sábado, 3 de agosto de 2013

Ecce homo (Final)

Friedrich Nietzsche 

 Cómo se llega a ser lo que se es..



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Después de esto estuve enfermo en Genova algunas semanas. Siguió luego una melancólica primavera en Roma, donde di mi aceptación a la vida; no fue fácil. En el fondo me disgustaba sobremanera aquel lugar, el más indecoroso de la Tierra para el poeta creador del Zaratustra, y que yo no había escogido voluntariamente; intenté evadirme, quise ir a Aquila, ciudad antítesis de Roma, fundada por hostilidad contra Roma, como yo fundaré algún día un lugar, ciudad recuerdo de un ateo y enemigo de la Iglesia comme il faut [como debe ser], de uno de los seres más afínes a mí, el gran emperador de la dinastía de Hohenstaufen, Federico II. Pero había una fatalidad en todo esto: tuve que regresar. Finalmente me di por contento con la piazza Barberini, después de que mi esfuerzo por encontrar un lugar anticristiano hubiera llegado a cansarme. Temo que en una ocasión, para escapar lo más posible a los malos olores, fui a preguntar en el propio palazzo del Quirinale si no tenían una habitación silenciosa para un filósofo. En una loggia situada sobre la mencionada piazza, desde la cual se domina Roma con la vista y se oye allá abajo en el fondo murmurar la fontana, fue compuesta aquella canción, la más solitaria que jamás se ha compuesto, La canción de la noche; por este tiempo rondaba siempre a mi alrededor una melodía indeciblemente melancólica, cuyo estribillo reencontré en las palabras «muerto de inmortalidad.» En el verano, habiendo vuelto al lugar sagrado en que había refulgido para mí el primer rayo del pensamiento de Zaratustra, encontré el segundo Zar a tus tr a. Diez días bastaron; en ningún caso, ni en el primero, ni en el tercero y ultimo, he empleado más tiempo. Al invierno siguiente, bajo el cielo alciónico de Niza, que entonces resplandecía por vez primera en mi vida, encontré el tercer Zaratustra y había concluido. Apenas un año, calculando en conjunto. Muchos escondidos rincones y alturas del paisaje de Niza se hallan santificados para mí por instantes inolvidables; aquel pasaje decisivo que lleva el título «De tablas viejas y nuevas» fue compuesto durante la fatigosísima subida desde la estación al maravilloso y morisco nido de águilas que es Eza. La agilidad muscular era siempre máxima en mí cuando la fuerza creadora fluía de manera más abundante. El cuerpo está entusiasmado: dejemos fuera el «alma.» A menudo la gente podía verme bailar; sin noción siquiera de cansancio podía yo entonces caminar siete, ocho horas por los montes. Dormía bien, reía mucho, poseía una robustez y una paciencia perfectas.




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Prescindiendo de estas obras de diez días, los años del Zaratustra y sobre todo los siguientes representaron un estado de miseria sin igual. Se paga caro el ser inmortal: se muere a causa de ello varias veces durante la vida. Hay algo que yo denomino la rancune [rencor] de lo grande: todo lo grande, una obra, una acción, se vuelve, inmediatamente de acabada, contra quien la hizo. Este se encuentra entonces débil justo por haberla hecho, no soporta ya su acción, no la mira ya a la cara. Tener detrás de sí algo que jamás fue licito querer, algo a lo que está atado el nudo del destino de la humanidad ¡y tenerlo ahora encima de sí! Casi aplasta. ¡La rancune [rencor] de lo grande! Una segunda cosa es el espantoso silencio que se oye alrededor. La soledad tiene siete pieles; nada pasa ya a través de ellas. Se va a los hombres, se saluda a los amigos: nuevo desierto, ninguna mirada saluda ya. En el mejor de los casos, una especie de rebelión. Tal rebelión la advertí yo en grados muy dversos, pero en casi todo el mundo que se hallaba cerca de mí; parece que nada ofende más hondo que el hacer notar de repente una distancia, las naturalezas aristocráticas, que no saben vivir sin venerar, son escasas. Una tercera cosa es la absurda irritabilidad de la piel a las pequeñas picaduras, una especie de desamparo ante todo lo pequeño. Esto me parece estar condicionado por el inmenso derroche de todas las energías defensivas que cada acción creadora, cada acción nacida de lo más propio, de lo más íntimo, de lo más profundo, tiene como presupuesto. Las pequeñas capacidades defensivas quedan de este modo en suspenso, por así decirlo: ya no afluye a ellas fuerza alguna. Me atrevo a sugerir que uno digiere peor, se mueve a disgusto, está demasiado expuesto a sentimientos de escalofrío, hcluso a la desconfianza, a la desconfianza, que es en muchos casos un mero error etiológico. Hallándome en un estado semejante, yo advertí en una ocasión la proximidad de un rebaño de vacas, antes de haberlo visto, por el retorno de pensamientos más suaves, más humanitarios: aquello tiene en sí calor.

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Esta obra ocupa un lugar absolutamente aparte. Dejemos de lado a los poetas: acaso nunca se haya hecho nada desde una sobreabundancia igual de fuerzas. Mi concepto de lo «dionisiaco» se volvió aquí acción suprema; medido por ella, todo el resto del obrar humano aparece pobre y condicionado. Decir que un Goethe, un Shakespeare no podrían respirar un solo instante en esta pasión y esta altura gigantescas, decir que Dante, comparado con Zar a tus tr a, es meramente un creyente y no alguien que crea por vez primera la verdad, un espíritu que gobierna el mundo, un destino, decir que los poetas del Veda son sacerdotes y ni siquiera dignos de desatar las sandalias de un Zaratustra, todo eso es lo mínimo que puede decirse y no da idea de la distancia, de la soledad azul en que esta obra vive. Zaratustra tiene eterno derecho a decir: «Yo trazo en torno a mí círculos y fronteras sagradas; cada vez es menor el número de quienes conmigo suben hacia montañas cada vez más altas, yo construyo una cordillera con montañas más santas cada vez.» Súmense el espíritu y la bondad de todas las almas grandes: todas juntas no estarían en condiciones de producir un discurso de Zaratustra. Inmensa es la escala por la que él asciende y desciende; ha visto más, ha querido más, ha podido más que cualquier otro hombre. Este espíritu, el más afirmativo de todos, contradice con cada una de sus palabras; en él todos los opuestos se han juntado en una unidad nueva. Las fuerzas más altas y más bajas de la naturaleza humana, lo más dulce, ligero y terrible brota de un manantial único con inmortal seguridad. Hasta ese momento no se sabe lo que es altura, lo que es profundidad, y menos todavía se sabe lo que es verdad. No hay, en esta revelación de la verdad, un solo instante que hubiera sido ya anticipado, adivinado por alguno de los más grandes. Antes del Zaratustra no existe ninguna sabiduría, ninguna investigación de las almas, ningún arte de hablar: lo más próximo, lo más cotidiano, habla aquí de cosas inauditas. La sentencia temblando de pasión; la elocuencia hecha música; rayos arrojados anticipadamente hacia futuros no adivinados antes. La más poderosa fuerza para el símbolo existida con anterioridad resulta pobre y un mero juego frente a este retorno del lenguaje a la naturaleza de la figuración. ¡Y cómo desciende Zaratustra y dice a cada uno lo más benigno! ¡Cómo él mismo toma con manos delicadas a sus contradictores, los sacerdotes, y sufre con ellos a causa de ellos! Aquí el hombre está superado en todo momento, el concepto de «superhombre» se volvió aquí realidad suprema, en una infinita lejanía, por debajo de él, yace todo aquello que hasta ahora se llamó grande en el hombre. Lo alciónico, los pies ligeros, la omnipresencia de maldad y arrogancia, y todo lo demás que es típico del tipo Zaratustra, jamás se soñó que eso fuera esencial a la grandeza. Justo en esa amplitud de espacio, en esa capacidad de acceder a lo contrapuesto, siente Zaratustra que él es la especie más alta de todo lo existente, y cuando se oye cómo la define, hay que renunciar a buscar algo semejante. el alma que posee la escala más larga y que más profundo puede descender, el alma más vasta, la que más lejos puede correr y errar y vagar dentro de sí, la más necesaria, que por placer se precipita en el azar, el alma que es, y se sumerge en el devenir, la que posee, y quiere sumergirse en el querer y desear, la que huye de sí misma, que a sí misma se da alcance en los círculos más amplios, el alma más sabia, a quien más dulcemente habla la necedad, la que más se ama a sí misma, en la que todas las cosas tienen su corriente y su contracorriente, su flujo y su reflujo.
Pero esto es el concepto mismo de Dioniso. Otra consideración conduce a idéntico resultado. El problema psicológico del tipo de Zaratustra consiste en cómo aquel que niega con palabras, que niega con hechos, en un grado inaudito, todo lo afirmado hasta ahora, puede ser a pesar de ello la antítesis de un espíritu de negación; en cómo el espíritu que porta el destino más pesado, una tarea fatal, puede ser, a pesar de dio, el más ligero y ultraterreno -Zaratustra es un danzarín; en cómo aquel que posee la visión más dura, más terrible de la realidad, aquel que ha pensado el «pensamiento más abismal», no encuentra en sí, a pesar de todo, ninguna objeción contra el existir y m siquiera contra el eterno retorno de éste, antes bien, una razón más para ser él mismo el sí eterno dicho a todas las cosas, «el inmenso e ilimitado decir sí y amén.» «A todos los abismos llevo yo entonces, como una bendición, mi decir sí.» Pero esto es, una vez más, el concepto de Dioniso.

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¿Qué lenguaje hablará tal espíritu cuando hable él solo consigo mismo? El lenguaje del ditirambo. Yo soy el inventor del ditirambo. Óigase cómo Zaratustra habla consigo mismo antes de la salida del sol (111,18): tal felicidad de esmeralda, tal divina ternura no la poseyó antes de mí lengua alguna. Aun la más honda melancolía de este Dioniso se torna ditirambo; tomo como signo La canción de la noche, el inmortal lamento de estar condenado, por la sobreabundancia de luz y de poder, por la propia naturaleza solar, a no amar.
Es de noche: ahora hablan más fuerte todos los surtidores. Y también mi alma es un surtidor.
Es de noche: sólo ahora se despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante.
En mí hay algo insaciado, insaciable, que quiere hablar. En mí hay un ansia de amor que habla asimismo el lenguaje del amor.
Luz soy yo: ¡ay, si fuera noche! Pero ésta es mi soledad, el estar circundado de luz.
¡Ay, si yo fuese oscuro y nocturno! ¡Cómo iba a sorber los pechos de la luz!
¡Y aun a vosotras iba a bendecios, a vosotras estrellitas centelleantes y gusanos relucientes allá arriba
! - ya ser dichoso por vuestros regalos de luz.
Pero yo vivo dentro de mi propia luz, yo reabsorbo en mí todas las llamas que de mí salen.
No conozco la felicidad del que toma; y a menudo he soñado que robar tiene que ser aún más dichoso que tomar.
Esta es mi pobreza, el que mi mano no descansa nunca de dar; ésta es mi envidia, el ver ojos expectantes y las despejadas noches del anhelo.
¡Oh desventura de todos los que regalan! ¡Oh eclipse de mi sol! ¡Oh ansia de ansiar! ¡Oh hambre ardiente en la saciedad!
Ellos toman de mí: ¿pero toco yo siquiera su alma? Un abismo hay entre tomar y dar: el abismo más pequeño es el más difícil de salvar.
Un hambre brota de mi belleza: daño quisiera causar a quienes ilumino, saquear quisiera a quienes colmo de regalos: - tanta es mi hambre de maldad.
Retirar la mano cuando ya otra mano se extiende hacia ella; semejante a la cascada, que sigue vacilando en su caída: tanta es mi hambre de maldad.
Tal venganza se imagina mi plenitud; tal perfidia mana de mi soledad.
¡Mi felicidad en regalar ha muerto a fuerza de regalar, mi virtud se ha cansado de sí misma por su sobreabundancia!
Quien siempre regala corre peligro de perder el pudor; a quien siempre distribuye fórmasele, a fuerza de distribuir, callos en las manos y en el corazón.
Mis ojos ya no se llenan de lágrimas ante la vergüenza de los que piden; mi mano se ha vuelto demasiado dura para el temblar de manos llenas.
¿Adonde se fueron la lágrima de mi ojo y el plumón de mi corazón? ¡Oh soledad de todos los que regalan! ¡Oh taciturnidad de todos los que brillan!
Muchos soles giran en el espacio desierto: a todo lo que es oscuro habíanle con su luz, - para mí callan.

Oh, ésta es la enemistad de la luz contra lo que brilla, el recorrer despiadada sus órbitas.
Injusto en lo más hondo de su corazón contra lo que brilla: frío para con los soles, -así camina cada sol.
Semejantes a una tempestad recorren los soles sus órbitas, ése es su caminar, siguen su voluntad inexorable, ésa es su frialdad.
¡Oh, sólo vosotros los oscuros, los nocturnos, sacáis calor de lo que brilla! ¡Oh, sólo vosotros bebéis leche y consuelo de las ubres de la luz!
¡Ay, hielo hay a mi alrededor, mi mano se abrasa al tocar lo helado! ¡Ay, en mí hay sed, que desfallece por vuestra sed!
Es de noche: ¡ay, que yo tenga que ser luz! ¡Y sed de lo nocturno! ¡Y soledad!
Es de noche: ahora, cual una fuente, brota de mí mi deseo, - hablar es lo que deseo.
Es de noche: ahora hablan más fuerte todos los surtidores. Y también mi alma es un surtidor.
Es de noche: ahora se despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante.


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Nada igual se ha compuesto nunca, ni sentido nunca, ni sufrido nunca: así sufre un dios, un Dioniso. La respuesta a este ditirambo del aislamiento solar en la luz sería Ariadna... ¡Quién sabe, excepto yo, qué es Ariadna! De todos estos enigmas nadie tuvo hasta ahora la solución, dudo que alguien viera siquiera aquí nunca enigmas. - Zaratustra define en una ocasión su tarea -es también la mía- con tal rigor que no podemos equivocarnos sobre el sentido: dice sí hasta llegar a la justificación, hasta llegar incluso a la redención de todo lo pasado.
Yo camino entre los hombres como entre los fragmentos del futuro: de aquel futuro que yo contemplo.
Y todos mis pensamientos y deseos tienden a pensar y reunir en unidad lo que es fragmento y enigma y espantoso azar.
¡Y cómo soportaría yo ser hombre si el hombre no fuese también poeta y adivinador de enigmas y el redentor del azar!
Redimir a los que han pasado, y transformar todo «Fue» en un «Así lo quise yo» ¡sólo eso sería para mí redención!
En otro pasaje define con el máximo rigor posible lo único que para él puede ser el hombre -no un objeto de amor y mucho menos de compasión- también la gran náusea producida por el hombre llegó Zaratustra a dominarla: el hombre es para él algo informe, un simple material, una deforme piedra que necesita del escultor.
¡No-querer-ya y no-estimar-ya y no-crear-ya! ¡Ay, que ese gran cansancio permanezca siempre alejado de mí!
También en el conocer yo siento únicamente el placer de mi voluntad de engendrar y devenir; y si hay inocencia en mi conocimiento, eso ocurre porque en él hay voluntad de engendrar.
Lejos de Dios y de los dioses me ha atraído esa voluntad; ¡qué habría que crear si los dioses - existiesen!
Pero hacia el hombre vuelve siempre a empujarme mi ardiente voluntad de crear; así se siente impulsado el martillo hacia la piedra.

¡Ay, hombres, en la piedra dormita para mí una imagen, la imagen de mis imágenes! ¡Ay, que ella tenga que dormir en la piedra más dura, más fea!
Ahora mi martillo se enfurece cruelmente contra su prisión. De la piedra saltan pedazos: ¿qué me importa?
Quiero acabarlo: pues una sombra ha llegado hasta mí ¡la más silenciosa y más ligera de todas las cosas vino una vez a mí!
La belleza del superhombre llegó hasta mí como una sombra. ¡Ay, hermanos míos! ¡Qué me importan ya los dioses!
Destaco un último punto de vista: el verso subrayado da pretexto a ello. Para una tarea dionisiaca la dureza del martillo, el placer mismo de aniquilar forman parte de manera decisiva de las condiciones previas. El imperativo «¡Endureceos!», la más honda certeza de que todos los creadores son duros, es el auténtico indicio de una naturaleza dionisiaca.


Más allá del bien y del mal
Preludio de una filosofía del futuro


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La tarea de los años siguientes estaba ya trazada de la manera más rigurosa posible. Después de haber quedado resuelta la parte de mi tarea que dice sí le llegaba el tumo a la otra mitad, que dice no, que hace no: la transvaloración misma de los valores anteriores, la gran guerra, el conjuro de un día de la decisión. Aquí está incluida la lenta mirada alrededor en busca de seres afínes, de seres que desde una situación fuerte me ofrecieran la mano para aniquilar. A partir de ese momento todos mis escritos son anzuelos: ¿entenderé yo acaso de pescar con anzuelo mejor que nadie? Si nada ha picado, no es mía la culpa. Faltaban los peces.

2
Este libro (1886) es en todo lo esencial una crítica de la modernidad, no excluidas las ciencias modernas, las artes modernas, ni siquiera la política moderna, y ofrece a la vez indicaciones de un tipo antitético que es lo menos moderno posible, un tipo aristocrático, un tipo que dice sí. En este último sentido el libro es una escuela del gentilhomme [gentilhombre], entendido este concepto de manera mis espiritual y más radical de lo que nunca hasta ahora lo ha sido. Es necesario tener coraje en el cuerpo aun sólo para soportarlo, es necesario no haber aprendido a tener miedo. Todas las cosas de que nuestra época está orgullosa son sentidas como contradicción respecto a ese tipo, casi como malos modales, así por ejemplo la famosa «objetividad», la «compasión por todos los que sufren», el «sentido histórico» con su servilismo respecto al gusto ajeno, con su arrastrarse ante petits faits [hechos pequeños], el «cientificismo». Si se tiene en cuenta que el libro viene después del Zaratustra, se adivinará también quizá el régime [régimen] dietético a que debe su nacimiento. El ojo, malacostumbrado por una enorme coerción a mirar lejos -Zaratustra ve aún nás lejos que el Zar-, es aquí forzado a captar con agudeza lo más cercano, nuestra época, lo que nos rodea. Se encontrará en todo el libro, sobre todo también en la forma, idéntico alejamiento voluntario de aquellos instintos que hicieron posible un Zaratustra. El refinamiento en la forma, en la intención, en el arte de callar, ocupa el primer plano, la sicología es manejada con una dureza y una crueldad declaradas, el libro carece de toda palabra benévola. Todo esto recrea: ¿quién adivina, en último término, qué especie de recreación se hace necesaria tras un derroche tal de bondad como es el Zaratustra? Dicho teológicamente, -préstese atención, pues raras veces hablo yo como teólogo- fue Dios mismo quien, al final de su jomada de trabajo, se
tendió bajo el árbol del conocimiento en forma de serpiente: así descansaba de ser Dios... Había hecho todo demasiado bello. El diablo es sencillamente la ociosidad de Dios cada siete días.

Genealogía de la moral
Un escrito polémico


Los tres tratados de que se compone esta Genealogía son acaso, en punto a expresión, intención y arte de la sorpresa, lo más inquietante que hasta el momento se ha escrito. Dioniso es también, como se sabe, el dios de las tinieblas. Siempre hay un comienzo que debe inducir a error, un comienzo frío, científico, incluso irónico, intencionadamente situado en primer plano, intencionadamente demorado. Poco a poco, más agitación; relámpagos aislados; desde lejos se hacen oír con un sordo gruñido verdades muy desagradables, hasta que finalmente se alcanza un tempo feroce [ritmo feroz], en el que todo empuja hacia delante con enorme tensión. Al final, cada una de las veces, entre detonaciones completamente horribles, una nueva verdad se hace visible entre espesas nubes. La verdad del primer tratado es la sicología del cristianismo: el nacimiento del cristianismo del espíritu del resentimiento, no del «espíritu», como de ordinario se cree, un anti-movimiento por su esencia, la gran rebelión contra el dominio de los valores aristocráticos. El segundo tratado ofrece la sicología de la conciencia: ésta no es, como se cree de ordinario, «la voz de Dios en el hombre», es el instinto de la crueldad, que revierte hacia atrás cuando ya no puede seguir desahogándose hacia fuera. La crueldad, descubierta aquí por vez primera como uno de los más antiguos trasfondos de la cultura, con el que no es posible dejar de contar. El tercer tratado da respuesta a la pregunta de dónde procede el enorme poder del ideal ascético, del ideal sacerdotal, a pesar de ser éste el ideal nocivo par excellence, una voluntad de final, un ideal de décadence. Respuesta: no porque Dios esté actuando detrás de los sacerdotes, como se cree de ordinario, sino faute de mieux [a falta de algo mejor], porque ha sido hasta ahora el único ideal, porque no ha tenido ningún competidor. «Pues el hombre prefiere querer incluso la nada a no querer»... Sobre todo, faltaba un contraideal, hasta Zaratustra. Se me ha entendido. Tres decisivos trabajos preliminares de un psicólogo para una transvaloración de todos los valores. Este libro contiene la primera sicología del sacerdote.

Crepúsculo de los ídolos
Cómo se filosofa con el martillo


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Este escrito, que no llega siquiera a las ciento cincuenta páginas, de tono alegre y fatal, un demón que ríe, obra de tan pocos días que vacilo en decir su número, es la excepción en absoluto entre libros: no hay nada más sustancioso, más independiente, más demoledor, más malvado. Si alguien quiere formarse brevemente una idea de cómo, antes de mí, todo se hallaba cabeza abajo, empiece por este escrito. Lo que en el título se denomina ídolo es sencillamente lo que hasta ahora fue llamado verdad. Crepúsculo de los ídolos, dicho claramente: la vieja verdad se acerca a su final.

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No existe ninguna realidad, ninguna «idealidad» que no sea tocada en este escrito (tocada: ¡qué eufemismo tan circunspecto!...). No sólo los ídolos eternos, también los más recientes, en consecuencia los más seniles. Las «ideas modernas», por ejemplo. Un gran viento sopla entre los árboles y por todas partes caen al suelo frutos, verdades. Hay en ello el derroche propio de un otoño demasiado rico: se tropieza con verdades, incluso se aplasta alguna de ellas con los pies; hay demasiadas... Pero lo que se acaba por coger en las manos no es ya nada problemático, son decisiones. Yo soy el primero en fener en mis manos el metro para medir «verdades», yo soy el primero que puedo decidir. Como si en mí hubiese surgido una segunda conciencia, como si en mí «la voluntad» hubiera encendido una luz sobre la pendiente por la que hasta ahora se descendía. La pendiente, se la llamaba el camino hacia la «verdad». Ha acabado todo «impulso oscuro», precisamente el hombre bueno era el que menos conciencia tenía del camino recto. Y con toda seriedad, nadie conocía antes de mí el camino recto, el camino hacia arriba: sólo a partir de mí hay de nuevo esperanzas, tareas, caminos que trazar a la cultura; yo soy su alegre mensajero. Cabalmente por ello soy también un destino.

3
Inmediatamente después de acabar la mencionada obra, y sin perder un solo día, acometí la ingente tarea de la transvaloración, con un soberano sentimiento de orgullo a que nada se equipara, cierto en todo momento de mi inmortalidad y grabando signo tras signo en tablas de bronce, con la seguridad propia de un destino. El prólogo es del 3 de septiembre de 1888: cuando aquella mañana, tras haberlo redactado, salí al aire libre, me encontré con el día más hermoso que la Alta Engadina me ha mostrado jamás: transparente, de colores encendidos, conteniendo en sí todos los contrastes, todos los grados intermedios entre el hielo y el sur. Hasta el 20 de septiembre no dejé Sils-Maria, retenido por unas inundaciones, siendo al final el único huésped de ese lugar maravilloso, al que mi agradecimiento quiere otorgar el regalo de un nombre inmortal. Tras un viaje lleno de incidencias, en que incluso mi vida corrió peligro en el inundado Como, donde no entré hasta muy entrada la noche, llegué en la tarde del día 21 a Turín, mi lugar probado, mi residencia a partir de entonces. Tomé de nuevo la misma habitación que había ocupado durante la primavera, via Cario Alberto 6, III, frente al imponente palazzo Carignano, en el que nació Vittorio Emanuele, con vistas a la piazza Cario Alberto y, por encima de ella, a las colinas. Sin titubear y sin dejarme distraer un solo instante me lancé de nuevo al trabajo: quedaba por concluir tan sólo el último cuarto de la obra. El 30 de septiembre, gran victoria, conclusión de la Transvaloración; ociosidad de un dios por las orillas del Po. Todavía ese mismo día escribí el prólogo de Crepúsculo de los ídolos, la corrección de cuyas galeradas había constituido mi íecreación en septiembre. No he vivido jamás un otoño semejante ni tampoco he considerado nunca que algo así friera posible en la Tierra, un Claude Lorrain pensado hasta el infinito, cada día de una perfección idéntica e indómita.
El caso Wagner

Un problema para amantes de la música


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Para ser justos con este escrito es preciso que el destino de la música nos cause el sufrimiento que produce una herida abierta. ¿De qué sufro cuando sufro del destino de la música? De que la música ha sido desposeída de su carácter transfigurador del mundo, de su carácter afirmador, de que es música de décadence y ha dejado de ser la flauta de Dioniso. Pero suponiendo que se sienta de ese modo la causa de la música como causa propia, como historia del sufrimiento propio, se encontrará este escrito lleno de deferencias y sobremanera suave. En tales casos el conservar la jovialidad y el burlarse bondadosamente de sí mismo lQuién duda verdaderamente de que yo, como viejo artillero que soy, me encuentro en situación de disparar contra Wagner mi artillería pesada? Todo lo decisivo en este asunto lo retuve dentro de mí, he amado a Wagner. En definitiva, al sentido y al camino de mi tarea corresponde un ataque a un «desconocido» más sutil, que otro difícilmente adivinaría -oh, yo tengo que desenmascarar a otros «desconocidos» completamente distintos y no a un Cagliostro de la música", aún más, y ciertamente, un ataque a la nación alemana, que cada vez se vuelve más perezosa, más pobre de instintos en las cosas del espíritu, más honorable, nación que con un envidiable apetito continúa alimentándose de antítesis y lo mismo se traga, sin tener dificultades de digestión, la «fe» que el cientificismo, el «amor cristiano» que el antisemitismo, la voluntad de poder (de «Reich») que el évangile des hutn bles [evangelio de los humildes]. ¡Ese no tomar partido entre las antítesis! ¡Esa neutralidad y «desinterés» estomacales! Ese sentido justo del paladar alemán, que a todo otorga iguales derechos, que todo lo aicuentra sabroso. Sin ningún género de duda, los alemanes son idealistas. La última vez que visité Alemania encontré el gusto alemán esforzándose por conceder iguales derechos a Wagner y a El trompetero de Sáckingen; yo mismo fui testigo personal de cómo en Leipzig, para honrar a uno de los músicos más auténticos y más alemanes, alemán en el viejo sentido de la palabra, no un mero alemán del Reich, el maestro Heinrich Schültz, se fundó una Sociedad Listz, con la finalidad de cultivar y difundir artera música de iglesia. Sin ningún género de duda, los alemanes son idealistas.

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Pero aquí nada ha de impedirme ponerme grosero y decirles a los alemanes unas cuantas verdades duras: ¿quién lo hace si no? Me refiero a su desvergüenza in historiéis [en cuestiones históricas]. No es sólo que los historiadores alemanes hayan perdido del todo la visión grande de la andadura, de los valores de la cultura, que todos ellos sean bufones de la política (o de la Iglesia): esa visión grande ha sido incluso proscrita por ellos. Es necesario ser primero «alemán», ser «raza», dicen, luego podrá decidirse sobre todos los valores y no-valores in historiéis [en cuestiones históricas]. El vocablo «alemán» es un argumento, Deutschland, Deutschland über alies [Alemania, Alemania sobre todo] es un axioma, los germanos son en la historia «el orden moral del mundo»; en relación con el imperium romanum [imperio romano] son los depositarios de la libertad, en relación con el siglo XVII son los restauradores de la moral, del «imperativo categórico». Existe una historiografía del Reich alemán, existe, incluso, me temo, una historiografía antisemita, existe una historiografía áulica y el señor Von Treitschke no se avergüenza. Recientemente un juicio de idiota in historiéis [en cuestiones históricas], una frase del esteta suabo Vischer, por fortuna ya difunto, dio la vuelta por los periódicos alemanes como una «verdad» a la que todo alemán tenía que decir sí. «El Renacimiento y la Reforma protestante, sólo ambas cosas juntas constituyen un todo -el renacimiento estético y el renacimiento moral». Tales frases acaban con mi paciencia, y experimento placer, siento hcluso como deber el decir de una vez a los alemanes todo lo que tienen ya sobre su conciencia. ¡Todos los grandes crímenes contra la cultura en los últimos cuatro siglos los tienen ellos sobre su conciencia! Y siempre por el mismo motivo, por su profundísima cobardía frente a la realidad, que es también la cobardía frente a la verdad, por su falta de veracidad, cosa que en ellos se ha convertido en un instinto, por «idealismo». Los alemanes han hecho perder a Europa la cosecha, el sentido de la última época grande, la época del Renacimiento, en un instante en que un orden superior de los valores, en que los valores aristocráticos, los que dicen sí a la vida, los que garantizan el futuro, habían llegado a triunfar en la sede de los valores contrapuestos, de los valores de decadencia ¡y hasta en los instintos de los que allí se asentaban! Lutero, esa fatalidad de fraile, restauró la Iglesia y, lo que es mil veces peor, el cristianismo, en el momento en que éste sucumbía. ¡El cristianismo, esa negación de la voluntad de vida hecha religión! Lutero, un fraile imposible, que atacó a la Iglesia por motivos de esa su propia «imposibilidad» y -¡en consecuencia!- la restauró. Los católicos tendrían razones para ensalzar a Lutero, para componer obras teatrales en honor de él. Lutero -¡ y el «renacimiento moral»! ¡Al diablo toda sicología!- Sin duda los alemanes son idealistas. Por dos veces, justo cuando con inmensa valentía y vencimiento de sí mismo se había alcanzado un modo de pensar recto, inequívoco, perfectamente científico, los alemanes han sabido encontrar caminos tortuosos para volver al viejo «ideal», reconciliaciones entre verdad e «ideal», en el fondo fórmulas para tener derecho a rechazar la ciencia, derecho a la mentira. Leibniz y Kant, -¡esos dos máximos obstáculos para la rectitud intelectual de Europa! Finalmente, cuando a caballo entre dos siglos de décadence se dejó ver una forte majeure [fuerza mayor] de genio y voluntad, lo bastante fuerte para hacer de Europa una unidad, una unidad política y económica destinada a gobernar la Tierra, los alemanes, con sus «guerras de liberación», han hecho perder a Europa el sentido, el milagro de sentido que hay en la existencia de Napoleón, con ello tienen sobre su conciencia todo lo que vino luego, todo lo que hoy existe, esa enfermedad y esa sinrazón, las más contrarias a la cultura, que existen, el nacionalismo, esa névrose nationale [neurosis nacional] de la que está enferma Europa, esa perpetuación de los pequeños Estados de Europa, de la pequeña política: han hecho perder a Europa incluso su sentido, su razón la han llevado a un callejón sin salida. ¿Conoce alguien, excepto yo, una vía para escapar de él? ¿Una tarea lo suficientemente grande para unir de nuevo a los pueblos?

3
Y en última instancia, ¿por qué no he de manifestar mi sospecha? También en mi caso volverán los alemanes a ensayar todo para que de un destino inmenso nazca un ratón. Hasta ahora se han desacreditado conmigo, dudo que en el futuro vayan a hacerlo mejor. ¡Ay, cuánto deseo ser en esto un mal profeta! Mis lectores y oyentes naturales son ya ahora rusos, escandinavos y franceses, ¿lo serán cada vez más? Los alemanes se hallan inscritos en la historia del conocimiento sólo con nombres ambiguos, no han producido nunca más que falsarios «inconscientes» (Fichte, Schelling, Schopenhauer, Hegel, Schleiermacher merecen esa palabra, lo mismo que Kant y Leibniz; todos ellos son meros fabricantes de velos (Schleiermacher]): no van a tener nunca el honor de que el primer espíritu íntegro en la historia del espíritu, el espíritu en el que la verdad viene a juzgar a los falsarios de cuatro siglos, sea incluido entre los representantes del espíritu alemán. El «espíritu alemán» es mi aire viciado: me cuesta respirar en la cercanía de esa suciedad in psychologicis [en asuntos psicológicos] convertida en instinto y que se revela en cada palabra, en cada gesto de un alemán. Ellos no han atravesado jamás un siglo XW de severo examen de sí mismos, como los franceses, un La Rochefoucauld, un Descartes son cien veces superiores en rectitud a los primeros alemanes: no han tenido hasta ahora un solo psicólogo. Pero la sicología constituye casi el criterio de la limpieza o suciedad de una raza. Y cuando no se es siquiera limpio, ¿cómo se va a tener profundidad? En el alemán, de un modo semejante a lo que ocurre en la mujer, no se llega nunca al fondo, no lo tiene: eso es todo. Pero no por ello se es ya superficial. Lo que en Alemania se llama «profundo» es cabalmente esa suciedad instintiva para consigo mismo de la que acabo de hablar: no se quiere estar en claro acerca de sí mismo. ¿Me sería lícito proponer que se usase la expresión «alemán» como moneda internacional para designar esa depravación psicológica? En este momento, por ejemplo, el emperador alemán afirma que su «deber cristiano» es liberar a los esclavos de África: nosotros los otros europeos llamaríamos a esto sencillamente «alemán». ¿Han producido los alemanes un solo libro que tenga profundidad? Incluso se les escapa la noción de lo que en un libro es profundo. He conocido personas doctas que consideraban profundo a Kant; me temo que en la corte prusiana se considere profundo al señor Von Treitschke. Y cuando yo he alabado ocasionalmente a Stendhal como psicólogo profundo, me ha ocurrido, estando con catedráticos de universidad alemanes, que me han hecho deletrearles el nombre.

4
¿Y por qué no había yo de llegar hasta el final? Me gusta hacer tabla rasa. Forma incluso parte de mi ambición el ser considerado como despreciador par excellence de los alemanes. La desconfianza contra el carácter alemán la manifesté ya cuando tenía veintisiete años (tercera Intempestiva, p. 71); para mí los alemanes son imposibles. Cuando me imagino una especie de hombre que contradice a todos mis instintos, siempre me sale un alemán. Lo primero que hago cuando «sondeo los ríñones» de un hombre es mirar si tiene en el cuerpo un sentimiento para la distancia, si ve en todas partes rango, grado, orden entre un hombre y otro, si distingue: teniendo esto se es gentilhomme [gentilhombre]; en cualquier otro caso se pertenece irremisiblemente al tan magnánimo, ay, tan bondadoso concepto de la canaille [chusma]. Pero los alemanes son canaille —¡ay!, son tan bondadosos. Uno se rebaja con el trato con alemanes: el alemán nivela. Si excluyo mi trato con algunos artistas, sobre todo con Richard Wagner, no he pasado ni una sola hora buena con alemanes. Suponiendo que apareciese entre ellos el espíritu más profundo de todos los milenios, cualquier salvador del Capitolio opinaría que su muy poco bella alma tendría al menos idéntica importancia. No soporto a esta raza, con quien siempre se está en mala compañía, que no tiene mano para las nuances [matices] —¡ay de mí!, yo soy una nuance—, que no tiene esprit [ligereza] en los pies y ni siquiera sabe caminar. A fin de cuentas, los alemanes carecen en absoluto de pies, sólo tienen piernas. Los alemanes no se dan cuenta de cuan vulgares son, pero esto constituye el superlativo de la vulgaridad, ni siquiera se avergüenzan de ser meramente alemanes. Hablan de todo, creen que ellos son quienes deciden, me temo que incluso han decidido sobre mí. Mi vida entera es la prueba de rigueur [rigurosa] de tales afirmaciones. Es inútil que yo busque en el alemán una señal de tacto, de délicatesse [delicadeza] para conmigo. De judíos, sí la he recibido, pero nunca todavía de alemanes. Mi modo de ser hace que yo sea dulce y benévolo con todo el mundo -tengo derecho a no hacer diferencias-: esto no impide que tenga los ojos abiertos. No hago excepciones con nadie, y mucho menos con mis amigos, ¡espero, en definitiva, que esto no haya perjudicado a mi cortesía para con ellos! Hay cinco, seis cosas de las que siempre he hecho cuestión de honor. A pesar de ello, es cierto que casi todas las cartas que recibo desde hace años me parecen un cinismo: hay más cinismo en la benevolencia para conmigo que en cualquier odio. A cada uno de mis amigos le echo en cara que jamás ha considerado que mereciese la pena estudiar alguno de mis escritos: adivino, por signos mínimos, que ni siquiera saben lo que en ellos se encierra. El lo que se refiere a mi Zaratustra, ¿cuál de mis amigos habrá visto en él algo más que una presunción ilícita, que por fortuna resulta completamente indiferente? Diez años y nadie en Alemania ha considerado un deber de conciencia el defender mi nombre contra el silencio absurdo bajo el que yacía sepultado; un extranjero, un danés, ha sido el primero en tener suficiente finura de instinto y suficiente coraje para indignarse contra mis presuntos amigos. ¿En qué universidad alemana sería posible hoy dar lecciones sobre mi filosofía, como las ha dado en Copenhague durante la última primavera el doctor Georg Brandes, demostrando con ello una vez más ser psicólogo? Yo mismo no he sufrido nunca por nada de esto; lo necesario no me hiere; amor fati [amor al destino] constituye mi naturaleza más íntima. Pero esto no excluye que me guste la ironía, incluso la ironía de la historia universal. Y así, aproximadamente dos años antes del rayo destructor de la Transvaloración, rayo que hará convulsionarse a la tierra, he dado al mundo El caso Wagner: los alemanes deberían atentar de nuevo inmortalmente contra mí, ¡y eternizarse; ¡todavía hay tiempo para ello! ¿Se ha conseguido esto? ¡Delicioso, señores alemanes! Les doy la enhorabuena. Para que no falten siquiera los amigos, acaba de escribirme una antigua amiga diciéndome que ahora se ríe de mí. Y esto, en un instante en que pesa sobre mí una responsabilidad indecible, en un instante en que ninguna palabra puede ser suficientemente delicada, ninguna mirada suficientemente respetuosa conmigo. Pues yo llevo sobre mis espaldas el destino de la humanidad.

Por qué soy yo un destino


1
Conozco mi suerte. Alguna vez irá unido a mi nombre el recuerdo de algo mostruoso, de una crisis como jamás la hubo antes en la Tierra, de la más profunda colisión de conciencias, de una decisión tomada, mediante un conjuro, contra todo lo que hasta este momento se ha creído, exigido, santificado. Yo no soy un hombre, soy dinamita. Y a pesar de todo esto, nada hay en mí de fundador de una religión; las religiones son asuntos de la plebe, yo siento la necesidad de lavarme las manos después de haber estado en contacto con personas religiosas. No quiero «creyentes», pienso que soy demasiado maligno para creer en mí mismo, no hablo jamás a las masas. Tengo un miedo espantoso de que algún día se me declare santo; se adivinará la razón por la que yo publico este libro antes, tiende a evitar que se cometan abusos conmigo. No quiero ser un santo, antes prefiero ser un bufón. Quizá sea yo un bufón. Y a pesar de ello, o mejor, no a pesar de ello -puesto que nada ha habido hasta ahora más embustero que los santos-, la verdad habla en mí. Pero mi verdad es terrible: pues hasta ahora se ha venido llamando verdad a la mentira. Transvaloración de todos los valores: ésta es mi fórmula para designar un acto de suprema autognosis de la humanidad, acto que en mí se ha hecho carne y genio. Mi suerte quiere que yo tenga que ser el primer hombre decente, que yo me sepa en contradicción a la mendacidad de milenios. Yo soy el primero que ha descubierto la verdad, debido a que he sido el primero en sentir -en oler- la mentira como mentira. Mi genio está en mi nariz. Yo contradigo como jamás se ha contradicho y soy, a pesar de ello, la antítesis de un espíritu que dice no. Yo soy un alegre mensajero como no ha habido ningún otro, conozco tareas tan elevadas que hasta ahora faltaba el concepto para comprenderlas; sólo a partir de mí existen de nuevo esperanzas. A pesar de todo esto, yo soy también, necesariamente, el hombre de la fatalidad. Pues cuando la verdad entable lucha con la mentira de milenios tendremos conmociones, un espasmo de terremotos, un desplazamiento de montañas y valles como nunca se había soñado. El concepto de política queda entonces totalmente absorbido en una guerra de los espíritus, todas las formaciones de poder de la vieja sociedad saltan por el aire; todas ellas se basan en la mentira: habrá guerras como jamás las ha habido en la Tierra. Sólo a partir de mí existe en la Tierra la gran política.

2
¿Se quiere una fórmula de un destino como ése, que se hace hombre? Se encuentra en mi Zaratustra.
-y quien tiene que ser un creador en el bien y en el mal: en verdad, ése tiene que ser antes un aniquilador y quebrantar valores. Por eso el mal sumo forma parte de la bondad suma: mas ésa es la bondad
creadora.

Yo soy, con mucho, el hombre más terrible que ha existido hasta ahora; esto no excluye que yo seré el más benéfico. Conozco el placer de aniquilar en un grado que corresponde a mi fuerza para aniquilar, en ambos casos obedezco a mi naturaleza dionisiaca, la cual no sabe separar el hacer no del decir sí. Yo soy el primer inmoralista, por ello soy el aniquilador par excellence.

3
No se me ha preguntado, pero debería habérseme preguntado qué significa cabalmente en mi boca, en boca del primer inmoralista, el nombre Zaratustra; pues lo que constituye la inmensa singularidad de este persa en la historia es justo lo contrario de esto. Zaratustra fue el primero en advertir que la auténtica rueda que hace moverse a las cosas es la lucha entre el bien y el mal, la trasposición de la moral a lo metafísico, como fuerza, causa, fin en sí, es obra suya. Mas esa pregunta sería ya, en el fondo, la respuesta. Zaratustra creó ese error, el más fatal de todos, la moral; en consecuencia, también él tiene que ser el primero en reconocerlo. No es sólo que él tenga en esto una experiencia mayor y más extensa que ningún otro pensador -la historia entera constituye, en efecto, la refutación experimental del principio del denominado «orden moral del mundo»-: mayor importancia tiene el que Zaratustra sea más veraz que ningún otro pensador. Su doctrina, y sólo ella, considera la veracidad como virtud suprema. Esto significa lo contrario de la cobardía del «idealista», que, frente a la realidad, huye; Zaratustra tiene en su cuerpo más valentía que todos los demás pensadores juntos. Decir la verdad y disparar bien con flechas, ésta es la virtud persa. ¿Se me entiende? La auto-superación de la moral por veracidad, la auto superación del moralista en su antítesis -en mí- es lo que significa en mi boca el nombre Zaratustra.

4
En el fondo, son dos las negaciones que encierra en sí mi palabra inmoralista. Yo niego en primer lugar un tipo de hombre considerado hasta ahora como el tipo supremo, los buenos, los benévolos, los benéficos, yo niego por otro lado una especie de moral que ha alcanzado vigencia y dominio de moral en sí, la moral de la décadence, hablando de manera más tangible, la moral cristiana. Sería lícito considerar que la segunda contradicción es la decisiva, pues para mí la sobreestimación de la bondad y de la benevolencia es ya, vistas las cosas a grandes rasgos, una consecuencia de la décadence, un síntoma de debilidad, algo incompatible con una vida ascendente y que dice sí: negar y aniquilar son condiciones del decir sí. Voy a detenerme primero en la sicología del hombre bueno. Para estimar lo que vale un tipo de hombre es preciso calcular el precio que cuesta su conservación, es necesario conocer sus condiciones de existencia. La condición de existencia de los buenos es la mentira: dicho de otro modo, el no querer ver a ningún precio cómo está constituida en el fondo la realidad, a saber, que no lo está de tal modo que constantemente suscite instintos benévolos, y aun menos de tal modo que permita constantemente la intervención de manos miopes y bonachonas. Considerar en general los estados de necesidad de toda especie como objeción, como algo que hay que eliminar, es la niaiserie par excellence [máxima estupidez]; es, vistas las cosas en conjunto, una verdadera desgracia en sus consecuencias, un destino de estupidez, casi tan estúpido como sería la voluntad de eliminar el mal tiempo, por compasión, por ejemplo, por la pobre gente. En la gran economía del todo los elementos terribles de la realidad (en los afectos, en los apetitos, en la voluntad de poder) son inconmensurablemente más necesarios que aquella forma de pequeña felicidad denominada «bondad»; hay que ser incluso indulgente para conceder en absoluto un puesto a esta última, ya que se halla condicionada por la mendacidad del instinto. Tendré una gran ocasión de demostrar las consecuencias desmesuradamente funestas que el optimismo, ese engendro de los homines optimi [hombres mejores entre todos], ha tenido para la historia entera. Zaratustra, el primero en comprender que el optimista es tan décadent como el pesimista, y tal vez más nocivo, dice: Los hombres buenos no dicen nunca la verdad. Falsas costas y falsas seguridades os han enseñado los buenos: en mentiras de los buenos habéis nacido y habéis estado cobijados. Todo está falseado y deformado hasta el fondo por los buenos. Por fortuna no está el mundo construido sobre instintos tales que cabalmente sólo el bonachón animal de rebaño encuentre en él su estrecha felicidad; exigir que todo se convierta en «hombre bueno», animal de rebaño, ojiazul, benévolo, «alma bella» o altruista, como lo desea el señor Herbert Spencer, significaría privar al existir de su carácter grande, significaría castrar a la humanidad y reducirla a una mísera chinería. ¡Y se ha intentado hacer eso!... Precisamente a eso se lo ha denominado moral... En este sentido Zaratustra llama a los buenos unas veces «los últimos hombres» y otras el «comienzo del final»; sobre todo, los considera como la especie más nociva de hombre, porque imponen su existencia tanto a costa de la verdad como a costa del futuro. Los buenos, en efecto, -no pueden crear, son siempre el comienzo del final, crucifican a quien escribe nuevos valores sobre nuevas tablas, sacrifican el futuro a sí mismos, ¡crucifican todo el futuro de los hombres! Los buenos han sido siempre el comienzo del final. Y sean cuales sean los daños que los calumniadores del mundo ocasionen: ¡el daño de los buenos es el daño más dañino de todos!

5
Zaratustra, primer psicólogo de los buenos, es -en consecuencia- un amigo de los malvados. Si una especie decadente de hombre ascendió al rango de especie suprema, eso sólo fue posible a costa de la especie opuesta a ella, de la especie fuerte y vitalmente segura de hombre. Si el animal de rebaño brilla en el resplandor de la virtud más pura, el hombre de excepción tiene que haber sido degradado a la categoría de malvado. Si la mendacidad reclama a toda costa, para su óptica, la palabra «verdad», al auténticamente veraz habrá que encontrarlo entonces bajo los peores nombres. Zaratustra no deja aquí duda alguna: dice que el conocimiento de los buenos, de los «mejores», ha sido precisamente lo que le ha producido horror por el hombre en cuanto tal; esta repulsión le ha hecho crecer las alas para «alejarse volando hacia futuros remotos», no oculta que su tipo de hombre, un tipo relativamente sobrehumano, es sobrehumano cabalmente en relación con los buenos, que los buenos y justos llamarán demonio a su superhombre.

"¡Vosotros los hombres supremos con que mis ojos tropezaron! Esta es mi duda respecto a vosotros y mi secreto reír: ¡apuesto a que a mi superhombre lo llamaríais - demonio! ¡Tan extraños sois a lo grande en vuestra alma que el superhombre os resultará temible en su bondad!"

De este pasaje, y no de otro, hay que partir para comprender lo que Zaratustra quiere: esa especie de hombre concebida por él concibe la realidad tal como ella es: es suficientemente fuerte para hacerlo, no es una especie de hombre extrañada, alejada de la realidad, es la realidad misma, encierra todavía en sí todo lo terrible y problemático de ésta, sólo así puede el hombre tener grandeza.


6
Pero también en otro sentido diferente he escogido para mí la palabra "inmoralista" como distintivo, como emblema de honor; estoy orgulloso de tener esa palabra para distinguirme de la humanidad entera. Nadie ha sentido todavía la moral cristiana como algo situado por debajo de sí: para ello se necesitaban una altura, una perspectiva, una profundidad y una hondura psicológicas totalmente inauditas hasta ahora. La moral cristiana ha sido hasta este momento la Circe de todos los pensadores; éstos se hallaban a su servicio. ¿Quién, antes de mí, ha penetrado en las cavernas de las que brota el venenoso aliento de esa especie de ideal -¡la difamación del mundo!? ¿Quién se ha atrevido siquiera a suponer que son cavernas? ¿Quién, antes de mí, ha sido entre los filósofos psicólogo y no más bien lo contrario de éste, «farsante superior», «idealista»? Antes de mí no ha habido en absoluto sicología. Ser en esto el primero puede ser una maldición, es en todo caso un destino: pues se es también el primero en despreciar. La náusea por el hombre es mi peligro.

7
¿Se me ha entendido? Lo que me separa, lo que me pone aparte de todo el resto de la humanidad es el haber descubierto la moral cristiana. Por eso necesitaba yo una palabra que tuviese el sentido de un reto lanzado a todos. No haber abierto antes bs ojos en este asunto representa para mí la más grande suciedad que la humanidad tiene sobre la conciencia, un autoengafio convertido en instinto, una voluntad de no ver, por principio, ningún acontecimiento, ninguna causalidad, ninguna realidad, un fraude in psychologicis [en cuestiones psicológicas] que llega a ser un crimen. La ceguera respecto al cristianismo es el crimen par excellence, el crimen contra la vida. Los milenios, los pueblos, los primeros y los últimos, los filósofos y las mujeres viejas -exceptuados cinco, seis instantes de la historia, yo como séptimo-, todos ellos son, en este punto, dignos unos de otros. El cristiano ha sido hasta ahora el «ser moral», una curiosidad sin igual y en cuanto «ser moral» ha sido más absurdo, más mendaz, más vano, más frivolo, más perjudicial a sí mismo que cuanto podría haber soñado el más grande despreciador de la humanidad. La moral cristiana, la forma más maligna de la voluntad de mentira, la auténtica Circe de la humanidad: lo que la ha corrompido. Lo que a mí me espanta en este espectáculo no es el error en cuanto error, ni la milenaria falta de «buena voluntad», de disciplina, de decencia, de valentía en las cosas del espíritu, manifestada en la historia de aquél: ¡es la falta de naturaleza, es el hecho absolutamente horripilante de que la antinaturaleza misma, considerada como moral, haya recibido los máximos honores y haya estado suspendida sobre la humanidad como ley, como imperativo categórico! ¡Equivocarse hasta ese punto, no como individuo, no como pueblo, sino como humanidad! Que se aprendiese a despreciar los instintos primerísimos de la vida; que se fingiese mentirosamente un «alma», un «espíritu», para arruinar el cuerpo; que se aprendiese a ver una cosa impura en el presupuesto de la vida, en la sexualidad; que se buscase el principio del mal en la más honda necesidad de desarrollarse, en el egoísmo riguroso (ya. la palabra misma es una calumnia!); que, por el contrario, se viese el valor superior, ¡qué digo!, el valor en sí, en los signos típicos de la decadencia y de la contradicción a los instintos, en lo «desinteresado», en la pérdida del centro de gravedad, en la «despersonalización» y «amor al prójimo» (¡vicio del prójimo!). ¡Cómo! ¿La humanidad misma estaría en décadencel ¿Lo ha estado siempre? Lo que es cierto es que se le han enseñado como valores supremos únicamente valores de décadence. La moral de la renuncia a sí mismo es la moral de decadencia par excellence, el hecho «yo perezco» traducido en el imperativo: «todos vosotros debéis perecer» ¡y no sólo en el imperativo! Esta única moral enseñada hasta ahora, la moral de la renuncia a sí mismo, delata una voluntad de final, niega en su último fundamento la vida. Aquí quedaría abierta la posibilidad de que estuviese degenerada no la humanidad, sino sólo aquella especie parasitaria de hombre, la del sacerdote, que con la moral se ha elevado a sí mismo fraudulentamente a la categoría de determinante del valor de la humanidad, especie de hombre que vio en la moral cristiana su medio para llegar al poder. Y de hecho, ésta es mi visión: los maestros, los guías de la humanidad, todos ellos teólogos, fueron todos ellos también décadents: de ahí la transvaloración de todos los valores en algo hostil a la vida, de ahí la moral. Definición de la moral: moral - la idiosincrasia de áéc&dents, con la intención oculta de vengarse de la vida, y con éxito. Doy mucho valor a esta definición.

8
¿Se me ha entendido? No he dicho aquí ni una palabra que no hubiese dicho hace ya cinco años por boca de Zaratustra. El descubrimiento de la moral cristiana es un acontecimiento que no tiene igual, una verdadera catástrofe. Quien hace luz sobre ella es una forcé majeure [fuerza mayor], un destino, divide en dos partes la historia de la humanidad. Se vive antes de él, se vive después de él. El rayo de la verdad cayó precisamente sobre lo que más alto se encontraba hasta ahora: quien entiende qué es lo que aquí ha sido aniquilado examine si todavía le queda algo en las manos. Todo lo que hasta ahora se llamó «verdad» ha sido reconocido como la forma más nociva, más pérfida, más subterránea de la mentira; el sagrado pretexto de «mejorar» a la humanidad, reconocido como el ardid para chupar la sangre a la vida misma, para volverla anémica. Moral como vampirismo. Quien descubre la moral ha descubierto también el no-valor de todos los valores en que se cree o se ha creído; no ve ya algo venerable en los tipos de hombre más venerados e incluso proclamados santos, ve en ellos la más fatal especie de engendros, fatales porque han fascinado. ¡El concepto «Dios», inventado como concepto antitético de la vida en ese concepto, concentrado en horrorosa unidad todo lo nocivo, envenenador, difamador, la entera hostilidad a muerte contra la vida! ¡El concepto «más allá», «mundo verdadero», inventado para desvalorizar el único mundo que existe para no dejar a nuestra realidad terrenal ninguna meta, ninguna razón, ninguna tarea! ¡El concepto «alma», «espíritu», y por fin incluso «alma inmortal», inventado para despreciar el cuerpo, para hacerlo enfermar -hacerlo «santo»-, para contraponer una ligereza horripilante a todas las cosas que merecen seriedad en la vida, a las cuestiones de alimentación, vivienda, dieta espiritual, tratamiento de los enfermos, limpieza, clima! ¡En lugar de la salud, la «salvación del alma» es decir, una folie circulaire [locura circular] entre convulsiones de penitencia e histerias de redención! ¡El concepto «pecado», inventado, juntamente con el correspondiente instrumento de tortura, el concepto «voluntad libre», para extraviar los instintos, para convertir en una segunda naturaleza la desconfianza frente a ellos! ¡En el concepto de «desinteresado», de «negador de sí mismo», el auténtico indicio de décadence, el quedar seducido por lo nocivo, el ser incapaz ya de encontrar el propio provecho, la destrucción de sí mismo, convertidos en el signo del valor en cuanto tal, en el «deber», en la «santidad», en lo «divino» del hombre! Finalmente -es lo más horrible- en el concepto de hombre bueno, la defensa de todo lo débil, enfermo, mal constituido, sufriente a causa de sí mismo, de todo aquello que debe perecer, invertida la ley de la selección, convertida en un ideal la contradicción del hombre orgulloso y bien constituido, del que dice sí, del que está seguro del futuro, del que garantiza el futuro hombre que ahora es llamado el malvado. ¡Y todo esto fue creído como moral! - Écrasez Pmfáme! [Aplastada la infame].

9
¿Se me ha comprendido? - Dioniso contra el Crucificado.



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