad griega se tenía un sentimiento de la unidad de ambos nombres, Sócrates y Eurípides. En Atenas estaba muy difundida la opinión de que Sócrates le ayudaba a Eurípides a escribir sus obras: de lo cual puede inferirse cuán grande era la finura de oído con que la gente percibía el socratismo en la tragedia euripidea. Los partidarios de los «buenos tiempos viejos» solían pronunciar juntos el nombre de Sócrates y el de Eurípides como los que pervertían al pueblo. Existe también la tradición de que Sócrates se abstenía de asistir a la tragedia, y sólo tomaba asiento entre los espectadotes cuando se representaba una nueva obra de Eurípides. Vecinos en un sentido más profundo aparecen ambos nombres en la famosa sentencia del oráculo délfico, que ejerció un inf1ujo tan determinante sobre la entera concepción vital de Sócrates. La frase del dios delfico de que Sócrates es el más sabio de los hombres contenía a la vez el juicio de que a Eurípides le correspondía el segundo premio en el certamen de la sabiduría.

Es sabido que al principio Sócrates se mostró muy desconfiado frente a la sentencia del dios. Para ver si es acertada, trata con hombres de Estado, con oradores, con poetas y con artistas, tratando de descubrir a alguien que sea más sabio que él. En todas partes encuentra justificada la palabra del dios: ve que los varones más famosos de su tiempo tienen una idea falsa acerca de sí mismos y encuentra que ni siquiera poseen conciencia exacta de su profesión, sino que la ejercen únicamente por instinto. «Únicamente por instinto», ése es el lema del socratismo. El racionalismo no se ha mostrado nunca tan ingenuo como en esta tendencia vital de Sócrates. Nunca tuvo éste duda de la corrección del planteamiento entero del problema. «La sabiduría consiste en el saber», y «no se sabe nada que no se pueda expresar y de lo que no se pueda convencer a otro». Esta es más o menos la norma de aquella extraña actividad misionera de Sócrates, la cual tuvo que congregar en torno a sí una nube de negrísimo enojo, porque nadie era capaz de atacar la norma misma volviéndola contra Sócrates: pues para esto se habría necesitado además aquello que en modo alguno se poseía, aquella superioridad socrática en el arte de la conversación, en la dialéctica. Visto desde la conciencia germánica infinitamente profundizada, ese socratismo aparece como un mundo totalmente al revés; pero es de suponer que también a los poetas y artistas de aquel tiempo tuvo Sócrates que parecerles ya, al menos, muy aburrido y ridículo, en especial cuando, en su improductiva erística, seguía haciendo valer la seriedad y la dignidad de una vocación divina. Los fanáticos de la lógica son insoportables, cual las avispas. Y ahora, imagínese una voluntad enorme detrás de un entendimiento tan unilateral, la personalísima energía primordial de un carácter firme, junto a una fealdad externa fantásticamente atractiva: y se comprenderá que incluso un talento tan grande como Eurípides, dadas precisamente la seriedad y la profundidad de su pensar, tuvo que ser arrastrado de manera tanto más inevitable a la escarpada vía de un crear artístico consciente. La decadencia de la tragedia, tal como Eurípides creyó verla, era una fantasmagoría socrática: como nadie sabía convertir suficientemente en conceptos y palabras la antigua técnica artística, Sócrates negó aquella sabiduría, y con él la negó el seducido Eurípides. A aquella «sabiduría» indemostrada contrapuso ahora Eurípides la obra de arte socrática, aunque bajo la envoltura de numerosas acomodaciones a la obra de arte imperante. Una generación posterior se dio cuenta exacta de qué era envoltura y qué era núcleo: quitó la primera, y el fruto del socratismo artístico resultó ser el juego de ajedrez como espectáculo, la pieza de intriga.



Friedrich Nietzsche
Traducción: A. Sánchez Pascual. 
Alianza Editorial

domingo, 25 de septiembre de 2011

The Alphabet 2

- deletreo de desarrollo -











Vídeo donde cada carácter representa visualmente el significado de la palabra misma.
Jugar con técnicas y materiales diferentes en espacios pequeños y grandes, pero siempre centrándose en las proporciones del tipo de letra Helvetica.
Una colección de palabras en un deleitoso spelling-video.







Creado por: n9ve

Sobre... y ante.. (Final)

Quinta conferencia

Pronunciada el 23 de marzo
Traducción de Carlos Manzano publicada por Tusquets, Barcelona, septiembre de 2000, pp. 141-167.


Si lo que os he contado, ilustres oyentes, sobre los discursos de nuestro filósofo, pronunciados en la quietud nocturna y agitados por diversas causas, lo habéis recibido con simpatía, entonces su triste decisión, que hemos referido al final, deberá de haberos impresionado como nos impresionó entonces a nosotros. Efectivamente, nos había anunciado de improviso que quería marcharse: ante el plantón que le había dado su amigo, y el poco consuelo que le había proporcionado lo que nosotros y su acompañante habíamos sabido aducir en aquella soledad, parecía ya querer interrumpir apresuradamente aquella estancia inútilmente prolongada en el monte. La jornada debía de parecerle perdida, y, al apartar de sí su recuerdo, indudablemente habría deseado hacer un haz con dicho recuerdo y el de habernos conocido. Así, pues, estaba incitándonos, enfadado, a marcharnos, cuando un nuevo fenómeno lo obligó a detenerse, y, después de haberse puesto ya en marcha, tuvo que detenerla de nuevo vacilante.

Un esplendor de luces variopintas y un ruido crepitante, apagado al instante, hacia la región del Rin, atrajo nuestra atención; e inmediatamente después subió hasta nosotros desde aquella distancia una lenta frase melódica, cantada al unísono y reforzada por numerosas voces juveniles. «Ésa es su señal», exclamó el filósofo, «de nuevo llega mi amigo, y no he esperado en vano. Volveremos a vernos a medianoche: ¿cómo podemos anunciarle que aún estoy aquí? ¡Ah!, vosotros, tiradores de pistola, ¡mostrad una vez más vuestras armas! ¿Oís el ritmo riguroso de esa melodía que nos saluda? Fijaos en ese ritmo y repetidlo en una serie sucesiva de disparos.»

Aquella tarea era conforme a nuestro gusto y a nuestra capacidad; cargamos con la mayor rapidez posible, y, después de habernos puesto de acuerdo brevemente, levantamos nuestras pistolas hacia la luminosa bóveda estrellada, mientras aquella penetrante progresión de sonidos, después de una corta repetición, se extinguía en lo profundo. El primero, el segundo y el tercer disparo resonaron nítidamente en la noche. Entonces el filósofo gritó: «¡Habéis desafinado!». Efectivamente, de repente habíamos dejado de realizar nuestra tarea rítmica: inmediatamente después del tercer disparo, había aparecido, rápida como una flecha, una estrella fugaz, y casi sin quererlo disparamos el cuarto y el quinto disparo simultáneamente en la dirección de su caída.

«¡Habéis desafinado!», gritó el filósofo «¿quién os ha dicho que miréis a las estrellas fugaces? Ya explotan por sí solas, sin vuestra intervención; cuando se usan las armas, hay que saber lo que se quiere

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En aquel momento se dejó oír nuevamente, procedente del Rin, aquella melodía, entonada entonces por voces más numerosas y más altas. «Pero nos han entendido», exclamó riendo mi amigo, «ay, por lo demás, ¿quién puede resistirse, cuando se pone precisamente a tiro semejante fantasma luminoso?» «¡Silencio!», le interrumpió el acompañante, «¿qué cuadrilla será la que nos canta esa señal? Calculo de veinte a cuarenta voces, potentes voces masculinas, ¿y de dónde proviene su saludo? Parece que no han abandonado todavía la orilla opuesta del Rin. Pero podemos cerciorarnos, regresando al lugar donde estábamos sentados. Venid rápido allá abajo.»

En el lugar donde hasta entonces habíamos estado caminando para delante y para atrás, es decir, en las cercanías de aquel imponente tronco de árbol, el denso, oscuro y alto follaje impedía ver el Rin. En cambio, ya he contado que desde aquel lugar de quietud, un poco más abajo del llano sin árboles en la cima del monte, se gozaba de una vista a través de las copas de los árboles, y que precisamente en el centro de aquella perspectiva circular se podía ver el Rin abrazando la isla de Nonnenwörth. Corrimos apresuradamente, aún preocupándonos del viejo filósofo, hacia aquel lugar de quietud: en el bosque había una densa oscuridad, y, al guiar al filósofo a derecha e izquierda, más que ver con claridad, lo que hacíamos era adivinar el camino recorrido.

Apenas llegamos al banco, una luz de fuego, túrbida, vasta e inquieta, que evidentemente procedía de la otra orilla del Rin, hirió nuestros ojos. «Son antorchas», exclamé, «no hay duda alguna, allí abajo están mis compañeros de Bonn, y vuestro amigo debe ir entre ellos. Ellos eran los que cantaban, y ellos le escoltarán. ¡Mirad!, ¡oíd! Ahora están subiendo al barco: dentro de poco más de media hora el desfile de antorchas habrá llegado hasta aquí arriba.»

El filósofo dio un brinco hacia atrás. «¿Qué decís?», replicó, «¿vuestros compañeros de Bonn, es decir, estudiantes? ¿Así que mi amigo viene con estudiantes?»

Aquella pregunta hecha casi con rabia nos indignó. «¿Qué tiene usted contra los estudiantes?», replicamos, sin obtener respuesta. Hasta después de un rato no comenzó el filósofo a hablar lentamente, en tono quejoso, y casi dirigido a quien todavía estaba lejos: «Así que, amigo mío, incluso a medianoche, incluso en lo alto de un monte solitario, no estaremos solos, y eres tú mismo quien trae hasta mí una cuadrilla de estudiantes bulliciosos, a pesar de que sabes que evito prudentemente ese genus omne. En eso no te entiendo, amigo lejano: y, sin embargo, es algo importante volver a encontrarse y verse de nuevo después de una larga separación, y escoger para ello semejante rincón remoto y semejante hora insólita. ¿Para qué necesitábamos un coro de testigos? Y, además, ¡menudos testigos! Lo que nos invita al encuentro de hoy no es en absoluto una necesidad sentimental, propia de corazones tiernos: efectivamente, los dos hemos aprendido desde hace tiempo a vivir solos, en un aislamiento lleno de dignidad. Hemos decidido volver a vernos aquí, no, desde luego, por nosotros, por cultivar, por ejemplo, sentimientos delicados, o por recitar patéticamente una escena de amistad. Antes bien, aquí fue donde un día te encontré, en una hora memorable de solemne soledad, como si fuéramos caballeros de un nuevo tribunal secreto. Acepto que nos escuche quien pueda comprendernos, pero, ¿por qué traes contigo una turba que indudablemente no nos comprende? En eso no te reconozco, amigo lejano».

No consideramos conveniente interrumpirle en sus tristes lamentaciones, y, cuando enmudeció melancólicamente, no nos atrevimos a decirle cuánto nos había disgustado aquel rechazo lleno de desconfianza hacia los estudiantes.

Al final el acompañante se dirigió al filósofo y dijo: «Me recuerda usted, maestro, que en otro tiempo, antes de que yo lo conociera, también usted vivió en varias universidades, y que desde entonces circulan rumores sobre sus relaciones con los estudiantes y sobre su método de enseñanza. Por el tono de resignación con que ha hablado de los estudiantes, muchos podrían suponer que ha tenido experiencias particularmente decepcionantes; pero yo creo, más que nada, que usted ha experimentado y ha visto lo que cualquiera puede experimentar y ver en esos lugares, y que, aun así, ha juzgado todo eso más severa y correctamente que ningún otro. En efecto, por la intimidad que tuve con usted aprendí que las experiencias más notables, más instructivas, más decisivas y más íntimas son las cotidianas, pero que muy pocos son los que entienden como enigma lo que ante todos se presenta como tal, y que a los pocos filósofos auténticos existentes es a quienes van destinados esos problemas -ignorados, abandonados en el camino y casi pisoteados por la multitud-, para que los recojan con cuidado y desde ese momento resplandezcan como piedras preciosas del conocimiento. En el corto intervalo de que disponemos todavía hasta la llegada de su amigo, quizá debiera usted decirnos algunas cosas más sobre sus conocimientos y experiencias en la esfera de la humanidad, con lo que completaría la serie de consideraciones a que, sin quererlo, nos vemos obligados en relación con nuestras instituciones de cultura. Además de eso, permítasenos recordarle que en un momento anterior de la discusión me ha hecho usted incluso una promesa. Al referirse al bachillerato, ha afirmado usted su extraordinaria importancia: a su objetivo cultural, una vez establecido, deberían adecuarse todas las demás instituciones, y las desviaciones de sus tendencias afectarían de algún modo a dichas instituciones. A semejante importancia de centro motor no podría ahora aspirar ni siquiera la universidad, que en su forma actual debe considerarse, por lo menos en su aspecto esencial, como una simple continuación de la tendencia del bachillerato. En ese punto me ha prometido usted una aclaración ulterior: tal vez puedan atestiguarlo también nuestros amigos estudiantes, que pueden haber oído nuestro coloquio».

«Lo atestiguamos», intervine yo. El filósofo se volvió hacia nosotros y respondió: «Entonces, si realmente habéis oído, podréis describirme, de acuerdo con lo que hemos dicho, lo que entendéis por tendencia actual del bachillerato. Por otro lado, todavía estáis bastante próximos a ese ambiente como para poder establecer una comparación entre mis pensamientos y vuestras experiencias y vuestros sentimientos».

Mi amigo respondió pronta y rápidamente, como corresponde a su carácter, poco más o menos lo siguiente: «Hasta ahora siempre habíamos creído que el único fin del bachillerato es el de preparar para la universidad. Sin embargo, esa preparación debe hacernos lo suficientemente independientes, en armonía con la posición extraordinariamente libre de un universitario. En efecto, me parece que en ningún campo de la vida actual le está permitido al individuo disponer y decidir con respecto a tantas cosas como en el dominio de la vida estudiantil. Debe guiarse a sí mismo durante varios años por un terreno vasto y en el que se le deja libertad completa: por eso, el bachillerato será el que deberá intentar hacer que sea independiente». Yo continué el discurso de mi compañero. «Más aún: me parece», dije, «que todo lo que a usted le parece criticable en el bachillerato, con razón indudablemente, no es sino un instrumento necesario para producir, en una edad tan temprana, una especie de autonomía, o, por lo menos, de fe en ella. La instrucción alemana debe servir con vistas a esa autonomía: el individuo debe congratularse de sus opiniones y de sus fines, para poder caminar por sí solo, sin ayuda de muletas. Por eso, muy pronto se le invita a ofrecer una producción original, y, más pronto aún, un juicio y una crítica precisos. Y, aunque los estudios latinos y griegos no estén en condiciones de provocar en el escolar entusiasmo hacia la lejana antigüedad, aun así, gracias al método con que se llevan a cabo se despiertan el sentido científico, el gusto por la causalidad rigurosa del conocimiento, el deseo de encontrar y descubrir. Y muchos son los que, al descubrir una nueva variante textual -encontrada durante el bachillerato y captada por un olfato juvenil- quedan seducidos para siempre por los halagos de la ciencia. El estudiante de bachillerato debe aprender y recoger muchas cosas: de ese modo es posible que se despierte lentamente un impulso que posteriormente lo guiará a aprender y a recoger de forma semejante, y autónoma, en la universidad. En resumen, creemos que la tendencia del bachillerato consiste en preparar y habituar al discípulo para que después pueda seguir viviendo y aprendiendo autónomamente, de igual modo que ha tenido que aprender y vivir bajo la constricción del reglamento del bachillerato.»

Ante aquellas palabras el filósofo se echó a reír, pero no con benevolencia precisamente, y replicó: «Acabáis de darme una prueba perfecta de esa autonomía. Y es justamente esa autonomía lo que me espanta tanto y lo que hace que me resulte tan deprimente la proximidad de los estudiantes actuales. Sí, queridos amigos, vosotros ya estáis formados, habéis acabado de crecer, la naturaleza ha roto ya vuestro molde, y vuestros maestros pueden ya deleitarse con vosotros. ¡Qué libertad, precisión y falta de prejuicios a la hora de juzgar! ¡Qué originalidad y agudeza a la hora de comprender! Os erigís en jueces, y todas las civilizaciones de todos los tiempos escapan corriendo. El sentido científico se ha inflamado y brota de vosotros como una llama: todos deben estar en guardia para no quemarse al contacto con vosotros. Si considero también a vuestros profesores, vuelvo a encontrar una vez más la misma autonomía, con una vigorosa y arrogante intensificación: nunca ha habido una época tan rica en las más hermosas autonomías, y nunca se ha odiado tan intensamente cualquier clase de esclavitud, entre ellas indudablemente también la esclavitud de la educación y de la cultura.

»No obstante, permitidme valorar esa autonomía vuestra con el criterio de esta cultura y considerar vuestra universidad simplemente como institución de cultura. Cuando un extranjero quiere conocer la vida de nuestras universidades, pregunta ante todo con insistencia: “¿De qué modo entran en relación vuestros estudiantes con la universidad?”. Nosotros respondemos: “A través del oído, como oyentes”. El extranjero se asombra. “Sólo a través del oído?”, vuelve a preguntar. “Sólo a través del oído”, volvemos a responder. El estudiante escucha. Cuando habla, cuando mira, cuando camina, cuando está en sociedad, cuando se ocupa de arte, en resumen, cuando vive, es autónomo, o sea, independiente de la institución de cultura. Con bastante frecuencia el estudiante escribe también, mientras escucha. Ésos son los momentos en que está unido al cordón umbilical de la universidad. Puede escoger lo que desea escuchar, no necesita creer en lo que escucha, puede taparse los oídos, cuando no desea escuchar. Ese es el método “acroamático” de enseñanza.

»Por su parte, el profesor habla a esos estudiantes que escuchan. Lo que piensa y hace en otros momentos está separado por un inmenso abismo de la percepción del estudiante. Muchas veces el profesor lee mientras habla. En general, quiere tener el mayor número posible de oyentes de esa clase; en caso de necesidad, se contenta con pocos, y casi nunca se dirige a uno solo. Una sola boca que habla y muchísimos oídos, con un número menor de manos que escriben: tal es el aparato académico exterior, tal es la máquina cultural universitaria, puesta en funcionamiento. Por lo demás, aquel a quien pertenece esa boca está separado y es independiente de aquellos a quienes pertenecen los numerosos oídos: y a esa doble autonomía se la elogia entusiásticamente como “libertad académica”. Por otro lado, el profesor -para aumentar todavía más esa libertad- puede decir prácticamente lo que quiere, y el estudiante puede escuchar prácticamente lo que quiere: sólo que, detrás de esos dos grupos, a respetuosa distancia y con cierta actitud anhelosa de espectador, está el Estado, para recordar de vez en cuando que él es el objetivo, el fin y la suma de ese extraño procedimiento consistente en hablar y en escuchar.

»Por eso, nosotros, a quienes debe permitírsenos considerar ese fenómeno sorprendente sólo como una institución cultural, contamos al estudioso extranjero que todo lo que es cultura en nuestras universidades pasa de la boca al oído y que cualquier educación para la cultura es, como hemos dicho, exclusivamente “acroamática”. Pero, como incluso el hecho de escuchar y la elección de lo que se debe escuchar se dejan a la decisión autónoma del estudiante académicamente carente de prejuicios y como, por otro lado, puede negar la autenticidad y la autoridad de todo lo que escucha, en ese caso toda la educación para la cultura compete, en sentido estricto, a él solo, y entonces la autonomía buscada a través del bachillerato se revela, con el máximo orgullo, como “autoeducación académica para la cultura”, y se adorna con sus plumas más brillantes.

»¡Época feliz, en que los jóvenes son lo bastante sagaces y cultos como para poder guiarse a sí mismos! ¡Insuperables institutos de bachillerato, que consiguen implantar la autonomía, mientras que otras épocas creían deber implantar y trasplantar la dependencia, la disciplina, la sumisión, la obediencia, y deber rechazar cualquier clase de presunción de autonomía! ¿Veis ahora claro, queridos amigos, por qué, desde el punto de vista de la cultura, me gusta a mí considerar la universidad actual como una continuación de la tendencia del bachillerato? La cultura conseguida a través del bachillerato se presenta como un todo completo, y con pretensiones de libertad de opción, a las puertas de la universidad: exige, dicta leyes, juzga. Así, pues, no os engañéis con respecto al estudiante culto: éste, precisamente porque cree haber recibido la consagración de la cultura, sigue siendo todavía el bachiller formado por las manos de sus profesores. En cuanto tal, después de haber acabado el bachillerato y de haber entrado en el aislamiento académico, queda privado completamente de cualquier formación y guía ulterior, para vivir de ese modo con sus propias fuerzas exclusivamente y ser libre.

»¡Libre! Examinad esa libertad, vosotros, conocedores de los hombres. Por estar construida sobre la base arcillosa de la cultura de bachillerato actual, es decir, sobre sus cimientos disgregados, su edificio se alza inclinado e inseguro frente al soplo de vientos turbulentos. Mirad al estudiante libre, al heraldo de la cultura autónoma, adivinad sus instintos, interpretadlo en función de sus necesidades. Decidme qué pensáis de su formación, cuando la hayáis valorado en relación con una triple escala graduada, juzgándola ante todo con relación a su necesidad de filosofía, en segundo lugar con relación a su instinto para el arte, y, por último, con relación a la antigüedad griega y romana, que es el imperativo categórico concreto de cualquier cultura.

»El hombre se ve tan asediado por los problemas más serios y más difíciles, que, si se le guía correctamente hasta ellos, caerá pronto en ese asombro filosófico duradero que es en lo único en que, como sobre una base fecunda, puede fundamentarse y acrecentarse una cultura más profunda y más noble. Sus propias experiencias lo conducen con la mayor frecuencia a esos problemas, y sobre todo en el tumultuoso periodo de la juventud casi todos los acontecimientos personales se reflejan con doble luz, como ejemplificaciones de una realidad cotidiana y, al mismo tiempo, como ejemplines de un problema eterno, sorprendente y digno de explicación. En esa edad, que ve sus experiencias envueltas, por decirlo así, en un arco iris metafísico, el hombre siente la necesidad suprema de una mano que lo guíe, ya que se ha convencido repentina y casi instintivamente de la ambigüedad de la existencia y ha perdido el terreno sólido de las opiniones tradicionales sostenidas hasta entonces.

»Como es fácil de comprender, ese estado natural de extrema indigencia, está considerado como el peor enemigo de la tan deseada autonomía a que debe ser guiado el joven culto de la época presente. Por eso, todos los partidarios de la “época actual” -refugiados en la “evidencia”- se esfuerzan activamente por reprimir y paralizar ese estado natural, por desviarlo o sofocarlo: y el medio preferido consiste en paralizar mediante la llamada “cultura histórica” ese impulso filosófico conforme con la naturaleza. Un sistema que hasta hace poco tiempo gozaba de una escandalosa celebridad mundial ha descubierto la fórmula de esa autodestrucción de la filosofía: y hoy, según la consideración histórica de las cosas, se revela por doquier tal ingenua falta de escrúpulos a la hora de transformar lo que es irracional al máximo en la “razón” y de presentar como blanco lo que es negro al máximo, que muchas veces podríamos preguntar, parodiando el principio de Hegel: “¿Es real esa irracionalidad?”. Desgraciadamente, hasta lo irracional parece hoy la única cosa “real” precisamente, es decir, la única cosa operante, y justamente el hecho de reservar esa especie de realidad para explicar la historia es lo que se considera como “cultura histórica” propiamente dicha. En esta última el impulso filosófico de nuestra juventud se ha transformado como en una crisálida; y hoy los extraños filósofos de las universidades parecen haber conspirado para reforzar la confianza del joven universitario en esa cultura histórica.

»Así, en lugar de una interpretación profunda de los problemas eternamente iguales, ha intervenido lentamente una valoración histórica o incluso una investigación filológica: ahora se trata de establecer qué ha pensado o no pensado tal o cual filósofo, de ver si tal o cual escrito puede atribuírsele con razón, o bien si hay que preferir tal o cual variante. En los seminarios filosóficos de nuestras universidades, se estimula hoy a nuestros estudiantes a sentir semejante interés neutral por la filosofía; por eso, hace mucho tiempo que me acostumbré a considerar esa ciencia como una rama de la filología, y a valorar a sus representantes según sean buenos o malos filólogos. Por eso ahora la filosofía como tal está desterrada de la universidad: con eso hemos dado una respuesta a la primera pregunta, que se refería al valor cultural de las universidades.

»No podemos evitar la vergüenza al confesar qué relación guarda con el arte esa misma universidad: no guarda ninguna relación. En la universidad no se pueden encontrar ni siquiera indicios de comparación, de aspiración, de estudio ni de pensamiento en cuestiones artísticas y nadie podrá hablar en serio de un deseo de la universidad de favorecer los más importantes proyectos artísticos nacionales. En este sentido, no tiene la menor importancia que un profesor concreto se sienta por casualidad inclinado más íntimamente hacia el arte, o que se cree una cátedra para historiadores estetizantes de la literatura: pero en el hecho de que la universidad en su conjunto no esté en condiciones de someter al joven estudiante a una rigurosa disciplina artística y en el hecho de que en ese campo carezca totalmente de voluntad va implícita ya una crítica acerba a su arrogante pretensión de representar la suprema institución de cultura.

»Nuestros universitarios “independientes” viven sin filosofía y sin arte: por eso, ¿cómo van a poder sentir la necesidad de ocuparse de los griegos y de los romanos, dado que nadie tiene ya razón para simular una propensión hacia ellos, y dado que, además, los antiguos reinan en un alejamiento majestuoso y en una soledad casi inaccesible? Por eso, las universidades actuales -con coherencia, por lo demás- no se preocupan en absoluto de tales tendencias culturales totalmente extintas, y crean sus cátedras filológicas exclusivamente para la educación de nuevas generaciones de filólogos, a quienes incumbirá la preparación filológica de los bachilleres: ciclo vital este que no va a favor ni de los filólogos ni de los institutos de bachillerato, sino que sobre todo culpa por tercera vez a la universidad de no ser aquello por lo que le gustaría hacerse pasar ostentosamente, o sea, una institución de cultura. Efectivamente, si elimináis a los griegos, con su filosofía y su arte, ¿por qué escala pretenderéis todavía subir hacia la culturas En realidad, en el intento de trepar por la escala sin esa ayuda, podría ocurrir que vuestra erudición -debéis tolerar que se os diga esto-, en lugar de poneros alas y elevaros hacia lo alto, presionará, en cambio, sobre vuestros hombros como un peso molesto.

»Así, pues, si bien vosotros, personas respetables, habéis seguido teniendo una actitud honrada con respecto a esos tres grados de comprensión y si bien habéis reconocido que el estudiante actual no es apto ni está preparado para la filosofía, que carece de instinto para el arte auténtico y que, frente a los griegos, es un bárbaro que se cree libre, no por ello debéis huir horrorizados delante de él, aun cuando tal vez quisierais evitar un contacto demasiado inmediato. De hecho, tal como es, es inocente; tal como lo habéis conocido, es una acusación callada pero terrible contra los culpables.

»Deberíais entender el lenguaje secreto con que ese inocente vuelto culpable habla a sí mismo: en ese caso comprenderíais también la esencia íntima de esa autonomía exhibida de tan buen grado. Ninguno de los jóvenes más noblemente dotados ha permanecido ajeno a esa necesidad incesante, debilitante, turbadora y enervante de cultura: en la época en que es aparentemente la única persona libre en una realidad de empleados y de servidores, paga esa grandiosa ilusión de la libertad con tormentos y dudas que se renuevan continuamente. Siente que no puede guiarse a sí mismo, que no puede ayudarse a sí mismo: se asoma entonces sin esperanzas al mundo cotidiano y al trabajo cotidiano. Lo rodea el ajetreo más trivial y sus miembros se aflojan desmayadamente. Pero de repente se yergue nuevamente: siente todavía intacta la fuerza que había sabido mantenerlo a flote. Orgullosas y nobles decisiones se forman y se intensifican en él. Le aterroriza la idea de caer tan pronto en una especialización estrecha y mezquina, e intenta entonces aferrarse a columnas y a puntos de apoyo para no verse arrastrado por ese camino. En vano. Esos apoyos ceden, ya que sus asideros eran falsos, y se habían aferrado a frágiles soportes. Con ánimo vacío y desconsolado, ve esfumarse sus planes. Su situación es espantosa e indigna: oscila entre una actividad frenética y una lasitud melancólica. En este último caso está cansado, siente pereza, temor al trabajo, espanto ante todo lo que es grande, se nota lleno de odio hacia sí mismo. Analiza sus capacidades y cree percibir espacios vacíos o caóticamente llenos. A continuación, desde la altura de un conocimiento imaginario de sí mismo se precipita de nuevo en un escepticismo irónico. No atribuye la menor importancia a sus luchas internas y se siente dispuesto para cualquier utilidad real, aunque sea ínfima. Entonces intenta consolarse con una acción incesante y apresurada, para esconderse, así, de sí mismo. De ese modo su perplejidad y la falta de un guía hacia la cultura lo impulsan de una forma de existencia a otra: dudas, ímpetus, necesidades de la vida, esperanzas, desesperaciones, todo eso lo impulsa en una dirección y en otra, lo que significa que por encima de él se han apagado todas las estrellas, bajo cuya guía podría tripular su nave.

»Tal es la imagen de esa famosa autonomía, de esa libertad académica, reflejada en las almas mejores y verdaderamente necesitadas de cultura: frente a ellas carecen de la más mínima importancia esas naturalezas más groseras y sin prejuicios, que se congratulan de modo bárbaro con su libertad. Efectivamente, estas últimas, con un mezquino bienestar y con su estrechez oportunista, idónea para un campo reducido, demuestran que precisamente ese elemento es el que les conviene: no tenemos nada que decir en contra. No obstante, su bienestar no constituye una compensación, frente al dolor de un solo joven que se siente inclinado hacia la cultura, que necesite un guía, y que finalmente deje caer las riendas desanimado y comience a despreciarse a sí mismo. Tal es el inocente sin culpa: efectivamente, ¿quién le ha impuesto la carga insostenible de permanecer solo? ¿Quién lo ha instigado a la autonomía a una edad en que las necesidades naturales e inmediatas consisten por lo general en dejarse llevar por grandes guías y en seguir con entusiasmo el camino del maestro?

»Verdaderamente, resulta inquietante reflexionar sobre los efectos a que puede conducir la represión violenta de necesidades tan nobles. Quien examine de cerca y con mirada penetrante a los partidarios y amigos más peligrosos de esa pseudocultura del presente, tan odiada por mí, encontrará también con demasiada frecuencia, entre ellos precisamente, esos hombres de cultura degenerados y descarriados, impulsados por una desesperación íntima a una furia hostil hacia la cultura, cuyo acceso nadie había querido mostrarle. No son los peores ni los más decadentes los que encontramos entonces, después de la metamorfosis de la desesperación, haciendo de periodistas o de gacetilleros; al contrario, el espíritu de ciertos géneros literarios, hoy muy cultivados, se podría caracterizar incluso como un estado de ánimo estudiantil desesperado. ¿Cómo podría entenderse, si no, esa “joven Alemania” -tan conocida en otro tiempo- con todos sus epígonos reproducidos hasta hoy? En eso descubrimos una necesidad de cultura que ha llegado a ser, por decirlo así, salvaje, y que al final se enardece hasta gritar: ¡yo soy la cultura! Allá abajo, ante las puertas de los institutos y de las universidades se pasea la cultura de esos grupos, que han abandonado el bachillerato y ahora se comportan de modo soberbio, a pesar de carecer, desde luego, de la erudición del bachillerato y de la universidad. Así, por ejemplo, la mejor forma de caracterizar al novelista Gutzkow sería la de considerarlo como la imagen del bachiller moderno, ya convertido en literato.

»Un hombre de cultura degenerado es un problema serio, y nos sentimos profundamente perturbados, cuando observamos que todos nuestros hombres públicos, estudiosos y periodistas, llevan encima las señales de esa degeneración. ¿Cómo puede juzgarse correctamente a nuestros estudiosos -al verlos contemplar sin fastidio alguno, o incluso prestar su ayuda a la labor de seducción periodística del pueblo- si no con la hipótesis de que para ellos la erudición puede resultar algo semejante a lo que para los otros es escribir novelas, o sea, una huida ante sí mismos, una mortificación ascética de su impulso cultural, una desesperada aniquilación del individuo? De nuestro degenerado arte literario, como de la manía de escribir libros -que aumenta hasta el absurdo- de nuestros estudiosos surge un mismo suspiro: ¡ah, si pudiéramos olvidarnos de nosotros mismos! No lo consiguen: el recuerdo, no apagado por montañas enteras de papel impreso que se le han echado encima, sigue repitiendo de vez en cuando: “Tú eres un hombre de cultura degenerado, has nacido para la cultura y te han educado para la no cultura, tú, impotente bárbaro, esclavo del día, ligado a la cadena del instante, ¡y hambriento, eternamente hambriento!”.

»¡Miserables inocentes vueltos culpables! Efectivamente, les faltaba algo que debía llegar de fuera, una auténtica institución de cultura que pudiera proporcionarles objetivos, maestros, métodos, modelos, compañeros, y de cuyo interior pudiera verterse sobre ellos el soplo fortificante y exaltante del espíritu alemán auténtico. Se consumen así en el desierto, degenerando como enemigos del espíritu que en el fondo les es íntimamente afín; acumulan culpa sobre culpa, delitos más graves que los cometidos por cualquier otra generación, mancillando lo puro, profanando lo sagrado, preconizando lo falso e inauténtico. A partir de su ejemplo podéis tomar conciencia de la fuerza cultural de nuestras universidades y podéis formularos con toda seriedad la pregunta: ¿qué intentáis favorecer en ellas? La erudición alemana, la inventiva alemana, el honrado impulso alemán hacia el conocimiento, el celo alemán capaz de sacrificio, o sea, cosas bellas y espléndidas, por las que las otras naciones os envidiarán, o, mejor, las cosas más bellas y espléndidas del mundo, con tal de que sobre ellas se desplegara, como una nube oscura, centelleante, fecundante y bendecidora, ese espíritu alemán auténtico. Pero vosotros teméis a ese espíritu, y, por esa razón, otra nebulosidad, bochornosa y pesada, se ha acumulado por encima de vuestras universidades, y por debajo de ellas vuestros jóvenes más nobles respiran fatigados y oprimidos, mientras los mejores de todos perecen.

»En este siglo ha habido un intento trágicamente serio, e instructivo como ninguno, de dispersar esa niebla y abrir una amplia perspectiva hacia la alta nube -que avanza- del espíritu alemán. La historia de la universidad no registra ningún otro intento semejante, y quien quiera demostrar incisivamente lo que es urgente hacer en ese terreno no podrá encontrar nunca un ejemplo más claro. Se trata del fenómeno de la antigua y originaria “corporación de estudiantes”.

»Con la guerra, el joven había llevado a casa el premio más digno e inesperado de la lucha, es decir, la libertad de la patria: adornado con aquella corona, pensó en cosas más nobles. De regreso a la universidad, sintió, respirando dificultosamente, aquel soplo bochornoso e infecto, que gravitaba sobre las sedes de la cultura universitaria. De improviso vio, con ojos desencajados por el terror, la barbarie no alemana, disimulada artificiosamente bajo cualquier clase de erudición, y de repente advirtió que sus propios compañeros, carentes de guía, estaban abandonados a un desagradable frenesí juvenil. Y se enojó. Se rebeló con la misma actitud de indignación más orgullosa con que en otro tiempo su Friedrich Schiller podía haber recitado ante los compañeros Los bandidos: así como Schiller había atribuido a su drama la imagen de un león y el subtítulo in tyrannos, así también su discípulo fue, a su vez, aquel león listo para saltar. Y realmente temblaron todos los “tiranos”. Indudablemente, aquellos jóvenes indignados, de mirada despavorida y superficial, no parecían muy diferentes de los bandidos de Schiller: sus discursos causaban una impresión terrible al oyente miedoso, como si en comparación con ellos Esparta y Roma fueran equiparables a conventos de monjas. El terror provocado por aquellos jóvenes furiosos había llegado a ser universal verdaderamente, y ni siquiera aquellos bandidos habían provocado en el ambiente de las cortes un terror comparable a ése. Y, sin embargo, un príncipe alemán había dicho, según Goethe, refiriéndose a éstos: “Si yo fuera Dios, y hubiese previsto la aparición de Los bandidos, no habría creado el mundo”.

»¿De dónde procedía la fuerza incomprensible de aquel terror? En realidad, aquellos jóvenes indignados eran los más valientes, los más dotados y los más puros de entre sus compañeros. Sus gestos y sus trajes se caracterizaban por una magnánima falta de prejuicios y una noble sencillez de costumbres; los preceptos más nobles los unían mutuamente, impulsándoles a una bondad rigurosa y fervorosa: ¿qué se podía temer de ellos? Nunca podrá aclararse hasta qué punto se engañaba, o fingía, la gente o bien reconocía la verdad: no obstante, un instinto arraigado se expresaba a través de aquel temor y a través de aquella vergonzosa y absurda persecución. Dicho instinto odiaba tenazmente dos cosas en la corporación estudiantil: ante todo, su organización, como primer intento de una institución cultural auténtica, y, en segundo lugar, el espíritu de dicha institución cultural, es decir, aquel espíritu alemán viril, serio, melancólico, duro y audaz, aquel espíritu que se había conservado sano y salvo desde la época de la Reforma, de Lutero, hijo de minero.

»Pensad ahora en el destino de la corporación estudiantil. Efectivamente, yo me pregunto: ¿acaso comprendió la universidad alemana aquel espíritu, en una época en que incluso los príncipes alemanes, con su odio, demostraban haberlo comprendido? ¿Acaso echó los brazos al cuello de sus hijos más nobles, de modo decidido y valiente, con las palabras: “antes de matar a éstos, tendréis que matarme a mí”? Ya conozco vuestra respuesta, y a partir de ella debéis juzgar si la universidad alemana es una institución alemana de cultura.

»En aquella época el estudiante tuvo el presentimiento de la profundidad en que debe echar raíces una institución cultural auténtica: dichas raíces consisten en una renovación interior y en un estímulo de las fuerzas morales más puras. Y todo eso deberá contarse perpetuamente, para mayor gloria del estudiante. En los campos de batalla pudo haber aprendido lo que no tenía la más mínima posibilidad de aprender en la esfera de la “libertad académica”, es decir, que se necesitan grandes guías y que cualquier cultura comienza con la obediencia. En pleno júbilo de la victoria y con el pensamiento dirigido a su patria liberada, ¡se había prometido a sí mismo solemnemente seguir siendo alemán! Entonces aprendió a comprender a Tácito, entonces entendió el imperativo categórico de Kant, entonces le entusiasmó la lírica guerrera de Karl Maria von Weber. Las puertas de la filosofía, del arte e incluso de la antigüedad se abrieron de par en par ante él, y con uno de los hechos sangrientos más memorables, con el asesinato de Kotzebue, vengó -con profundo instinto y con imprevisión exaltada- a su incomparable Schiller, prematuramente consumido por la resistencia del mundo obtuso, Schiller, que habría podido ser para él un guía, un maestro, un organizador, y cuya falta sentía entonces con un resentimiento tan profundo.

»En efecto, tal fue la suerte de aquellos estudiantes llenos de presagios: no encontraron los guías que necesitaban. Poco a poco se volvieron inseguros mutuamente, desunidos, descontentos: torpezas desdichadas revelaron muy pronto que entre ellos faltaba el genio capaz de eclipsar todo; aquel misterioso hecho sangriento reveló también, junto a una fuerza pavorosa, la peligrosidad de aquella falta. Estaban sin guía, y, por esa razón, se perdieron.

»Así, que os repito, amigos míos: cualquier clase de cultura se inicia con lo contrario de todo lo que hoy se elogia como libertad académica, es decir, se inicia con la obediencia, con la subordinación, con la disciplina, con la sujeción. Y así como los grandes guías necesitan a quienes deben ser guiados, así también quienes deben ser guiados necesitan a los guías: con respecto a esto, en el orden espiritual domina una predisposición recíproca, o, mejor, una especie de armonía preestablecida. Contra ese orden eterno, al que las cosas tenderán siempre con una fuerza de gravedad conforme con la naturaleza, obra precisamente esa cultura que hoy está sentada en el trono del presente. Ésta quiere humillar a los guías, sometiéndoles a servidumbre, o bien quiere acabar con ellos: espía a quienes deben ser guiados, en el momento en que están buscando su guía predestinado, y aturde con medios embriagadores su instinto de búsqueda. Pero si, a pesar de eso, quienes están destinados el uno para el otro se encuentran juntos en la lucha, heridos, surge entonces una sensación de delicia y de profunda conmoción, como si la provocaran los acordes eternos de una lira, una sensación que sólo mediante una imagen podría intentar haceros adivinar.

»¿No habéis tenido nunca ocasión, durante un ensayo musical, de considerar con cierta participación la extraña especie de humanidad arrugada y bondadosa que suele componer la orquesta alemana? ¡Qué imágenes alternas, por obra de la caprichosa diosa “forma”! ¡Qué narices y qué orejas, qué movimientos desmañados, dignos de esqueletos! Imaginad que fuerais sordos, que no hubieseis supuesto lo más mínimo la existencia del sonido y de la música, y que gozarais únicamente, como artistas plásticos, con el espectáculo de las evoluciones orquestales: en tal caso no os cansaríais nunca de mirar -sin que os molestara la acción idealizadora del sonido- ese espectáculo cómico que recuerda las toscas incisiones medievales en madera, esa parodia inocente del homo sapiens.

»Imaginad ahora que regrese de nuevo vuestro sentido de la música, que vuestros oídos se abran y que se presente a guiar la orquesta un respetable director en la función que le compete: en tal caso dejará de existir para vosotros el espectáculo cómico de esas figuraciones y escucharéis, pero en ese caso os parecerá que el espíritu del aburrimiento pasa de ese venerable director a sus compañeros. Sólo veréis la desgana y la flojedad, sólo oiréis la imprecisión rítmica, la vulgaridad melódica y la trivialidad de los sentimientos. La orquesta se convertirá para vosotros en una masa indiferente y aburrida, o incluso desagradable.

»Y, por último, introducid en esa masa, con vuestra desenfrenada fantasía, un genio, un verdadero genio: entonces notaréis al instante algo increíble. Parecerá como si por una fulminante transmigración de las almas dicho genio hubiera entrado en todos los cuerpos semianimales y como si ya todos ellos miraran a través de un único ojo demónico. Así, pues, escuchad y mirad: ¡nunca seréis capaces de escuchar bastante! Si entonces consideráis nuevamente la orquesta sublimemente tumultuosa o íntimamente lastimera, si en cada uno de sus músculos adivináis una tensión ágil y en cada uno de sus gestos una necesidad rítmica, sentiréis entonces también vosotros lo que es una armonía preestablecida entre quien guía y quienes son guiados, y comprenderéis que en el orden espiritual todo tiende a construir semejante organización. Por otra parte, a partir de mi comparación, interpretad ahora lo que entiendo por institución de cultura auténtica y comprended las razones por las que en la universidad no reconozco ni siquiera de lejos semejante institución».



Primera conferencia
Segunda conferencia
Tercera conferencia

Cuarta conferencia

sábado, 24 de septiembre de 2011

Confianzas



se sienta a la mesa y escribe:
«con este poema no tomarás el poder» dice...
«con estos versos no harás la Revolución» dice...
«ni con miles de versos harás la Revolución» dice...


y más: esos versos no han de servirle para
que peones maestros hacheros vivan mejor
coman mejor o él mismo coma viva mejor
ni para enamorar a una le servirán


no ganará plata con ellos
no entrará al cine gratis con ellos
no le darán ropa por ellos
no conseguirá tabaco o vino por ellos


ni papagayos ni bufandas ni barcos
ni toros ni paraguas conseguirá por ellos
si por ellos fuera la lluvia lo mojará
no alcanzará perdón o gracia por ellos


«con este poema no tomarás el poder» dice...
«con estos versos no harás la Revolución» dice...
«ni con miles de versos harás la Revolución» dice...
se sienta a la mesa y escribe...



Juan Gelman:  Relaciones 

sábado, 17 de septiembre de 2011

Comprimido

Compressed 02












..burbujas de jabón con líquido ferrofluido exótico..

..para crear un cuento misterioso, utilizando lentes macro y técnicas de fallo de tiempo..

..a través de las estructuras de burbujas, que pasa por las fuerzas invisibles de la acción y el magnetismo capilar..

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Territorios del Arte Contemporáneo # 20

..final del Expresionismo


..comienzo Dadá



En este programa, Jorge Juanes hace un recuento final acerca del Expresionismo y abunda un poco más sobre las aportaciones de Paul Klee y Franz Marc en este movimiento. Asimismo, este análisis termina con un comentario alrededor de un texto de Wilheim Worringer y su influencia sobre el grupo del Blaue Raiter (Jinete Azul).

sábado, 3 de septiembre de 2011

La inteligencia es medida de los sentidos...

..de la razón y de la voluntad..

La inteligencia de la historia


Los filósofos, «que contienden sobre cosas que no están sujetas al apetito», se distinguen «del vulgo, que defiende las suyas con la compasión y con la ira»; y Sócrates, que había discutido toda la vida sobre la justicia y la verdad, no se defendió frente a los jueces atenienses ni con una ni con otra. Es «vulgo» quien —y puede pertenecer a una clase de las llamadas «elevadas— carece de la «inteligencia» de lo apetecible; estando ella para contener los límites de todas las cosas, mide las sensibles y marca su límite; de esta carencia, el exceso de deseo de donde proviene la compasión por tener cada vez más de ellas, o la ira por no haberlas obtenido. Pero para no caer en esta «vulgaridad» es necesario ejercitarse en discutir, como dice Vico, acerca de las cosas que no están sujetas al apetito y que son medida de lo apetecible: en discutir acerca de todo en el ser para descubrir la verdad de lo apetecible, iluminarlo en su ser. En efecto, signar el límite no significa negar ni desvalorizar; por el contrario, la inteligencia capta los entes en su ser, su verdad: no se detiene en los detalles, no es parcial ni pasional precisamente porque es apasionada del ser. También los sentidos saben soñar cuando se hacen concienzudos: el olor de los cuerpos brota y crea armonías a la brisa de la libertad; basta saberla ver con el ojo de la inteligencia para que la carne no sea un vientre de tinieblas. También los sentidos, bajo el signo del límite, saben ver en cada cosa, la más pequeña, una certeza de valores.


La inteligencia ilumina y mide incluso la razón, signa su límite; la razón es «racional» y «razonable» cuando no se pone ella misma como principio de la verdad y de toda verdad —y no es renuncia a algo que le pertenece, sino «racional» conquista de su autenticidad y plenitud—; cuando no niega el logos, objeto interior de la inteligencia, fundamento del pensar y del razonar y por esto principio de verdad y de todas las verdades. Pero el «escándalo» de la razón «racionalística» y «raciocinante» es precisamente la verdad que se comunica por vía de inteligencia y no es su producto reconocido como tal con sentencia inapelable de su tribunal; su producto «construido» o «espontáneo», en este último sentido de la «razón natural» que como tal no puede ni debe sobrepasar la naturaleza en busca de «supersticiones» metafísicas o teológicas, ni siquiera la experiencia sensible: conclusión de racionalismo y empirismo. El escándalo es la «inteligencia de la verdad», la cual no consiente que esta última sea medida por los cálculos o por su eficacia práctica y operativa, siendo ella medida de sí misma y de todo ente y medida sólo por el Ser. De ello se sigue que la inteligencia solicita la voluntad al reconocimiento de los vínculos hombre-mundo y hombre-Dios, mientras que la razón «racionalística» y «raciocinante», marginada la intuición intelectiva, «seduce» a la voluntad que, a su vez, la impulsa a concentrar sus capacidades en el «persuadir» y «sugestionar» con armerías de verificaciones sin verdad y de Xóyoi sin Xóyoc, violencia que oscurece a la inteligencia y esclaviza a la libertad.

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La razón, en cambio, que no grita al escándalo, por un lado, conoce —y la voluntad libremente reconoce— que la verdad primera del ser es la luz objetiva de la inteligencia injuzgable por ella y, por otro, que es actividad derivada y no primaria respecto a la inteligencia misma; y ya que el ser es intuido en su infinitud y es principio del conocer racional y no función o producto de la razón, se sigue que, por cuantas verdades sean conocidas y cognoscibles, lo infinito de la verdad fundante es inagotable y sobrepasa infinitamente a la razón. Pero precisamente por cuanto solicitada por este infinito, la razón no puede tener detenciones en su actividad cognoscitiva ni le deben ser impuestas: que extienda y experimente sus posibilidades al máximo, al todo racional dentro de sus límites. Más allá de la razón, pero no sin ella mientras que el hombre esté en este mundo para vivir, en el cual es creado —y, por consiguiente, unidad de inteligencia y razón—, la inteligencia penetra todo ente, lo capta en su todo —no lo describe ni pesa ni mide solamente—, en el todo que ha sido, es y será, lo resume y prevé en su perfección; ilumina a la voluntad, que se hace solicita de quererlo perfecto, es decir, que se haga todo lo que es; en efecto, el amor es el ápice de la inteligencia y de la voluntad. Por otra parte, en el momento que se da a cada ser —y darse es como suprimirse— a fin de que se cumpla en el orden del mundo dentro de sus límites, la inteligencia, por lo infinito del ser que la constituye y hace que todo ente sea querido con intelecto de amor, sobrepasa todo ente y su perfección y apunta al cumplimiento de sí misma en el Ser. A diferencia de la razón, la inteligencia y la voluntad, que también están caladas en el mundo, no son mundanas, sino teísticas por esencia.

De aquí su estar siempre en posición incitadora de juicio respecto a la historia, de ruptura con lo que ha sido y es. Pero es la historia en cuanto tal la que es siempre juicio sobre sí misma, ruptura en su interior; lo es por esencia en cuanto historia del hombre, y porque es al mismo tiempo, indisolublemente, tradición y progreso. La historia no nace del «tiempo originario» de «Adán originario», sino de la caída de Adán, del oscurecimiento de su inteligencia consistente en el rechazo de su límite ontològico; nace como cambio de condición y prosigue por crisis ya que la primera «ruptura» no comporta la anulación del ser del hombre y por esto mantiene su participación dialéctica en el Ser, con la mira en el nacimiento en cada hombre del «hombre nuevo», es decir, del cambio radical, fin no-histórico de la historia. El principio y el fin de la historia no son históricos o de formación histórica: éste es el límite que la inteligencia signa a la historia, el hombre a sí mismo y hace que sea inteligente e inteligible la historia de «cada uno» y de la humanidad; y el historicismo, cualquiera que sea la forma en que se presenta, que pretende explicar toda la historia haciendo históricos incluso el principio y el fin de modo que todo es histórico, por esto mismo hace a la historia ininteligente e ininteligible y no puede evitar, aun cuando se presenta como filosofía de lo Absoluto, su caída fatal en una de las tantas formas de empirismo, de naturalismo, de materialismo, del que el sociologismo marca uno de los niveles más bajos.

Perder la conciencia de la necesidad del principio no-histórico de la historia es el oscurecimiento de ta inteligencia, coincidente con la pérdida del ser; negar el principio y conjuntamente el historicismo, por un lado, es aceptar del historicismo la tesis de que el hombre es liberado del «mito» del ser y con él del «mito» de Dios; por otro, es denunciar la impotencia del hombre para dar un sentido cualquiera a su historia y la vanidad de la pretensión de todo historicismo al querer substituir el principio por el hombre y su historia. A un pensador del «rechazo» del Ser y a la vez del «rechazo» del historicismo, no le queda más que el «eterno retorno de lo igual», un sucedáneo del principio, llamado a convalidar la ininteligencia y la absurdidez del hombre y de su historia; en efecto, el «eterno retorno de lo igual», por una parte es algo de no-temporal en lugar del principio no-histórico, y, por otra, es un no-principio que deja resbalar el acontecer humano en el absurdo y en la nada. Para Nietzscne, que tiene la profunda conciencia de la inconsistencia de una historia cuyo principio y fin son de formación histórica y al mismo tiempo rechaza al Ser —aun reconociendo implícitamente en la crítica del historicismo que sólo el principio y el fin no-históricos son la «veracidad» y la inteligibilidad de la historia—, la conclusión nihilista es inevitable, coherente disolución de todo historicismo, pero no su superación.



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